El caso español debe enmarcarse en un contexto histórico más amplio, la «tercera ola» de las democratizaciones. La Historia nos demuestra que la difusión del sistema democrático fue principalmente la consecuencia de los dos conflictos mundiales. La «tercera ola» se inició en el Mediterráneo en 1974 y produjo en él la desaparición de las dictaduras no totalitarias y de derechas (Grecia, Portugal y España). Estos tres países de la «semiperiferia» del mundo más desarrollado habían tenido no sólo un desarrollo económico más lento que el del resto de Europa, sino también unos regímenes liberales imperfectos y una experiencia democrática en el pasado muy limitada e inestable, lo que explica la existencia en estos países de esos regímenes dictatoriales. Iniciada la transición en torno al comienzo del último cuarto de siglo, el proceso concluyó de una manera parecida: contra a lo que era habitual en la Europa más desarrollada del norte, hacia 1983 la del sur evolucionaba hacia el predominio de una izquierda no comunista. Por esas fechas estaba planteado, como factor decisivo en la consolidación del sistema democrático naciente en estos tres países, la incorporación al Mercado Común como rasgo más decisivo en la historia europea. Esta ampliación se produjo a mediados de la década de los ochenta como contrapunto de la que ya había tenido lugar en 1973, realizada ésta en el norte del continente.
Todo cuanto antecede vale para Europa, pero resulta característico de lo sucedido en este momento el hecho de que, producida la transición en el Mediterráneo, la «tercera ola» se trasladó al otro lado del Atlántico, provocando un elevado número de elecciones en un plazo muy reducido de tiempo, a fines de los setenta y comienzos de los ochenta. Sin embargo, lo más sorprendente, por imprevisible, vino a continuación, cuando en 1989 comenzó a producirse el colapso del comunismo en Europa del Éste.
Después de que los regímenes políticos comunistas establecidos allí con la ayuda del Ejército soviético colapsaron, la propia Unión Soviética inició su camino hacia la democracia.
En realidad, las transiciones desde una situación dictatorial a una democrática acontecidas en los años setenta y que han tenido una prolongación, aunque característicamente distinta, en el final de los ochenta, con la caída de los regímenes comunistas, han seguido unas tendencias relativamente semejantes y que pueden, por tanto, servir de pauta interpretativa para el caso español. En primer lugar, tuvo lugar una fase previa de deterioro del régimen dictatorial, sobre todo en lo que respecta a su legitimidad, debida a la existencia de modelos políticos alternativos o al cambio de mentalidad (incluso producida por motivos de carácter religioso: el catolicismo ha jugado un papel importante en todo este proceso). En ese momento jugaron un papel importante la prensa, más o menos libre, y los intelectuales; luego ambos factores, principalmente los medios de comunicación, han jugado siempre un papel fundamental en la difusión de los principios democráticos hasta el punto de que se ha podido hablar de la existencia de un factor mimético en toda esa «tercera ola». Los regímenes dictatoriales tradicionales —aquéllos a partir de los cuales tuvo lugar la transición en los setenta en el Mediterráneo y en Hispanoamérica— carecían de respetabilidad intelectual, a diferencia de lo que ocurría en el momento en que muchos de ellos surgieron, en los años treinta. Esa debilidad era su talón de Aquiles que, con frecuencia, se vio multiplicada por factores de orden exterior. Las transiciones fueron protagonizadas principalmente por grupos de centro-derecha; la izquierda siempre jugó un papel importante, pero, con la excepción portuguesa, fue menor y tendente sobre todo a evitar que se impusiera una fórmula revolucionaria. Fue, en cambio, la lucha entre los distintos sectores del centro y la derecha la principal protagonista de la política en el momento del cambio. El instante fundamental para que éste se produjera fue aquél en que se llegó a adquirir consciencia de que era necesaria una salida negociada entre todos. La dificultad de llegar a este acuerdo dependió del legado de problemas heredados del pasado y el temor al presente y al futuro; cuanto menor fue el bagaje de los primeros (bien por lejanía temporal o por voluntario deseo de tenerlos en cuenta) y mayor el temor respecto del futuro, más evidente se hizo la necesidad de llegar a un acuerdo entre todos. Siempre en las transiciones mediterráneas e hispanoamericanas los mayores conflictos se produjeron por la resistencia de sectores retardatarios, principalmente militares, y por la forma de solucionar el problema del castigo a los antiguos represores.
