De vuelta en su habitación, Charlotte miró de reojo su reflejo en el espejo. Tenía la cara pálida, lo que acentuaba las sombras bajo sus ojos. ¿Era la falta de sueño? ¿O era el cáncer que estaba ganando la batalla que sostenía contra su cuerpo? De pronto se sintió agotada, demasiado exhausta para enfrentarse a la vida diaria, y menos aún a más recuerdos traumáticos o desoladores. Habría sido muy fácil comprar una novela, tumbarse en la cama y esperar a la muerte, que ya no era el coco de su infancia sino, en el mejor de los casos, una amiga bienvenida que la conduciría con la gente que quería y, en el peor, le llevaría el muy necesario descanso que tanto había anhelado.
De nuevo, sintió que su cuerpo le estaba diciendo que le quedaba muy poco tiempo. No había error posible en el mensaje o su urgencia, pero no había sentido o lógica tras él. Ni siquiera sentía verdadero dolor.
De una cosa que estaba segura tras reunirse con Helmut e Irena era que no estaba tan preparada como creía. Había organizado el reparto de sus bienes y la disposición de sus más personales y preciadas pertenencias, pero aún quedaban cartas por escribir. A los nietos de Wilhelm, su tocayo y el de Paul, a los que nunca conocería. Una disculpa a Claus y Carolyn por regresar a su tierra natal sin ellos y engañarles sobre un segundo viaje que nunca harían, al menos no juntos. Al albacea de su testamento, Samuel Goldberg, para cambiar los planes que había hecho para su funeral, una cremación y que esparcieran sus cenizas en Connecticut. Y a sus herederos directos, sus hijos y nietos, para que permitieran que la enterraran sin ceremonia en el lugar al que siempre había pertenecido: Grunewaldsee.
¿Y Greta? ¿Debería añadir algo a la críptica nota que había puesto en las joyas? Quizá no. Tal vez era mejor dejar estar algunas cosas, porque no dudaba que si le ofrecía a Greta la rama de olivo del olvido desde más allá de la tumba, para empezar, su hermana no comprendería qué había hecho para ofenderla.
Cogió el teléfono y marcó el número que Marius le había dado de la mansión. Sonó un par de minutos hasta que lo cogió un hombre extraño. Por suerte, hablaba alemán y, después de pedirle que repitiera su nombre dos veces, llamó a Marius. A juzgar por la cantidad de ruido de fondo (golpes, trancazos y voces masculinas diciendo palabrotas en polaco y en ruso), supuso que estaban metiendo los muebles del nuevo dueño.
—Fräulein Charlotte, ¿pasa algo? —jadeó Marius sin aliento al otro lado de la línea.
—En absoluto, Marius, siento molestarte. Por favor, acepta mis disculpas. Ha surgido algo esta tarde y no puedo ir a visitarte… Sí, gracias, estaré contigo mañana por la mañana… Estoy bien, es sólo que me tengo que ocupar de un asunto de negocios, y tengo cartas que escribir… ¿Laura?… Sí, si está allí, me encantaría hablar con ella. Gracias.
Charlotte llevó el teléfono a la mesa a la que se había desplazado delante de la ventana abierta. Estaba lo bastante cerca como para respirar el aire del lago y sentir el calor del sol, y fuera del alcance de la brisa que habría volado sus papeles.
—¿Oma? —Laura estaba aún más sin aliento que Marius, y Charlotte pensó que la debía de haber llamado desde fuera—. Mischa va a llevarme de vuelta al hotel. Estaré contigo dentro de poco…
—No, cariño. Por favor, no interrumpas tu jornada. Estoy tremendamente ocupada.
—¿Ocupada? —repitió Laura—. ¿No estás descansando?
—Unos amigos oyeron a Mischa llamándome esta mañana y reconocieron mi nombre. Investigaron en recepción y pidieron al personal que contactara conmigo. No los había visto desde poco después de la guerra, así que teníamos que ponernos bastante al día. —A Charlotte le pareció que no era completamente una mentira.
