Charlotte y Marius seguían sentados bajo la sombra de la pérgola media hora después cuando un hombre joven cruzó el césped hacia ellos.
—Mischa, no sabía que había vuelto. —Marius se levantó y estrechó su mano.
Hablaron apresuradamente en polaco unos minutos, y después Marius lo acercó hacia donde estaba sentada Charlotte, aún con una taza de café frío y tarta de fresa triturada en la mesa ante ella.
—Fräulein Charlotte, le presento a Mischa Sitko, el actual dueño de Grunewaldsee. Mischa, ésta es…
—Charlotte Datski. —Charlotte se incorporó de su silla y ofreció su mano al joven. Como había hecho Marius, él la besó.
—¿Puedo? —Sin esperar respuesta, acercó una tercera silla y se sentó con ellos—. He visto a su nieta montando a caballo junto al lago con Brunon.
—Los caballos necesitan ejercicio —murmuró Marius a la defensiva.
Mischa se rio y dio una ligera palmada en la espalda a Marius.
—No era una queja, Marius. Me alegra ver a Brunon trabajando por mí. Su nieta, Laura, me dijo que usted vivió aquí, Fräulein Datski. Me he tomado la libertad de telefonear a mi abuelo, que iba a venir a Grunewaldsee a final de la semana. Ha decidido venir antes para verla. ¿Quiere usted conocerlo?
—¿Su abuelo tiene intención de vivir aquí con usted? —Charlotte se puso tensa al pensar en estar a disposición de los nuevos propietarios de la casa de su familia.
—¿Conmigo? —repitió Mischa—. Usted malinterpreta la situación. Compré y restauré Grunewaldsee con fondos que mi abuelo me cedió. Pero después supo que, aunque yo había tenido los huevos de reconstruir este sitio, los inversores podrían venderlo por más de lo que él había pagado.
—Ésa no es manera de manera de hablar delante de una dama, Mischa —le reprendió Marius.
La actitud de Marius le recordó a Charlotte los aristocráticos modales de antes de la guerra que cambió su vida. No recordaba la última vez que un hombre había reprendido a otro por blasfemar delante de ella.
—¿Por qué quiere conocerme su abuelo?
—Porque usted es una afamada artista, y él tiene algunas de sus obras esperando para colgarlas en las paredes de la mansión.
—¿En serio? —preguntó Charlotte sorprendida.
—Él es coleccionista de arte.
—¿Puede que haya oído hablar de él?
—No. Y, a pesar de que él me ayudó a comprar Grunewaldsee, no somos los propietarios. —Mischa se volvió hacia Marius—. Queríamos mantenerlo como una sorpresa, porque pronto habrá un anuncio oficial sobre ello en la prensa. La casa, los jardines y los terrenos pertenecerán a una organización benéfica. Yo me haré cargo de la hacienda, con tu ayuda y la de Brunon, sí él quisiera vivir y trabajar aquí.
—¿Qué clase de organización benéfica? —preguntó Charlotte intrigada.
—Eso le corresponde a mi abuelo decirlo. No quiere desvelar mucho de sus planes aún. Le costó mucho convencer a mi padre para que me dejase venir aquí. Mi padre quería que trabajase para él cuando me licenciara, pero ahora anda tras de uno de mis hermanos menores, para que se haga cargo de sus negocios cuando llegue el momento. Tiene suficientes hijos para elegir. Tenía siete hermanastros la última vez que conté.
—Una amplia familia —comentó Charlotte.
—Familias. He tenido cinco, ¿o seis?, madrastras. Lo cual estaba muy bien; siempre estaban demasiado ocupadas vigilando a mi padre como para darse cuenta de lo que estaba haciendo yo, y mi padre estaba tan ocupado conquistando mujeres que no me prestaba atención. Quería que yo llegara a ser médico o abogado, pero cuando con el tiempo averiguó qué estaba estudiando, era demasiado tarde.
—¿Qué estudió usted? —preguntó Charlotte.
—Nada útil —contestó Mischa evasivo—, pero ¿quién aprende algo que merezca la pena en la universidad?
Marius preguntó algo que estaba en la mente de Charlotte.
—¿Va a convertir Grunewaldsee en un hotel?
—Déjeme sólo decirle que a una casa de este tamaño ha de dársele un uso práctico. Poca gente hoy en día tiene el dinero suficiente como para mantener una mansión sin usarla como sede de algún negocio. Tuvo usted suerte de crecer aquí, Fräulein Datski.
