Duchada, tendida sobre la cama con un pijama de Mickey Mouse que Ahmed había odiado, y ella se había puesto por principios, Laura se sirvió un vodka y se lo llevó a la cama junto con el libro que había comprado en la tienda del hotel. Puso su bebida a mano en la mesilla de noche y se recostó en las almohadas.
Teniendo en cuenta que no había abierto El último verano en años, se sorprendió al descubrir que era capaz de recordar el primer párrafo casi palabra por palabra.
Cuando el sueño se desvanece y despierto a la consciencia, la primera emoción que siento es el miedo. ¿Qué soy? ¿Dónde estoy? Con el recuerdo viene el conocimiento… y el asombro. Hay un milagro que es la vida, y soy parte de él. Toco a la mujer que yace junto a mí; agradezco profundamente no estar solo.
Al abrazar su cuerpo, abrazo su alma. Pero las caricias me traen nuevos miedos. Persisten como un cáncer oculto que consume el cuerpo bajo la piel sana en apariencia; silencioso, contaminando, mancillando cada momento que quizá hubiera traído la felicidad perfecta.
Corrompen cada gesto de amor y cada sonrisa. Miedos que van más allá del primigenio y oscuro a la muerte que ha generado tantas religiones y sacerdotes mercenarios.
Ella y yo hemos aceptado el inevitable proceso lento de la decadencia y desintegración que llega a todo lo vivo. Cuando eso ocurra, como debe con el tiempo, incluso le daremos la bienvenida, si podemos compartir la misma tierra. Soñamos con un árbol alto y bonito, con sus raíces hundiéndose en nuestros cuerpos. Es la única regeneración y resurrección en la que puedo creer. Y, aunque ella tiene a su Dios, el sueño ahora es tan suyo como mío.
Los miedos son mucho peores: el perdernos el uno al otro. Sin embargo, por ahora, estoy agradecido de que se nos haya dado otra mañana, otro día. Trato de no pensar más allá de eso.
Nuestra cama es blanda, pulcra y cálida. La sábana fresca, blanqueada por el sol y perfumada por el aire del bosque. Nuestro cubrecama ligero, relleno con plumón y plumas. Una cama limpia es el lujo supremo.
Beso sus labios. Ella devuelve mi caricia sin romper el ritmo de su sueño. Tras dejar la cama, me pongo mi viejo albornoz verde y blanco y me escurro con sigilo hasta la puerta. Pisando cuidadosamente sobre la nudosa tarima, paso a ver a nuestros hijos. El bebé, echado en la cuna que yo tallé mientras estaba en el vientre de su madre; sus brazos levantados por encima de la cabeza, sus puños cerrados suavemente junto a su rostro ruborizado por el sueño, su cabello rubio platino, del mismo tono que el mío, pegado por la humedad en torno a su cara. Cerca, su hermana de dos años, una miniatura perfecta de su madre, está enroscada como un gato bajo la colcha de su cama diminuta. Sólo se pueden ver sus rizos rubios sobre el edredón.
Mi carne y mi sangre, tan pequeños, tan vulnerables. Mis miedos vuelven. ¿Cómo puedo protegerlos si no estoy más tiempo con ellos? Entonces recuerdo: me han dado esta mañana. Por el momento están seguros. Soy capaz de velar por ellos y cuidar a mi familia.
Camino hasta el principio de la estrecha escalera de madera, evitando las tablas más destartaladas y deformadas del suelo. Toda la carpintería de la cabaña está seca, vieja y chirría. Me paro a mirar los cuadros de mi mujer colgados en las encaladas paredes. Acuarelas de mis hijos y del campo, pintadas con amor y con mimo. Mi favorita es un dibujo a aguada de una dacha. El edificio es pequeño, poco más que una cabaña, pero está sumamente proporcionada, de estilo y arquitectura de Europa del Este. Trazo con mi dedo las líneas del remate que hay encima de la puerta. Es una sencilla cabaña rústica y también nuestro hogar.
Laura dio un sorbo a su bebida, pasó la página y continuó leyendo la descripción del autor de su casa. Era la casa de madera situada a orillas del lago de Grunewaldsee o una exactamente igual. Mientras se lo preguntaba, siguió el avance del autor que caminaba por el sendero que llevaba a los establos de la «casa grande» y enjaezaba un semental gris. ¿Era un gris Datsky?
