Arias Navarro o el reformismo imposible

En el comienzo del nuevo reinado fue evidente que todos los rasgos personales positivos del monarca deberían emplearse a fondo para llegar al resultado deseable. Se ha escrito que el dilema de D. Juan Carlos I era elegir entre ser un pequeño Caudillo o un gran rey, pero, puesto que ya había tomado su decisión en favor de la democracia, la realidad es que, desde el primer momento, su opción fue la segunda. De ello, a lo largo de los últimos años, había prodigado señales directas o indirectas en todas las direcciones. Así, si bien había logrado que lo aceptara la clase política dirigente del régimen, probablemente nunca se sintió por completo a gusto con ella; conectaba mucho mejor con la generación suya —jóvenes dirigentes del franquismo con tendencia reformista u opositores moderados, empeñados en una transición sin traumas— a la que procuró conocer de forma minuciosa. Por otro lado, como ya sabemos, a través de personas interpuestas de su entorno personal o poco sospechosas de heterodoxia en el franquismo, tuvo contactos con la oposición que llegaron hasta el partido comunista.

Sin duda, en estos momentos disponía algún tipo de programación ideada para el momento de asumir la responsabilidad como Jefe del Estado. Tenía que dejar bien claro que a él le correspondía la suprema responsabilidad y, por tanto, debía lograr la dimisión del presidente del Gobierno; al parecer, antes del asesinato de Carrero, había logrado su promesa de dimisión para cuando se produjera la muerte de Franco. Por otro lado, era consciente de que el primer gobierno debiera ser de transición; así lo prueba que Fraga, en sus primeros contactos con el monarca después de su proclamación, percibiera un deseo de «no precipitarse y ganar tiempo». Parece que en algún momento D. Juan Carlos había hecho una especie de retrato ideal de un futuro presidente en el que contaban, de modo principal, sus capacidades en el terreno de la política económica, lo que puede explicar que pensara en el ex ministro López de Letona. Posteriormente se dio cuenta de que lo fundamental era la política y por eso le interesó disponer de una persona de los propios organismos del régimen capaz de dirigir la reforma institucional, alguien que, en el terreno político, tenía que ofrecer una mezcla de continuidad y cambio, sin que este último, además, apareciera como un peligro para nadie.

Todo esto explica el nombramiento de Torcuato Fernández Miranda como Presidente de las Cortes y del Consejo del Reino. Hábil, dotado de conocimientos jurídico-políticos y experiencia en el régimen, aparte de contar con la confianza del monarca, Fernández Miranda había logrado frenar, en los primeros años setenta, la cuestión del asociacionismo dentro del régimen usando de su «implacable habilidad para marear las palabras», según la frase de Martín Villa. Lo hizo, a la vez, porque sabía que Franco no quería resolverla y porque al futuro Rey no le interesaban las asociaciones si eran ficticias. No obstante, su pasado era muy consciente de que a la Monarquía le era imprescindible en este momento «barrer al bunker e integrar a la izquierda»; además había convencido al Rey de que era posible conseguirlo por procedimientos legales. Su habilidad para el uso del reglamento de las Cortes facilitó la aprobación de un procedimiento de urgencia que habría de ser muy útil para la reforma y su liderazgo en el Consejo del Reino, donde impuso reuniones quincenales, le permitió ir configurando una influencia creciente para que, en su momento, no hubiera problemas a la hora de seleccionar un candidato para la Presidencia del Gobierno. De todos modos, para juzgar apropiadamente su papel en estos momentos, hay que tener en cuenta, en primer lugar, que no era un personaje muy apreciado dentro de la clase dirigente del régimen: obtuvo 14 votos en su elección para presidir las Cortes y el Consejo del Reino, frente a 12 del candidato siguiente, lo que indica que difícilmente hubiera llegado a Presidente.

