Capítulo 24

Charlotte se obligó a retroceder hasta aquel día nevado de enero de 1945. Una vez más los gritos de Sascha resonaron en sus oídos mientras corría por su vida, lejos del claro ensangrentado y lleno de cuerpos.

—No he podido olvidar la última vez que vi a Sascha —meditó, y conjuró la última imagen que tenía de su amante—. Estaba arrodillado sobre la nieve, un oficial sostenía un arma junto a su cabeza, pero él no dejó de gritarme que corriera… y corrí porque eso era lo que Sascha quería que hiciese… pero lo he lamentado desde entonces, Leon. —Se giró hacia él—. Si me hubiese quedado en aquel claro podrían habernos disparado juntos.

—No le habrían disparado a Sascha, pero a ti sí, y tú llevabas a su hijo —le recordó Leon—. Eso hubiera sido para él una carga infernal que llevarse a Siberia.

—Murió de todos modos.

—No hasta 1947, y sus noches, cuando estaba en su mundo de ensueño contigo, fueron buenas.

—Oí aquel disparo cuando ya no divisaba el claro, y estaba segura de que el oficial había asesinado a Sascha. Creí que había muerto allí, hasta que supe de un libro llamado El último verano que había salido ilegalmente del gulag ruso hacia Occidente. Compré un ejemplar tan pronto como fue publicado, años antes de que fueras a Nueva York en aquella gira publicitaria. Y cuando lo leí, comencé a albergar esperanzas.

—Sascha y yo nunca hablamos del viaje a Siberia una vez que llegamos al campo. Era simplemente algo que soportar, por eso no lo mencioné más adelante en el libro.

—Debió de ser horrible.

—Un viaje al peor infierno católico no podría haber sido más terrible, aunque podría haber sido más cálido. Apenas había trenes porque hacían falta en otros sitios, de modo que pasábamos días y a veces semanas en campamentos temporales. No había casas para alojarnos. En los días buenos teníamos solamente una comida de sopa aguada, en los malos, nada. Había más días malos que buenos, y, sin un refugio, es duro sobrevivir al invierno ruso. Para cuando llegamos a nuestro campamento de destino, sólo permanecíamos vivos cuatro de los doce que dejamos Grunewaldsee.

—Lo siento mucho, Leon.

—Había veces en el campo que pensábamos que los que habían muerto eran afortunados. Como castigo por disparar a un oficial superior y ayudar a escapar a un enemigo, Sascha fue condenado a reeducación política y a trabajos forzados de por vida. Como su teniente, a mí me echaron cuarenta años.

—Fue culpa mía —gritó Charlotte.

—Nada de lo que nuestros compatriotas le hicieron a Sascha después de la última vez que te vimos fue culpa tuya, Charlotte. Esperaba que me preguntases por él aquel día que compraste El último verano en Nueva York. ¿Por qué no lo hiciste?

—Porque ninguno de los dos hubiera podido hablar y llorar al mismo tiempo, y no quería hacer una escena. Había guardado una pequeña y delgada esperanza de que Sascha aún viviese desde el día en que oí hablar por primera vez de El último verano. Después de leerlo, estaba segura de que lo había escrito él. Cuando escuché que Peter Borodin estaba de gira por Estados Unidos decidí contactar con él a través de su editor. Pero antes de enviar la carta que escribí, vi una entrevista que diste en televisión, y supe que Sascha estaba muerto y que tú, y no él, habías escrito el libro…

—Charlotte…

—Por favor, Leon, déjame terminar. Cuando te vi sentado en aquella librería, supe que no era lo bastante fuerte para escuchar cómo había muerto Sascha. Sólo la idea de su sufrimiento…

Leon se aproximó y tomó su mano en la suya. Ella lo miró a los ojos.

—En mi corazón, supe que Sascha había muerto antes. Tuve un colapso en febrero de mil novecientos cuarenta y siete. Tenía que cuidar de Erich, pero no quería vivir, ni siquiera por él. Y, mirando atrás, creo que estaba conectada de alguna manera a Sascha. No podía parar de pensar en él, y sabía, incluso entonces, que no volvería a verlo de nuevo.

—Febrero… —Leon se quedó en silencio un momento—. Sascha se fue a dormir como solía la noche del sábado, el 23 de febrero de 1947, y nunca despertó. Me gusta pensar que simplemente se quedó en aquella otra vida con la que soñaba cada noche y de la que me hablaba con todo detalle. Hubiera escrito el libro él mismo si le hubieran dejado lápiz y papel. En vez de eso, hablábamos de ello todas las noches, y me hizo aprendérmelo de memoria. Incluso cuando le decía que estaba demasiado cansado para escuchar, él hablaba. Era casi como si él supiera que yo sobreviviría y él no.