Siguió leyendo.
Tal vez no he nacido para esto, pero el viejo proverbio «debajo de cada ruso hay un campesino» es cierto. Es bueno montar temprano al aire libre, mirar hacia los campos, y no sólo ver el trabajo que se ha hecho sino también darse cuenta de lo que necesita hacerse. Oler el rocío y las hojas de pino del bosque. Mover mis manos entre la tierra labrada y ver los cultivos que planté maduros para la cosecha.
Me detengo junto al lago, mirando la bruma ascender sobre los árboles que rodean el agua. Un par de cisnes se deslizan desde la orilla con sus polluelos siguiéndoles en fila. Boris relincha. Sabe que es hora de volver al establo. Pero continúo mirando los rayos del sol naciente jugando en el agua y las garzas buscando peces.
Las cigüeñas descienden en picado a poca altura por encima de mi cabeza, antes de aterrizar en sus nidos del tejado de la casa grande. Boris piafa, y, finalmente, regreso. Después de dejar a Boris con sus compañeros de establo, vuelvo a casa.
La cabaña está medio escondida por los arbustos con frutos que cercan el jardín. Oigo el parloteo de mi hija por encima del ruido de las sartenes en la cocina. Las puertas y ventanas están completamente abiertas y veo a mi mujer cambiando de sitio la mesa con su vestido de algodón azul apagado.
La mesa está cubierta con el mantel bordado en rojo y verde de todos los días. El plato del pan está lleno de panecillos de leche calientes recién sacados del horno. El olor a café, queso y salchicha condimentada es intenso en el aire, y caigo en la cuenta de que tengo hambre.
Mi hija corre a saludarme. Mi mujer sonríe. La beso cuando paso a su lado hacia mi silla en la cabecera de la mesa.
El desayuno es mi comida favorita del día. Como despacio, con mi hija en el regazo. Sus rizos rubios rozan mi barbilla cuando miro a mi mujer alimentar a nuestro hijo. Él se queda dormido en su pecho y tras ponerlo ella en su capazo, nos sirvo una tercera taza de café. Permanecemos en la mesa, hablando y riendo hasta la hora de trabajar…
Laura siguió el progreso del héroe que pasaba un día en el campo. No el día solitario del granjero moderno, que trabaja aislado con su tractor, sino el vivido empuñando las herramientas y cosechando en compañía de montones de manos de granjeros, tanto mujeres como hombres. Un día en que su mujer trabajaba a su lado, y sus hijos dormían y jugaban en la margen de los campos al alcance de su vista.
Al atardecer, todos los trabajadores y sus familias se dirigían hacia el salón de baile de la casa grande para la cena de la cosecha que se había dispuesto allí.
Después hubo música, baile y bebida, pero el autor y su mujer regresaron a la cabaña con sus hijos.
Llevo a hombros a mi somnolienta hija. Mi mujer lleva al bebé en el capazo. Cuando llegamos al lago, la pequeña insiste en trepar desde mis hombros, tras quitarse los zapatos y las medias, y saltar en los bajíos. Es su último arranque de energía antes del sueño. Entramos en casa, llenamos la bañera y bañamos a los niños.
Mientras mi mujer viste a los niños para dormir, voy habitación por habitación encendiendo las lámparas. Mi mujer lleva a nuestro hijo a la cuna y yo persigo a mi hija al piso de arriba. El último ritual del día es el momento del cuento. Me siento al pie de la cama de mi hija y le cuento las historias que mi padre me contaba, historias que han pasado de generación en generación.
Nos quedamos con los niños hasta que cierran los ojos. Después deambulo por el jardín mientras mi mujer toca el piano. La pieza que ha elegido es una que yo le enseñé. Refleja nuestra vida tranquila aquí: el lago, la campiña, los campos, los bosques. El sol avanza lentamente hacia abajo y desaparece en el lago, rociando un sendero dorado rojizo en su estela. Los últimos destellos dorados y rojos se difuminan en púrpura y la oscuridad se cierra.
La música ha parado. Mi mujer está a mi lado. La abrazo, y por primera vez me fijo en la hinchazón de su cuerpo: nuestro tercer hijo…
Laura puso el libro a un lado y se sirvió otra copa. Caminó hasta la ventana y miró fuera, pero en vez de ver el lago como era, salpicado con modernas embarcaciones, dio rienda suelta a su imaginación y recreó el lago intacto de El último verano.
