Charlotte miró fijamente el bote de pastillas que el médico había dejado junto a su cama, pero no se molestó en tocarlas. Durante sesenta años la habían perseguido pensamientos sobre el lugar de descanso final de su madre. Una y otra vez había imaginado los cuerpos de su madre, su hijita y Minna enterrados a toda prisa en una fosa común con decenas más, sin ceremonia ni dignidad. Había imaginado que unos extraños llenaban el hoyo y se alejaban sin molestarse en dejar una piedra o una lápida para marcar el lugar.
Se había prometido que algún día visitaría el lugar y presentaría sus respetos. ¿Por qué no ahora, cuando estaba tan cerca? Ya no se sentía tan débil como cuando Laura había llamado al médico, y no había manera de poder dormir mientras se sintiera tan agitada. Puso los pies en el suelo, dejó la cama y fue al baño.
Veinte minutos después, bañada, vestida con un traje negro liso, el pelo recogido en una redecilla de encaje en la nuca, Charlotte abandonó la habitación. Se vio en la cámara de seguridad mientras cruzaba el vestíbulo, y le sorprendió la anciana en que se había convertido. Leer el diario la había despojado de los años, hasta que incluso había empezado a pensar en ella misma como en aquella otra Charlotte más joven.
Joven, pero destrozada; atormentada por la pena de la pérdida de un amante, un bebé muy deseado, amados padres y hermanos. Pensaba que se había acostumbrado a vivir sin ellos y todos los «podría haber sido», pero la mezcla de ver Grunewaldsee y releer las entradas del diario que había escrito durante y después de la guerra había reavivado el dolor hasta que se había vuelto tan intenso y apabullante como en 1945.
Tenía tantas cosas que hacer aún antes de poder marcharse… y no sólo de Polonia. Sonrió sarcásticamente cuando pensó en la advertencia de David Andrews de que dormiría más. Incluso su cuerpo parecía reconocer que el tiempo era demasiado escaso y valioso para desperdiciarlo en dormir.
Entró en la floristería del hotel y miró alrededor. Resplandecía con orquídeas y rosas de tallo largo de invernadero, los ingredientes de ostentosos ramos. Quería algo más sencillo.
Al final se decidió por tres simples ramilletes de margaritas blancas. Los pagó, fue a recepción y pidió a la chica del mostrador que le llamara un taxi. Cuando pasaron el camino que llevaba a Grunewaldsee no pudo resistirse a cronometrar el viaje. Los kilómetros que habían tardado horas en recorrer a carreta, a caballo y a pie en enero de 1945 sólo les llevaron unos minutos en coche sesenta y un años después.
Buscó en el horizonte alguna marca, pero los árboles y arbustos habían crecido, cambiando todas las perspectivas. No podía ni siquiera estar segura de que la carretera fuera la misma y, tal como había temido, no se había erigido ningún monumento para conmemorar a los muertos que había visto tirados en la nieve en 1945. Sentada en el filo de su asiento, pidió al conductor que aminorara la velocidad.
—Si quiere ir a la capilla, señora, está al girar la siguiente curva.
Redujo la marcha y pasó junto a un claro que podría haber sido, o no, donde dejó a su madre, a su hija y a Minna. Donde se unía a la carretera habían levantado una capilla. Construida de madera blanca y piedra natural, no era distinta de cien más que había visto entre Varsovia y Olsztyn. Le pidió al hombre que esperara, cogió las flores, dejó el coche y caminó hacia ella.
El sol brillaba, el aire era cálido y limpio. Miró al cielo. Si éste era el lugar de las violaciones y la masacre, no quedaba nada de aquella carnicería para contaminar la atmósfera.
Una Madona de escayola pintada de manera estridente miraba hacia abajo a las ofrendas de flores y velas que iluminaban los pies de la urna de cristal que la protegían de los elementos. Charlotte titubeó, luego, sosteniendo aún las flores, entró en el bosque. Los arbustos estaban crecidos, los árboles más altos. ¿De verdad había sucedido allí?
—Yo ayudé a construir la capilla. —Marius apareció de repente y caminó hacia ella—. Cuando Laura me dijo que estaba enferma, decidí dejarle unas flores en la recepción del hotel. Cuando salía del camino la vi en el taxi, y la he seguido hasta aquí. —Le tendió un ramo de lirios—. Son de los bulbos que su madre plantó en el pequeño jardín detrás de la casa.
—Gracias.
—Dejamos mucho sin hablar ayer.
—No era el momento oportuno. —Intentó sonreír—. Una llegada a casa, incluso después de tantos años, debería ser feliz.