Además, existe el peligro de exagerar su papel en la transición, aunque decisivo, instrumental. El mismo parece haber asegurado que el libreto de la transición era suyo, aunque el director fuera el Rey y el actor Suárez, pero lo decisivo eran estos dos últimos papeles. La edad y el pasado lo condenaron a un papel que nunca pudo ser de primer protagonista: por ejemplo, resulta inimaginable que una persona como él hubiera podido entrevistarse con Carrillo, como luego hizo Suárez. Fue uno de tantos protagonistas de la transición que, muy importante en un cierto momento, quedó marginado luego por los acontecimientos.

La elección de Fernández Miranda no hubiera podido llevarse a cabo sin el apoyo del presidente del Gobierno. Sin embargo, desde el primer momento, fue Arias quien proporcionó al Rey los primeros y algunos de sus más graves quebraderos de cabeza. Cuando D. Juan Carlos utilizó al general Diez Alegría para remitir un mensaje a su padre pidiéndole una reacción moderada en el momento de la muerte de Franco, Arias dimitió creando una situación muy grave que no se solucionó hasta que revocó su decisión. Luego, después de la coronación, quiso eludir su obligación de poner su cargo a disposición del Rey, evitó cuanto pudo dar la noticia en la prensa y dio siempre por supuesto que continuaría en el poder. A un Rey, que si algo no podía (ni debía) soportar era un tutor, lo trató con una mezcla de superioridad y de confianza en sí mismo, como si fuera insustituible. A Fernández Miranda le llegó a decir lo siguiente: «Yo con un niño no sé hablar más allá de diez minutos; después no sé qué decirle y me aburro; esto me pasa con el Rey». Éste no tenía mejor juicio del presidente, al que siempre consideró «terco como una mula». Al cabo del tiempo D. Juan Carlos se confesó ante Fernández Miranda «con una tensión terrible y dominado por una irritación creciente». «Esto, añadió, no puede seguir así y creo que lo que más me irrita es que piensa Arias que me puede y esto no es así».

Al margen de actitudes personales había algo más importante: una sustancial distancia en los objetivos políticos. Arias siguió al frente del Consejo de Ministros cuando su oportunidad histórica había ya desaparecido hacía tiempo. Quizá no hay anécdota más descriptiva de quién era Arias Navarro que el hecho, narrado por Ossorio, de que durante toda su Presidencia tuviera en su despacho un gigantesco retrato de Franco que era su punto de referencia más firme y al que citaba en sus discursos mucho más que al Rey. Posiblemente, quería reformar el régimen, pero estaba atormentado por las dudas entre sus fidelidades y su ignorancia de cómo hacer ese cambio. Aunque Franco hubiera muerto hacía tan sólo un mes lo cierto es que, en términos políticos, había transcurrido mucho más tiempo. A estas alturas era impensable una resurrección del «espíritu del 12 de febrero» que, sin embargo, era la referencia máxima del nuevo presidente (es decir, una reforma del régimen cosmética o, a lo sumo, no substancial).

Fernández Miranda aseguró que consideraba posible una democracia «dulce o amaestrada, sin saber lo que realmente quería, pues lo único que sabía es que quería otra cosa sin dejar de conservar lo que tenía». Uno de sus ministros, Garrigues, ha afirmado en sus Memorias que todos los cambios que deseaba partían de las premisas de salvar la esencia del régimen anterior. Como parte de sus ministros y de la propia clase política del régimen ya iban por otro lado, la reacción de Arias era de perplejidad; por eso paralizaba las iniciativas de los demás sin sustituirlas por otras propias, permanecía desconcertado y receloso y se perdía en naderías. De enemigo del bunker en la fase final del franquismo se había convertido en su aliado pero, por si fuera poco, lo era de modo dubitativo y confuso. Fraga ha señalado este rasgo con contundencia: «No se le veía suelto, decidido y con una idea profunda». No concebía siquiera la posibilidad de entrevistarse con la oposición más moderada (Gil Robles, por ejemplo) —porque Franco no lo hubiera hecho—, le ocultaba sus discursos al Rey y veía la sociedad española como objeto pasivo de sus medidas, como si fuera a aceptar lo que él decidiera por ella.

