Se suele decir que otro rasgo muy característico de la transición española deriva del importante papel jugado en ella por la institución monárquica. Más adelante haremos alusión detenida a quien la encarnaba y al papel que en ella tuvo, pero antes de ello es preciso hacer una reflexión de carácter más general. De entrada hay que advertir que, sin duda, la Monarquía española está, desde la óptica actual, íntimamente vinculada con la democracia. Pero esto no quiere decir, en términos estrictos, que la institución monárquica legitimara la transición. Más bien lo correcto sería afirmar lo contrario: que fue la democracia la que, en definitiva, legitimó finalmente a la Monarquía. En el momento de la muerte de Franco la institución carecía de fuerza y de capacidad para lograr aquel propósito y más aún en la versión que había quedado prevista para el futuro.
La función de la Monarquía fue otra. Siempre el gran peligro de un proceso de transición democrática es la quiebra de la legitimidad en aquel momento en que se ha desvanecido la de la dictadura y todavía no ha aparecido o no se ha consolidado la democrática. Ahora bien, la transición española tuvo precisamente en la Monarquía un instrumento para evitar esa quiebra de la legitimidad; en ninguna otra se dio nada semejante, salvo el papel que el Ejército desempeñó en Polonia, aunque fuera mucho más frágil y errático. En el caso español la función de la Monarquía como garante de la legitimidad de todo el proceso pudo cumplirse merced a las peculiares circunstancias históricas que la rodeaban. Por un lado, se trataba de un régimen político deseado por Franco y D. Juan Carlos I, designado por el Caudillo como su sucesor, lo que desautorizaba cualquier posible acusación de heterodoxia. Por otro lado, D. Juan Carlos era también el representante de una legitimidad dinástica e, inevitablemente, su persona aparecía vinculada a la trayectoria de su padre en la oposición liberal —o al menos, colaboración con reparos— al régimen de Franco. Fue la combinación de todos estos factores lo que explica el hecho excepcional de que una Monarquía que tenía un pasado discutido desde 1923 y, sobre todo, desde 1931, fuera restaurada después de más de cuarenta años, en un momento, además, en el que el régimen monárquico estaba en retroceso en toda Europa. Si la Monarquía hubiera estado por completo vinculada al régimen, como en Portugal, lo más probable es que no hubiera podido desempeñar el papel que tuvo, pero tampoco en el caso de que se hubiera adscrito en exclusiva a una actitud de oposición. D. Juan Carlos representó, de esta manera, lo que podría denominarse una legitimidad democrática de expectativa pero, por cierto tiempo, retuvo al menos parte del poder constituyente que Franco siempre había tenido en sus manos y fue el heredero no sólo de la línea dinástica, sino también de la actitud de su padre. Este solapamiento de legitimidades, —apreciado de manera muy diferente en los distintos estratos de la sociedad española— contribuyó decisivamente al resultado final de hacer posible un proceso de transición pausado y profundo que dio un giro copernicano a las instituciones políticas vigentes, pero partiendo de los presupuestos en los que el régimen pasado se basaba.
Este solapamiento de legitimidades de la institución monárquica no es, ni ha sido, discutido. En cambio, en otros aspectos, ha existido un debate entre quienes —no necesariamente historiadores profesionales— han escrito sobre los miembros de la dinastía. De D. Juan de Borbón se ha afirmado que nunca fue demócrata o que el conflicto que lo enfrentó con Franco no estuvo motivado por diferencias ideológicas, sino por cuestiones de poder; algún otro le ha achacado no tener otra política que la señalada por uno de sus colaboradores, Sainz Rodríguez. Incluso ha llegado a decirse que, después de la transición, se habría producido una auténtica «reinvención de la tradición» otorgando a la causa monárquica una condición liberal que nunca tuvo. Sin pretender que lo fuera en los años cuarenta hay que decir que desde la segunda fase de la Guerra Mundial significó una solución liberalizadora que, de modo inevitable, hubiera conducido a un régimen asimilable en el contexto de la Europa occidental.