—Y había demasiada gente alrededor. —Él se apoyó en un árbol—. Yo era un niño cuando se marchó, y me intimidaba mucho, y ahora…
—Somos iguales —dijo ella cuando vio que él buscaba las palabras adecuadas—. El tiempo y la edad avanzada hacen eso, Marius.
—Enterraron algunos de los cuerpos ahí. —Señaló un punto al borde del claro—. Pero no todos. Los soldados rusos llegaron a Grunewaldsee unas horas después de que se marcharan. Tenían órdenes de detener a todos los soldados rusos que hubieran sido prisioneros de los alemanes. Los primeros que trajeron a la hacienda habían estado encerrados en el campamento fuera de la ciudad. Tuvieron que traerlos en una carreta porque la mayoría estaba demasiado débil para andar. Los encerraron en la iglesia. Al día siguiente trajeron de vuelta a los rusos que habían trabajado para nosotros… Mi madre vio cómo los llevaban por el camino. Sobornó a los guardias con los candelabros de plata de su madre y le dejaron hablar con ellos. El teniente, Leon, le contó lo que le había pasado a su madre… y a usted. A la mañana siguiente preparamos un carro y vinimos aquí. —Titubeó—. El capitán estaba demasiado triste para hablar… pero estaba vivo.
—Sí —murmuró ella—. Más tarde comprendí que no había muerto en aquel bosque. Pero no… no soportaba saber… —Lo miró—. Martha y tú corristeis un tremendo riesgo.
—En realidad, no —dijo él—. Los rusos estaban por todas partes pero, como mi madre predijo, no echaban cuenta a una polaca de mediana edad y un niño, y los pocos soldados alemanes que quedaban en la zona estaban demasiado ocupados intentando alcanzar las líneas estadounidenses en el Oeste como para preocuparse por civiles. Llevamos a tu madre y a Minna a Grunewaldsee y las enterramos en la cripta familiar. Mi madre esperaba que a la familia no le importara que la doncella descansara junto a la señora, pero el suelo estaba demasiado duro para cavar una tumba. Todos los pastores y sacerdotes habían huido, pero recitamos lo que pudimos recordar del servicio funeral luterano. Mi madre sólo tenía su libro de oraciones católico.
—Decirte gracias me parece poco. —Las lágrimas se acumularon en los ojos de Charlotte—. He tenido pesadillas sobre su lugar de descanso final durante años. Las imaginaba tiradas a una fosa común en primavera con todas las demás.
—Había un bebé —dijo él torpemente—. Una niña. Mi madre estaba segura de que era suya.
Se había quedado sin palabras, así que Charlotte asintió.
—Como la encontramos sobre su madre, las pusimos en el mismo féretro. No era muy apropiado. Lo hicimos con madera arrancada de los establos y, al contrario que mi padre, nunca fui un gran carpintero. Si manda al taxi de vuelta, la llevaré con ellas.
Laura y Brunon se comieron los sándwiches que Jadwiga les había preparado, volvieron a montar, y habían rodeado la mitad del lago cuando Mischa los cogió. Iba en un gris Datski, un semental con mucho espíritu, a juzgar por el movimiento brusco de su cabeza y lo corta que Mischa llevaba la rienda. Laura se alegró de que Brunon no lo hubiera ensillado para ella.
—¿Tu abuela es Greta o Charlotte von Datski? —preguntó Mischa en inglés. Como Brunon, el ruso tenía una forma directa de hablar que no hacía concesiones a los refinamientos sociales.
Laura lo encontraba desconcertante, y estuvo a punto de responder: «Hola a ti también, Mischa», pero tenía curiosidad por la pregunta, y dijo:
—¿Has estudiado a la familia?
—Había algunos papeles antiguos en el desván.
Ella recordó lo que Marius había dicho el día antes de que habían quemado todos los papeles, y decidió que o el anciano o Mischa mentían. De los dos, prefería pensar que era Mischa.
—¿De verdad? —dijo escéptica, antes de transigir—. Mi abuela es Charlotte von Datski.
—La que dirigió la hacienda durante la guerra después de que su padre muriera, y quedó hasta la invasión.
—Eso creo. —Laura miró a Brunon, que asintió confirmándolo, y una vez más se dio cuenta de lo poco que sabía sobre el pasado de su abuela.
—Marius me contó que aún estaba intentando convencer a su madre de que se marchara cuando los rusos estaban prácticamente en la puerta.
—Discutió con ella tanto, que mi abuelo dice que su madre pensaba que no se iría nunca —añadió Brunon.
—¿Marius te ha hablado de ella? —preguntó Laura a Mischa, sorprendida al descubrir que parecía saber tanto de la historia de Grunewaldsee como Brunon.
