Este último hecho debe ser, en efecto, muy tenido en cuenta. Transcurrido un largo período —un cuarto de siglo— desde el comienzo de la transición parece correcto decir que el caso español se puede considerar como el paradigmático, ejemplar o canónico con carácter universal. En los años treinta la destrucción de la democracia se produjo en nuestro país como final de un proceso global y tuvo carácter excepcional en el sentido de que en ningún otro país se produjo una guerra civil. En los setenta, en cambio, la llegada a la democracia fue muy temprana y pudo servir de ejemplo para otras latitudes. Además, y sobre todo, produjo un cambio con unos costes sociales no muy altos y permitiendo que el régimen democrático, a pesar de un punto de partida nada positivo, se consolidara rápidamente. Sin producirse una ruptura, como pretendía la oposición, tuvo lugar algo muy parecido a ella, pero por procedimientos reformistas.
La transición fue completa, sin detenerse en la incertidumbre del camino a seguir (como en la Rusia de Gorbachev) y sin dejar que perduraran «enclaves autoritarios», como en el caso ele Chile con Pinochet. Tampoco se auto perpetuó la clase política adaptándose de forma ficticia al nuevo panorama institucional, como en algunos países balcánicos, sino que se convirtió de forma sincera a los principios democráticos. A pesar de que la pluralidad española se podría comparar con la yugoslava, no surgieron conflictos bélicos intranacionales. Todo esto podría haber pasado y, sin embargo, no sucedió. En definitiva, si el modelo de colapso de la democracia puede ser la República de Weimar en Alemania, la transición española resulta el ejemplo del modelo inverso.
Como cualquier otro acontecimiento histórico, éste también fue el resultado de circunstancias dadas y de la actuación de protagonistas individuales o colectivos. El caso español, en primer lugar, fue el de un país que había experimentado durante el período dictatorial una transformación decisiva que no tiene parangón con la producida en Grecia, Portugal, Turquía o, incluso, Italia durante el fascismo. No merece la pena citar aquí los indicadores sociales que demuestran que España, en un plazo de tiempo relativamente reducido, se había convertido en una potencia industrial de primera importancia (véase el volumen III de esta obra): si nuestro país estaba en un nivel de desarrollo inferior a algunos de los países iberoamericanos en los años cincuenta, en 1975 figuraba, en cambio, entre la docena de los más desarrollados. En esos años la renta polaca era superior en un 50 por 100 a la española, mientras que en 1975 esta última la cuadruplicaba. Ese cambio fue decisivo, ratificando lo escrito por Aristóteles, según el cual la democracia es tanto más posible cuanto más igualitaria sea una sociedad. La española lo era mucho más que en cualquier etapa anterior de su Historia: no se había modificado sólo su estructura de clases, sino también sus pautas mentales y actitudes culturales. El cambio de la Iglesia, la mayor tolerancia gubernamental con respecto a la prensa y la frecuencia de los contactos con el exterior habían hecho que el autoritarismo quebrara en la conciencia de los españoles. Según las encuestas, las actitudes de base autoritarias descendieron, mientras que las no autoritarias —democráticas, en definitiva— pasaron a predominar. En 1973 tres de cada cuatro españoles eran partidarios de la libertad de prensa y de culto (que eran admitidas, aunque en forma restringida, por el régimen) pero, además, la mayor parte estaba a favor de la libertad de sindicación. Cuando murió Franco, una mayoría ya empezaba a considerar necesaria la libre creación de partidos. A esa sociedad se le ofrecía el ejemplo cotidiano de inestabilidad de un régimen en el que existían problemas de institucionalización y, sobre todo, crecientes dudas de sus protagonistas y dirigentes, incluso sobre la legitimidad misma de su ejercicio del poder. Tocqueville, al final del Antiguo Régimen, señaló que el momento peor para un mal gobierno es cuando empieza a reformarse y que la gravedad de una situación como esa aumenta cuando quienes ejercen el poder se sienten sin argumentos ni capacidad moral para hacerlo. La transición española no puede entenderse sin la «apertura» producida a partir de 1966, a pesar de todas sus limitaciones, o sin la división de la clase dirigente desde el año 1969. Incluso puede añadirse que la etapa de Arias Navarro adquiere su sentido en cuanto que deterioró definitivamente las posibilidades de supervivencia del régimen. Si no permitió expresarse a la voluntad nacional, al menos, según ha escrito Julián Marías, dejó bien claro cuál era la «noluntad» nacional, es decir, lo que España no quería.