La impersonal habitación de hotel quedó atrás cuando la descripción del autor sobre la paz y la belleza de su vida tranquila y sencilla la transportó a otro tiempo. ¿Era Grunewaldsee?
Envidió el matrimonio perfecto del autor y, por primera vez, se dio cuenta de que bien podía haber tenido ella la culpa de los problemas que habían plagado sus desastrosas y fugaces aventuras. A diferencia del autor y su mujer, ni siquiera intentó nunca entender a ninguna de sus parejas. Para ella, el trabajo siempre había sido lo primero. Los hombres a los que había permitido, aunque temporalmente, entrar en su vida, habían sido meros divertimentos. Alguien con quien pasar tiempo, cuando no tenía nada mejor que hacer; gente a la que dejar atrás cada vez que un trabajo la llevaba cientos de kilómetros hacia otros países, e incluso ocasionalmente a otros continentes.
¿Era imposible forjar una relación sentimental perfecta con alguien en el mundo moderno? ¿Podía el tipo de unión en cuerpo, alma y mente descrita en El último verano existir solamente en el lento mundo de la vida rural que habían vivido los campesinos del mundo entero durante siglos?
La mecanización y la velocidad habían sustituido a los arados tirados por caballos y a las guadañas, y se habían infiltrado en las vidas de la gente. ¿Cómo se habría sentido el autor si su mujer se hubiera despertado junto a él aquella mañana, y le hubiera dicho: «Te toca tener a los niños hoy, cariño. Tengo que volar a Australia para hacer un documental sobre la explotación de los cocodrilos en los parques nacionales»? Sonrío, luego abrió el libro de nuevo.
Lo es todo para mí, esta mujer a la que amo. El aire que respiro, la tierra bajo mis pies, la comida, la bebida… todo parece nimio comparado con mi necesidad de ella. Se aferra a mí por un momento, nos besamos en silencio. Todo lo que hay que decir entre nosotros hace tiempo que se ha dicho. Regresamos caminando del brazo por el jardín. Ella sube las escaleras. Yo apago las lámparas en las habitaciones del piso de abajo, cierro las puertas y la sigo. Paso por la habitación de los niños y los veo dormir plácidamente en sus camas antes de ir a nuestro cuarto.
Las ventanas están abiertas y las blancas cortinas de algodón se ondulan en la brisa. Ella se sienta en su tocador. Yo estoy de pie tras ella. Cojo el cepillo de su mano, suelto la trenza de su pelo y hundo mis dedos en ella antes de peinarla.
En la cama vuelvo a familiarizarme con su cuerpo, que conozco tan bien como el mío. Nuestra carne se funde en una y después, mucho después, yacemos felices y exhaustos, el uno en los brazos del otro. Miro su rostro atentamente mientras se va quedando dormida. Trato de oponerme, pero es imposible.
Mientras la abrazo, aterrado de que se desvanezca en las sombras, mis párpados se cierran de sueño. No puedo evitarlo. El dolor comienza.
Laura sabía lo que había de venir, pues había leído un poco de lo que seguía, así que cerró los ojos por un momento.
Cuando los abrió, salió al balcón. La noche era cálida, el aire suave. Encendió la luz de fuera, se sentó a la mesa y continuó leyendo.
Un frío insoportable atraviesa mi cuerpo; penetra a través de mis huesos, paraliza mis miembros y congela mi sangre. Lo último que quiero hacer es moverme. Pero el sonido metálico de un insistente martillo me sacude hacia un mundo de pesadilla. Y sé que, si no me muevo, moriré. La nada es un panorama tentador pero egoísta. Si caigo en la tentación, nunca podré volver a ver a mi esposa y a mis hijos.
Levanto las manos. El hedor de las mismas me da arcadas. Pero un hombre con el estómago vacío no puede vomitar. Mis nudillos están agarrotados, el mal olor emana de las llagas que supuran pus cada vez que levanto los dedos. El picor es peor que el de las picaduras de mosquito. Las lágrimas de mis ojos empiezan a quemarme tras los párpados pegados. Me froto con los pulgares las costras que unen mis pestañas. Me cuesta abrir los ojos. Cuando lo logro, miro fijamente mis manos. A pesar del dolor, siento como si estuviera mirando una parte del cuerpo de otro. Entonces me miro de pasada los dedos.