—Era imposible detenerle. Admiraba y respetaba a tu abuela. Probablemente más que a cualquier mujer que conociera antes o después, incluida su esposa. —Mischa sonrió ampliamente—. Era toda una mujer cuando era joven.
—Aún lo es. —Resultaba extraño estar sentada en un caballo en mitad del campo polaco hablando de su abuela con un hombre al que acababa de conocer.
—Bueno, ¿qué piensas de Polonia? —Refrenó su caballo y lo situó entre el suyo y el de Brunon.
—No he visto mucho de ella, pero no es lo que esperaba. Todos estos bosques y lagos, y este tiempo tan magnífico. Es idílico.
—¿Pensabas que un país que había sido comunista tanto tiempo sería oscuro, frío y lleno de bloques de pisos ruinosos? —se burló él.
—Más gris, quizá —asintió ella diplomáticamente.
—Ah, esperabas ver tristeza eslava, personificada en gente con caras largas aficionada a la poesía trágica que pasea bajo las sombras de un polo químico.
Brunon se rio, y la imagen se acercaba lo suficiente a la verdad como para que Laura se uniera a él.
—Perdóname —se disculpó—, pero mi abuela me contó muy poco sobre Grunewaldsee.
Mischa inspiró profundamente y miró alrededor.
—Como Marius y Brunon, que son de aquí, adoro este lugar.
—Mi abuelo es de la casa del guarda —interrumpió Brunon en un tono que hizo que Laura se preguntara si la familia Niklas estaba preocupada porque el nuevo dueño pudiera desahuciarla.
—Y de la mansión. Tu abuelo y tus bisabuelos se mudaron allí durante el invierno de mil novecientos cuarenta y tres —reveló Mischa—. Se quedaron hasta la invasión de los rusos.
—Nunca me lo había contado. ¿Cómo lo sabes? —preguntó Brunon, suspicaz.
—Marius lo mencionó cuando le pregunté si le importaba que un ruso comprara Grunewaldsee. Dijo que no éramos los primeros rusos que vivíamos aquí. Que prisioneros de guerra soviéticos habían trabajado en la hacienda durante la guerra y la casa del guarda se necesitó para albergar a los soldados que los vigilaban.
—¿Prisioneros trabajando aquí? —Laura estaba asombrada.
—¿Tu abuela tampoco te habló sobre eso? —Mischa estaba claramente sorprendido.
—No. Tú pareces saber mucho sobre lo que pasó aquí durante la guerra. —A Laura le molestaba que conociera tantas cosas sobre la historia de su familia. Si alguien debía estar dando información, le parecía que debía ser Charlotte, no un ruso que ni ella ni su abuela conocían.
—He pasado mucho tiempo hablando con Marius. Me dijo que algunas grandes fiestas, en ocasiones enormes, se celebraban aquí cuando era niño. Sobre todo con los gemelos. ¿Sabías que tu abuela tenía hermanos gemelos?
—Sabía que tenía dos hermanos llamados Paul y Wilhelm, y que los dos murieron en la guerra.
—Sí —susurró Mischa más para sí mismo que para Laura o Brunon y como si ella no hubiera hablado—, este lugar es casi perfecto.
—Entonces también lo es que tuvieras el dinero para comprarlo —concluyó Laura.
—No lo tengo.
—¿Lo pediste prestado?
—No lo robé. —Le guiñó un ojo—. Los occidentales tenéis que abrir la mente. No todos los rusos somos mafiosos, Laura von Templeton. —Clavó los talones en los flancos de su caballo y cabalgó de vuelta a la casa del lago.
Marius giró el volante y condujo por el camino, pasando por Grunewaldsee, hasta la pequeña iglesia con vistas al lago.
—Cuando no encontramos su cuerpo, mi madre y yo esperamos que hubiera escapado. En mil novecientos cuarenta y siete oímos, de alguien que la había visto en Alemania Occidental después de la guerra, que Greta había sobrevivido. Pero nada sobre usted, hasta que vimos sus ilustraciones en un libro en los sesenta. Mamá repetía que no podía haber dos Charlotte Datski pero yo no estaba seguro.
—Greta siempre fue una superviviente. —Charlotte vio de reojo la expresión en el rostro de Marius, y se rieron. A la familia de Marius tampoco le gustaba Greta.
—¿Sigue viva? —Marius detuvo su pequeño coche delante de la iglesia de Grunewaldsee y paró el motor.
—Oh, sí.
—¿La ve?
—Tan poco como es posible. —Charlotte reunió las flores de su regazo mientras él daba la vuelta para abrirle la puerta.
—Intentamos cuidar de la cripta de la iglesia como habría hecho usted si hubiera podido quedarse —la consoló, inseguro.