Existe otro factor en el punto de partida de la transición al que hay que conceder la máxima importancia. Podría haberse pensado que el recuerdo del pasado ejerciera una función negativa: así lo pensaban muchos observadores extranjeros, para quienes resultaba previsible una nueva guerra civil en el mismo momento de la muerte de Franco. Pero fue exactamente al revés: la memoria de lo sucedido en los años treinta sirvió de advertencia a los protagonistas políticos y a la propia conciencia de la sociedad, de modo que, a lo largo de todo el proceso, pendió sobre unos y otros la espada de Damocles de la reproducción de la contienda fratricida, obligando a rectificaciones en aquellos momentos en los que se producía la sensación de que existía el peligro de que descarrilara el proceso.
En efecto, la construcción de un acuerdo nacional en torno al sistema democrático nació del peso de la Historia y de la voluntad de conjurarla. En ningún otro caso como el español desempeñó un papel decisivo el recuerdo del pasado: a lo sumo cabe decir que en Grecia la guerra civil de 1945 se superó en 1974, con la legalización del partido comunista y en Hungría también se recordó la tragedia de la invasión soviética en 1956 (allí también había existido un cierto desarrollo económico, muy inferior al español de los sesenta). La paradoja es que en el caso español la Guerra Civil no era sólo un hito histórico, sino la justificación política por excelencia del mantenimiento del régimen surgido de ella. En realidad, en España, hasta la muerte de Franco, la sociedad siempre estuvo dividida entre vencedores y vencidos. Sin embargo, desde 1964, al cuarto de siglo de la victoria de Franco, las invocaciones genéricas a la paz —que contribuían a considerar peligrosa cualquier protesta— fueron el eje de la propaganda del régimen. Éste, por decisión del propio Franco, llegó a tener un servicio destinado a dar una versión «correcta» de la Guerra Civil. Pero la necesidad de dar de ella una versión menos partidista y el crecimiento del interés de la sociedad por el pasado, perceptible en el éxito del libro de Historia, acabó convirtiendo aquélla en una especie de locura colectiva que era preciso evitar a toda costa. Ya no era el elemento fundador del régimen, sino el peligro esencial a evitar en el futuro. Incluso en la época final del régimen, nacieron en sus Cortes orgánicas iniciativas para conseguir que los mutilados de guerra republicanos recibieran pensiones o para suprimir el desfile militar que recordaba la victoria de los franquistas.
De este modo, la experiencia de los años treinta, con su exasperada movilización partidista y su conclusión en un enfrentamiento fratricida, sirvió para que la clase dirigente hiciera todo lo posible para desactivar cualquier posibilidad de que la situación se reprodujera. Los constituyentes de 1978 citaron profusamente sus puntos de referencia ideológica de esos años: Ortega, en el caso de los centristas, y Azaña y Besteiro en el de los socialistas; no se trataba sólo de referencias eruditas, sino de una especie de exorcismo para evitar que la incipiente experiencia democrática concluyera como en 1936, un testimonio de hasta qué punto la clase política dirigente tenía presente los riesgos de la transición. Algunos, muy pocos, habían vivido ese pasado: Santiago Carrillo, por ejemplo, ha recordado que se inició en la vida política haciendo de redactor parlamentario de un periódico socialista en las Constituyentes de 1931 y que la imagen de lo sucedido en ese tiempo le hizo ser consciente de la necesidad de evitar la repetición de aquella experiencia. En otros casos no existió esa experiencia biográfica, pero la conciencia histórica era semejante. Así se puede decir que, al cabo del tiempo, la Guerra Civil acabó desempeñando un papel positivo. Hubo cuestiones concretas, como la religiosa, que, precisamente por controvertidas que habían sido en el pasado, fueron puestas en sordina por todos los dirigentes de los partidos. La neutralización también planteó problemas pero, sin duda, el balance fue positivo.
Todas estas circunstancias —unas heredadas y otras transformadas por la voluntad de los agentes políticos— favorecieron el resultado final positivo del proceso, pero nada se entiende en la transición si las consideramos como las únicas determinantes. Algo esencial para comprenderla consiste en tener en cuenta el protagonismo de los dirigentes políticos. Dejando para más adelante la mención a la Monarquía —y a quien la encarnó— es preciso, de momento, hacer una referencia de carácter general y ejemplificarla en algunos protagonistas colectivos e individuales.