—Y mala suerte de perderla, señor Sitko —comentó Charlotte sin rencor.
—Mischa —corrigió él—. Nadie me llama por mi apellido, salvo mi abuelo cuando se enfada conmigo, lo que afortunadamente no ocurre muy a menudo. Entonces ¿qué le digo a mi abuelo? ¿Se verá usted con él cuando llegue?
Charlotte miró hacia la casa y vio a Laura y Brunon entrando a caballo en el patio.
—Sí, no veo razón por la que no podamos quedarnos unos días más.
—Bien. Lo llamaré para contarle las buenas noticias. Buenas tardes, Fräulein Charlotte Datski —besó de nuevo su mano y se alejó.
—Increíble este joven —le dijo Charlotte a Marius.
—Directo, o como le gusta decir a alguna gente, uno sabe exactamente dónde está con él.
Charlotte vio a Laura caminando hacia ella, y se preparó para una reprimenda por no pasar el día en la cama.
—Te veré pasado mañana, Marius.
—Puedo llevarla en el coche. Pero ¿no van a volver mañana?
—No tengo ni idea de qué planes habrá hecho Laura con Brunon, pero creo que voy a seguir las indicaciones del doctor y descansaré mañana. —Ignorando la mano que él le ofrecía, lo abrazó y le dio un beso—. Agradece a Jadwiga los pasteles de fresa y el café, Marius.
—¿No crees que los arquitectos modernos diseñan deliberadamente las áreas públicas de los hoteles para que parezcan el interior de un barco? —le preguntó Laura a Charlotte mientras cruzaban por un interminable pasillo sin ventanas en el camino entre el comedor y sus habitaciones.
—Creo que sencillamente intentan meter el mayor número de habitaciones en el menor espacio posible. —Charlotte abrió su puerta y encendió la luz; Laura la siguió adentro. La camarera había estado allí y las toallas de Charlotte se encontraban dobladas en forma de dos cisnes encima de la cama, sus gafas para leer colgaban del pico de uno de ellos y una flor roja se balanceaba en la cabeza del otro.
—Aquí huele a cerrado. No entiendo por qué cierran la puerta acristalada del balcón por los ladrones, si no echan las persianas. Ábremela, y la ventana, por favor, querida. —Charlotte se inclinó y abrió el mini-bar.
Laura hizo lo que le pidió su abuela, después salió fuera y miró hacia el lago. Caía la tarde, oscureciendo los árboles que rodeaban la orilla y pintando sombras de color púrpura sobre el agua. Un barco se dirigía hacia el embarcadero de Grunewaldsee. Se preguntó si Mischa navegaba, y si habría comprado un barco para fletarlo en el lago. Entró de nuevo en la habitación y se percató de que el bote de pastillas que el doctor había dado a Charlotte permanecía sin abrir en la mesilla de noche.
Charlotte la vio mirándolo.
—Si no puedo dormir esta noche, me tomaré dos. Tengo intención de tomármelo con calma mañana y guardar cama.
—Entonces admites que, a pesar de todo lo que dijo el médico sobre que necesitas descansar, no las tomaste hoy.
—Culpable del cargo.
—Pareces…
Charlotte se miró en el espejo.
—Sé qué aspecto tengo, querida, pero, como dijo el doctor, estoy agotada. Emocionalmente por ver Grunewaldsee, y físicamente por el viaje y por esa tremenda cena. Hace años que no como tanto como para dejar vacíos dos, y menos tres platos. Pero nunca me he podido resistir a los arenques en vinagre, y estaban buenos, ¿a que sí?
—No me arrepiento de haberlos pedido. Todos deberíamos probarlo todo al menos una vez en la vida —replicó Laura.
—Te los comiste.
—El jurado aún está deliberando si me gustaron.
—Pero el pato en salsa de cereza y los blinis de cereza cubiertos de nata que tomamos de postre estaban deliciosos, ¿verdad?
—Lo estaban. Sólo quería que te comieras todo lo que había en tu plato.
Laura había estado cada vez más preocupada por la falta de apetito de su abuela durante los pocos días que habían pasado juntas.
—Come poco, sano y a menudo, o al menos eso me dice el doctor. Pero creo que voy a hacer una excepción con esos crepes de cereza y los tomaré de nuevo en el desayuno. Casi había olvidado su sabor.
—¿Todos los días comíais de ese modo en Grunewaldsee? —Laura acercó una silla al borde del balcón y se sentó.