Un rasgo de Arias que se reveló inmediatamente a los ministros más lejanos a sus amistades políticas previas fue su falta de altura para afrontar una coyuntura tan difícil como ésta. Su experiencia política se limitaba a los servicios de seguridad y a una camarilla de personas con valores mínimos; como ignoraba todo lo demás, lo habitual en él era la desconfianza de sus propios ministros. Muy a menudo, sus juicios eran los de un integrista convertido en anticlerical por el alejamiento de la Iglesia de las estructuras del régimen: cuando se produjeron los sucesos de Vitoria descargó las culpas en los curas que habían colgado los hábitos. Como es de suponer, a su ministro de Exteriores le parecía que tales planteamientos tenían «ribetes de comicidad irresistible». Quizá nunca un presidente del Gobierno ha sido tan vapuleado por uno de sus ministros como por Areilza en sus Memorias. «Parece reñido con la vida y con la realidad —escribe—. Habla sobre clichés imaginarios. Desconoce el mundo exterior. Tiene unos informadores que rayan en lo grotesco».

La verdad es que, aparte de sus limitaciones personales, la indigencia de Arias Navarro se hizo patente de forma muy especial porque el gabinete que formó no era suyo, sino que le había sido impuesto y no pocos de sus miembros estaban muy por encima de él en capacidades e influencia pública. Sólo le quedó un puñado de colaboradores, los más anodinos, mientras que, por decisión del Rey y no sin dificultades, formaron parte del gabinete un grupo de figuras de primera fila de la política española de entonces, que pronto resultaron incontrolables para su Presidente.

Uno a uno fue perdiendo a sus antiguos ministros, incluso aquéllos con los que tenía lazos más estrechos (Carro, García Hernández…) y los que eran más brillantes, como Fernando Suárez. A Fraga le ofreció Educación, pero él mismo impuso su cartera de Gobernación con el rango de vicepresidente, dejando a su cuñado en aquella cartera.

Eso parecía darle un rango superior y la responsabilidad principal a la hora de la elaboración de la transformación institucional que procediera, pero le tocó lidiar con los gravísimos problemas de orden público del momento, lo que no facilitó que pudiera poner en marcha sus medidas políticas. Al final quería, según sus propias palabras, «quitarse el tricornio», pero ya era demasiado tarde. Por otro lado, Fraga abordó la reforma erradamente: se basaba en adoptar e imponer desde arriba una serie de reformas del sistema institucional que consideraba radicalmente inmutables. A veces se daba cuenta de que era preciso negociar con la oposición, pero la trató con intemperancia: en la primera reunión con los socialistas amenazó a uno de ellos con romperle la pipa que fumaba. Pretendía ser Cánovas, pero las circunstancias eran muy distintas de las de cien años atrás y tampoco tuvo la sabiduría ni la grandeza de su referente histórico.