—Oma…
—De verdad que estoy bien, Laura. He organizado una cena con ellos en el restaurante del hotel a las ocho. Puedes venir con nosotros, si quieres —añadió cuando se le ocurrió después—. Pero si prefieres quedarte con Brunon y Mischa, tampoco pasa nada. Prefiero que te lo pases bien con gente joven.
—La novia de Brunon ha venido de Varsovia. Mischa ha organizado una barbacoa para esta noche…
—Entonces debes ir. —Charlotte estaba aliviada, porque Laura no estaría allí para poner restricciones a una conversación que iba a centrarse en acontecimientos sucedidos mucho antes de que ella hubiera nacido.
—¿Puedo conocer a esa gente mañana? —preguntó Laura.
—Van a ir a visitar Grunewaldsee. Dile a Marius… Dile que Irena von Datski va a ir a casa y desea verle de nuevo.
—¿Una prima?
—Cuñada.
—La mujer de uno de tus hermanos…
—Es demasiado para contártelo por teléfono, cariño. Hablaremos más tarde. Diviértete con Brunon y Mischa esta noche, y dales recuerdos a Marius y Jadwiga.
Charlotte acabó de escribir su última carta a las seis de la tarde. Dobló el papel pulcramente en tres partes, abrió un sobre, metió la hoja en él, y lo cerró. Lo colocó delante de ella, encima del montón sobre la mesa, se inclinó adelante y las repasó.
No estaban en ningún orden particular, y miró los nombres que había escrito en el exterior, intentando pensar si había algo que hubiera olvidado decirle a alguno de ellos, o si había alguien que se hubiera dejado fuera.
Laura: Decirle que le había dejado todas sus joyas, que podía vender o llevar, como prefiriera, pero que preferiría que conservara el collar de ámbar, lo llevara de vez en cuando y le recordara no sólo a ella, sino a Sascha. También le confiaba su diario y todos los cuadros y los muebles de su casa, así como los dibujos de Grunewaldsee y Sascha. Y uno de los tres álbumes de fotografías que Marius le había guardado.
Claus: Decirle que le había dejado uno de los álbumes, así como toda su tierra en Connecticut y su casa; pero no sus muebles, cuadros y joyas, eso se lo dejaba a Laura.
Samuel: Informarle de los nuevos preparativos que había dispuesto sobre la inhumación de su cuerpo. Y, junto con su gratitud por su amistad de sesenta años, darle todos los cuadros que había prestado a galerías de Londres para que hiciera con ellos lo que quisiera.
Irena: Sonrió cuando vio el nombre de su cuñada. Si había algo parecido al destino, sin duda él había traído a Helmut e Irena a Olsztyn y a este hotel concreto al mismo tiempo que a ella; el tercer álbum de fotografías que Marius había guardado, junto con la Biblia de la familia para que los nombres de los hijos de Marianna pudieran escribirse bajo el del suyo, el de su desaparecida tía Karoline, y el bebé de Irena y Wilhelm, que había muerto en Ravensbruck.
Para sus hijos, Erich y Jeremy, y sus nietos más jóvenes, Luke y Erich, simples despedidas.
Marius: No esperaba encontrar a Marius, pero había más de cincuenta mil dólares en su cuenta corriente, y le pidió a Samuel que se encargara de que él, Jadwiga y Brunon los recibieran.
Greta: Las joyas que había comprado en la tienda de recuerdos del hotel.
Para el fondo fiduciario establecido en nombre de Peter Borodin: El resto de sus bienes, todos sus cuadros que no habían sido regalados ni vendidos, y todas sus futuras regalías mundiales, que Hacienda había calculado en poco más de seis millones de dólares.
Colocó todos los sobres junto a los paquetes que había puesto en su maleta vacía, situada sobre el portaequipajes al lado del armario.
Abrió el armario, sacó un vestido de noche negro liso y una chaqueta que había comprado para una cena en honor de Claus el año que lo liberaron de Rusia, y los colgó de la puerta antes de entrar a darse un baño.
