Laura tuvo que llamar a la puerta de la habitación de su abuela cuatro veces antes de que se abriera.
—¿Por qué no me has despertado, Oma? Son las once… —Laura cogió a Charlotte justo cuando se desmayaba. La tumbó en la cama y descolgó el teléfono.
El médico era un pequeño y amable hombre asiático, pero su dominio del inglés, del alemán y, hasta donde Charlotte podía entender, del polaco, era excelente. Mandó salir de la habitación a Laura y al director del hotel, examinó a Charlotte sin decir una palabra, y luego abrió su maletín y volvió a meter en él su estetoscopio.
—Está usted agotada, Madame Datski. ¿Puedo preguntarle qué se ha estado haciendo? —inquirió educadamente.
Charlotte sonrió con ironía.
—En la última semana, he volado de Estados Unidos a Londres. Desde allí, a Frankfurt. Tras tomar un vuelo nacional a Berlín, volé a Varsovia con mi nieta, luego vinimos aquí en coche.
—Un itinerario que habría agotado a un adolescente.
—Y además cometí la tontería y el error de quedarme toda la noche leyendo. —Cuando Charlotte vio cómo la miraba de modo penetrante, añadió—: No podía dormir.
—¿Pero qué le pasa? —preguntó él con suavidad.
—Me acaba de diagnosticar agotamiento.
—Soy doctor, Madame Datski —le recordó.
Charlotte vaciló.
—Mi médico sospecha cáncer de páncreas contestó Charlotte tras vacilar. Quería que me sometiera a más pruebas y a un tratamiento. Le dije que tendrían que esperar.
El doctor frunció los labios.
—Ya veo.
—No puede contarle mi estado a nadie.
—Como debe de saber, ningún médico puede hablar del estado de un paciente con nadie aparte del paciente, sin su consentimiento explícito. —Se sentó en la silla junto a la cama—. ¿Cuándo regresa a Estados Unidos?
—Cuando haya visto todo lo que quiero en Polonia.
—Podría organizar su ingreso en un hospital. ¿Tiene seguro de viaje?
—Sí, pero mi tiempo es demasiado precioso para pasarlo tumbada en la cama de un hospital. Tengo ochenta y seis años, doctor. Creo que tengo derecho a elegir cómo pasar mis días.
El médico se puso el maletín en el regazo y lo abrió de nuevo.
—Siempre y cuando sea consciente de que, a no ser que descanse, no le quedarán demasiados días, Madame Datski. —Rebuscó en el maletín y sacó un bote de pastillas—. Dos de éstas le harán dormir al menos doce horas. Le sugiero que se las tome y guarde cama al menos veinticuatro, o hasta que se sienta bien como para levantarse de nuevo.
Charlotte cogió el bote.
—¿Qué le dirá a mi nieta?
—¿Qué quiere que le diga?
—La verdad —dijo Charlotte—. Que estoy agotada.
El médico cerró bruscamente el maletín.
—Como desee. ¿Me avisará si sufre una recaída?
—Sí. Por favor, haga pasar a mi nieta. Y —Charlotte le sonrió— gracias.
—Sé que el médico ha dicho que sólo era agotamiento —discutió Laura—, pero realmente creo que debería quedarme contigo, Oma. Si no en tu habitación, en la de al lado, para que puedas avisarme si me necesitas.
—¿Cómo voy a avisarte si estoy durmiendo, Laura? —cuestionó Charlotte con lógica—. Te lo he dicho, voy a llamar al servicio de habitaciones y a pedir un sándwich. Antes de comérmelo, me daré un baño caliente y me tomaré dos de las pastillas que me dejó el doctor. Luego no me despertaré en horas. Y, mientras tanto, tienes que ir a Grunewaldsee a presentar mis disculpas a Marius y a montar a caballo con Brunon.
—¿No podría…?
—Pensarían que es de muy mala educación si no lo hicieras.
—No si saben que estás enferma.
—No estoy enferma, tan sólo cansada, como cualquier mujer de mi edad tiene derecho a estar dada la distancia que he recorrido en los últimos pocos días. No olvides presentar a Marius mis disculpas. Dile que aceptaré su oferta de un paseo por la hacienda en cuanto pueda. Quizá mañana. Me encantaría enseñarte Grunewaldsee yo misma, pero como mejor se ve es a caballo, y mis días de montar se acabaron. Coge tu cámara digital y copia unas fotos en tu portátil, así podré ver todos los viejos lugares de nuevo cuando desayunemos juntas mañana.