Lo que llama la atención en el proceso de transición español es, al mismo tiempo, lo claro que estuvo el objetivo final y lo imaginativo e inventivo que resultó el proceso hasta llegar a él. Todo sistema democrático se basa en aquello que John Stuart Mill denominó como un sentimiento de tarea común (a fell my feeling). Hay democracias —Holanda o Bélgica— que, precisamente porque tienen graves problemas de convivencia debido a su fragmentación religiosa o lingüística, han creado un peculiar sistema de coexistencia que ha sido denominado por los especialistas como «consociacional» (Lipjhardt). El caso español trasciende ese principio general pues, aunque no coincida con el elevado grado de pluralidad existente en el modelo que acaba de ser citado, extendió la voluntad de acuerdo en lo esencial hasta unos límites excepcionales. Como ha escrito uno de los ponentes de la Constitución —Miguel Roca— ésta fue redactada no sólo «desde el consenso» sino también «para el consenso», en el sentido de que necesita para funcionar una voluntad coincidente superior a la de la mayoría parlamentaria. Así la vieron los españoles en el momento de su aprobación y ésa sigue siendo su opinión. Esto explica lo que tardó en elaborarse, sus voluntarias ambigüedades terminológicas y que fuera ratificada mediante referéndum, datos todos ellos inusuales durante la «tercera oleada» de democratizaciones. No cabe la menor duda de que, como en todas las transiciones a la democracia, pero en este caso de forma especial, hubo en el caso español una clara voluntad de acuerdo que prestó una indudable solidez al edificio institucional, en especial cuando surgieron las dificultades. Merece la pena insistir en esta peculiaridad porque, aunque se da en cualquier transición y, en última instancia, en cualquier régimen democrático, en el caso español revistió una especial importancia.
Al mismo tiempo, sin embargo, se puede decir que el modo de llegar a este consenso final fue la consecuencia de un proceso diario en que no quedaba más remedio que imaginar soluciones, por la sencilla razón de que no existían las referencias históricas o políticas en las que basarse. Es simplemente falso que alguno de los grandes protagonistas tuviera un plan detallado al margen de sus buenos deseos. Fue necesario, por tanto, recurrir a la innovación, ésta dio resultado, y convirtió el caso español en modélico. Muchas veces los propósitos originales debieron cambiarse: por ejemplo, ni el Rey ni Suárez pensaron, en un primer momento, que fuera posible la legalización del Partido Comunista, pero la llevaron a cabo. Sin duda, se acertó en el orden elegido para enfrentarse con los problemas del país: primero, los de carácter político, y sólo luego los sociales y económicos. Fue también una buena idea —aunque no lo pareciera entonces— mantener en principio al presidente del Gobierno nombrado por Franco, aunque sólo fuera por poco tiempo. También lo fue hacer una reforma política basada en unas elecciones previas (y no en transformar las instituciones anteriores de modo concreto) o llegar a un acuerdo político, tras consulta al pueblo, que consiguiera paz social a cambio de satisfacer reivindicaciones sociales (Pactos de la Moncloa).
Finalmente, parece haber sido oportuna la estrategia reformista, pero hubo casos excepcionales de ruptura —el restablecimiento de la Generalitat— y otros de mantenimiento de situaciones injustas e inaceptables desde el punto de vista democrático —la marginación de los miembros de la UMD del Ejército— en pro de la estabilidad del proceso. Todas estas decisiones se fueron tomando día a día, en un contexto difícil de prever y dirigir, porque se veía modificado no ya por una manifestación, sino incluso por un artículo periodístico.
Con la mención de la Monarquía en el párrafo anterior hemos entrado ya en el protagonismo de esta operación histórica. Para comprenderla hay que citar, desde luego, a las fuerzas y personas que desempeñaron un papel fundamental en ella. Como fue habitual en el Mediterráneo y en Hispanoamérica, el protagonismo en la transición democrática española correspondió a los elementos de centro, en definitiva, al Gobierno de Suárez, que fue quien dirigió la operación, estableció el calendario y tomó las principales iniciativas. Pero también hay que tener muy en cuenta a otros sectores.