—Entonces El último verano

—Ya te lo he dicho, Sascha escribió cada palabra —dijo Leon con firmeza—. Era su historia, la suya y la tuya. Yo simplemente sostuve el lápiz que puso sus palabras en el papel. Y te juro que, dondequiera que esté, él miraba por encima de mi hombro mientras escribía el libro. Si me desviaba tan sólo una palabra, me llamaba la atención, forzándome a recordar aquellas largas noches de invierno siberiano cuando me hacía escucharle y repetir sus palabras, una y otra vez, aunque todo lo que yo quisiera hacer fuera dormir. Ése es el por qué yo no podía quedarme ni uno de los derechos de autor. No eran míos. Eran suyos… y tuyos.

—¿El libro es realmente suyo?

—Te lo juro. No sobre la Biblia porque, como Sascha, soy un viejo comunista y ateo, pero lo juraré sobre Das Kapital si quieres.

—Te creo, Leon —sonrió ella.

—Cuando me concedieron el perdón quería contarle al mundo lo que Sascha había escrito, pero mis editores no me lo hubieran permitido. Un autor vivo puede hablar, provocar interés y atención en los medios. Uno muerto obtendría un simple artículo en el mejor de los casos. El libro fue un éxito en Occidente, pronto será publicado en Rusia. Todos quieren conocer a un superviviente de los infames gulags. Mischa ha revisado la legislación de los derechos de autor y me ha convencido para continuar la farsa por el bien de la fundación Peter Borodin. El nombre del libro no era ni mío ni de Sascha, pero, como Mischa dijo, la historia pertenece a cada soldado ruso que haya sido hecho prisionero por los alemanes primero, y por sus propios compatriotas después. Lo que importaba era el uso que le diéramos a los derechos de autor. Fue muy convincente.

—Creo que Sascha hubiera aprobado lo que hicisteis con el dinero.

—Tu donación me causó una gran impresión. No por el dinero, sino porque supe que le habías dado a la idea que había detrás de la fundación tu bendición. ¿Sabías que fui a buscarte antes de que vinieras a aquella firma?

—No.

—Te vi.

—¿Dónde? ¿Cuándo? —Su mano comenzó a temblar.

—En Nueva York. —Él le tomó gentilmente la copa de vino y la puso en la mesa frente a ellos—. Era una exposición de arte; estabas con un joven. Se parecía tanto a tu marido, que me pregunté si se había congelado en el tiempo.

—Viste a mi nieto, Claus. Es exactamente igual a mi marido, pero no se parece en nada en cuanto al carácter. Es carpintero.

—Carpintero es mejor ocupación que soldado —observó Leon.

—Deberías haberme hablado.

—Parecías tan ocupada, tan feliz con tus amigos, no me hubiera gustado interrumpir.

—No has dicho nada sobre tu esposa. ¿Volviste con ella tras dejar el campo?

—¿Ludmilla? —Rio Leon—. Ella se reuniría con el diablo antes que conmigo. ¿Te dijo Sascha que él y yo habíamos sido amigos desde que teníamos tres años?

—Sí. —Los recuerdos volvieron en avalancha, escuchando cuando Sascha hablaba de su vida antes de la guerra.

—Sascha y yo lo hacíamos todo juntos: escuela, conservatorio, incluso casarnos con nuestras novias el día que recibimos nuestras cartas de alistamiento; uno u otro pensó que deberíamos tener alguien al que regresar cuando retornáramos como héroes. No fue una idea brillante, pero la guerra es la causa de muchos errores grandes y pequeños. Sascha y yo disfrutamos de una semana de luna de miel y nos marchamos. No volví a ver a Ludmilla en cuarenta años. Sascha nunca volvió a ver a Zoya.

—Si nunca volviste con tu esposa, ¿hubo alguien más?

—Docenas. —Leon rio de nuevo—. Pero nunca hubo nadie especial. No como tú y Sascha. Y Ludmilla no era del tipo que se sienta y espera. Ella no perdió el tiempo para rehacer su vida incluso antes de que la guerra acabase, y créeme, sabe cómo salir adelante. Pero después de que El último verano fuera publicado legalmente en la Unión Soviética, ella se ocupó de los derechos de autor, y bien. También se ocupó de nuestro hijo y, después de que Zoya muriese de hambre durante la guerra, de la hija de Sascha. Zoya la llamó Alexandra en honor a Sascha, y ella y mi hijo Alexei crecieron juntos. En Rusia, los niños que han nacido durante la guerra, y crecido con la Guerra Fría, aprenden a vivir el momento. El recuerdo de lo que los alemanes le hicieron a Rusia y a los rusos en la guerra afectó a todo el país. Todos esperábamos convertirnos en terrones de polvo radiactivo en cualquier momento por una bomba atómica arrojada contra nosotros desde Estados Unidos. Quizá sea diferente para los Occidentales.