Desde esos años hubo monárquicos demócratas (y otros que no), pero en la segunda mitad de los sesenta lo eran la mayoría, empezando por el propio D. Juan. Otra cuestión controvertida se refiere a la discontinuidad o continuidad entre éste y su hijo. Algún historiador —Powell— ha señalado el giro existente entre ambos. Sin embargo, cabe recordar que la Constitución de 1978 se parece mucho más al manifiesto de Lausanne que a cualquier ley fundamental del período franquista (Fontán). Por más que el camino fuera distinto el objetivo de ambos fue el mismo. Más adelante volveremos sobre la cuestión.
De momento resulta preciso volver a fines de noviembre de 1975. En el momento de la muerte de Franco la situación no se presentaba en absoluto cómoda para su sucesor. Por mucho que la institución que encarnaba supusiera una triple legitimidad, lo cierto es que esa posibilidad era algo remoto. Como por entonces escribió el historiador Carlos Seco, en aquellos momentos la Monarquía tenía enfrente, a la vez, a los que querían el monopolio del sistema o a los que pretendían algún tipo de revancha.
El sentido de lo que fuera la Monarquía y de cómo fuera a actuar quien la personificaba estaba lejos de ser claro, dadas las evidentes dificultades que había tenido para convertirse en sucesor y mostrar su programa en las décadas anteriores. Por un lado Santiago Carrillo anunció que en la Historia de España el monarca quedaría como Juan Carlos el Breve y el PSOE publicó una nota en la que, refiriéndose al mensaje del Rey a las Cortes, afirmó que «no había sorprendido a nadie» y «ha cumplido su compromiso con el régimen franquista». Por otro, la extrema derecha, que personificaba José Antonio Girón de Velasco, fue beneficiaria principal y quiso ser protagonista exclusiva de las ceremonias de los funerales de Franco. El Rey concedió su primera audiencia a los excombatientes y el propio Presidente de las Cortes, Rodríguez de Valcárcel, al tomar juramento al Rey lo hizo «desde la emoción en el recuerdo de Franco».
Sin embargo, desde el primer instante quedó perfectamente claro que el Monarca sabía exactamente cuáles habían de ser los principios en los que fundamentar la convivencia nacional. Su Mensaje a las Cortes, que pudo ser elaborado reposadamente, dada la larga agonía de Franco, reveló una voluntad paralela a la que había guiado a Alfonso XII en el momento de producirse la Restauración, un siglo antes, e incluso incluía párrafos casi literalmente transcritos del manifiesto de Sandhurst. Otro mensaje paralelo, dirigido a las Fuerzas Armadas, a las que pidió que enfocaran el futuro con «serena tranquilidad», equivalió a una promesa de que la transición se haría desde las propias instituciones del régimen identificado con Franco, y sin traumas. También el discurso de la Corona tuvo un contenido semejante. De él merece la pena destacar al menos dos puntos que, por otro lado, resultaban obligados. El Rey, a diferencia de lo sucedido en 1969, hizo una mención a su padre o, lo que venía a ser lo mismo, a la tradición liberal de la Monarquía y, además, señaló la voluntad de que ésta amparara a la totalidad de los españoles sin ventajas ni privilegios para nadie (lo que conllevaba la democracia). Con la perspectiva que da el tiempo transcurrido y el conocimiento de lo que el rey dijo puede interpretarse que quiso indicar a la oposición que en el fondo estaba de acuerdo con ella, pero que no debía romper la baraja y sí, en cambio, dejar que él tomara una cierta iniciativa.
Asimismo, el espíritu con el que se abría la transición quedó, por otro lado, ratificado gracias al apoyo ambiental de simpatía esperanzada logrado por D. Juan Carlos en los países democráticos y puesto de manifiesto en las representaciones enviadas a España con motivo de las ceremonias para celebrar la apertura del reinado. En el fondo, resultó el complemento ideal de la propia situación española: la Reina percibió «más ilusión que miedo» y el entrecomillado parece una descripción oportuna. Además, las circunstancias proporcionaron una inmejorable ocasión para que otra instancia, la Iglesia, jugara un papel importante. Las dos intervenciones del cardenal Tarancón, a la hora de las exequias de Franco y en el momento de la proclamación del Rey, coincidieron con el sentido de las palabras del monarca. De Franco hizo Tarancón una alabanza a su entrega, pero también mencionó sus «inevitables errores» y realizó, asimismo, una alusión meridiana a la necesidad de serenidad y tacto en momentos como los que se vivían. En la homilía de la coronación el cardenal, por un lado, proclamó la independencia de la Iglesia en la predicación del Evangelio sin renunciar a explicarlo en su integridad y, por otro, glosando la liturgia, señaló como desiderata para el reinado que se iniciaba, la verdad, la justicia, el amor y la paz.