Junto a él figuraron otros dos reformistas, Areilza y Garrigues, en Asuntos Exteriores y Justicia, con posibilidades escasas, pues carecían de apoyo en el seno del sistema y nunca tuvieron peso decisivo en el gabinete. Areilza pronto se supo «vendedor foráneo de una mercancía adulterada del interior», pero, en realidad, viendo las cosas de forma más positiva, el solo contenido de sus declaraciones contribuyó no poco al cambio. Un papel más importante, sobre todo de cara al futuro, habría de corresponder a quienes llegaron al gobierno procedente del régimen pero que, por el momento, eran prácticamente desconocidos: Alfonso Ossorio y Adolfo Suárez. El primero procedía de los medios del colaboracionismo católico (Silva Muñoz, que pidió demasiado, acabó siendo marginado). El segundo fue un nombramiento de última hora, propiciado por Fernández Miranda, y, en apariencia, de entre los ministros procedentes del Movimiento no parecía tener nada que hacer ante el experto Solís, presente también en el gabinete en la cartera de Trabajo. El responsable principal de materias económicas, Villar Mir, hizo un diagnóstico correcto de la crisis económica, pero se equivocó rotundamente al pensar (e incluso decir en las Cortes) que podía abordarse mediante medidas drásticas de ajuste en un momento de extrema debilidad política como el que se vivía. En definitiva, el gobierno fue denominado por una parte de la prensa con los apellidos de quienes parecían ser sus figuras más destacadas (Arias-Fraga-Areilza-Garrigues) pero, con el transcurso del tiempo, se descubrió que ni tan siquiera era un gabinete propiamente dicho: «Aquí no hay orden ni concierto, ni propósito, ni coherencia, ni unidad», escribiría un desesperado Areilza en sus Memorias.

Muy pronto, en enero de 1976, se produjo la primera decepción de la opinión pública —profunda e irreversible— respecto a Arias: su discurso ante las Cortes consistió apenas en unas cuantas vagas concesiones verbales —un legislativo con dos cámaras pero atribuciones imprecisas, reforma del asociacionismo y del derecho de manifestación…— pero demostró ante todo su incapacidad de trascender las pautas ideológicas del franquismo. Si en un principio hablaba del número de partidos políticos que habría en España, luego concluía por abominar del término y siempre acababa indefectiblemente mostrando su anclaje en el pasado.

Mientras tanto, en la calle existía una efervescencia inédita que no podía encauzarse por los medios existentes hasta ahora. A comienzos de 1976, hubo en tan sólo un mes, un movimiento huelguístico superior en extensión y profundidad al de todo el año precedente. Es significativo que las movilizaciones se produjeran mucho más por motivos laborales, aunque fueran propiciadas por Comisiones Obreras y tuvieran una obvia vinculación con el momento histórico que vivía el país, que por reivindicaciones estrictamente políticas como, por ejemplo, la amnistía por los delitos políticos; esta última se otorga pero fue parcial y limitada, de modo que sólo llegó a beneficiar a una décima parte de los militantes vascos radicales. Sin embargo, no cabe la menor duda de que detrás de esta protesta social había factores políticos: «Todo ese proceso de huelgas que fue a más y más —ha afirmado Carrillo— consiguió ejercer una verdadera presión sobre los reformistas del gobierno». Por otro lado, resulta significativo que, desde este momento, se manifestara la decidida voluntad del Ejército de marginarse de cualquier actuación respecto del orden público negándose, por ejemplo, a aceptar la militarización de los transportes. La ineficacia de la policía y la incapacidad de control por parte de los organismos del Movimiento aparecen recogidas en las Memorias de Salvador Sánchez Terán, Gobernador de Barcelona, que se encontró con tan sólo 800 000 pesetas de presupuesto anual para atender a la acción política en su demarcación llegando incluso a perder el control de una población de la envergadura de Sabadell. Para el citado gobernador, como para algunos otros, esta fase de la transición no fue sólo la primera, sino también la más difícil, precisamente por el elevado grado de movilización y la ineficacia de los medios utilizables para contrarrestarla.

El programa de reforma política podría haberse encauzado a través de una Comisión Real al margen de los organismos institucionales del régimen, tal como propuso Pío Cabanillas, pero finalmente lo fue en una Comisión mixta entre el Gobierno y el Consejo Nacional, sugerida por Fernández Miranda y Suárez. Sin duda, ambos pensaron en una fórmula como la indicada por imaginar que de esta manera la reforma se haría desde el seno mismo del régimen y logrando un acuerdo interno en cuanto a los procedimientos, pero, de momento, la fórmula no hizo sino acumular obstáculos a un propósito transformador que se quedaba en declaraciones confusas en vez de traducirse en hechos concretos. A veces ni siquiera en eso: Arias Navarro no tuvo empacho en declarar, ante el Consejo Nacional, que su propósito era «continuista» del franquismo y que, en tanto que él siguiera en el poder, ése sería el proyecto del gobierno.