Laura se inclinó por la borda del barco y arrastró los dedos por el lago. El sol se había puesto horas antes, pero el agua estaba cálida, el cielo sobre ellos salpicado por lo que parecía un millón de destellantes estrellas. Se sentía exaltada por el exceso de vino, canciones e incluso diversión. Hacía mucho tiempo desde que se había tomado tiempo para descansar, e incluso más desde que había pasado fuera un día entero sin dedicar un solo pensamiento al trabajo.
—Ha sido divertido, y una barbacoa genial, gracias —le dijo a Mischa, que estaba agachado en la popa, moviendo la barra del timón en un intento por atrapar la poca brisa que había.
—Ha sido un buen día —se mostró él de acuerdo—, y cuando mi abuelo venga mañana será incluso mejor. Es muy divertido.
—Tengo muchas ganas de conocerlo. ¿A que la novia de Brunon es muy agradable?
—Mucho —afirmó él secamente—. Forman una parejita encantadora.
—Eso suena condescendiente y sarcástico.
—¿Sí? —Sacó un cigarro del bolsillo, se lo puso en la boca y, prendiendo el mechero con la mano libre, lo encendió—. ¿No te hacen sentir como si tuvieras cien años?
Laura miró arriba. Los ojos de Mischa eran oscuros a la luz de la luna y era difícil distinguir su expresión.
—Al menos ciento diez —contestó con frivolidad—. Pero claro, me he sentido con esa edad desde que cumplí treinta.
—La tercera década es la cínica. Debería de saberlo, tengo treinta y tres. Pero, como has dicho, la chica es agradable y hacen una buena pareja. No me cabe duda de que dentro de un año, o quizá incluso menos, el cura católico los estará casando. Ella irá con un vestido blanco, una corona de rosas en la cabeza y un ramo en la mano, y él vestirá un traje oscuro y camisa blanca con cuello almidonado, que parecerá muy grande y muy incómodo.
—Hay destinos peores en la vida.
—Desde luego. No tengo nada en contra del matrimonio, sobre todo en esta época de divorcios rápidos y fáciles.
—Eres un cínico. —Lo observó exhalar, y el humo del cigarro se cernió azul y espeso en el aire entre ellos—. Fumar es muy malo para la salud.
—Pero, a veces, como ahora, al final de un largo, soleado y agradable día de verano, es divertido. —El extremo de su cigarrillo resplandecía formando un arco mientras se lo llevaba de nuevo a la boca—. Marius está muy emocionado por volver a ver a tu tía-abuela. ¿Cómo es?
—No la conozco —confesó Laura.
—Yo pensaba que no sabía mucho de mi familia, tú pareces saber incluso menos de la tuya. ¿Nunca tuviste curiosidad como para preguntarle a tu abuela por su familia y su vida aquí antes de la guerra?
—Una de las razones por las que vine aquí fue para conocer el pasado de mi abuela. No hemos hablado mucho todavía, pero como viste, me dio su diario esta mañana para que lo lea. Pienso empezar esta noche.
—¿Te gusta Grunewaldsee o te ha decepcionado?
—No es lo que yo esperaba. De lo poco que mi abuela había dicho, supuse que era una pequeña granja, y por los periódicos creía que Polonia estaría empobrecida.
—No dejes que las apariencias te engañen, sí que lo está. Pero no será por mucho tiempo, tal como está trabajando todo el mundo.
—Entonces ¿cómo ganó tu abuelo suficiente dinero para comprar y reformar Grunewaldsee? —sondeó ella.
—¿Tú qué crees?
—No tengo ni idea.
—No le dijo a mi padre que le diera dinero de la mafia.
—¿Es que nunca hablas en serio? —replicó ella, irritable.
—¿Cómo sabes que no hablo en serio? Pero, por otra parte, mi abuelo aceptó muchos, muchos sobornos cuando trabajaba para la KGB. —Se rio cuando ella frunció el ceño—. Los ingleses sois tan inocentes cuando se trata de la forma de los rusos de hacer las cosas… Es fácil reírse de vosotros.
—Tienes que admitirlo: un momento sois fervientes comunistas sin posesiones personales y al siguiente hay un exceso de millonarios.