La transición a la democracia puede explicarse en términos de rentabilidad para todos los actores del juego político, pues al consenso para poner en marcha un nuevo régimen se llega cuando se percibe que el coste de la represión o de una insurrección violenta es excesivo, percibiéndose estas soluciones como inviables. Buena parte de las transiciones pacíficas hacia la democracia fueron posibles cuando se repitió aquella situación histórica descrita por el socialista italiano Claudio Treves, poco antes de llegar el fascismo: ninguno de los adversarios era capaz de imponer su propio orden.
Entonces, a diferencia de lo sucedido en los años veinte en Italia, se puede descubrir la necesidad de un consenso democrático y se convierte en verdad aquello que Adolphe Thiers decía acerca de las instituciones republicanas, es decir, que «las instituciones es lo que nos une a todos». En cualquier caso, hay un momento en que toda transición democrática se acompaña siempre a medio plazo por una resurrección de la sociedad civil o, lo que es lo mismo, por un mayor o menor grado de movilización ciudadana. En el caso de las transiciones mediterráneas, el proceso político se ve acompañado, en un segundo momento, por medidas sociales de importancia y, sólo después por un ajuste o transformación estructural de carácter económico.
El proceso descrito es tan sólo un modelo muy general, susceptible de concretarse en formas distintas y siempre pendiente de dificultades que dependen de circunstancias y personas. Todas las transiciones democráticas, como cualquier proceso histórico complicado, han sido una compleja partida de ajedrez a vanas bandas sin que el resultado final estuviera en manera alguna escrito. Maquiavelo escribió que los sucesos humanos son el producto convergente de la confluencia de dos factores: la «fortuna», es decir, las circunstancias objetivas, y la «virtud» o, lo que es lo mismo, los rasgos peculiares de los protagonistas de la vida pública. Por supuesto, pueden darse condiciones que favorezcan el proceso (por ejemplo, en el caso español, el desarrollo económico), pero, en última instancia, es siempre un factor determinante del éxito de una transición el papel de los agentes activos en la vida pública. Como la destrucción de un sistema democrático, la transición es también un complicado fenómeno de ingeniería política, de resultado imprevisible. Reducir todos estos procesos a sus solos elementos objetivos significa no afrontar la esencia de los mismos.
A partir de estas premisas podemos aproximarnos a la transición española desde una óptica comparativa. Aunque lo sucedido en España sirvió de acicate para procesos similares de democratización en Iberoamérica, es preciso señalar que las diferencias son mayores que las semejanzas. Por un lado, la desigualdad social siempre ha sido mayor en el Nuevo Continente, pero en él la tradición liberal-democrática ha estado más arraigada, pues las dictaduras siempre se han considerado temporales, como para ratificar aquella frase de Bolívar que atribuía a las naciones que lograron la independencia de España un «liberalismo convulso». Las transiciones iberoamericanas, además, no han correspondido a un único modelo generalizable, pero puede decirse de ellas que no alcanzaron su resultado final mediante un proceso de consenso (menos aún en el terreno social) y carecieron de la relativa continuidad que se dio en el caso español con su clase dirigente. Por lo tanto las comparaciones que pueden hacerse no son tan grandes. Por el contrario, sí lo es la diferencia en el grado de consolidación de sus sistemas democráticos.
Las semejanzas son mayores si integramos el caso español en un contexto más similar, el de la Europa del sur o mediterránea, y hacemos referencia a dos momentos históricos en que tuvo lugar ese género de transformación, desde un sistema no democrático a otro que lo era. En estos casos no se trata, como en Iberoamérica, de dictaduras militares con acusada conciencia de temporalidad, sino de regímenes de mayor duración que, aunque se mantuvieron en general dentro de los parámetros de las dictaduras no totalitarias, en algún caso tuvieron tentaciones de este tipo o, como en Italia, cayeron claramente en ellas. (En cualquier caso, el fascismo italiano no puede considerarse más que una especie de «totalitarismo defectivo», poco comparable con el de Hitler y Stalin, por ejemplo).