—Pues no lo sé, pero sí que comíamos cerezas a diario en temporada. Y en la cosecha, nuestra cocinera —la madre de Marius, Martha— y el ama de llaves preparaban grandes mesas desmontables en el salón de baile para dar de comer a los trabajadores. Estaban repletas de comida de un lado al otro. Y, para empezar, siempre tomábamos arenques en vinagre.
Charlotte abrió la botella de agua mineral que había cogido de la nevera y la colocó en la mesa del balcón junto con dos vasos helados y una botella de vodka.
—¿Quieres una copa antes de dormir?
—¿Estilo ruso? —Laura sonrió.
—Polaco más bien —dijo Charlotte colocando las botellas bocabajo.
—Gracias. —Laura cogió el vaso de agua que Charlotte le tendía y añadió una medida de vodka—. Ambas hemos conocido hoy al nuevo dueño de Grunewaldsee. —Era un tema que habían eludido durante la cena, conscientes de los demás comensales alrededor de ellas.
—Es un tipo extraordinario, ¿no es así? —Charlotte movió su silla para poder mirar hacia la parte del lago frente a Grunewaldsee, a pesar de que no se veía gran cosa salvo una luz en el embarcadero y un resplandor apenas perceptible que podía ser, o tal vez no, la luz de una ventana en la casa del lago.
—Lo es —asintió Laura—. Me dijo que no era el primer ruso que vivía en la casa. Prisioneros rusos trabajaron allí durante la guerra.
—Así es. —El corazón de Charlotte latió erráticamente.
Laura dio un sorbo a su bebida.
—Y que Paul y Wilhelm eran gemelos… Hubiera preferido oírlo de ti, Oma —le reprochó.
—Lo siento. De alguna manera, parece que nunca es buen momento para hablar del pasado.
—¿Conmigo?
—Contigo, o con Claus, el joven Erich o Luke. Lo intenté con tu padre y tu tío Erich antes de encontrarme contigo en Berlín, pero ellos no querían saber nada. Ambos creen que ahora no es relevante en sus vidas. Quizá tengan razón. —Charlotte miró al interior de la habitación.
Su diario y el libro que había comprado se encontraban cuidadosamente apilados en la mesilla. Se levantó de la silla, cruzó la habitación y los recogió.
—Éste es mi diario. Lo empecé en mi decimoctavo cumpleaños, en mil novecientos treinta y nueve, y lo he mantenido con rachas, escribiendo y sin escribir, desde entonces. Aunque, a decir verdad, con más rachas sin escribir. Empecé a releerlo el día antes de salir de Estados Unidos hacia Inglaterra, y ha sido sorprendente descubrir todo lo que había olvidado. No tanto los acontecimientos como los sentimientos. Sólo me quedan algunas páginas más por leer pero, por si tú quieres conocer de verdad el pasado, voy a dártelo mañana.
—¿Para que lo lea?
—Como regalo. —Levantó el diario, ya no tan nuevo como cuando Hildegarde y Nina se lo habían regalado en el tren volviendo de Rusia al final aquella aciaga gira de las Juventudes Hitlerianas, sino maltrecho y manchado por el uso y el paso de los años—. Cuando lo empecé, no era más que una niña tonta que soñaba con una boda de cuento de hadas y vivir en un castillo.
—¿Bergensee? —aventuró Laura.
Charlotte sonrió y negó con la cabeza.
—Soñaba con una boda, pero mi imaginación nunca llegó hasta el matrimonio. Y me aburría tanto la política que no quería pensar o debatir sobre nada tan serio, hasta que la política destruyó mi modo de vida y hasta muchas de las personas que me eran más queridas. —Dudó por un momento—. Es además la historia de un amor que cambió mi vida.
—¿Con el abuelo de Claus? —preguntó Laura.
Charlotte la miró a los ojos.
—No.
—Bueno, es lo que mi padre solía decirnos. Que el padre del tío Erich había sido el amor de tu vida.
—Pues se equivocaba.
—¿Pero sentiste alguna vez algo por el abuelo? —preguntó Laura.
—¿Te dijo él que no lo hice? —replicó Charlotte.
Como Laura no contestaba, murmuró:
—Sí, claro, Julian debió de creer que lo utilicé.
Llevó los libros al balcón y se sentó frente a Laura.
