Charlotte aún dormía cuando sonó el teléfono. Miró la hora antes de cogerlo y vio que eran las siete en punto. Lo primero que se le pasó por la cabeza fue que tenía que ver con Claus, Carolyn o el bebé, pero el inglés con fuerte acento de su hermana chirrió a través de la línea.
—¿Eres tú, Charlotte?
—¿Greta? —repuso ella, tratando de sentarse—. ¿Qué ocurre?
—¿Por qué tendría que ocurrir algo?
—Son las siete de la mañana.
—Aquí son las ocho, pero llevo despierta desde las seis. Tengo que ser madrugadora para dirigir una casa y cuidar de mi marido, aunque, ya que lo preguntas, no estoy demasiado bien. El estómago me da problemas y mi artritis es en extremo dolorosa. Es este clima húmedo. Supongo que ahí brilla el sol. Prusia Oriental siempre fue mucho más cálida y seca que Inglaterra.
—El clima está bien, Greta, gracias por preguntar. —Cuando Greta telefoneaba, era porque quería algo, así que Charlotte estaba deseando que su hermana fuese al grano.
—Charlotte, esta llamada es demasiado cara para malgastarla con sarcasmos. Jeremy y Marilyn me dijeron dónde te alojabas. ¿Has estado ya en Grunewaldsee? —preguntó, con un tono algo duro.
—Sí, la casa está exactamente igual que antes. El nuevo propietario la ha reformado con mucho gusto.
—Dios mío, ¡has hablado con ese hombre! —exclamó Greta, indignada.
—Con su nieto, pero he concertado una reunión con él.
—¿Cómo has podido…?
—Marius sigue aquí y vive en la casa del guarda —la interrumpió Charlotte.
—Entonces tendrá que haber guardado algunas de nuestras cosas —repuso Greta con avidez—. Las joyas, la plata…
—Ya te lo dije, me robaron las joyas cuando abandoné la casa, Greta —espetó Charlotte.
—Eso dices tú.
Si Greta hubiese estado en la habitación, su hermana le habría dado una bofetada. Se tomó un momento para tranquilizarse.
—Marius me contó que el ejército ruso estableció su cuartel general en la casa. La vaciaron por completo, incluso arrancaron el suelo de madera para hacer leña. Sin embargo, logró salvar algunas de nuestras pertenencias.
—¡Ah! ¿Y me lo habrías dicho de no haberte llamado?
—Por supuesto. —Charlotte hizo lo que pudo por no alterar el tono de voz—. Guardó tres de los álbumes de fotos encuadernados en piel que Opa compró en Londres cuando estuvo allí de luna de miel. Y nuestra biblia familiar.
—¿Eso es todo?
—Eso es todo —repitió Charlotte con firmeza.
—Tiene que haber más. La casa estaba llena, por no hablar de los desvanes. Todas las antigüedades… La familia de papá nunca tiraba nada. Tiene que haber algo…
—El armario de papá, Greta. Si estás tan ansiosa por llevarte un recuerdo, te sugiero que vengas a por él. —Charlotte colgó de golpe el teléfono.
Oyó la llave en la cerradura, y Laura se asomó por la puerta.
—Siento molestarte, pero…
—¿Has oído el teléfono? —Al ver a su nieta, el enfado de Charlotte con su hermana se disipó.
—Sí.
—Era tu tía Greta, preguntando por las reliquias familiares; está segura de que las he robado para escondérselas.
—Pobrecita —le dijo Laura, dándole un abrazo—. ¿Tienes hambre?
—Sí —respondió Charlotte, decidida a no dejar que la llamada de su hermana les arruinase el día a Laura y a ella—. Seamos extravagantes y pidamos que nos lo sirvan en el balcón, en vez de en el comedor. Diré que lo traigan a las —miró la hora— ocho. Eso me dará tiempo para contar hasta cien y olvidarme de Greta mientras disfruto de un lento y largo baño.
—Anoche terminé de leer El último verano —le confió Laura a su abuela después de comer.
—¿Y? —Charlotte cogió la cafetera y volvió a llenar las dos tazas.