Laura titubeó.
—Te daré mi llave para que puedas echarme un vistazo cuando vuelvas esta noche. Pero entra con cuidado. Odio que me despierten.
—¿Prometes comer y dormir?
—Lo prometo. —Charlotte sonrió ante su victoria—. Ahora vete. No puedo esperar a ver qué me traes de vuelta.
Cuando Laura se marchó, Charlotte se reclinó sobre las almohadas, agotada y exhausta, como el médico había diagnosticado. No le dolía, pero, por alguna razón que no podía explicar, sentía que le quedaba muy poco tiempo.
Dio una propina al camarero que le trajo la comida, pero la bandeja permaneció sin tocar en la mesa delante de la ventana y, mientras el café se enfriaba y el zumo de naranja se calentaba, ella, tumbada en la cama, abrió su diario una vez más.
Sábado, 27 de enero de 1945
Mi querido Sascha, saber que has muerto no ha evitado que siga habiéndote. ¿Puedes perdonarme por aquella última tarde, por no saber cómo la guerra cambia a la gente, o cómo el instinto de supervivencia obliga a los hombres a hacer cosas horribles? Incluso a los hombres buenos como mis hermanos y tú.
Ahora comprendo que tú tenías razón y yo estaba equivocada. Los guardias tenían metralletas; tus hombres y tú, sólo rifles. Si les hubierais pedido que se rindieran, habrían contestado con una lluvia de balas.
Diste tu vida por mí, y yo no tuve ni tiempo al final para decirte cuánto te quería, que siempre te querré, o la diferencia que supusiste en mi vida. Espero que lo sepas.
Como si perderte no hubiera sido suficiente, Sascha, también perdí a nuestra hija. Era preciosa, diminuta pero perfecta, y estaba fría, tan fría como los muñecos de nieve que Paul y Wilhelm hacían en nuestra casa de hielo. Nació poco después de dejarte. Todo lo que veía, todo en lo que podía pensar durante el parto, eras tú como te había visto por última vez, de rodillas en la nieve junto al oficial que sostenía una pistola junto a tu sien.
De rodillas pero orgulloso, porque te negabas a agachar la cabeza. Aún puedo ver la expresión en tus ojos, y escuchar el sonido del disparo que me siguió al bosque cuando me volví y huí como la cobarde que soy. No puedo perdonarme por marcharme. Si me hubiera quedado, ahora los tres estaríamos juntos.
Llamé a nuestra hija Alexandra en tu honor, Sascha. Nació en el bosque como un animal, pero nunca llegó a respirar. Quería tanto que viviera. Intenté todo lo que se me ocurrió. Le froté la espalda, la envolví en mi bufanda y la abracé intentando calentarla, pero no sirvió de nada. Permanecí escondida bajo un arbusto hasta el anochecer, demasiado aterrada y helada como para moverme, y la acuné durante todo el tiempo.
Tenía el pelo rubio platino, Sascha, como el tuyo pero más suave, y manos y pies tan perfectos…
Mientras la abrazaba comparé su nacimiento con el de Erich. Entonces, el médico, las enfermeras, mamá, mamá von Letteberg y las sirvientas corrían a mi alrededor llevando agua hirviendo, medicinas, sábanas limpias, ropa de bebé caliente. Y allí estaba yo, tumbada en el bosque, ensangrentada, herida, maltrecha y usada, completamente sola.
Cuando cayó la oscuridad, reuní el valor para ir a buscarte. Sabía que estabas muerto, pero no importaba. Quería que estuviéramos juntos. Dejé a Alexandra en el suelo envuelta en una de mis bufandas mientras limpiaba la sangre de mis piernas y mi falda con nieve. Me habían arrancado los botones del abrigo de piel, así que me desanudé otra bufanda del cuello y la usé de cinturón. Fue entonces cuando mis dedos se cerraron en torno al collar de ámbar que Masha y tú me habíais dado en 1939.