—Después de la guerra, Alemania era un caos. No tenía nada hasta que empecé a trabajar para el ejército británico. Ni siquiera tenía dinero suficiente para comprar comida para Erich. Entonces conocí a tu abuelo. Los dos habíamos perdido a nuestros seres queridos. Él fue amable conmigo y yo necesitaba esa amabilidad desesperadamente. En agradecimiento, intenté ser amable con él. Supongo que ambos confundimos la lástima y el mutuo respeto con el amor.
—¿El abuelo perdió a alguien? —preguntó Laura.
—A su primera mujer y a su hija en el bombardeo de Londres. ¿Nunca te lo ha contado?
—Los secretos parecen abundar en la familia. —Laura dio otro sorbo a su vodka con agua—. Yo debía de tener unos doce años cuando me di cuenta de la conexión que había entre el abuelo y tú, e incluso entonces no podía creer que hubieseis estado casados. O que hubieseis compartido la misma casa y tenido a mi padre. El abuelo es tan… —Laura buscó una manera de llamarlo que no resultara despectiva o condescendiente—. Inglés de clase media —dijo finalmente—. Y tú eres tan europea, cosmopolita y artista. ¿Por qué te casaste con él, Oma?
—Inglés de clase media significaba seguridad para mí y, lo más importante, para Erich. Después de haber vivido una guerra, había tenido emociones suficientes como para diez vidas. Además, estuve gravemente enferma y no estaba segura de si iba a lograr cuidar de Erich. Tu abuelo puede que no fuera el mejor padrastro del mundo, pero tenía buenas intenciones, y quería darle a Erich todas las oportunidades de estudios y educación. Lástima que esas oportunidades las viera en un internado y en una separación que ni Erich ni yo deseábamos en aquel momento.
—¿Nunca le amaste? —preguntó Laura sin rodeos.
—No, no del modo en que una esposa debe amar a su marido —confesó Charlotte.
—¿Y al padre del tío Erich?
—Claus von Letteberg era un aristócrata alemán, militar de carrera y caballero que suscribía y aceptaba la filosofía de su país y su época; que el lugar de una mujer era la casa. No es que yo estuviese siempre inmersa en penosos trabajos. La esposa de un von Letteberg no tenía que cocinar, limpiar o fregar, pero se esperaba que tuviera hijos y supervisara al ama de llaves y las sirvientas. Me di cuenta en mi noche de bodas de que había cometido un tremendo error. Me enamoré del amor, no del hombre. Pero sólo estuvimos juntos unos días hasta que él se tuvo que reincorporar a su regimiento. Y durante la guerra, apenas le vi. Él se tomaba muy en serio sus obligaciones como oficial, aunque no era un nazi ni un fanático seguidor de Hitler. Y —dedicó a Laura una leve sonrisa— tenía sus amantes.
—¿Aceptaste que tuviese otras mujeres? —Laura estaba horrorizada ante la idea de que una esposa, y menos aún su amada abuela, pudiera aceptar con tanta calma la infidelidad de su marido.
—Nuestra vida íntima era tan mala que me alegraba cualquier diversión que alejara a Claus de mí. Y no podía culparlo a él o a sus mujeres del fracaso de nuestro matrimonio. Me deslumbró cuando yo era demasiado joven e ingenua como para comprender lo que significaba ser esposa. Más tarde, me enamoré. Profundamente. Aquella historia me proporcionó los días más felices de mi vida y me dejó recuerdos que, en los peores momentos, fueron mi única razón para vivir. Porque pensaba que si moría, nadie recordaría a mi amante o lloraría por él. La única duda, que me ha atormentado la mayor parte de mi vida adulta, ha sido saber si él realmente me amaba.
—¿Qué le pasó?
Charlotte no contestó. En cambio, recogió el diario y el libro que estaba debajo.
—Si voy a terminar de leer mi diario esta noche, lo justo es que te dé algo para leer.
—Después de que hablamos sobre El último verano el otro día, lo compré en la librería del hotel. Y esta vez prometo que me lo terminaré. —Laura se tomó otro vaso de agua, esta vez sin vodka.
—Si lo haces, piensa en mí cuando lo leas. —Charlotte se puso de pie—. Gracias por estar aquí conmigo, querida.
Laura supo que su abuela no iba a explicarle nada más, incluso aunque le insistiera, pero permanecía sentada.
—¿Quieres verme tomar las pastillas? —preguntó Charlotte.
—Sí —contestó Laura con franqueza.