Ella tomó su mano brevemente y salió. No sabía qué había esperado. Cuando habían conducido por la ciudad había visto de pasada en el viejo cementerio judío un césped desigual donde antes había tumbas y monumentos. En el cementerio luterano donde habían enterrado a los abuelos de Irena habían construido edificios. Pero cuando miró la iglesia de Grunewaldsee, como la mansión y la casa del lago, estaba maravillosa y milagrosamente igual.
Marius retrocedió con respeto cuando ella entró. Estaba fría y oscura, y olía a polvo y humedad, tal como recordaba. La cripta de la familia se hundía en la pared de la derecha delante del altar. Se arrodilló ante ella y pasó las manos sobre las inscripciones de las placas conmemorativas.
Estaban dedicadas al primer von Datski que había vivido en Grunewaldsee y a todos sus herederos, hasta sus bisabuelos y sus abuelos. Bajo ellos estaba la placa de su padre y la que ella había encargado cuando recibieron la noticia sobre Paul:
PAUL VON DATSKY
19 de agosto de 1918 – 1 de julio de 1942
Los ojos se le llenaron de lágrimas cuando vio una talla más tosca bajo las finas letras góticas:
WILHELM VON DATSKY
19 de agosto de 1918 – 19 de octubre de 1944
—En la muerte no estuvieron separados —murmuró—. Gracias, Marius.
Una placa con una talla semejante se había añadido junto a la de Wilhelm inscrita con los nombres de su madre y Minna.
—¿Te dejaron poner esto en la iglesia durante la era comunista? —le preguntó a Marius.
—Cerraron las iglesias grandes y erigieron barricadas a su alrededor, pero a nadie le importaba lo que pasaba en las pequeñas iglesias del campo. El picapedrero ni siquiera nos cobró por añadir el nombre de Wilhelm a la placa. Pero ya sabrá que a Wilhelm, como a Claus von Stauffenberg, se le consideraba un héroe en la Alemania Oriental y la Unión Soviética después de la guerra.
Ella dejó las flores, un ramo bajo la cripta familiar, los otros bajo las dos placas.
—Era uno para mamá, otro para mi hija y otro para Minna. No esperaba encontrar una placa a Wilhelm.
—Sé que su cuerpo no está aquí, pero parecía adecuado colocar su nombre bajo el de Paul.
—Muy adecuado. —Dejó que Marius la ayudara a ponerse de pie—. Después de la guerra descubrí que los cuerpos de los ejecutados por estar involucrados en la conspiración de von Stauffenberg se quemaron y sus cenizas se esparcieron al viento.
—Yo también leí eso en alguna parte. —La llevó a un banco y se sentaron en la iglesia.
—Como si la tortura no fuera suficiente, humillaron a los conspiradores en sus juicios. Los hicieron llevar ropas viejas de civiles, les quitaron los cinturones, tirantes y cordones y los obligaron a ponerse firmes y saludar para que se les cayeran los pantalones.
—¿Cómo cree que se hubiera sentido su hermano si hubiera sabido que sigue atormentándose con la idea de su muerte después de todo este tiempo, Fräulein Charlotte? Era un joven valiente, y muy feliz con su mujer y su familia. Tenía un propósito después de empezar a trabajar para el coronel von Stauffenberg. Murió haciendo lo que sabía que era correcto. Para él no había medias tintas, no había otra manera.
—Intento recordar los buenos tiempos, Marius, pero no siempre es fácil. Sobre todo aquí. Ver la casa de nuevo, y estas placas, lo han traído todo de vuelta. Lo siento. No quería hacerte cargar con mi pena. Pero muchas gracias por esto. —Miró las placas de nuevo.
—Sé que es presuntuoso de mi parte, pero pienso en sus hermanos como en mis amigos en lugar de como en los hijos del patrón de mi familia.
—Si Paul hubiera vivido, habría sido tu cuñado. —Se levantó.
Dejaron el fresco interior de la iglesia y volvieron a salir a la luz del sol. Ella se detuvo delante de una lápida dentro de los muros del cementerio de la iglesia, verde por el musgo y gastada por el tiempo.
—¿Crees que a María le gustarían tus lirios?
—Seguro que sí.
—Era tan joven —dejó el ramo en la tumba de María.
—¿Supo algo de mi padre? —Le ofreció el brazo y ella lo tomó.
—Vi su nombre en una lista de los soldados que murieron defendiendo Königsberg.
—Como ve, pusimos su nombre en la lápida de María. —Sacudió la cabeza tristemente—. Hay tanta muerte aquí… Creo que es hora de ir a la casa. ¿Se quedará a tomar un café?
—Debería volver al hotel. Laura no sabe dónde estoy.
—Está montando con Brunon. Tendrán que volver a los establos, y Jadwiga no dejará que se vaya sin que tome algo.