—No he cambiado de idea sobre el sufrimiento en el gulag siberiano. Sigue siendo insoportable. —Laura se preparó y la miró a los ojos—. ¿Eras tú la mujer del mundo de ensueño del autor?
—No estoy segura —respondió ella en voz baja.
—¿Conocías al autor?
—Sí, lo conocía.
—¿Y lo amabas?
Charlotte vaciló y, en ese preciso instante, una voz interrumpió la conversación.
—Buenos días, Fräulein Charlotte von Datski. Buenos días, Laura.
Charlotte se volvió y miró detrás de ella. Un barco había navegado hasta allí y había atracado prácticamente debajo de su balcón. Mischa soltó las velas, echó el ancla por la borda, se puso en pie y se apoyó en la barandilla del balcón.
—Y buenos días a ti también, Mischa —contestó Laura.
—Hace un día precioso. ¿Quieren venir a navegar conmigo? Volveremos a Grunewaldsee, Jadwiga nos preparará una de sus comidas y después cabalgaremos alrededor del lago. ¿Qué me dicen?
—Atrás quedaron los días en que podía navegar en algo más pequeño que un crucero —respondió Charlotte, sacudiendo la cabeza—, pero Laura estará encantada de acompañarte.
—¡Oma! —protestó su nieta.
—¿Qué? ¿Prefieres sentarte aquí conmigo?
—Estábamos hablando…
—Y podemos continuar la conversación más tarde. Venga, vete. Toma, llévate mi diario. Lo terminé anoche. —Charlotte se acercó a su mesilla, cogió el libro y se lo dio a su nieta—. Que un ruso joven y guapo te invite a dar una vuelta con él no es algo que pase todos los días. Si tuviera tu edad, no lo dudaría un segundo.
—Tu abuela tiene razón, Laura. Soy un ruso muy atractivo y, si me haces esperar, puede que cambie de idea —se burló Mischa.
—¿Nunca has tenido la sensación de que se meten contigo? —Laura se levantó de la silla—. Iré por mi chaqueta.
Charlotte se asomó al balcón.
—Estará contigo enseguida, Mischa. Por favor, ¿podrías decirle a Marius que he cambiado de idea sobre el descanso de hoy? Me acercaré con el coche a verlo esta tarde.
—Uno de nosotros podría venir a recogerla, Fräulein von Datski —se ofreció Mischa.
—No hace falta. Puedo conducir yo sola, no estoy tan decrépita.
Charlotte se quedó en el balcón hasta que Laura se reunió con Mischa. Los observó levar el ancla, izar las velas del barco y dirigirse al centro del lago.
El camarero llamó a la puerta y se llevó los restos del desayuno. Ella estaba intentando decidir si debía pasarse el resto de la mañana descansando cuando sonó el teléfono. Cruzó la habitación y se preparó para otra pelea con Greta.
—Frau Datski.
—Sí.
—Soy la recepcionista. Tenemos aquí a un hombre que dice haber oído a alguien llamarla por su nombre desde el exterior del hotel. Ha insistido mucho en que la telefonee y le pregunte si desearía reunirse con él, si es que es usted la Charlotte von Datski que vivía en Grunewaldsee.
—No uso el von desde hace años —contestó Charlotte.
—¿Qué desea que le diga, Frau Datski?
—¿Cómo se llama ese hombre? —Charlotte escuchó un apresurado intercambio de susurros, pero no logró entender nada.
—Dice que la conocía cuando era joven y que le gustaría darle una sorpresa.
—¿Qué aspecto tiene? —preguntó ella, curiosa.
—Distinguido, maduro, pelo gris —respondió la recepcionista, que parecía estar aguantándose la risa.
Charlotte recordó la media de edad de los encargados de la recepción del hotel y se dio cuenta de que maduro podía significar cualquier edad entre cuarenta y ochenta años. Miró la hora: las diez en punto. ¿Qué tenía de malo reunirse con un desconocido en la zona pública de un hotel a aquellas horas de la mañana?
—Dígale que estaré en el bar dentro de quince minutos.