Fraga ha asegurado en sus Memorias que la comisión resultó «dilatoria y negativa» y algunos de quienes formaron parte de ella han empleado términos todavía más duros, como el de «engendro». El propio Fernández Miranda llegó a escribir que resultaba «excesiva y embarulladora». En realidad, las reuniones de la comisión consistieron tan sólo en una sucesión de torneos oratorios entre Fernández Miranda y Fraga, catedráticos ambos de Derecho Político. Quedó claro que el Movimiento deseaba perdurar bajo la presidencia del Rey y disponiendo de un secretario general que lo fuera al mismo tiempo del Gobierno; entre sus propósitos estaba también mantener una cierta representación orgánica y la presencia inmutable de los consejeros nacionales nombrados por Franco en una eventual segunda cámara. Pero sobre esta materia no se llegó a un acuerdo. Era tan clara la inminencia de una consulta electoral, que los debates se centraron (y acabaron empantanándose) en asuntos como el número de diputados por provincia. Porque el significado esencial de la Comisión mixta fue precisamente detener cualquier tipo de reforma rápida. Uno de sus miembros, Alfonso Ossorio, desesperado por la lentitud, llegó a escribir unos versos que pasó a un compañero de comisión y que ha dejado recogidos luego en sus Memorias: «Como sigamos así legislar, legislaremos más no sé si llegaremos o si estaremos aún aquí cuando Felipe VI quiera saber como vamos y pregunte si acabamos de elaborar este texto».

Cabe preguntarse si en este momento hubiera sido posible el otro procedimiento de reforma que un artífice de la transición, Miguel Herrero, propuso a los ministros más nítidamente demócratas del Gobierno (Areilza y Garrigues). En vez de esta fórmula de la Comisión mixta que conducía a la «complicación, la ambigüedad y la inestabilidad», cuando no al inmovilismo, el Rey debiera someter a referéndum unas bases para la reforma política. El procedimiento hubiera sido más directo y expeditivo e incluso más lógico. Quizá no era aún el momento de seguir un camino como éste, más cercano al mundo de la oposición, pero a medio plazo abrió el paso a la posterior tramitación de la ley de reforma política.

En estas condiciones, el proyecto del gobierno Arias se redujo a poco menos que nada, aunque se dieron algunos pasos adelante cuya utilidad se revelaría con el paso del tiempo. Se prorrogaron las Cortes franquistas porque se pretendía que las próximas fueron elegidas ya por mecanismos de sufragio mucho más amplios (Fernández Miranda temía, además, que unas elecciones inmediatas pudieran llevar a la «ruptura»). Se derogaron, además, los quince artículos de la ley antiterrorista cuyo contenido discrepaba más abiertamente de la legislación de los países democráticos. A fines de mayo, Fraga Iribarne presentó en las Cortes una nueva ley de reunión y manifestación que fue aprobada con tan sólo cuatro votos en contra; en realidad la calle y la vida cotidiana habían creado ya unos hábitos que tenían poco que ver con las disposiciones legales anteriormente vigentes.