Para tratar del papel de la Monarquía en la transición española no basta con hacer mención de esta especie de ambivalencia o triple legitimidad que la caracterizó en la práctica. También es necesario hacerlo de los rasgos de quien la personificó, de sus propósitos y del modo de llevarlos a cabo. En el mes de noviembre de 1975, D. Juan Carlos de Borbón era, al mismo tiempo, una incógnita y el depositario de grandes expectativas. En los dos últimos años de vida de Franco existió una polémica que, bajo apariencia doctrinal y erudita, en realidad encerraba un debate acerca de las posibilidades de transformación del sistema desde sus propios presupuestos y leyes fundamentales. Miguel Herrero, por ejemplo, en El principio monárquico, había defendido la idea de que las leyes fundamentales del régimen eran todas ellas reformables y que el monarca, gracias al papel central que tenía en esas instituciones, era capaz de producir el cambio hacia la democracia. Aunque discrepante en no pocos aspectos, Jorge de Esteban trató también en otro libro acerca del procedimiento para producir el mismo resultado, con las leyes fundamentales del franquismo en la mano y a través de las Cortes. En el fondo, la cuestión sobre el papel del Monarca en la nueva situación había sido solventada por el propio Franco. «El poder tiene recursos para todo, Alteza», le dijo a su sucesor, con su habitual carencia de respeto por las normas fundamentales de su propio régimen. Otra cosa es que pensara que algún día podía y debía producirse un cambio tan sustancial como el que se llevó a cabo. Ni lo imaginó ni lo hubiera aprobado. Tampoco tiene sentido presentar lo ocurrido como una traición, pues los cambios que tuvieron lugar se produjeron utilizando los medios que autorizaban las estructuras del régimen.
El propósito esencial del monarca fue siempre claro en sus líneas generales aunque, de momento, no se lo pareciera a muchos. Como ha recordado Carlos Seco se trataba de hacer verdad aquel propósito enunciado por José Canalejas a comienzos de siglo, la «nacionalización de la Monarquía», imprescindible para que «fuera de la Monarquía no quede ninguna energía inútil». Un propósito como ése sólo era imaginable en el último cuarto del siglo XX, con un régimen de carácter liberal democrático pero, en estrictos términos, era más amplio: se trataba de que los españoles tomaran las riendas de su propio destino, realizaran la reconciliación y no estuvieran divididos en dos mitades, vencedores y vencidos, o que se invirtieran ahora sus papeles. En realidad, los propósitos de su padre, a lo largo de toda su vida, no habían sido otros, por lo que el reinado de Juan Carlos I no se entiende sin el anterior de su padre en la sombra, lo que explica las palabras que le dedicara en su único texto que se puede denominar autobiográfico; al escritor José Luís de Villalonga le dijo que, sin duda, en él había influido infinitamente más su padre que Franco de quien, sin embargo, admiraba su capacidad de desenvolverse con tranquilidad en circunstancias difíciles. «A veces tiemblo, añadió, pensando lo que este hombre ha debido sufrir». Todo hace pensar, pues, que siempre hubo entre padre e hijo un acuerdo profundo en los propósitos y, por supuesto, una solidaridad familiar muy estrecha; esto es lo que autoriza a afirmar que se dio un verdadero «pacto de familia». Pero, al mismo tiempo, todo esto no excluye que, en algunas ocasiones, pudiera haber discrepancias estratégicas y tácticas importantes porque también lo eran los enfoques desde los que ambos partían. A fin de cuentas, D. Juan fue un exiliado rodeado de discrepantes con Franco, mientras que su hijo era también el sucesor de este último y una persona que durante años mantuvo un muy estrecho contacto con la clase dirigente del franquismo. Un ejemplo de la discrepancia existente puede ser el distinto enfoque con relación a los mandos militares. «Yo me daba cuenta de que la clave estaba en el Ejército; era necesario integrarme en él para poder contar con él», ha dicho el Rey; tal propósito no hubiera podido ser cumplido por su padre. Hubo momentos, entre 1969 y 1975, en que había motivos objetivos suficientes para que la tensión aflorara. Sin embargo, ese acuerdo de fondo hizo que la Monarquía, con idéntico propósito y resultado final, se desdoblara en dos fórmulas que, de hecho, cubrían la dualidad entre reforma y ruptura. El mejor ejemplo de esta realidad es el hecho de que D. Juan denunciara el «poder personal absoluto» de Franco en el mismo momento en que su hijo recibía la Corona de manos de las instituciones que le habían mantenido en el poder. A Giscard d’Estaing, el presidente francés, D. Juan le dio el testimonio de este acuerdo fundamental: «Lo que sí le digo es que la monarquía será como le digo que debe