Charlotte prestó más atención a su aspecto en los diez minutos siguientes que en los últimos años. Se puso su falda negra favorita y una blusa de seda de color cobre; se maquilló con cuidado; se soltó y se peinó el pelo, para después recogérselo en un moño; se colocó los pendientes de ámbar que se había comprado hacía años para hacer juego con el collar que siempre llevaba y se echó más perfume. Miró la hora, se miró en el espejo, cerró la puerta del balcón y salió al pasillo.
«Distinguido, maduro, pelo gris» era una descripción que podría haberse aplicado a casi todos los hombres de su pasado, incluso a Georg, Dios no lo quisiera. En su afán por ver a un viejo amigo que recordara el Allenstein que ella había conocido y amado, en vez del Olsztyn del presente, no había tenido en cuenta a la gente que habría preferido no volver a ver.
Mientras se preguntaba si cabría la posibilidad de ver al desconocido antes de que él la viera a ella, entró con precaución en el bar.
—Charlotte, te habría reconocido en cualquier parte. Sigues siendo la elegante dama que se encargó de Grunewaldsee durante la guerra. —La recepcionista había estado en lo cierto: era distinguido y tenía un cabello gris que empezaba a escasear—. ¿No me recuerdas?
Como le había pasado con Marius, Charlotte reconoció la voz antes que las facciones.
—¿Helmut? —Buscó algún rastro del joven que había pasado tantas vacaciones con su hermana en Grunewaldsee, durante la guerra—. ¿Qué estás haciendo aquí?
—Lo mismo que todos los demás prusianos orientales que regresan: echarle un último vistazo al viejo país antes de morir. No podía creer lo que oía cuando ese joven llamó a Fräulein Charlotte von Datski desde el lago. ¿Estás sola?
—No, con mi nieta.
—¿Claus y tú tuvisteis nietos? Qué maravilla.
—No es la nieta de Claus. Laura es inglesa.
—Tendría que haber recordado al inglés —respondió él; se entristeció un poco, pero logró recuperarse rápidamente.
—Los tratados de paz se firmaron hace mucho tiempo, Helmut —dijo Charlotte en tono amable. Creía que el hombre tenía derecho a sentir amargura, después de la forma en que Greta lo había plantado.
—Estoy aquí con mi mujer. Está en la terraza, esperándonos. ¿Sabías que me había casado?
—No, me temo que perdí el contacto con todo el mundo.
—No te vimos en las reuniones. ¿No te enteraste de las reuniones de los antiguos habitantes de Allenstein?
—Sí, pero, por desgracia, nunca he tenido tiempo para asistir a una. —No era cierto, y Charlotte intuía que Helmut era consciente de ello. ¿No había tenido tiempo en más de medio siglo? Podría haber hecho el viaje de haber querido. Eran los recuerdos los que la retenían. Los recuerdos de Georg llevando a Ruth y a Emilia al camión a punta de pistola. Los recuerdos de sus hermanos, muertos antes de tiempo. Los recuerdos de la inmoralidad de todos los principios inculcados por la escuela, el estado, las Juventudes Hitlerianas e incluso sus padres.
—Sabíamos que te iba bien. Tus ilustraciones son famosas. —Helmut la condujo a una mesa. En ella, una mujer se volvió para mirarlos con cara de inquietud.
A diferencia de lo ocurrido con Helmut, Charlotte la reconoció de inmediato. Había perdido peso y casi toda su belleza, pero sus ojos eran igual de azules, aunque menos francos y confiados. Se puso de pie cuando se acercaron y se dirigió a Charlotte, pero no la abrazó.
—Hemos seguido tu carrera de cerca, Charlotte.
—Incluso hemos conseguido estirar nuestro presupuesto para comprar dos de tus cuadros —añadió Helmut.
—Qué amables sois —balbuceó ella, aturdida.
—No tiene nada que ver con la amabilidad —le aseguró Helmut, creyendo que debía decir algo para interrumpir el silencio que se había adueñado de las dos mujeres—. Sé reconocer una buena inversión cuando la veo. No tenía ni idea de que fueses una artista con tanto talento. Música, sí, pero no artista. ¿No volviste a tocar como profesional después de la guerra?