—No es diferente en absoluto —dijo Charlotte seriamente—. Nosotros estábamos tan asustados de vosotros como vosotros de nosotros.

—La hija de Sascha comenzó a beber. Ludmilla intentó detenerla, pero fue imposible. Mi inútil hijo Alexei no ayudó. Incluso antes de que Alexandra bebiese, él no veía ninguna razón que le impidiera ir de una mujer a otra. Ha tenido tantas esposas y amantes que he perdido la cuenta. Pero una cosa buena salió del tiempo que estuvieron juntos. Mischa es tan nieto de Sascha como mío. Pero tú ya lo sabías por sus ojos. Es bastante extraordinario cómo algunas cosas pueden saltarse una generación. Alexandra no se parece en absoluto a Sascha y sus ojos son grises.

—¿Ludmilla crio a Mischa?

—Puede que no nos lleváramos bien, y que ella no me quisiera cerca, pero es una buena mujer. Vio el modo en que Alexandra vivía (hombres sin fin, fiestas y borracheras, desapariciones de días algunas veces) y se llevó a Mischa a vivir con ella cuando tenía dos años. A veces Alexandra venía y se lo llevaba, pero Mischa siempre encontraba la forma de volver con Ludmilla. No resultaba sorprendente; ella era la única que lo alimentaba, vestía y lavaba. Alexandra murió cuando Mischa tenía seis años. Ludmilla lo envió a la escuela y, cuando sus profesores descubrieron que tenía talento para la música, ella les insistió hasta que lo enviaron a un conservatorio. Ambos fuimos a su graduación. A los veinticinco se convirtió en el profesor más joven nombrado en el conservatorio. Lamentarán perderlo, pero, como dije, la idea de convertir Grunewaldsee en una academia internacional era suya, y yo hubiera estado tentado de pedirle que trabajara aquí incluso si no hubiera sido mi nieto. Realmente tiene talento, no sólo como músico sino como profesor.

—¿Sabe lo de Sascha y yo?

—Sí. Le conté la historia que había detrás de El último verano.

Los ojos de Charlotte se oscurecieron de dolor.

—¿Fue Sascha enterrado en una fosa común en Siberia?

—Los inviernos son largos y duros en Siberia, y, como dije, él murió en febrero. Tuvimos que esperar al deshielo de primavera para enterrarlo. Me encargué de que me asignaran a la cuadrilla de enterramiento y cavé una tumba para él separada de la fosa común. Marqué el punto para poder ser capaz de encontrarlo de nuevo.

Cogiendo su copa, ella abandonó la silla y caminó hacia la ventana que dominaba los bosques alrededor del lago.

—Gracias, Leon.

—¿Por comprar tu antigua casa?

—Por salvarla del abandono —contestó.

—¿Y por contarte cómo murió Sascha cuando tú ya lo habías supuesto?

—Por contarme lo que quería oír. Que el único hombre que siempre amé me amaba realmente. Y que nuestro amor fue tan desinteresado como yo siempre creí que fue.

—Encuentro difícil creer que tú hubieras podido dudarlo alguna vez, Charlotte. Tú y Sascha teníais algo que poca gente encuentra alguna vez en la vida. Yo os envidiaba cada vez que os veía juntos. Una mirada a través del jardín en Grunewaldsee entre vosotros dos era como diez horas de conversación entre la mayoría de la gente. Y fueron recuerdos de ti lo que lo mantuvieron vivo en mitad de todo el horror y la miseria del gulag.

—Hasta que abandonó.

—No, hasta que pudo irse a ese otro mundo que él soñaba cada noche. —Él dejó su silla y se unió a ella en la ventana—. Te llevaré hasta la casa del lago.

—¿Por qué?

—Lo verás cuando llegues allí. Llevaré la otra botella de vino. Entonces podremos sentarnos allí y brindar por su memoria… y por ti. Yo también me enamoré un poco de ti, ya sabes.

—Leon…

—Pero no te hagas ilusiones. Tú fuiste la única mujer presentable de mi edad de la que estuve cerca en casi cuarenta años.