El refugio construido con troncos está podrido por la humedad y el tiempo, pero, en invierno, la humedad se hiela centelleando en las paredes con una capa de plata que podría resultar bonita en alguna otra parte. La cabaña no puede protegernos del calor en verano o del frío en invierno. Mi grupo de trabajo corta leña en el bosque y siempre pillamos madera para la estufa, pero ésta es improvisada y, sin un cuidado constante, se apaga pronto.
El único calor en el que podemos confiar se genera por las capas atestadas de cuerpos malolientes en torno a nosotros. El estante en el que estoy recostado es duro, la paja que lo cubre es escasa y la poca que hay se mueve, plagada de piojos y chinches que luchan con aquéllos que ya han reivindicado un espacio entre mis podridas ropas y mi cuerpo. ¿Pueden pensar, estos piojos y chinches? ¿Son conscientes de que si no luchan por un rincón libre o una ranura en mi carne morirán congelados?
Balanceo mis piernas hacia abajo y el aire gélido se abre camino por entre mis harapos como una cuchilla. Voy abrigado con toda la ropa que poseo: un suéter con más agujeros que la lana; una chaqueta, una gorra y lo que queda de mi uniforme del ejército. He perdido la cuenta de los años que han pasado desde la primera vez que me puse los pantalones.
La harapienta ropa está tiesa de suciedad, los agujeros rozan mi piel en carne viva, abriendo viejas heridas y produciendo nuevas, pero no me atrevo a quitar ninguna capa, no entre la llegada del invierno y el deshielo de la primavera. La robarían en cuestión de segundos y nunca encontraría otra que la reemplazara.
El aire está cargado con un hedor peor que el habitual a excrementos y cuerpos sin lavar. Oigo un grito.
—Nikolai está muerto.
El líder de su equipo gruñe:
—Escóndelo.
Nadie se opone a mantener el cuerpo de Nikolai en el barracón. Estamos acostumbrados a vivir con cadáveres. Nuestro aspecto, nuestro olor, ninguno de nosotros está lejos de la muerte y no nos asusta.
Aquéllos que pueden moverse más rápido rodean a Nikolai. Un trozo de pan, negro por el tiempo y la suciedad en el bolsillo de Nikolai, desaparece en la garganta de alguien. Veo el sombrero de Nikolai asomando en la cabeza de un hombre, su abrigo en otra espalda. No me uno a los carroñeros. No porque tenga escrúpulos, sino porque la enfermedad me ha entorpecido. Incluso si cogiera algo, en mi debilitado estado actual pronto me lo arrebatarían.
El cuerpo de Nikolai es empujado bajo una litera y troncos amontonados delante de él. De esa forma el líder de su equipo puede continuar reivindicando sus raciones hasta que los guardias descubran lo que queda de su cadáver. En invierno, pueden tardar una semana, a veces dos.
El líder de mi equipo grita la orden de pasar lista. Saco la manta de mi litera y me la paso por los hombros. Sólo los idiotas y los recién llegados las dejan para que se las roben. El suelo es tierra compacta con hielo incrustado y tremendamente frío para los pies descalzos. Me uno a los hombres que se arremolinan en torno a la pila de botas de fieltro detrás de la puerta. La mayoría están rajadas y no protegen de la nieve, pero siempre existe la posibilidad de intercambiar tu par por otro mejor. Pero elige con cuidado. La talla debe ser la misma, aunque el dueño más débil que tú. No tengas estas reglas en cuenta y puede que no vivas para llevarlas.
Mis dedos están demasiado entumecidos para buscar, así que me conformo con las que llevé ayer y antes de ayer y creo también la semana anterior. Son fiables porque son las más finas y gastadas en el montón. Nadie más las quiere.
El líder del equipo nos lleva fuera de los barracones. Me doy cuenta de que voy dejando huellas de sangre.