Ella por fin logró apartar los ojos de Irena y mirarlo.
—No tenía ni tiempo ni dinero para seguir con mis estudios, aunque hubiera querido hacerlo.
—Y tenías una familia de la que cuidar. ¿Cómo está el joven Erich?
—Bastante menos joven.
—A menudo me he preguntado si se trata del mismo Erich von Letteberg que se hizo famoso en los tribunales durante los sesenta.
—Lo es —respondió ella, sin extenderse más.
—Nunca usó el título de Claus.
—Los días de reyes, príncipes y condes quedaron muy atrás, Helmut. Sin embargo, Claus estaba orgulloso de la carrera elegida por Erich. El hijo más joven de Erich, que se llama como su padre, irá a Berlín a estudiar Derecho este mismo año —añadió, más contenta de hablar de sus nietos que de sus hijos.
Helmut acercó una silla para ella.
—Por favor, siéntate con nosotros. Creo que la ocasión merece una botella de champán, no café.
—Por favor —respondió Charlotte. Irena le dio un beso en la mejilla. Al ver que Irena le apretaba el brazo con cariño, ella le devolvió el gesto antes de aceptar la silla que le ofrecía Helmut—. Erich tiene también un hijo mayor al que han puesto de nombre Claus. Tiene un negocio muy próspero de diseño y fabricación de muebles. Vive cerca de mí, en Estados Unidos.
—Carpintero —dijo Irena, sonriente—. A tu padre le habría gustado.
—Sí, es cierto —coincidió Charlotte, recordando la naturaleza práctica de su padre—. Bueno, ¿y qué me decís de vosotros? ¿Cómo os encontrasteis? Tenéis que contarme todo lo que os ha pasado desde la guerra.
—Es una historia muy larga —contestó Irena—. Llevo muchos años queriendo ponerme en contacto contigo, Charlotte, pero no estaba segura de si querrías verme después de las atrocidades que te dije tras la guerra.
—Era compresible que te sintieras así, teniendo en cuenta el encierro en el campo, la separación de tus hijas, y la pérdida del bebé y Karoline.
—Nunca la encontramos —añadió Helmut rápidamente, y Charlotte supo que, incluso después de sesenta años, Irena no había abandonado por completo la esperanza de encontrar a su hija.
—He pensado mucho en ti, Irena —le dijo, cogiéndole la mano que tenía sobre la mesa.
—Cuánto tiempo perdido inútilmente. De no ser por mi estupidez, habríamos seguido siendo muy buenas amigas. —Irena se inclinó hacia delante y abrazó a Charlotte.
—Quizá no, Irena —respondió Charlotte, muy seria—. Nos habríamos estado recordando constantemente algunas cosas que es mejor olvidar.
—Nunca podría olvidar… —empezó a decir Irena.
—Todos los alemanes han tenido que hacerlo —la interrumpió su marido—. Al menos, lo suficiente para poder mirar al futuro, en vez de al pasado.
—Pero tenemos que ponernos al día de muchas cosas. —Irena sacó un pañuelo del bolsillo—. Ayer fui a casa de mi padre, me quedé en la calle, frente a la sinagoga, y pensé en aquella tarde.
—No he podido olvidarla —dijo Charlotte en voz baja.
—A menudo me he preguntado qué habría pasado si no te hubiese impedido que salieras del coche. —Irena arrugó el pañuelo en la mano.
—Seguramente nos habrían metido en el camión con los niños, bebés incluidos.
—De todos modos, tendríamos que haber hecho algo —murmuró Irena—. Tú querías…
—¿Quién fue el que dijo que lo único que se necesita para que triunfe el mal es que los hombres buenos guarden silencio? —Charlotte miró a Helmut—. ¿Sabes qué pasó?
—Irena me lo contó. También me contó que un chico al que conocíais, Georg Mendel, estuvo involucrado en la redada. ¿Sabes que se fue a Chile después de la guerra? Él y algunos antiguos camaradas de las SS les resultaron muy útiles a Pinochet y sus secuaces. Eran expertos torturadores.