—Mi abuelo encontró oro en Siberia.
—¿Es que nunca dices la verdad?
—Sólo sobre cosas triviales. Pero al contrario que los estoicos británicos, en Rusia hablamos sobre nuestras familias y los muertos todo el tiempo. Sobre todo a quienes están de luto. Creemos que les reconforta saber que no se ha olvidado a la gente que amaban. Después de todo, la muerte es un estado natural y todos estaremos en él algún día.
—Así habla un auténtico eslavo melancólico.
—¿Y qué sabes tú sobre eslavos melancólicos?
—He leído parte de El último verano.
—Ése fue el oro que mi abuelo encontró en Siberia. Él lo escribió.
—¿De verdad? —Mischa era una mezcla tan extraña de sarcasmo y ligereza que Laura no estaba segura de si creerle o no.
—Dice que cada vida debería estar especiada con un poco de tristeza para proporcionar un contraste a la felicidad. Sin embargo, maldice a los hados por verter el tarro de especias entero en la suya. Pero, aun así, insiste en que es imposible disfrutar por completo de los buenos tiempos, si no tienes nada con que contrastarlos. Y si no has vivido la tragedia y la miseria no te puedes identificar con los pobres, y si no puedes hacer eso, no donarás a la caridad, que es por lo que compró Grunewaldsee y la puso a nombre de una fundación benéfica.
—¿Quién se va a beneficiar de ella?
—Para empezar, yo. —Mischa sonrió—. Me mudo a un apartamento independiente dentro de la mansión.
—Eso no me suena muy benéfico.
—Perdí a mi madre con seis años, así que soy medio huérfano. Pero la fundación va a necesitar mucho dinero si quiere continuar. Mantener Grunewaldsee es caro. Por eso mi abuelo y yo aún estamos hablando con mi padre. Tiene más dinero del que sabe qué hacer con él. A veces desvía un poco de sus garitos de juego, redes de narcos y burdeles para donarlo a la beneficencia.
—Ahora te estás riendo de mí.
—En absoluto.
—Eres muy adecuado para hablar de caridad. Entre el barco, los coches deportivos, los caballos, la casa del lago y la reforma de Grunewaldsee, ¿qué vas a hacer para aliviar la pobreza?
—No lo suficiente. —Inhaló su cigarrillo por última vez, lo apagó en el lago, luego se metió con cuidado la colilla en el bolsillo—. Pero mira qué alma tan caritativa soy: no quiero envenenar a los peces. Y aquí está el embarcadero de tu hotel. —Dejó caer la vela y lanzó el ancla por la borda.
—Gracias por traerme de vuelta. He disfrutado el viaje. ¿Quieres venir a tomar algo?
—A esta hora estará todo cerrado.
—El mini-bar de mi habitación, no.
—He oído hablar de las chicas inglesas. Seducís a los hombres y os deshacéis de ellos. No pretendo convertirme en tu juguete, ni siquiera por una noche, Fräulein Laura. —Le tendió la mano, ella la cogió y él la ayudó a llegar al embarcadero. Cuando estuvo allí, Mischa recogió el ancla y desplegó la vela. El bote ya se dirigía hacia el centro del lago cuando la llamó—: Buenas noches, Fräulein Laura. Hasta mañana.
Nueva York
Sábado, 28 de mayo de 1988
Me quedé un tiempo antes de comprender que no había nada que pudiéramos decirnos que no supiéramos ya. Si hablaba con él sólo conseguiría abrir viejas heridas e infligir nuevas que nos harían daño a los dos.
Le vi firmar unos cuantos libros más, luego me alejé.
No volví a mirar atrás.
Laura saltó, asustada cuando la alarma del reloj en la mesilla de noche sonó. Se dio cuenta de que había pasado toda la noche leyendo el diario de su abuela, y le había dicho a Marius que estarían listas a las diez para que las llevara a comer a Grunewaldsee.
Descorrió las cortinas, abrió la puerta y salió al balcón. El sol brillaba con fuerza, el suelo estaba caliente bajo sus pies descalzos. Miró por encima del murito.