ser». En mayo de 1977, cuando ya las elecciones generales estaban en el horizonte inmediato, se produjo la renuncia de D. Juan de Borbón, penúltimo acto que remataba la transición española dejando tan sólo para el final el voto de los españoles. Fue una lástima que tal renuncia no se produjera en forma más solemne, en el Palacio Real y ante el Gobierno en pleno, pero la razón radicaba en la forma misma de realizarse la transición. En efecto, para quienes en ese momento seguían en el poder, resultaba esencial que el paso de una legalidad a la otra se hiciera por los procedimientos previstos en la primera. Por mezquino que pudiera resultar, una renuncia de D. Juan en esa forma podía tener el inconveniente de señalar la ilegitimidad de que Franco instaurara la monarquía en su hijo.
Ésta fue la posición de Torcuato Fernández Miranda, a quien es preciso atribuir un papel decisivo en la determinación del modo de la transición por parte del monarca.
Profesor del futuro Rey durante los años sesenta, época en que ocupaba la Dirección General de Universidades, este catedrático de Derecho Político le señaló que podía ser «no un pequeño Caudillo sino un gran rey», haciéndole ver que las leyes fundamentales del régimen franquista «obligan pero no encadenan» y que, por lo tanto, se podía «ir de una situación a otra desde la ley». Esto no quiere decir que el vicepresidente imaginara la transición, sino que proporcionó los medios que le daba su sabiduría jurídica. En una de sus notas, el propio Fernández Miranda revela que D. Juan Carlos «no sabía cómo pero sí sabía lo que se proponía hacer al llegar su hora». Él despejó esa incógnita y, además, fue confidente del entonces Príncipe durante los años más difíciles. Supo, por ejemplo, de sus incertidumbres cuando, a la muerte de Carrero —«mucho más difícil pero… leal»— le sustituyó Arias, en quien no podía confiar. En suma, como en definitiva demostraría el transcurso del tiempo, el monarca tenía en sus manos recursos suficientes para contribuir decisivamente al cambio político, lo que le llevó a esperar y a reservarse para el futuro.
Queda aún hablar de la personalidad del Rey y de su forma de actuar durante la transición. Al iniciarse ésta, en no pocos sectores de la vida española tenían la sensación de que D. Juan Carlos era un desangelado e insustancial representante de un régimen autocrático anclado en el pasado. La verdad se alejaba mucho de esa imagen y por ello no tardó mucho en caer la «máscara» que había ocultado la realidad del personaje (Julián Marías). La accesibilidad, la simpatía y la capacidad de aproximación del monarca ocultan la realidad de las amarguras de su vida anterior, que fue también la de un exiliado, educado en tierras extrañas donde llegó a tener dificultades con el castellano (escribía con galicismos como «reusido» y «envelopado») y, a menudo, con no escasos problemas económicos. En realidad la suya había sido «una vida con asperezas, difícil, resuelta con intuición, energía y dolor» (Bardavío). A esas amarguras hay que añadir la muerte de su hermano y la misma dificultad de su situación política en un régimen en el que no escaseaban los elementos hostiles a su persona y a lo que ella significaba. «Había días en que no le hacían ni caso», asegura ese mismo periodista. Pero estos años fueron también los de su aprendizaje: no sólo por el número de personas con las que estableció contactos, sino también por su técnica de tratar a todos por igual, mantenerse independiente, y ser hábil tanto en el manejo dúctil de los recursos del poder, como en congregar en torno suyo a personas y movimientos difícilmente compatibles. Por supuesto, aunque en medida no sencilla de precisar, parece claro que la cercanía de Franco desempeñó un papel importante en este aprendizaje: una de sus enseñanzas fue, por ejemplo, la prudencia que le hacía que preferir «un príncipe mudo a un príncipe tartamudo». Sin embargo, ésta cercanía al dictador dio del futuro Rey una imagen que no se correspondía con la realidad. Se ha dicho de él que durante mucho tiempo fue «el gran manipulado»: su discreción se presentó como ignorancia, la disciplina como docilidad y el silencio como falta de imaginación o ausencia de razones. Luego se ha podido hacer patente que los rasgos personales del Rey eran apropiados para la misión que le tocaba desempeñar: equilibrio y prudencia, control de sí mismo y frialdad en el juicio, pero no en el trato, sencillez y claridad, carencias intelectuales pero preocupación porque la monarquía no se alejara del mundo de la cultura, como sucedió con su abuelo. Desde el principio, el rasgo más patente en él fue la simpatía; detrás de ella se descubre bastante más que el poso de una tradición dinástica: creía tener una misión que cumplir y a ella se dedicó con ahínco.