—Aquel día fue la primera vez que vi algo en persona —confesó Irena—. Nunca había puesto en duda la versión oficial, que estaban llevando a los judíos al Este, o a África o a Madagascar. Después llegó Wilhelm del Este, y ya viste lo cambiado que estaba.
—¿Te contó la verdad?
—Parte de ella. Me dijo que algunas cosas eran demasiado horribles para describírmelas.
—Las dos tenéis que ser realistas. ¿Qué podrían haber hecho dos chicas jóvenes para detener a las SS? —preguntó Helmut.
—Emilia sobrevivió a la guerra —reveló Irena—. Nina se la encontró en mil novecientos cuarenta y seis. Iba camino de Palestina.
—¿Y Ruth?
Irena bajó la vista, incapaz de mirar a Charlotte a los ojos.
—Tendríamos que haber hecho algo aquel día.
—De haberlo hecho, no estaríais aquí para hablar de ello —comentó Helmut.
—Hay cosas por las que merece la pena morir —afirmó Irena en voz baja, tan baja que Charlotte no estaba segura de haberla oído bien.
—No sé si los cuarenta y un millones de personas que murieron en la guerra estarían de acuerdo contigo —repuso Helmut.
—No —dijo Charlotte—, estoy segura de que todos no, pero puede que algunos sí.
—Tardé años en perdonar a Wilhelm, pero, en el fondo de mi corazón, siempre supe que él estaba en lo cierto —confesó Irena—. Sólo odiaba tener que vivir sin él y sin los hijos que perdimos.
—Se habría sentido orgulloso de ver cómo has construido una nueva vida para Marianna y para ti.
Helmut desafió el silencio que reinaba en la mesa.
—Vi a Claus en los sesenta, ¿te lo dijo? —Miró la etiqueta de la botella de champán que el camarero les había traído y asintió para dar su aprobación.
—Mencionó que se había encontrado contigo en una de las reuniones del ejército —respondió Charlotte.
—¿Puedes creerte que estuvimos los dos en el mismo regimiento, Claus durante toda la guerra y yo durante los últimos seis meses? Pero el Claus von Letteberg que me encontré después no era el hombre que recordaba de mis viajes a Grunewaldsee. Tuvo que resultarte duro cuidarlo, Charlotte. Había oído que las condiciones de las prisiones en los campos de guerra rusos eran peores que en los estadounidenses, y a mí me parecía que estos últimos ya eran un infierno. Sin embargo, no supimos toda la verdad de los campos soviéticos hasta que los hombres como Claus regresaron. No quería hablar del tema conmigo, por supuesto.
—Ni con nadie, Helmut. Pero tú, precisamente, entenderás por qué.
—Hay una gran diferencia entre dieciocho meses en un campo estadounidense de Renania y diez años en Siberia. Aun así, lo único que recuerdo de aquellos dieciocho meses es que quería morirme. Me despertaba, dormía y vivía entre la suciedad, al aire libre. Nunca había pasado tanto frío y tanta hambre, y nunca me había sentido tan olvidado y abandonado por el resto del mundo.
—Entonces, ¿de qué hablasteis Claus y tú cuando os visteis? —preguntó Charlotte, ya que no quería hablar sobre los campos de prisioneros de guerra, ni estadounidenses, ni soviéticos.
—De lo que hablan todos los viejos soldados en las reuniones: las malas decisiones tomadas por el alto mando. ¿Y Greta? —Helmut cogió a Irena de la mano y le dio una palmadita, como si deseara asegurarle que ya no sentía nada por su antigua prometida—. ¿Le gustó Inglaterra?
—Ya conoces a Greta —respondió Charlotte, intentando no demostrar su rencor—. Es como un gato, siempre aterriza de pie.
—¿De verdad era rico su marido? ¿Tenía una gran casa?
—El inglés no mintió al respecto; era grande, además de fría, llena de corrientes y destartalada. La vendió, junto con algunas tierras que tenía arrendadas, para comprarse una casa moderna y lujosa a gusto de Greta. También era lo bastante rico para tener cocinera y doncella, lo que le iba muy bien a mi hermana. Todavía pone sus intereses por delante de los de todos los demás.
—¿No tuvo hijos?