Hablando en términos generacionales, Rodolfo Martín Villa ha atribuido la principal responsabilidad de la transición a los más jóvenes y reformistas del régimen anterior y a los más viejos de la oposición. La afirmación es bastante cierta y tan sólo requiere ser matizada. Las posibilidades de actuación de los primeros sólo se hicieron posibles cuando los de mayor edad y trayectoria se descartaron, durante la época de Arias Navarro, o permanecieron, pero dando una inconveniente imagen de persistencia de lo anterior. Por otro lado, aunque quienes militaron en UCD procedentes de la oposición democrática fueron inicialmente tan sólo una minoría, luego fueron aumentando en importancia. En otro orden de cosas, no deja de tener razón Martín Villa cuando atribuye al PSOE «una carga utópica, infantil y endiosada que contrastaba con el realismo pactista y pragmático de Santiago Carrillo». Lo cierto es que el papel jugado por el partido socialista en la transición fue relativamente menor en comparación con el de UCD y PCE, aunque contribuyó a dinamizar todo el proceso y, en buena medida, a profundizar lo que podría haber quedado en sólo una democracia otorgada o incompleta.
Su papel esencial, imprescindible a partir de cierto momento, fue el de convertirse en alternativa del gobierno que había tenido la principal responsabilidad a lo largo del período de transición, y proporcionar, por tanto, una rueda de recambio a un sistema político que la necesitaba. Pero mucho más decisivo fue el papel jugado por el Partido Comunista, cuya dirección, todavía procedente de la época de la República y la Guerra Civil, resultó especialmente consciente de la necesidad de evitar otra nueva, postura en la que, sin duda, coincidía con la inmensa mayoría de los antiguos dirigentes del exilio. Sin embargo, el papel simbólico del comunismo era especialmente importante, como se revela imaginando qué podría haber sucedido si la posición del partido dirigido por Carrillo hubiera sido otra. Por ejemplo, los comunistas hubieran podido rechazar la fórmula de la transición, o no haber prescindido de las liturgias republicanas. Es muy posible que, al adoptar posturas como éstas, hubieran aumentado —incluso sensiblemente— sus votos, pero entonces, sin duda, la transición misma habría resultado mucho más difícil. Lo característico del caso español no es tanto que los elementos de centro fueran protagonistas principales o que el papel de la izquierda consistiera en neutralizar otras opciones revolucionarias, sino que esos dos factores se dieron a un tiempo, cosa que no sucedió, por ejemplo, en Portugal o Grecia.
De cuanto antecede se deduce que un rasgo muy característico de la transición española fue que se realizó desde el interior del régimen dictatorial mismo. Esta afirmación, obvia e implícita en cuanto hasta ahora se ha señalado, merece alguna precisión más debido a su misma excepcionalidad (tan sólo admite comparación con el caso de Turquía respecto del que, sin embargo, ofrece diferencias importantes en el punto de partida porque, en este caso, no era explícitamente antidemócrata). Resulta muy difícil determinar si por sí mismos los reformistas del régimen hubieran llevado a cabo una transformación tan profunda como la que, en efecto, tuvo lugar: lo más probable es que no hubiera sido así. Si, por ejemplo, el partido del Gobierno hubiera obtenido una situación parlamentaria más cómoda tras las elecciones de 1977, habría sido más complicado elaborar una Constitución basada en el consenso que satisficiera a todos los partidos políticos representados en las Cortes. Esta afirmación deriva de que, en un primer momento, el programa de los reformistas no estaba definido y de que la tendencia del Gobierno fue ir elaborando su programa de acuerdo con la evolución de los acontecimientos. Ahora bien, eso permitió que la oposición lo espoleara periódicamente, incluso acudiendo a movilizaciones populares. No fueron desdeñables: durante la década posterior a la muerte de Franco hubo en Madrid treinta y seis manifestaciones de más de 100 000 asistentes. Nunca sabremos qué podría haber sucedido de no existir éstas pero, seguramente, nada hubiera sido igual. No obstante, al mismo tiempo, las iniciativas fueron siempre gubernamentales y nunca la oposición estuvo en condiciones de sustituir o derribar al gobierno por la sola fuerza de sus manifestaciones. Esta combinación de factores hace imposible determinar si lo sucedido fue una reforma o una ruptura, e incluso priva de sentido a cualquier pregunta sobre el particular. Resultó una ruptura por procedimientos reformistas o una reforma tan profunda que hizo desaparecer radicalmente lo reformado. Fue, como tal, una excepción en el conjunto de la «tercera ola» y también un ejemplo.