Por otra parte, ha de tenerse muy en cuenta los dos diferentes momentos en que se produjo la transición a la democracia en la Europa del sur. El establecimiento de regímenes de esta significación hacia 1945 en Turquía e Italia respondió a una ocasión peculiar de la historia humana, la de la derrota de los fascismos y la segunda oleada de las democratizaciones. En ésta, como en muchas ocasiones anteriores, fue una derrota exterior —la propia o la de un modelo de régimen— la que dio al traste con el régimen dictatorial. Hubo, sin embargo, diferencias muy considerables entre los dos países. En Turquía, en realidad, no se daba una homologación entre el sistema político vigente y el fascismo. Había un partido único, pero su origen estaba en una revolución cultural modernizadora, no tenía una pretensión totalitaria y había nacido de una fusión de tendencias, sólo temporalmente unidas. Su ideario era positivista y pragmático y su función era la de tutelar un proceso rápido de transformación en cuyo contexto los propios dirigentes lamentaban la ausencia de elecciones; de esta manera, el partido pudo desdoblarse en fórmulas distintas cuando se dieron las condiciones oportunas. Por tanto, el papel de un acontecimiento externo —el final de la Guerra Mundial— fue de la mayor importancia en el proceso turco. El problema inmediato fue que, al haber tenido la transición un carácter en parte artificial, impuesta desde fuera, inmediatamente se dio un grado de fragmentación política muy grande que, sumada al empleo de la violencia, tuvo como consecuencia que Turquía se viera periódicamente sometida a una recurrente tutela militar, incluso hasta el presente. El resultado de que la transición no naciera de un consenso entre fuerzas políticas distintas y enfrentadas ha sido, hasta hace muy poco, la profunda fragilidad del sistema político democrático.
En la misma fecha de 1945 el caso de Italia es distinto al turco con divergencias importantes también en relación con España. El régimen de Mussolini inventó el término «totalitario» y muchos de los procedimientos y organizaciones a través de los cuales el Estado podía dominar la sociedad pero, en realidad, nunca llegó a hacerlo de manera completa. Existía, como instancia política suprema, la Monarquía, y el Ejército mantenía de hecho una doble lealtad al Rey y al fascismo; la burguesía industrial también mantuvo su ámbito de autonomía y lo mismo podía decirse de la Iglesia. El restablecimiento de la democracia no hubiera sido posible sin la derrota militar, pero, una vez que ésta se produjo, hubo una rápida evolución en la que coadyuvaron varios factores. El Ejército no tenía una tradición de intervención en la política y, por tanto, no se daba el peligro de que permaneciera en el poder de forma indefinida. Existía todavía una clase política procedente del régimen liberal anterior que estaba en condiciones de reasumir su papel, aunque de momento permaneciera en el exilio u oculta en alguna de esas instituciones autónomas, como la Iglesia. La izquierda contribuyó de una manera importante a la transición: la svolta de Salerno, es decir, la postura moderada y posibilista adoptada por los comunistas acaudillados por Togliatti, ministro de Justicia en los primeros gobiernos, fue un factor fundamental. Sin embargo, los beneficiarios principales y más inmediatos de la transición fueron los elementos de centro-derecha, establecidos sólidamente a partir de las elecciones de 1948 merced a la decantación de la Iglesia en favor de la Democracia Cristiana. El compromiso constitucional logrado fue muy amplio y, en consecuencia, el nuevo sistema político gozó de estabilidad desde sus comienzos.
La tercera oleada de transiciones a la democracia se produjo en la Europa del sur a mediados de los setenta y es preciso comenzar por señalar las diferencias entre estos dos momentos históricos. Tanto en 1945 como en 1975, los regímenes dictatoriales carecían de legitimidad intelectual, pero en esta segunda fecha todavía se padecían las consecuencias de la crisis de las ideas democráticas posterior a 1968. En los años setenta, además, los Estados Unidos, principal potencia democrática, no aparecían como los liberadores ante el fascismo tras una guerra contra él. Aunque Grecia y Portugal tuvieron conflictos exteriores, éstos no pueden ser descritos como guerras propiamente dichas. Tampoco era concebible una beligerancia de la Iglesia en el terreno de la política como la que se produjo en Italia y Alemania en 1945, porque el Concilio Vaticano II ya había producido la dispersión política del catolicismo.