Leon detuvo el coche en el sendero fuera de la casa del lago. Le abrió la puerta a Charlotte y le ofreció su brazo, pero no la condujo dentro. En vez de eso caminaron hacia la orilla del lago, hasta un punto oculto por árboles y arbustos, donde no podías ser visto excepto por alguien que estuviese nadando o remando o de pie en la orilla opuesta. Allí habían colocado un banco de hormigón, y Charlotte se dejó caer sobre él. Fue solamente entonces cuando vio la lápida a sus pies:

ALEXANDER (SASCHA) BELETSKY

1921-1947

QUE SERÁ PARA SIEMPRE PYTOR BORODIN

PARA AQUELLOS QUE LEAN EL ÚLTIMO VERANO

«… Y AHORA ESTOS TRES PERMANECEN, FE, ESPERANZA Y AMOR,

PERO EL MÁS GRANDE DE ESTOS ES EL AMOR».

—Después de la Amnistía solicité el permiso para volver a Siberia —dijo Leon—. No pedí permiso para traérmelo aquí. Temía no conseguirlo. Hice el ataúd yo mismo, así que sabía que resistiría un par de años. Lo desenterré en la noche cerrada, lo puse en una caja de embalaje, y soborné al guardia para que lo considerase parte de la carga de un tren a Moscú, y de Moscú aquí. Mischa, Marius y yo lo enterramos aquí de noche. Tampoco pedimos permiso a las autoridades para enterrarlo aquí, por si se negaban. La lápida la hizo un albañil que trabajó en la tumba de los von Datski. Sé que el texto es bíblico, de Corintios.

—¿Ahora los comunistas leen la Biblia? —Sonrió Charlotte.

—Era el único libro que se podía conseguir en el campo. Los cristianos que habían sido enviados para reeducación siempre se las apañaban para pasar copias. Sascha y yo fuimos ambos fervientes comunistas antes de la guerra, pero ambos dejamos de confiar en los credos hechos por los hombres mucho antes de llegar al campo. Es duro creer en una ideología que destruye tu vida. Y ambos éramos demasiado cínicos para creer en un omnipotente, amoroso Dios cristiano después de haber vivido la guerra. Pero ningunas palabras parecían tan apropiadas para Sascha como éstas. Sé que para él lo más importante era el amor. Y aquí está su símbolo de regeneración y vida después de la muerte. —Apuntó a un árbol plantado junto a la tumba.

—Un sauce llorón. —Charlotte miró las ramas que acariciaban la superficie del agua.

—Creo que es apropiado.

Charlotte se volvió hacia la lápida.

—Como dije, me gusta pensar que, como el héroe de su libro, se fue a dormir y se quedó en aquel otro mundo. Y era real para él, Charlotte. Mucho más real que el campo. Él vio a tu hija crecer y cambiar día a día, celebró sus cumpleaños contigo, te acompañó la noche que nació tu hijo…

Ella tenía aún una cuestión que preguntar.

—¿No crees que a él le angustiaba el recuerdo de una mujer joven embarazada, de pie en el jardín cubierto de nieve de Grunewaldsee, gritando «Asesino»?

—No, Charlotte, no lo creo. Conozco cada recuerdo que él se llevó de ti, y ése no era uno de ellos.

El silencio cayó, y ambos estaban satisfechos simplemente de sentarse y recordar.

—Llevamos aquí más de una hora, Charlotte. —Leon se puso en pie—. ¿Te gustaría quedarte un poco más a solas?

—Por favor, Leon.

Él se aproximó y tocó su mano.

—Estás helada.

—Leon… —Ella lo miró.

—Lo sé. —Él miró la tumba—. Hay espacio para poner otro nombre ahí algún día, pero confío en que no sea necesario cincelarlo en muchos años.

—Gracias, Leon. Nunca hicieron falta muchas palabras entre nosotros.

—Volveré más tarde con Mischa y Laura. ¿Te gustaría que Laura viese esto?

—Sí.

—Ella sabe…

—Todo, Leon.

Charlotte escuchó una música deslizándose desde la salita de la casa. Una música fantasmagórica tocada al piano por una Charlotte más joven. El Shostakovich que Sascha había amado y escrito para ella en un envoltorio.

Una sombra ocultó el sol de la vista. Ojos azules se clavaron en los suyos. Vio la lenta, familiar sonrisa que amaba, y tomó la mano que le ofrecía.

Lo es todo para mí, esta mujer a la que amo. El aire que respiro, la tierra bajo mis pies, la comida, la bebida… todo parece nimio comparado con mi necesidad de ella. Se aferra a mí por un momento, nos besamos en silencio. Todo lo que hay que decir entre nosotros hace tiempo que se ha dicho. Regresamos caminando del brazo por el jardín. Ella sube las escaleras. Yo apago las lámparas en las habitaciones del piso de abajo, cierro las puertas y la sigo.

Fin