—Siempre dijo que no los quería, desde que era joven —respondió ella, sacudiendo la cabeza.
—Yo no podría vivir sin nuestras dos chicas —dijo Helmut, mirando a Irena.
—Contadme algo sobre ellas —les pidió Charlotte, emocionada.
—¿De nuestra hija o de la de Wilhelm? —le preguntó Helmut.
—¿Le contasteis a Marianna quién era su padre? —preguntó a su vez Charlotte, conteniendo las lágrimas.
—No hizo falta. Lo recuerda, al igual que nuestro último día en Grunewaldsee. —Irena apretó con fuerza la mano de Helmut—. A menudo dice que fue el final de su infancia. Cuando fui a Bavaria después de la guerra, las dos utilizamos mi nombre de soltera. Después, cuando Helmut y yo nos casamos, cambiamos nuestro apellido por el suyo. Ya sabes lo difícil que fueron las cosas para los parientes de los conspiradores después de la guerra. Mucha gente nos consideraba traidores. Sin embargo, ahora usa el apellido von Datski y se enorgullece de él. —Charlotte apartó la mirada. Las cicatrices del dolor y el sufrimiento resultaban evidentes en el rostro de Irena—. Intenté ponerme en contacto contigo cuando nos casamos en Múnich, en mil novecientos cincuenta y tres, pero Frau Leichner había vendido la casa y se había mudado, y los nuevos propietarios no sabían nada de los antiguos inquilinos —explicó Irena—. Te dije muchas estupideces después de la guerra, Charlotte, crueldades que no sentía y de las que me arrepentí muy pronto. En retrospectiva, creo que sufrí una crisis nerviosa, pero no es excusa. Quería culpar a alguien por todo lo que había soportado y perdido. No bastaba con culpar a Wilhelm, porque él estaba muerto y no podía hacerle daño, ni obligarlo a comprender el dolor que me había causado a mí y a sus hijos. Sin embargo, tú sí estabas allí, con el corazón tan roto como yo. Lo supe por cómo lloraste a Karoline. Después, mucho después, quise escribirte. Más adelante, cuando me enteré de que podía ponerme en contacto contigo a través de tus editores, le di vueltas a la idea, pero no estaba segura de si querrías volverme a ver después de todo lo que te dije.
—Tendrías que haber sabido que sí, Irena. Estábamos más unidas que la mayoría de las hermanas —respondió Charlotte, de todo corazón.
—Marianna es arquitecta —anunció Helmut, muy orgulloso.
—Wilhelm y Paul estarían muy contentos.
—Eso le dijimos cuando se graduó.
—Y llamamos a nuestra hija Wilhelmina, en honor a uno de los hombres más valientes que he conocido. —Helmut les pasó a Irena y Charlotte dos de las copas de champán que el camarero había llenado.
—Ella es médica. Las dos están casadas y tienen hijos. Mina tiene una niña, y Marianna, gemelos.
—¿Gemelos? —Abrumada por la emoción, Charlotte metió la mano en el bolsillo en busca de un pañuelo.
—Wilhelm y Paul. Y son iguales que su abuelo y su tío abuelo, tal y como los recuerdo. Tienes que venir a vernos algún día para conocerlos, Charlotte. —Irena rebuscó en su bolso y le enseñó una fotografía a Charlotte.
Dos jóvenes rubios sonrientes le devolvieron la mirada. Irena tenía razón: había un gran parecido.
—Puedes quedártela, si quieres —le ofreció Irena—. Tengo otra.
Charlotte la dejó en la mesa, delante de ella.
—Me alegra mucho que los dos encontrarais la felicidad juntos —murmuró, incapaz de apartar la mirada de la fotografía.
—Un brindis —dijo Helmut, alzando la copa—. Por los dos Wilhelm y los dos Paul. —Después de levantar las copas y beber, siguió hablando—: Tienes que venir a vernos a Frankfurt, y no se trata de una de esas invitaciones educadas y vacías que se hacen constantemente.
Irena metió la mano en el bolso, y sacó otro pañuelo y un tarjetero. Cogió una tarjeta y se la entregó a Charlotte.