La comparación entre lo sucedido a mediados de los setenta en los tres países mediterráneos debe hacerse teniendo en cuenta, a la vez, el punto de partida —es decir, el tipo de régimen dictatorial existente y las dificultades objetivas antes del proceso de democratización— y el punto final o, lo que es lo mismo, los problemas y peligros experimentados y el grado de consolidación del sistema democrático. En ambos terrenos la transición española ofrece un balance más positivo que la de los otros dos países: el punto de partida era más problemático, pero el final fue más satisfactorio. Claro está que la razón de esta diferencia no reside en ningún tipo de factor étnico. Una razón crucial para explicar la diferencia reside en que el caso español tuvo lugar cuando se había iniciado la «tercera ola», y siempre se podía aprender algo de ella (aunque, a su vez, más se pudo aprender de la española).
Para comprender la transición griega se ha de tener en cuenta que la dictadura precedente fue relativamente corta. El Ejército había desempeñado desde 1945 una función tutelar del sistema político en contra del comunismo, pero acabó enfrentándose a la Monarquía, que también tenía una significación ideológica conservadora. Los coroneles griegos, sin embargo, no se concibieron a sí mismos, en realidad, como una solución permanente y no llevaron a cabo una institucionalización de la dictadura, al contrario que Franco. Incluso ellos mismos pretendieron llevar a cabo un proceso de reforma, que hubiera llevado a una especie de democracia limitada y controlada desde arriba. Otra prueba de la debilidad de la dictadura griega reside en que no logró el apoyo de la derecha parlamentaria ni de la cúspide militar a la que purgó y privó del mando; en consecuencia, el propio Ejército no estuvo unido a la hora de valorar el futuro del régimen. Pero lo que definitivamente hizo inviable el régimen de los coroneles griegos fue la invasión de Chipre por los turcos, cogiéndoles desprevenidos a pesar de haberse venido caracterizando hasta el momento por su actitud ultra nacionalista, lo que inevitablemente cuestionó la legitimidad de unas instituciones muy frágiles, iniciando la vuelta al régimen constitucional mediante el llamamiento a la clase política civil y a los altos mandos militares del pasado.
Fue un miembro de la clase política del período liberal anterior al golpe —Karamanlis— quien protagonizó la transición hacia la democracia. A pesar de que su procedencia era muy distinta a la de Suárez, hay muchos paralelismos en sus respectivas formas de enfocar el cambio político. Como Suárez más adelante, Karamanlis supo evitar las tensiones más graves —eludió, por ejemplo, el planteamiento de los problemas de responsabilidades por el procedimiento de remitirlos a la justicia ordinaria— y fue el responsable del proceso político, esencial para comprender su éxito, de un modo muy medido en el tiempo y en el ritmo: la transición apenas duró 142 días. La sanción a los colaboradores de la dictadura se vio favorecida por la pésima imagen del régimen caído y por la vuelta de los mandos de antaño. Como en las primeras elecciones en España, la principal alternativa que se planteó fue la del enfrentamiento entre la solución reformista y la recaída en la solución dictatorial, lo que explica la victoria de la primera opción. Pero el partido protagonista de la transición —Nea Demokratia— hizo una Constitución a su gusto y sólo votada por él mismo. En 1981 los socialistas llegaron al poder. En esta fecha la democracia ya estaba consolidada, aunque los programas de reestructuración económica no empezaron a ponerse en marcha sino a mediados de los ochenta.
En el caso de Portugal no se puede hablar de un régimen dictatorial anterior, breve, como en Grecia. La dictadura portuguesa fue más larga que la española, a pesar de no haberse engendrado como consecuencia de una guerra civil, sino por la destrucción de un sistema parlamentario muy inestable. Sus instituciones nunca se «fascistizaron» como en la España de los años cuarenta: incluso mantuvieron una cierta apariencia liberal, en especial durante los períodos electorales, lo que le permitió integrarse en la OTAN. A la muerte de Salazar hubo un tímido proceso aperturista, encabezado por Marcelo Caetano, pero lo abortaron los sectores más conservadores.