Al comienzo de la transición hubo quienes, desde el ámbito monárquico y de la oposición al franquismo, reclamaron del rey que gobernara tres meses para, por este procedimiento, llegara a reinar luego treinta años. Se le pidió, en definitiva, que hiciera la ruptura gobernando como monarca absoluto para desembocar en una democracia.
Pero el Rey no hizo por sí mismo el cambio político, lo que hubiera sido muy difícil para él, e incluso hubiese podido originar su fracaso; no rompió con el sistema anterior, sino que permitió que la voluntad de los españoles se revelara. En realidad, como escribió Julián Marías, más que gobernar lo que hizo fue indicar. A la vista está que ese procedimiento fue mucho más efectivo y mucho más prudente que el auspiciado por los sectores antes indicados.
Areilza, uno de los personajes de la transición, pudo escribir que el Rey fue el «motor» del cambio y una obra histórica acerca de él ha podido titularse «el piloto del cambio». Sin embargo, quizá fuera muy oportuno decir que el motor fue la propia sociedad española y, dentro de ella, la oposición, aunque no tardó en quedar claro que esta última no tenía potencia bastante para producir ese resultado. La tarea de «piloto» correspondió más bien a la clase política reformista. En cambio, al Rey le correspondieron dos tareas esenciales que sólo él podía llevar a cabo. La primera fue desatar, a fines de 1975, el nudo gordiano de la situación política mediante dos nombramientos decisivos —el de Fernández Miranda, como presidente de las Cortes, y el de Suárez como presidente del Gobierno—; y, además, sirvió de escudo protector cuando en 1981 se produjo el intento de intromisión militar. No sólo no gobernó, sino que incluso puede decirse de él que fue un monarca constitucional antes de que hubiera Constitución, marginándose de forma voluntaria de cualquier decisión de gobierno, dedicándose tan sólo a la función moderadora. Ni siquiera quiso tener protagonismo a la hora de que se redactaran en la Constitución los preceptos relativos a sus poderes, y el día que se aprobó su texto, aseguró que él mismo había sido «legalizado». En definitiva, en la medida que se puede simplificar estableciendo una especie de prelación entre los protagonistas políticos de la transición, bien puede decirse que D. Juan Carlos fue el primero, aunque ni remotamente pueda afirmarse que la hiciera él. Por las razones indicadas con anterioridad, el segundo sería Adolfo Suárez y el tercer puesto le correspondió a Santiago Carrillo.
Pero estas afirmaciones han de probarse con los hechos. La transición no fue un acontecimiento singular, sino un proceso, a menudo de velocidad cambiante y guiado por motores contradictorios como siempre lo son la impaciencia por llegar al final y el miedo de que se descarrilara, tal como ha dicho Sanguinetti. Su desarrollo puede compararse a una especie de carrera de galgos en la que, sucesivamente, fueron retirándose algunos de los participantes cuando su momento había ya pasado. El primero fue Carlos Arias Navarro, el presidente que Franco había dejado.