Dudó y volvió a mirar la iglesia, preocupada por la única pregunta que no había tenido el valor de hacer… aún.
—Gracias, Marius, será estupendo tomar ese café.
Charlotte observó a la esposa de Marius alejarse de ellos por el césped con una bandeja vacía.
—Me siento como si estuviera apartando a Jadwiga.
—Están a punto de entregar más muebles del nuevo dueño en la mansión. Ha dejado instrucciones explícitas al transportista de dónde deben ir, y no dudo de que lo supervisará él mismo, pero ya conoce a las mujeres, sobre todo a las polacas. —Marius se encogió de hombros—. Cualquier cosa de la casa y tienen que comprobar dos veces antes que esté limpio, sobre todo en los sitios donde colocarán piezas pesadas.
—Entonces no nos deja solos simplemente por diplomacia.
—Eso también. —Marius rellenó las tazas de café sin preguntar a Charlotte si quería más.
Charlotte se reclinó en la silla de madera que había sustituido al antiguo mobiliario de jardín de hierro forjado que usaba su familia.
—Nunca pensé que volvería a sentarme aquí.
Miró arriba a la pérgola que había sido diseñada y plantada cuando construyeron la casa. Los tallos de madera de la glicinia y la clemátide que subían por ella eran más gruesos de los que recordaba, y las flores menos abundantes. Se preguntó si los cambios eran el resultado de la edad de las plantas o su memoria que le jugaba malas pasadas.
—Tuve que cortar unos cuantos trozos de madera del marco aquí y aquí, pero sigue siendo bastante sólido, teniendo en cuenta que probablemente tenga cerca de trescientos años.
—Has hecho un buen trabajo, Marius —lo felicitó—. No veo ninguna juntura.
—Porque las escondí guiando a las plantas a su alrededor. —Le ofreció una bandejita y un plato—. Tiene que probar uno de los pastelitos de fresa de Jadwiga. Si no lo hace, lo considerará un insulto.
—Gracias. —Charlotte puso obedientemente uno de los pequeños dulces en el horrible plato marrón y blanco de barro que Marius le había dado.
—No se parece a la porcelana de Grunewaldsee —se disculpó él.
—En algún lugar de Rusia debe de haber una casa que contenga muchas cosas familiares.
—Dada la forma en que las tropas estacionadas aquí se comportaban cuando era el cuartel de la zona, yo diría que muchas casas. Todas las noches se jugaban o se peleaban por las posesiones de su familia.
Charlotte cortó el pastel con un tenedor, pero no hizo ningún intento de comérselo.
—Las cosas sólo son cosas, Marius. En este momento de mi vida, las únicas posesiones que valoro son mi familia, mis fotos y mis recuerdos.
—Aun así, mi madre tuvo tiempo de esconder una o dos de las posesiones de su familia. Ayer saqué éstas para usted. —Abrió una vieja bolsa de deporte que había sacado del desván cuando habían decidido sentarse fuera, y sacó una antigua biblia encuadernada en piel y tres álbumes de fotografías. Charlotte los reconoció como parte de un conjunto Victoriano hecho a mano que su abuelo trajo de su luna de miel en Londres. La mitad de ellos se vaciaron cuando su único hijo, su padre, se casó. Uno de sus primeros recuerdos era sentarse en el suelo del despacho de su padre, viendo a sus padres recortar fotografías para encajar las ranuras en sus páginas.
—Todas las fotografías siguen en ellos —anunció él, orgulloso.
Charlotte cogió uno en sus manos y pasó los dedos por la cubierta de piel repujada.
—¿Dónde los escondió tu madre? —preguntó con voz ronca.
—En el mismo sitio que las biblias, los libros de oraciones y los misales de la iglesia. Envueltos en lona impermeable bajo el estiércol del establo. Después de que el ejército ruso se fuera por fin y la casa se convirtiera en escuela hípica y hotel, los guardamos bajo un suelo falso que construí en el armario de la casa del guarda.
—Están en muy buenas condiciones. —Abrió uno. En la primera página había una fotografía de estudio de su padre de joven. Volvió la página y había un retrato de una mujer joven con un bebé recién nacido. Debajo estaba la fecha: 16 de octubre de 1913—. Mi madre con Greta.
—No me ha contado cómo consiguió sobrevivir su hermana a la guerra.