Aunque mucho más culto que Karamanlis o Suárez, Caetano mostró una incertidumbre y una debilidad de la que carecían los otros dos dirigentes políticos. Como en Grecia, un papel decisivo en el proceso le correspondió al Ejército, pero no a sus mandos: al principio su papel fue el de rémora de cualquier tipo de reforma militar, pero luego acabó decantándose contra el régimen. El Movimiento de las Fuerzas Armadas tuvo como origen reivindicaciones de carácter exclusivamente profesional, pero a partir de un determinado momento el Ejército que combatía en África se impregnó, curiosamente, de las doctrinas de aquéllos a quienes combatía. La guerra colonial no concluyó en una derrota, pero sí en una desesperante situación en que la victoria parecía imposible, mientras que drenaba unos recursos inmensos para un país pequeño y poco desarrollado. El golpe de Estado puede considerarse, desde el punto de vista histórico, como la demostración de la persistencia de una tradición política portuguesa: la de que es posible transmitir por telégrafo desde la capital un cambio político fundamental al resto del país. En otros muchos aspectos del punto de partida la situación portuguesa parecía mejor que la española. El salazarismo había sido, en general, más tolerante con la oposición que el franquismo y había permitido la emergencia de una clase política nueva que, incluso, acudió a las elecciones o que procedía del sector reformista del régimen. En Portugal no existió nunca un problema de nacionalismos periféricos ni de terrorismo. El comunismo acabó teniendo una influencia más destacada que en España, pero reducida a un ámbito intelectual limitado y a zonas geográficas de implantación limitadas a la mitad sur. En Portugal, en fin, no había tenido lugar una transformación social y económica como la producida en España; este tipo de transformación a medio plazo puede resultar muy estabilizadora en términos políticos, pero hay que tener en cuenta que una sociedad arcaica resulta más fácilmente controlable desde el poder.
Un rasgo importante de la transición portuguesa es el hecho de que fue el único caso en que la izquierda jugó un papel importante en su fase inicial. El MFA, dirigido por capitanes, no se caracterizó por su apoyo a los principios democráticos, sino que se atribuyó una función de vanguardia revolucionaria a través de la llamada «dinamización cultural» y unos poderes políticos muy grandes. Quizá por ello fue la única transición mediterránea en la que, por un momento, existió el peligro de que cayera en una situación dictatorial de signo opuesto a la precedente, lo que se evitó gracias a la promesa de celebrar elecciones que, muy pronto, dieron lugar a un sistema de partidos muy estable. En él, sin embargo, el partido comunista siguió caracterizándose por su actitud contraria a la democracia parlamentaria. La misma Constitución de 1976 tuvo un componente antidemocrático, porque reservaba al Consejo de la Revolución unos poderes legislativos compartidos con la Asamblea. La voluntad del elector portugués (y quizá también alguna presión externa de los países occidentales) contribuyeron a modificar la situación con el paso del tiempo. En torno a 1982 los militares, que habían desempeñado casi la mitad de las carteras ministeriales en la primera etapa, volvieron a los cuarteles y la Constitución se reformó. En el ínterin se había realizado una descolonización apresurada y la situación económica había sido muy grave durante años.
Sin duda alguna, el examen de los casos precedentes revela estrechos paralelismos con el español. Así, por ejemplo, en lo que atañe a las etapas, la importancia de los protagonismos políticos y los factores internos o exteriores en el proceso. Pero si hiciéramos un balance rápido de las condiciones de partida del caso español, encontraríamos un panorama que no inducía en el momento inicial a un grado elevado de optimismo. En España, la propia Historia nacional parecía abocada a la violencia, al menos en la visión que de ella tenían muchos de los observadores extranjeros. En ella, además, no hubo una derrota exterior (lo sucedido en el Sahara no pasó de una anécdota demostrativa de la debilidad del régimen anterior); no se dieron tampoco las circunstancias de 1945 respecto del posible papel de los Estados Unidos o la Iglesia en el proceso de transformación hacia una democracia. El régimen franquista, que procedía de una guerra civil sangrienta y, por tanto, de una depuración atroz, había sido muy largo y, al principio, había bordeado el totalitarismo. Su institucionalización no dejaba otra alternativa que su completa sustitución por parte de quienes quisieran llegar a la democracia. La sociedad española tenía una mayor conflictividad social y regional, incluyendo el terrorismo, que cualquiera de las restantes en Europa del sur. No estaba, pues, escrito que la transición española hubiera de concluir bien, ni, menos aún, que hubiera de tener unos costes sociales inferiores a los de Portugal.
El balance, sin embargo, fue en general muy positivo, con algunas lógicas salvedades que se mencionarán más adelante, sobre todo en comparación con el conjunto de este proceso histórico universal al que hemos denominado como «la tercera ola». Ese carácter positivo se explica porque la transición española, aparte de los rasgos generales que la asimilan a procesos semejantes, tuvo también unas características peculiares que no se dieron en otras latitudes. De ellas habrá que tratar a continuación porque fueron las definitorias y las que sirvieron de ejemplo a otros países.