—Dentro de poco, ¿quizá en tu viaje de vuelta a casa?
Charlotte le dio la vuelta a la tarjeta y leyó la dirección comercial del otro lado.
—¿Tienes tu propia compañía, Helmut?
—Cuando Greta me dijo que no quería saber nada de mí, me fui a vivir con una de mis tías durante un tiempo. Le cogí prestadas algunas joyas, las empeñé y compré un camión americano. Seguramente no le pertenecía al soldado que me lo vendió, pero mucha gente quería llevar cosas de un lado a otro del país. Era una forma de ganarse la vida, y pude recuperar las joyas de mi tía en un solo mes.
—Cuatro años después, ya tenía una flota. Diez años después, su compañía se encontraba entre las cincuenta más importantes de Alemania —añadió Irena.
—Nuestra compañía —la corrigió Helmut.
—Greta se habría muerto de envidia —comentó Charlotte, sonriendo.
—Se me había olvidado lo mucho que os peleabais las dos.
—Nunca hemos dejado de hacerlo, Helmut.
—¿Todavía vives en Estados Unidos o has regresado a Europa para buscar casa? —le preguntó Irena.
—Este viaje me ha convencido de que ya no me queda ninguna razón para volver —respondió Charlotte, mientras se bebía el champán.
—Vimos el artículo que publicaron sobre ti en la revista Life.
—Espero que no os creyerais todo lo que decía, Irena. No soy más que una pintora eventual que tiene suerte de estar en activo.
—¿Has ido a Grunewaldsee? —le preguntó Irena.
—Sí, y Marius sigue allí.
—Una de las razones por las que hemos vuelto es para hacerles fotos a la casa de mi padre y a la tuya, para Marianna y Mina. —Irena dejó la copa en la mesa.
—A Marius le encantaría verte, Irena. Y a ti también, Helmut —añadió Charlotte—. De hecho, precisamente ayer hablábamos de ti y tu costumbre de darle regalos a escondidas a la gente, susurrando: «No se lo digas a Greta».
—Greta tenía un lado mezquino —respondió él, entre risas—. Odiaba verme regalar cosas, aunque fuera algo que ella no quería.
—Marius se ha esforzado mucho en el cuidado de Grunewaldsee. Hasta colocó placas conmemorativas en la iglesia para Paul, Wilhelm, mamá y Minna. Y el nuevo propietario ha hecho un trabajo de primera clase restaurando la casa. Preparaos para verla igual que estaba. Mañana voy a reunirme con él. —Charlotte cogió la mano de Irena—. ¿Venís conmigo?
—¿Podemos? —preguntó ella, mirando a su marido.
—Si Charlotte está segura de que no supondrá un problema.
—Lo estoy —afirmó ella, levantándose—. Si me disculpáis, tengo que hacer algunas cosas.
—Por supuesto, pero tienes que cenar con nosotros esta noche —le pidió Irena.
—Será un placer.
—Te esperamos en el comedor a las ocho.
—Allí estaré. —Les dio un beso a los dos—. Es maravilloso volver a veros.
Charlotte se detuvo en el vestíbulo. La tienda en la que vendían joyas de oro, plata y ámbar lanzaba destellos seductores bajo la luz reflejada de una araña de cristal. Examinó las vitrinas de pendientes, collares, broches y pulseras, y entró. Después de una inspección más atenta descubrió que las piezas estaban creadas con esmero, que eran de buena calidad, aunque caras, como casi todo lo producido en Polonia para el mercado alemán.
Miró a su alrededor hasta que encontró una bandeja con joyas de factura más tradicional. Llamó a la dependienta y empezó a comprar. La factura final hizo que la vendedora se quedara pálida, pero Charlotte le pasó la tarjeta de crédito sin alterarse. Después le pidió a la chica que metiese todas las compras en una caja, cogió una de las hojas del cuaderno que usaban para hacer las facturas y escribió: «Para Greta, como compensación por las joyas que me robaron los rusos al final de la guerra».
Vaciló. Escribir «Con amor, Charlotte» habría sido una hipocresía. En su lugar, se decidió por: «Con mis mejores deseos, Charlotte».