—Hacen efecto rápidamente, así que si no te importa, tomaré mi baño primero. Pero prometo que me las tomaré esta noche si no puedo dormir. Y si usas la llave que el director te dio para que me vigilaras, entra con cuidado por la mañana. Tengo toda la intención de dormir hasta tarde.
Lunes, 7 de mayo de 1947
No puedo creer que los árboles que veo a través de mi ventana estén verdes. Lo último que recuerdo es tirar de Erich por la nieve en el pequeño trineo que Frau Leichner nos prestó. Su hermano, Albert, lo hizo antes de la guerra para su hijo. Albert, como Peter, murió en Francia en 1940.
Dejé mi cama esta mañana por primera vez en más de tres meses. Los médicos me dicen que he sufrido un completo colapso físico y mental. Sólo sé que de pronto, sin previo aviso, no tengo razones para vivir. Lo último que recuerdo es la cara de Erich, pálida y temerosa.
Quería reconfortarlo pero no podía evitar cerrar los ojos y gritarle que se fuera. Estaba pensando en Sascha, y ahora sé, aunque no puedo decir por qué lo sé, que no volveré a verlo nunca.
Las últimas dos semanas, los médicos y las enfermeras me han estado inyectando algo para mantenerme despierta. Julian me visita. Me trae flores, y bombones y los dibujos que Erich hace para mí. Me siento culpable cuando los miro, porque Erich se dibuja con lágrimas en los ojos. Ojalá alguien más hubiera sobrevivido a la guerra y pudiera hacerse cargo de él, como papá y mamá von Letteberg.
Julian me repite que debo esforzarme por el bien de Erich. Sé que si no lo hago, los médicos me meterán en el hospital indefinidamente. Estoy muy agradecida por todo lo que Julian ha hecho por Erich y por mí. Se ha encargado de las facturas del hospital, y está pagando a Frau Leichner por cuidar de Erich. Si no fuera por él, Erich volvería al orfanato porque Frau Leichner no puede permitirse quedarse a mi hijo. A Greta nunca se le ocurriría ocuparse de él.
Nunca me he sentido tan mal como ahora. Greta vino a visitarme ayer con Julian. Habló con el médico fuera de mi habitación y oí que decía que yo nunca había sido fuerte, ni siquiera de niña. Le dije a Julian que estaba mintiendo, pero no estoy segura de si me cree. Greta también asegura que soy demasiado inestable para cuidar de Erich o de mí misma.
Julian me ha ofrecido casarse conmigo y adoptar a Erich. Greta me dijo que debería considerarme afortunada por la petición, porque ningún otro hombre consideraría a una mujer enferma, sin dinero y con un hijo un buen partido. Dijo que debía de estar loca para rechazarlo y que, ya que no tenemos a nadie más excepto la una a la otra, y ella se va a Inglaterra, deberíamos seguir juntas.
Julian me dijo que sólo tengo que decirlo y nos conseguirá billetes a Erich y a mí en el primer barco de novias alemanas, que parte de Hamburgo hacia Tilbury el mes que viene. Greta ya tiene su billete. ¿Debería dejar Alemania?
No entiendo por qué Greta quiere que viva con ella cuando nunca me ha querido como debería una hermana, como lo hacía Irena antes de que se los llevaran a ella y a Wilhelm en julio de 1944.
No puedo ni escribir algunas de las cosas que me dijo Irena cuando se marchó hacia el sur de Alemania con Marianna, hace más de un año. Fueron crueles. Nunca olvidaré la expresión en su rostro cuando dijo que deseaba que nunca se hubiera fijado en Wilhelm. Desde ese momento, dijo, yo estaba tan muerta para Marianna y para ella como mi hermano.
Las dos éramos desesperadamente infelices porque no habíamos encontrado a Karoline. Todas las autoridades nos decían que como le habían cambiado el nombre sería imposible encontrarla. Irena seguía insistiendo en que, como Marianna, Karoline era lo bastante mayor para recordar su verdadero nombre cuando se la llevaron. Creo que Irena sabía que no era así, pero simplemente no lo admitía.
Si Karoline hubiera permanecido con Marianna… Pero no fue así, y como resultado, sin duda la hemos perdido para siempre. Y ni Irena ni yo podemos asumir la muerte de nuestros bebés. Mientras permaneciéramos juntas nos recordábamos constante y mutuamente nuestro dolor, incapaces de reconfortarnos o ayudarnos la una a la otra, pero eso no evitó que la echara de menos terriblemente… Mi hermana del corazón, que antes me quería. Tan distinta a Greta, que siempre ha dejado claro que ni siquiera le caigo bien.