Las suelas de mis botas se han desgastado completamente. Demasiado aterido de frío como para temblar, me uno a la cola frente al pozo. El cubo ha subido vacío. Paul, el hombre más fuerte de nuestro equipo, porque no tiene escrúpulos en robar la comida tanto de los enfermos como de aquéllos más débiles que él, lanza el cubo de nuevo impulsándolo con todas las fuerzas que es capaz de reunir sobre el hielo que corona la superficie del agua. Continúa subiéndolo vacío. Hoy, como casi todos los días del invierno, no habrá agua para lavarse. Hacer té significa encontrar combustible para un fuego, y una lata para fundir la nieve.
El afortunado poseedor de tan escasos lujos despierta envidia. Yo tengo una lata, pero tendré que abandonarla pronto. Estoy demasiado débil para conservarla. En el campamento sólo hay suficientes para uno de cada diez hombres. Poseer una de las latas significa poder obtener una de las primeras raciones de té de la olla y una primera ración de sopa a mediodía.
Busco a alguien más fuerte que yo que la proteja por los dos. Alguien en quien pueda confiar y me la ceda en cuanto la haya usado y así pueda beber mi ración de té y sopa antes de que la olla esté vacía.
Nunca hay suficiente para todos, y ésa es la razón por la que Nikolai murió la pasada noche. Él ha estado al final de la cola desde que estoy aquí, y nadie en su equipo lo ayudaba, ni tan siquiera prestándole una lata. Estaba demasiado débil para ayudar a su equipo a cumplir con su cupo de trabajo, y tal cupo sin terminar significa medias raciones para todo el equipo.
Hay algunos hombres aquí en los que he confiado y confiaría mi vida, pero ellos, al igual que yo, han sido condenados a trabajos forzados y se encuentran en el mismo estado debilitado. Tal vez debería simplemente tumbarme en la nieve a esperar la muerte. Si pudiera estar seguro de que cerrando los ojos despertaría en ese otro mundo real y perfecto junto a mi mujer, lo haría. Pero eso nunca ocurre cuando intento dormir durante el día. Nunca ocurre a menos que me encuentre en mi litera.
Una carreta cruza las puertas; el líder de nuestro equipo se reúne junto a los otros líderes que se agolpaban junto a él. Vuelve con un saco de pan. Lo distribuye. En invierno llega congelado, demasiado duro para comerlo. Nadie puede tragarlo hasta que no es empapado en agua tibia, y no vamos a ser capaces de hacer fuego para fundir la nieve hasta que consigamos llegar a nuestro lugar de trabajo en el bosque.
Los guardias vienen para hacernos marchar; sus perros nos gruñen al aproximarse. Oigo al líder del equipo de Nikolai informarles de que Nikolai ha caído enfermo. Ellos se encogen de hombros con indiferencia, y nosotros nos dirigimos a nuestro lugar de trabajo.
Pasamos frente a un montón de cuerpos apilados unos sobre otros en capas ordenadas cual troncos, junto a la puerta de entrada. Los pies de aquéllos que se encuentran en las capas inferiores señalan hacia la carretera en el interior del campo. Los pies de la capa superior descansan sobre las cabezas de éstos. Me pregunto si ésa es la manera más fácil de colocarlos. ¿Acaso así se reduce el riesgo de que el montón se desequilibre y caiga? Todos están congelados hasta los huesos, sus caras empalidecidas y, como su pelo, cubiertas de escarcha. No han venido carretas a recogerlos en meses, pero no tiene sentido porque las tumbas no pueden cavarse mientras el suelo permanezca helado. Serán enterrados en primavera y junto a ellos habrá muchos más.
Llegamos al lugar de trabajo. Veo los árboles que esperan a ser talados. El líder del equipo me pasa una sierra. Mi mente está impregnada de una fría niebla. No puedo pensar con claridad. Todo lo que sé es que debo sobrevivir como sea hasta la noche, momento en que me trasladaré a ese otro mundo.
Laura cerró de golpe el libro. Igual que antes, era demasiado horrible para ella contemplar el contraste entre la lenta, perfecta vida soñada, bañada por el sol, y la pesadilla del mundo invernal del gulag siberiano. ¿Quién era aquel hombre?
¿Había sido uno de los prisioneros rusos que habían trabajado en Grunewaldsee durante la guerra?
Entonces recordó las palabras de su abuela: «Piensa en mí cuando lo leas».
¿Era Oma la esposa en el mundo de ensueño del autor?