—Es típico de Greta. Dejó el Ministerio de la Guerra en Berlín en cuanto oyó que los rusos habían cruzado la frontera de Prusia Oriental. Hildegarde, que trabajaba en el mismo edificio, me contó años más tarde que Greta acudió a su superior y pidió un permiso para poder ir a Grunewaldsee. Nos usó a mamá y a mí como excusa. Dijo que estaba preocupada por nosotras, sobre todo en vista de mi avanzado estado de gestación. Su supervisora intentó persuadirla de que no fuera, por el peligro y la falta de transporte. Greta le contó que su prometido le había dado su coche y tenía suficiente gasolina porque había ahorrado sus raciones durante meses en vista de cualquier emergencia. Y, la mayor mentira de todas, que cuando se trataba de su familia, el peligro no tenía importancia.
—Pero no vino a Grunewaldsee —protestó Marius, indignado.
—Porque fue al Oeste, no al Este. Siempre tuvo un buen sentido de la oportunidad, y uno aún mayor de la autoconservación. Dejó Berlín antes de que empezaran los combates importantes. Y, siendo Greta, pidió ayuda al padre de Helmut para convertir todos los marcos de su cuenta corriente en oro. Cuando se alejó lo suficiente de las líneas británicas y estadounidenses, alquiló una habitación en una casa de una pequeña ciudad situada entre Hanover y Braunschweig. El marido de su casera estaba desaparecido, posiblemente muerto en Rusia, así que, como no tenía dinero, estaba aceptando refugiados.
—En aquella época, Hitler estaba reclutando a todo el mundo para resistir a la desesperada. Greta no pudo escapar de eso. —Marius se echó azúcar en el café.
—Pues sí. Había guardado suficientes marcos para pagar a su casera dos meses de alquiler por adelantado, y abandonó su uniforme cuando dejó Berlín. Vestida con ropas de civil, fingió ser una viuda de guerra a la que no habían reclutado porque tenía que cuidar de un hijo pequeño, que por desgracia había muerto recientemente. Y allí se quedó, relativamente cómoda, hasta que los británicos tomaron la ciudad. Éstos ignoraban a las mujeres que no llevaban uniforme.
Marius sacó un paquete de cigarrillos arrugado y se lo ofreció a Charlotte, que negó con la cabeza.
—Incluso antes de que Alemania se rindiera, Greta pidió trabajo en una unidad del ejército británico como mecanógrafa e intérprete, usando el nombre de Wilhelm como antihitleriano para conseguirlo.
—Mi madre siempre decía que cuando se trata de buscar el propio bien, uno no tiene vergüenza. ¿Helmut estaba con ella?
—No. Ni siquiera su padre pudo salvarlo de que lo destinaran a una unidad en combate los últimos días de la guerra. —Charlotte sorbió el café—. La unidad de Helmut se rindió a los estadounidenses y lo metieron en uno de sus campos de prisioneros de guerra en la región del Rhin. Cuando lo liberaron a principios de mil novecientos cuarenta y siete, fue a buscar a Greta. Por aquel entonces yo estaba alojada en la misma casa que ella. Habíamos oído que Helmut fue hecho prisionero, pero a Greta no se le ocurrió registrar su nombre y dirección, o el nombre de Helmut, en la Cruz Roja y, suponiendo que lo había hecho, yo no me preocupé. Cuando nos encontró, Greta ya estaba prometida a un comandante británico.
—¿De verdad? —preguntó Marius sorprendido.
—En cuanto las leyes antifraternización se revocaron, se marchó a Gran Bretaña en el primer barco de novias alemanas. Se casó en Inglaterra. Sus suegros se negaron a recibirla, pero eso no le preocupaba. Se aseguró de que su marido tuviera su propia cuenta bancaria y su casa antes de casarse con él. Se establecieron a las afueras de Londres y siguen viviendo allí.
—¿Tuvo hijos?
—No. Nunca ocultó el hecho de que no quería, ni siquiera cuando estaba prometida a Helmut y eran miembros activos del Partido Nazi. Lo cual me parecía extraño, porque el Partido aseguraba que el primer deber de una mujer era tener hijos para la Madre Patria.
—¿Qué le pasó a Helmut? —preguntó Marius con curiosidad—. Lo recuerdo como un pusilánime en cuanto a Greta, pero no era mal tipo. Me pasaba marcos y a mi madre latas de carne cuando Greta no miraba, y siempre susurraba: «No se lo digas a Greta».
Charlotte sonrió.