Me siento débil y cansada. Sería tan fácil dejar que Julian tomara todas mis decisiones…
Por mucho que no me guste Greta, creo que tiene razón. No tengo más elección que decirle a los médicos que Julian cuidará de mí e intentar construir una nueva vida para Erich y para mí en Inglaterra con él.
Viernes, 30 de noviembre de 1948
Hace mucho tiempo desde la última vez que abrí este diario. Esperaba poder construir una vida para Erich y para mí en Inglaterra con Julian pero, después de casi un año y medio de intentarlo, ahora me doy cuenta de que la vida sin amor no merece la pena. E Inglaterra es tan oscura y tan triste. Al contrario que en Prusia Oriental, llueve todo el tiempo: primavera, verano, otoño, invierno… no hay diferencia. El cielo siempre está gris y el aire húmedo.
Erich y yo siempre estamos resfriados; estamos tristes todo el rato y tememos intentar hacer amigos o hablar con alguien por si nos llaman cosas terribles como «asesinos de judíos».
Las mujeres, niños y hombres que no lucharon en la guerra son los peores. Sólo he ido a comprar una vez desde que llegué. La dependienta se negó a atenderme. Desde entonces, Julian ha dejado encargadas las cosas que necesitamos con la lista de la compra. El pedido siempre está lleno de latas serradas y dañadas y verduras podridas, pero no me atrevo a quejarme de nuevo. Cuando lo intenté, el pedido de la semana siguiente era incluso peor.
A Erich le dieron una paliza cuando lo enviamos al colegio así que, en sólo una semana, Julian ha organizado que lo trasladen a su antiguo internado. Como prometió, ha adoptado formalmente a Erich y le ha cambiado el nombre a Eric Templeton, pero Julian no puede hacer que Eric Templeton aprenda inglés más rápido que Erich von Letteberg, ni suavizar su acento.
El pobre Erich sólo tenía siete años cuando Julian lo envió fuera. Temo abrir las cartas semanales que me envía. Nunca cambian. Dice que odia Inglaterra, que odia su colegio y que echa de menos estar conmigo.
He conseguido hacer que la vida de Erich sea tan penosa como la mía, y es sólo culpa mía. Julian intenta ser amable con los dos. Pienso que incluso cree que me ama, pero lo único que yo puedo ofrecerle es respeto. No puedo dejar de pensar en ti, Sascha. Mi primer pensamiento cuando me despierto por la mañana y el último por la noche, eres tú. Incluso sueño que estamos juntos.
Es difícil dejar fuera los momentos terribles de los dos últimos días que te vi, pero intento concentrarme en los momentos felices. Las noches de invierno que pasamos juntos en el cuarto de los arreos. Esa noche de verano que arriesgamos nuestras vidas para ir a nadar al lago… Hicimos una locura, pero ahora lo agradezco, cuando todo lo que tengo de ti son recuerdos, y la idea de que incluso si me usaste para asegurar tu supervivencia y la de tus hombres, tenías que amarme un poco para salvarme la vida a costa de la tuya.
Y entonces, inevitablemente, mis pensamientos vuelven a la última palabra que te grité: «¡Asesino!». Esa mirada que me dirigiste cuando me gritaste que corriera de aquel claro.
Sascha, no puedo perdonarme por malinterpretarte. Por no darme cuenta de que no tenías más opción que matar a los guardias. Debía de estar loca cuando os di las armas para pensar que sólo las usaríais para protegeros.
Las noches que Julian está fuera, o si está en casa escuchando la radio y rellenando el crucigrama del Times, practico el dibujo, como tú me enseñaste. Los dos primeros que terminé fuisteis tú y Grunewaldsee. No son muy buenos, pero sólo tengo que mirarlos para oír el sonido de tu voz y ver tus labios curvarse en una sonrisa mientras bajas por la trampilla en el cuarto de los arreos.
Cierro los ojos y te imagino en los campos, con la horca en la mano, ayudando a segar el heno. ¿Te acuerdas de cuántas discusiones tuvimos Brunon y yo con los guardias antes de que nos dejaran daros horcas y otros instrumentos que decían que podíais usar como armas?