La falta de rapidez y de propósitos claros del Gobierno tuvo como consecuencia que arreciara la oposición del sector inmovilista contra cualquier tipo de cambio. Así sucedió en cuanto se planteó la cuestión espinosa por excelencia en la época del franquismo final, es decir, la del asociacionismo político. La nueva legislación suponía importantes cambios que le daban un carácter mucho más positivo que el que podría haber tenido cualquier proyecto del tardofranquismo. Tan sólo se prescribía para convertir las asociaciones en legales un respeto a los derechos de la persona. Además, el registro de asociaciones no dependería del Movimiento sino del Ministerio de la Gobernación y de los tribunales. La presentación del proyecto ante las Cortes no fue ya obra de Fraga, de cuyo protagonismo desconfiaba Arias, sino que, después de encargársela a Ossorio, pasó a ser, finalmente, responsabilidad de Adolfo Suárez, oportunidad que éste no desperdició y que le hizo despuntar por vez primera entre sus compañeros de gabinete. El proyecto lo presentó como «una respuesta actual», basada en principios de realismo y sinceridad: si España era plural las Cortes «no se pueden permitir el lujo de ignorarlo». El asociacionismo, además, quitaría «dramatismo a nuestra política» porque ahora se daban todas las condiciones para que el pluralismo resultara «integrador y no desintegrador». En definitiva, se trataba de «elevar a la categoría política de normal lo que a nivel de calle es normal». La frase, pese a su incorrección, era óptima para describir la realidad de una sociedad que era capaz de transformar su vida pública por su anterior capacidad de evolución.

A estas alturas —comienzos de junio— Suárez, que a diferencia de sus compañeros de gobierno disponía de todo su tiempo para dedicarse exclusivamente a la política, había demostrado tener un capital político inesperado, la capacidad de controlar el Movimiento, lo que contribuye a explicar que fuera el encargado de presentar el proyecto ante las Cortes franquistas, así como su acceso a la presidencia. A fines de mayo, casi triplicó en votos al marqués de Villaverde en una elección para un puesto en el Consejo Nacional. Un posterior adversario político, Areilza, describe muy bien, en sus Memorias, el impacto de su intervención parlamentaria citada: «Dice aquellas cosas que Arias debió decir hace meses». Pero no fue únicamente él quien se impresionó por su capacidad de convicción: también el Rey preguntó a Ossorio: «¿Tiene carácter?». El testimonio de Fernández Miranda parece probar que en otras ocasiones D. Juan Carlos consideró a Suárez «muy verde».

Como quiera que sea, las dificultades para la reforma eran crecientes en el seno de la clase política del régimen, como se demuestra por el resultado de la votación del proyecto, pues si 338 procuradores votaron a favor, el número de los que se abstuvieron, se ausentaron o votaron en contra fue tan sólo de un centenar menos. Por otro lado, la reforma del Código Penal —que para Garrigues debía ser anterior o paralela a la aprobación del estatuto de Asociaciones políticas— se encontró con muy graves dificultades, que arreciaron por la noticia del asesinato por ETA de un jefe local del Movimiento en el País Vasco. La mayoría de los procuradores en Cortes quería cerrar el paso a cualquier posibilidad de legalización del partido comunista, y así se introdujo en el texto gubernamental un párrafo por el que se vedaban aquellas organizaciones políticas que estuvieran «sometidas a una disciplina internacional» y pretendieran la implantación de un régimen totalitario. Se daba así la paradoja de que, quienes en el pasado habían estado tentados por el totalitarismo de un signo, se sentían autorizados para vetar el totalitarismo de los demás.

Pero cuando definitivamente se hizo patente el peligro que corría la transformación política hacia la democracia, convertida ya en esperanza de la mayoría de los españoles, fue con motivo de la presentación del proyecto de reforma de la ley de Cortes y la de Sucesión del viejo régimen. El proyecto del Gobierno seguía, como es natural, las líneas diseñadas por Fraga, y suponía la existencia de dos cámaras, una de ellas con 300 miembros elegida por sufragio universal, mientras que la otra sería de carácter orgánico; el sistema electoral sería mayoritario y existiría también un Consejo económico y social. El Consejo Nacional del Movimiento permaneció encastillado en la postura anteriormente descrita y, en consecuencia, informó negativamente la disposición propuesta. Si en el Gobierno había indecisión y titubeos respecto del rumbo a seguir, una parte de la clase política del régimen no estaba dispuesta a dejarse arrebatar el monopolio del poder que hasta ahora había tenido.