Charlotte estaba sentada cerca del mismo en una estrecha franja de sombra con una sonrisa en la cara y una taza de café frente a ella.
—Buenos días, Oma. —Laura se sentó en el muro y pasó las piernas hacia el lado de Charlotte—. ¿Tuviste una buena cena anoche?
—Muy buena —sonrió su abuela.
—Marius estaba muy emocionado cuando le dije que Irena von Datski iría hoy a visitar Grunewaldsee. Me contó que era la mujer de tu hermano.
—Lo era, y tiene muchas ganas de conocerte y hablarte de tus primos segundos. Ella y su marido Helmut se unirán a nosotros tras el almuerzo en la casa.
—¿Llevas mucho despierta?
—No mucho. Es una mañana preciosa, ¿verdad?
—Sí que lo es —dijo Laura mirando al lago; luego se volvió hacia Charlotte—. Leí tu diario.
—¿Entero?
—Entero —confirmó su nieta.
—Entonces no habrás dormido.
—No.
—Debes de estar agotada.
—No lo estoy. Y ahora comprendo por qué tomaste las decisiones que tomaste. Sobre todo por qué dejaste a mi abuelo y a mi padre.
—Esa decisión no fue fácil, Laura. Pero Claus me necesitaba más que ellos.
—Mischa me contó anoche que su abuelo escribió El último verano. —Incómoda cuando Charlotte permaneció en silencio, Laura añadió—: Siempre está gastando bromas, no estaba segura de si creerle o no.
—Lo sospechaba.
—¿Entonces el abuelo de Mischa es tu Sascha?
—No. Eso sí que lo sé. —Charlotte temblaba al levantarse de su silla.
—No tenemos que ir a Grunewaldsee esta mañana.
—Sí que tenemos —la contradijo Charlotte—. Quiero ver al abuelo de Mischa de nuevo, pero estoy aterrada de enfrentarme a la verdad: que el gran amor de mi vida fue una farsa. Que Sascha me vio vulnerable e ingenua, y me usó para salvar su vida y la de sus hombres. Y a pesar de todo lo que hizo por mí, incluyendo salvar mi vida en el bosque, nunca signifiqué para él lo mismo que él para mí.
—El diario…
—Lo escribió una joven solitaria con un matrimonio infeliz, que sólo veía lo que quería.
Incapaz de reconfortarla o comentar los miedos de Charlotte, Laura dijo:
—También entiendo por qué tía Greta odia a todos los rusos. Tío Erich me contó una vez lo que hicieron cuando invadieron Prusia Oriental. Las violaciones, los asesinatos, la brutalidad…
—Lo que escribí en mi diario es la verdad, Laura —interrumpió Charlotte—. Pero los rusos no se portaron de forma distinta a los alemanes que invadieron Rusia en mil novecientos cuarenta y uno. Y, por desgracia, tampoco de la forma en que se comportan los ejércitos de media docena de países del mundo ahora mismo. —Miró a su nieta a los ojos—. Si le dan la opción, lo que la mayoría de la gente quiere hacer es vivir tranquila y en paz, rodeada por su familia y por sus seres queridos. A ser posible, fuera de la pobreza y la necesidad, para criar a sus hijos decentemente y que puedan buscar un futuro que merezca la pena.
—Si todo el mundo pudiera hacer eso…
—¿No sería maravilloso? Pero ya es suficiente filosofía para una mañana.
—Lo siento muchísimo, Oma.
—No puedes sentirlo, no por cosas que sucedieron antes de que nacieras. Y, en conjunto, he tenido una vida muy buena. Mucho más larga y mejor que la de la mayoría de la gente de este planeta. Ahora cámbiate ese pijama de Mickey Mouse o Marius creerá que eres una refugiada de Disneyland.
Un hombre mayor bajó corriendo los escalones de la mansión en cuanto Marius pasó con el coche por la cancela de Grunewaldsee. Alto y delgado, su edad sólo se volvió aparente cuando entró en el patio iluminado por la luz directa del sol. Unos pasos detrás de él caminaba Mischa.