Os veo a ti y a tus hombres en fila en el patio, al anochecer, antes de que los guardias os llevaran al desván del establo y os encerraran para pasar la noche. Pero, sobre todo, me gusta recordarte acurrucado junto a mí en el cuarto de los arreos, con los ojos centelleantes por el reflejo de la llama parpadeante de la vieja lámpara de aceite, mientras hablamos, leemos y soñamos una vida juntos, una vida que nunca pudo ser.
Julian sabe que algo va mal. Cree que echo de menos Grunewaldsee, lo cual es cierto, pero él sólo ve la gran casa, los sirvientes, el dinero… todos los beneficios de la riqueza de los que Greta habla sin cesar. No importa qué conversación mantenga o con quién esté hablando, Greta siempre consigue dirigir la discusión hacia el tema de nuestra herencia aristocrática. Me gustaría que no lo hiciera. No impresiona a nadie con sus historias sobre el pasado. De hecho, molesta a la gente. Bueno, a los que se sienten obligados a escucharla. La cocinera y la limpiadora que su marido emplea, y el vicario cuando la llama.
No hago más que decirle a Julian que yo no soy Greta, y que el dinero, aparte de tener suficiente para comida y las necesidades, no significa nada para mí, pero no me cree. Compara constantemente nuestro modo de vida y casa modesta con los de Greta y su marido. No importa cuántas veces le diga que viven de una riqueza heredada, siente que debería poder darnos a Erich y a mí una casa mayor y más dinero. Tampoco es que haya mucho donde gastar el dinero tras tantos años de guerra. Greta me cuenta que las tiendas están casi vacías. Si eso es cierto, entonces en ese aspecto, Inglaterra no es tan distinta de Alemania.
En ciertos aspectos, Julian es parecido a Claus. Ambos querían una esposa y una familia, y ambos querían que su mujer se encargara de la casa, le diera sexo y tuviera hijos sin interferir demasiado en su «mundo de hombres». No es que la vida de Julian se parezca a la de Claus. Estoy segura de que Julian no tiene una amante, pero disfruta de la compañía de otros hombres, y pasa la mayor parte de sus tardes y noches en clubes políticos y de soldados retirados, lo que significa que yo paso la mayor parte del tiempo sola.
No nos visita nadie aparte de Greta y su marido y, después de vivir en Grunewaldsee, donde trabajadores, sirvientes y arrendatarios entraban y salían de la casa a todas horas, encuentro mi existencia actual solitaria. No puedo evitar preguntarme si los amigos de Julian y sus esposas no lo visitarán por culpa de su mujer alemana.
Pero no tengo nada de qué quejarme. Julian nunca viene a casa borracho, ni se porta mal, como algunos de nuestros vecinos, que despiertan a toda la calle cuando regresan cantando y gritando del pub tarde por la noche. Sé, por lo poco que me cuenta, que pasa más tiempo hablando en sus clubes que bebiendo, le pregunté de qué habla, pero lo único que dice es «cosas de hombres». Cree que no puede hablar conmigo, ni con cualquier otra mujer, sobre cosas importantes, porque no somos lo bastante inteligentes como para entender nada que suceda fuera de la casa.
Cuando era niña no me importaba que papá me diera palmaditas en la cabeza y dijera: «No son cosas de las que deba preocuparse tu linda cabecita», porque adoraba a papá y nunca cuestionaba nada de lo que hacía. Pero después de todo por lo que he pasado, me molesta que Julian me trate de esa forma.
Antes de conocerte, Sascha, aceptaba la vida de mascota de una mujer casada, rica y mimada que Claus ofrecía porque pensaba que eso era la vida de casada. No me daba cuenta, no hasta que vi la relación de Wilhelm con Irena, que podía haber mucho más entre un hombre y una mujer.
He convertido mi vida en un desastre, y la de Julian y Erich también, y antes de casarme con Julian, la de Claus. Cientos de chicas habrían considerado el matrimonio con un von Letteberg un honor, y habrían hecho un trabajo mucho mejor que el mío. Y muchas mujeres estarían satisfechas con Julian, y lo harían más feliz de lo que yo puedo. Nunca debería haberme casado con él. Esperaba darle a Erich un padre, pero Erich tiene uno que no quiere y sospecho que ni siquiera respeta.
En la superficie, tengo todo lo que una mujer podría desear. Vivimos en una bonita casa, bastante moderna. Julian viaja a Londres todos los días en el tren para trabajar mientras yo me encargo de la casa con la ayuda de una asistenta.