—Yo recuerdo que también le pasaba dinero a Erich para su hucha con la misma advertencia. Fue horrible, Marius. Helmut llegó a nuestra casa una noche a comienzos de febrero. Erich y yo estábamos en una mesa junto a la ventana de la habitación que nos servía como cocina, salita, dormitorio y baño. Vi a Helmut caminando calle arriba y abajo, mirando los números de las casas. Estaba sucio, sin afeitar y vestido con los restos de su uniforme. Me vio, saludó y corrió a la puerta de entrada. Yo dejé la mesa y bajé para abrirle. Me abrazó, preguntando por Greta. Entonces miró arriba y la vio en la escalera sobre nosotros. Me dejó y corrió hacia ella. Incluso recuerdo sus primeras palabras: «Podemos haberlo perdido todo, querida Greta, pero aún nos tenemos el uno al otro. Podemos construir una vida juntos. —Ella se alejó de él y dijo—: Conmigo no puedes. Alemania está terminada y yo me voy. Tengo un nuevo prometido, un inglés, y una plaza en un barco que parte hacia Inglaterra muy pronto. Me va a llevar a Londres. Tiene una casa allí, una buena casa, y su padre posee un negocio». Greta incluso mostró su anillo de compromiso, un enorme y brillante racimo de esmeraldas y diamantes. Luego añadió: «Siento no poder devolverte el tuyo, Helmut, pero tuve que venderlo para conseguir comida. Si me disculpas, llego tarde».
—Así es Greta —dijo Marius filosóficamente—. ¿De verdad esperaba que se quedara en un país que todos pensaban que estaba acabado y fuera pobre?
—Esperaba que fuera más amable con Helmut. Cuando le pregunté más tarde por la forma en que le había tratado, me dijo que era mejor ser realista que ofrecer una amabilidad fingida.
Había más cosas que Charlotte no podía ni empezar a describir a Marius. Él había vivido siempre en Grunewaldsee, y dudaba que tuviera la más mínima idea de la clase de mujer en que se había convertido Greta al final de la guerra.
La expresión en la cara de Helmut le había dicho a Charlotte que se había fijado en todo: el traje a la moda de Greta, su caro peinado, sus medias de nylon y zapatos nuevos. No había hecho falta que le explicara qué le había pasado a su hermana. Más de la mitad de las chicas alemanas, casadas o no, estaban fraternizando con cualquier conquistador que tuviera comida, cigarrillos o bienes del mercado negro. Franceses, estadounidenses, ingleses, no había gran diferencia. Pero Greta tenía metas más elevadas que la mayoría. Ella sólo socializaba y, cuando la adquisición de lujos esenciales lo demandaba, se acostaba con oficiales, y siempre que fueran adinerados; y, al contrario que la mayoría de sus paisanas, logró atrapar a uno.
—¿Y usted? Oímos que las SS requisaron el carro y que se vio obligada a dejar a Erich al doctor. El médico y su mujer nos lo contaron cuando volvieron a visitar Allenstein hace unos años.
—Después de que el doctor se llevara a Erich, mataron a mamá y a Minna, yo me escondí en el bosque. Mi hija nació muerta allí. Y después… después, Manfred Adolf me encontró.
—Vino aquí una vez con el general Paulus. Mamá se sorprendió al ver tropas alemanas luchando para los rusos.
—Manfred siempre había sido comunista. Odiaba a Hitler incluso antes de la guerra. Al cambiar de bando logró luchar por aquello en lo que siempre había creído. ¿Cuántos soldados podían decir eso al final de la guerra? No muchos alemanes que yo sepa —dijo Charlotte con tristeza—. Se hizo bastante famoso en la escena política de la Alemania Oriental en la posguerra, pero seguro que eso lo sabes mejor que yo. Me pregunto si permaneció fiel al Partido Comunista después de la caída del muro.
—Murió un mes después. Algunos dicen que se le partió el corazón.
—Manfred arriesgó su vida y las de sus hombres al llevarme a la vista de una unidad en retirada de la Luftwaffe. El oficial al cargo me reclutó. Me obligaron a quedarme con ellos hasta que me desmovilizaron en Bavaria en mayo de mil novecientos cuarenta y cinco.
—Qué lejos de casa.
—Lo peor era no saber dónde estaba Erich, o incluso si había sobrevivido. No tengo que contarte el caos al final de la guerra. Fue semanas antes de encontrarlo en un orfanato.
—¿Greta no cuidó de él?
—Fue Greta quien lo dejó allí. —A pesar de lo que la madre superiora le había dicho sobre Greta llevando a Erich a un lugar seguro, Charlotte nunca había podido perdonar a su hermana por abandonar a su hijo.
—Su padre la habría azotado —dijo Marius con disgusto.
—Probablemente. —Charlotte no podía hablar del tema—. Tras encontrar a Erich y a Greta, aunque no es que ella estuviera contenta de vernos, descubrí que Irena había sobrevivido.
—¿Y su bebé? —preguntó Marius.
—Murió al poco de nacer, el pobre.
—Un niño. —El rostro de Marius se ensombreció—. Wilhelm lo habría querido mucho.
Charlotte no se atrevió a hacer un comentario.
—Entonces, Greta, Irena y usted terminaron en el norte de Alemania al final de la guerra.