Abrió la puerta del copiloto en cuanto Marius detuvo el coche. Charlotte salió, se quedó delante de él mirándolo, y lo abrazó.
Como notó que allí sobraban, Mischa acompañó a Laura a la mansión.
—Tienes todo un nieto, Leon. —Charlotte apoyó la mano en lo alto del coche en un esfuerzo por calmarse—. Debería haberlo sabido desde el principio. Alto, delgado, pelo negro…
—Hace mucho que ya no tengo la cabeza llena de pelo. —Se pasó los dedos por el escaso cabello gris—. Ya aviso a Mischa que esto es lo que le espera con la edad. —Le ofreció el brazo—. ¿Sería para ti demasiado degradante pasear con un anciano que llegó a Grunewaldsee como prisionero de guerra ruso infrahumano, condesa von Letteberg?
—Yo nunca pensé en ti ni en tus compañeros como en infrahumanos, Leon.
—Perdona, un mal chiste —se disculpó—. Te debo la vida.
—Lo poco que hice era lo menos que un ser humano podía hacer por otro.
—Nos diste comida, jabón, ropa, y procuraste que estuviéramos calientes en invierno, y arriesgaste tu vida, y la de tu familia, para hacerlo. A la gente le disparaban por menos.
Ella flaqueó cuando llegaron al primer escalón. Se apoyó pesadamente en su brazo, repentinamente débil y jadeante.
—Creo que necesitas sentarte.
—Es el calor.
—O la conmoción de ver rusos metiendo sus muebles en Grunewaldsee —comentó él, mientras un hombre pasaba a su lado llevando una pila de sillas.
—He visto las habitaciones de la planta baja. No creo que muchos von Datski desaprobaran tus reformas.
—Cuando por fin me soltaron de los campos y dieron una amnistía general, descubrí que era un hombre extremadamente rico. Mis agentes de Londres y Estados Unidos me habían abierto cuentas bancarias. Miré todo aquel dinero y supe que nunca podría quedármelo. Hablé de ello con Mischa, y fue idea suya usarlo para crear la fundación Peter Borodin y establecer una academia para jóvenes músicos. Un lugar donde los pupilos pudieran venir con sus maestros y tocar con otros, con la intención de formar una orquesta verdaderamente internacional. Parecía buena idea. La música es un lenguaje universal. Y la música fue lo primero que os unió a ti y a Sascha en Rusia.
—Leí la entrevista que te hicieron en la revista Time cuando creaste la fundación, pero no tenía ni idea de que Grunewaldsee iba a ser la sede de la academia.
—Ni yo tampoco, por aquel entonces. Pero sabía que aprobarías la idea de la academia por la generosa aportación que hiciste a la fundación. Y he visto detalles de la donación que has dejado en tu testamento.
—¿Has visto mi testamento?
—Soy tesorero de la fundación.
—Es una maravillosa idea, sobre todo las becas para niños refugiados que no tienen país. No se me ocurre mejor manera de combatir la clase de prejuicios que florecieron durante la guerra o un mejor uso para Grunewaldsee.
—Cuando vine aquí poco después de mi liberación y descubrí que estaba en venta, me pareció que era el destino. Pero aún hay mucho trabajo que hacer. —Señaló en dirección a las antiguas cabañas que Laura, ella e incluso Marius habían supuesto que iban a convertirse en habitaciones de hotel—. No estaremos operativos hasta que tengamos un lugar en el que puedan dormir los niños. ¿Te ha contado Mischa que es un músico de gran talento?
—No.
—Hemos nombrado un director para la academia, pero Mischa será uno de sus asistentes, y en cuanto el bloque de dormitorios esté terminado, llegarán las primeras clases. Esperemos que para final de mes. También hemos pedido a UNICEF que nomine candidatos adecuados para las plazas de refugiados.
—Sería maravilloso si algún día en el mundo ya no hubiera refugiados.