Erich se beneficia de una educación cara, y ambos vivimos más cómodamente de lo que lo habríamos hecho si nos hubiésemos quedado en Alemania, pero he descubierto que no basta con vivir bien.
Erich está trabajando duro para que su inglés sea lo más perfecto posible, pero los demás niños del colegio siguen metiéndose con él porque es alemán de nacimiento. No le han atacado tan salvajemente como los niños de la escuela local, pero cada vez que lo visitamos, tiene la cara y los brazos negros y azules donde acababan de golpearle sus compañeros.
Julian dice que con el tiempo lo aceptarán, aunque nunca dice cuánto tiempo y eso no es consuelo cuando sé que Erich llora solo en su cama del colegio y yo lloro sola aquí. Cuando le pregunté a Julian si deberíamos probar de nuevo la escuela local, me recordó la crisis nerviosa que tuve después de conocernos, y dijo que, incluso ahora, no estoy lo bastante fuerte para tomar decisiones por el bien de mi hijo.
Si pudiera encontrar el valor para pedirle a Julian el divorcio… Pero no tengo más dinero que el que él me da. ¿Adónde iría? ¿Qué haría? ¿Cómo podría cuidar y educar a Erich?
Sé que Julian ha hablado con Greta y su marido sobre mí. Greta me advirtió que, si no me comporto, Julian tendría todo el derecho a echarme. Supongo que a un manicomio.
Quizá las cosas irían mejor si no viviéramos tan cerca de Greta. Como su marido y Julian son amigos, insistieron en que cenáramos juntos al menos una vez por semana. Yo lo odio, pero Julian simplemente rehúsa ver cuánto me altera Greta.
Como Claus, Julian es un verdadero soldado. No quería renunciar a su cargo, pero mantenía que no tenía elección, porque un oficial con una esposa alemana no podía esperar promociones o avances. Sospecho que me culpa por haber perdido su carrera y tener que trabajar en esa oscura y lúgubre oficina de contable. Probablemente con motivo.
Greta tiene dinero para comprarse toda la ropa, los cosméticos y perfumes que quiera. También se ha metido a organizar obras de caridad con la esperanza de hacer amigas, pero por lo que dice de las mujeres que conoce en las organizaciones dirigidas a ayudar a refugiados y huérfanos de guerra, están más interesadas en cotillear y lucir su ropa y sus joyas que en la gente para la que se supone que están recaudando dinero.
Greta quería que me uniera a los grupos, pero Julian no me dejó. Decía que no estaba lo bastante fuerte para organizar veladas de café y ventas benéficas, pero el verdadero motivo es que quiere que tenga un hijo.
Ya estoy embarazada. El bebé nacerá en mayo, pero aún no se lo he contado a Julian, porque tengo miedo de que trate a Erich de manera distinta cuando averigüe que voy a tener a su hijo o a su hija.
Greta insiste en que debería esforzarme más. Que el matrimonio fuera de Alemania era la única opción que teníamos y que debería agradecer a Julian que me pidiera ser su esposa, recuerda constantemente que yo no podía cuidar de mi hijo tal como estaba, y que sin Julian, Erich habría vuelto al orfanato.
Si hubiera sido así, ¿habría sido mucho peor que el colegio donde está ahora? Al menos habría podido seguir hablando en su propio idioma, y habría crecido con niños que no le habrían acosado y culpado por la guerra.
Lo peor es saber que he fallado a Claus, y a papá y a mamá von Letteberg. Habrían estado desolados con la idea de un conde von Letteberg creciendo en un internado inglés.
La vida de casada con Julian no se parece nada a la vida de casada con Claus. Sale todos los lunes, miércoles, viernes y sábados por la noche, y, como vamos a la iglesia los domingos, eso nos deja muy poco tiempo juntos. Está tan cansado casi todas las noches cuando viene a la cama que sólo me requiere una o dos veces por semana, y acaba pronto. Por lo cual estoy agradecida. Es difícil soportar el tacto de otro hombre después de ti, Sascha.
Pero por el bien del hijo que llevo dentro, y de Julian y de Erich, debo esforzarme más, lo cual significa no más autocompasión, escribir en este diario, o pensar y escribir en alemán. Y eso también significa decirte adiós en esta página, Sascha.
Me sería igual de fácil dejar de respirar que de pensar en ti. Pero desde este momento trabajaré duro para convertirme en todo lo que Julian quiere que sea: una madre y esposa inglesa.