—No es que Greta quisiera ver a Irena más de lo que quería verme a mí y a Erich, con todo lo que había aireado el nombre de Wilhelm entre sus nuevos amigos.
—Los conspiradores eran hombres valientes. Si lo hubieran conseguido, las cosas habrían sido muy distintas.
—Quizá, pero Irena no estaría de acuerdo contigo en lo de la valentía, Marius. Ravensbruck la había cambiado —dijo Charlotte con tristeza—. No era la Irena que conocíamos. Había sufrido mucho, no sólo física, sino mentalmente, por no saber dónde estaban sus hijas o qué les había pasado. Estaba muy amargada.
—Tenía derecho a estarlo.
—La ayudé a buscar a Marianna y Karoline. Marianna fue casi demasiado fácil; la localizamos en un orfanato una semana después de encontrar yo a Irena, pero no encontramos a Karoline. Eso fue lo más duro, no saber si la habían matado, había muerto de enfermedad, o la habían adoptado. Cuando nuestros últimos intentos de rastrearla fallaron, Irena cogió a Marianna y se mudaron al sur de Alemania. Se cambió el nombre y fue a una ciudad donde nadie la conocía. Dijo que no quería que nadie le recordara su vida con Wilhelm, incluida yo.
—¿Nunca le escribió?
—No, y yo no pude escribirle porque no tenía su dirección. Escribí a Manfred para agradecerle que me salvara la vida y le pregunté por Irena, pero si recibió mi carta, nunca la contestó. Me hubiera gustado saber qué pasó con Marianna, pero no supe nada más.
—¿Y su marido?
Charlotte miró a Marius y vio que él conocía al menos parte de la historia.
—Greta no fue la única que se casó con un oficial británico. Mientras ayudaba a Irena a buscar a Marianna recibí un paquete que contenía el reloj de oro de Claus, su tarjeta de identidad, los contenidos de sus bolsillos y una nota: «Lamentamos informarle que el coronel Claus Graf von Letteberg murió en la defensa de Berlín el diecinueve de abril de mil novecientos cuarenta y cinco». Había tardado más de un año en llegarme.
—¿Por eso se casó con un inglés?
—Tu madre y tú trabajasteis para los rusos. Yo me casé con un inglés. ¿Había alguna diferencia, Marius?
—No quería criticarla, Fräulein Charlotte…
—No había nada que nos retuviera en Alemania a Erich y a mí.
—Ni siquiera el capitán ruso —dijo él suavemente. Vio que ella lo miraba—. Mis padres habían supuesto que había algo entre ustedes casi desde el momento en que organizó su traslado a Grunewaldsee, Fräulein Charlotte.
Ella se quedó en silencio. No tenía sentido negar lo obvio. Después de la guerra, cuando Rusia se había convertido en el enemigo de la Guerra Fría y ella tenía a Erich y después a Jeremy de quien preocuparse, era distinto. ¿Pero qué les importaba a los chicos ahora lo que ella había hecho cuando eran niños? O en el caso de Jeremy, antes de que naciera.
—Nunca fui buena mintiendo, o escondiendo mis sentimientos, Marius.
—Encerraron a todos los prisioneros rusos en la iglesia durante una semana antes de enviarlos de vuelta a Rusia. Los comunistas consideraban a los prisioneros de guerra traidores a la Madre Patria. Encarcelados primero por un bando y luego por el otro, y tratados de forma abominable por ambos. Pero al capitán y a los otros no los trataron mal mientras estuvieron aquí. Mi madre y yo les pasábamos comida cuando podíamos.
—El capitán me salvó la vida, Marius. Arriesgó la suya y las de todos sus hombres por mí.
—Leon le contó a mi madre que el capitán había matado a un hombre que intentaba matarla. Después de contarle dónde podía encontrar a su madre y a Minna, esperábamos encontrarla a usted también. Al no hacerlo, el capitán suplicó que la buscáramos y, que si estaba viva, la ocultáramos en alguna parte donde pudiera encontrarla si escapaba. Habló de escapar hasta el momento en que se llevaron a todos los prisioneros al Este. De escapar, encontrarla y construir una nueva vida juntos en algún lugar lejos de Rusia y Alemania.
Ella sonrió.
—Era un sueño imposible, Marius. Los dos lo sabíamos.
—Cuando mi madre se vio obligada a aceptar que mi padre nunca volvería con ella, solía decir: «Lo mejor de la vida reside en nuestros sueños y recuerdos».
La chaqueta que Charlotte se había echado sobre los hombros cayó al césped. Marius la recogió y se la puso en su sitio, pero Charlotte estaba tan perdida en el pasado que apenas se dio cuenta.