—Dudo que eso suceda hasta mucho después de que tú y yo nos hayamos ido. —La condujo a la salita, que ya no estaba vacía, sino llena de cómodas sillas de respaldo alto y pequeñas mesas—. ¿Quieres un café o un vaso de vino? Mischa tiene un par de botellas aquí que ha guardado para una ocasión especial, y no se me ocurre nada más especial que esto.
—Vino estaría muy bien, gracias. —Se sentó en una silla y miró alrededor. Comprensiblemente, el mobiliario se había elegido más por su fuerza y durabilidad que por su apariencia, pero nada podía destruir la pacífica atmósfera de la bella habitación. Por primera vez, miró al futuro de su antiguo hogar en vez de al pasado, y vio la habitación llena de estudiantes, hablando de música, arte, política, poesía… poniendo el mundo en su sitio, como había hecho cada generación, y, con suerte, haciendo un mejor trabajo que el de sus predecesores.
—El permiso para albergar la academia nos llegó hace sólo ocho semanas.
—¿Y si no os lo hubieran dado? —preguntó ella.
—Habríamos tenido que engrasar algunos bolsillos.
—Sascha solía decir que bromearías con Satán a las puertas del infierno.
—¿Y quién está bromeando? —Abrió la botella—. Ahora que casi todos los detalles están terminados, predigo con seguridad que todas las camas de este lugar se llenarán en cuanto esté listo. La última vez que contamos, Mischa había logrado ofrecer plazas a doscientos niños de quince países para el próximo curso. No es un mal comienzo. —Le llenó la copa y se la puso al lado en la mesa—. ¿Qué piensas de nuestro Mischa?
—Tiene unos ojos azules muy familiares.
—Te has fijado. —Levantó la copa—. Por tu muy buena salud y felicidad, Grafin von Letteberg.
—Preferiría brindar por Sascha, Leon. —Charlotte se había echado atrás.
—Por Sascha. —El ruso tocó con su copa la de ella.
—¿Podemos hablar de él? —preguntó Charlotte suavemente cuando ambos hubieron bebido. Él acercó su silla y se puso al lado.
—¿Por dónde quieres que empiece?
—El claro en el bosque. No entiendo por qué no os dispararon a todos allí y en ese momento.
—Nosotros tampoco lo entendimos por aquel entonces. Después oímos que el hijo de Stalin había sido prisionero de guerra en Alemania. Los alemanes esperaban usarlo como moneda de cambio por prisioneros de alto rango alemanes, y le habían dado todo lo que quería, comida, bebida, mujeres. Como resultado, cuando fue liberado, le dijo a su padre que no podía confiarse en ningún soldado ruso que hubiera estado en manos alemanas. Así que nos enviaban a Siberia para «reeducación política» y trabajos forzados.
—Escuché un disparo mientras corría —dijo Charlotte.
—El oficial que sostenía la pistola junto a la cabeza de Sascha vio moverse a una de las mujeres alemanas. Le disparó.
—Marius dijo que os volvieron a llevar a Grunewaldsee.
—Sí, en ese momento estábamos contentos de no estar tirados en la nieve junto a tu madre y su doncella. —Los ojos de Leon se nublaron de dolor al recordar.
—¿Os enviaron a todos a campos de trabajo?
—Sí. No se molestaron con juicios. Nos habían cogido tras las líneas enemigas, era obvio que habíamos sido prisioneros, y, gracias a ti, no parecía que nos hubieran tratado mal o hubiéramos pasado hambre.
—¿A cuánto tiempo os sentenciaron?
—¿No conoces el viejo chiste sobre el prisionero que se quejaba de que había sido sentenciado a cinco años en Siberia por nada, y le dijeron que tenía que estar equivocado? La sentencia por «nada» era de diez años. A Sascha y a mí nos cayó bastante más.
Charlotte se tapó la boca con la mano.
—Lo único que queríamos hacer era ir a casa y ver a nuestras familias, pero a cada uno nos dieron un billete de ida al Este.
—Después de todo lo que sufristeis…
—No había nada que hacer excepto aceptar lo inevitable. Conjurar el legendario fatalismo en el alma rusa. Pero ya has leído El último verano, Charlotte. Sabes lo que pasó.