No podía creer que los soldados lo hubieran pasado por alto, pero saber que aún tenía algo que tú habías tocado me dio fuerzas para seguir. Recogí a Alexandra y empecé a caminar. Deambulé durante lo que parecieron horas, sin saber en qué dirección estaba la carretera, la única luz procedía de la nieve. Intenté buscar rastros, pero había nevado más. Entonces vi una veta blanca de terreno despejado entre los árboles. No podía estar segura de si era la misma carretera, pero alcancé el claro antes de la mañana.
Alguien había dejado los cuerpos en una línea ordenada. Encontré a mamá y a Minna una al lado de la otra, pero no pude encontrarte a ti, mi amor. Sólo había cuerpos de mujeres, no de soldados. Aparté la nieve con las manos e intenté cavar una tumba con un palo, pero el suelo estaba congelado, así que me tumbé junto a ellas y, acunando aún a nuestra hija, intenté dormir, con la esperanza de que si lo hacía, no despertaría más.
Al amanecer, Manfred Adolf me encontró.
Al principio pensé que había muerto y lo habían enviado a llevarme a donde vaya la gente después de la muerte. Pero estaba con una unidad de soldados alemanes luchando junto a los rusos contra el Reich por el «Comité Nacional Soviético para una Alemania Libre», o eso me dijo orgulloso. Manfred seguía dando discursos políticos, pero yo no me encontraba en estado de escucharlos.
Me contó que las tropas en Stalingrado no habían luchado hasta el último hombre como había anunciado Goebbels. Que noventa mil de ellos, incluido él, habían sido capturados por los soviéticos. Él obviamente había usado la experiencia para estudiar el Comunismo de cerca, y estaba incluso más comprometido con su Partido Rojo de lo que recordaba.
Me dio una manta y algo que tomar. Mientras comíamos, le conté lo que le había pasado a Irena, a Wilhelm, a sus hijas y a sus padres. Escuchó con gesto adusto sin pronunciar ni una palabra de tristeza o simpatía, pero ¿qué podía decir? No hay un hombre, mujer o niño en Europa del Este que no haya sufrido horriblemente como resultado de esta sangrienta guerra.
Era extraño ver al ferviente chico idealista del que me reía, junto con todos los demás de la orquesta, transformado en un soldado, oficial y líder. Entonces pensé en ti, Sascha, y en Wilhelm y Paul, y me pregunté cuánto conocemos realmente a la gente que amamos.
Manfred ordenó a sus hombres que se prepararan para marcharse en cinco minutos. Se pusieron en marcha inmediatamente. Me dijo que la mayor esperanza que tenía de alcanzar Berlín y a Erich era unirme a una de las unidades alemanas en retirada, y que me llevaría tan cerca de una como pudiera.
Antes de irme con él y sus hombres, dejé a Alexandra sobre el pecho de mamá y les di a ambas un beso de despedida. No tenía más opción que dejarlas allí, tumbadas en campo abierto, con la esperanza de que algún extraño amable las enterrara cuando llegase el deshielo. Debe de haber más rusos con buen corazón aparte de ti, mi amor.
Manfred arriesgó la vida para llevarme con una unidad de la Luftwaffe. El oficial al mando vio mi estado desaliñado. No hizo ningún comentario, pero yo sabía que él y todos los demás eran conscientes de lo que me había pasado. Me dio una pistola (pero no balas), esta libreta y el uniforme de una chica que había muerto. Por suerte, me quedaba bien, pero me cuesta ignorar las manchas de sangre en la blusa y la chaqueta.
Espero que Erich llegara con mamá von Letteberg a salvo; si no, nunca me perdonaré. Pero también sé que si se hubiera quedado conmigo habría muerto con todos los demás niños y mujeres en el bosque.
Domingo, 28 de enero de 1945
Nos refugiamos en una iglesia bombardeada. El techo ha desaparecido y las naves y los bancos están llenos de escombros. Nos hemos quedado sin combustible para el generador y sin balas para las armas, y uno de los dos camiones que nos quedan se ha estropeado. Los mecánicos están intentando arreglar el motor. Si no lo consiguen, algunos tendremos que continuar la huida al Oeste a pie.
Algunas de las chicas han encendido un fuego y están preparando café de bellota. Pero no tengo hambre ni sed. Ahora sólo puedo pensar en Erich.
Cerca hay un cartel que señala hacia el centro de Berlín. Cuando nuestro oficial al mando me vio mirándolo, ordenó pasar lista y advirtió que dispararían a cualquiera que intentara desertar. Dijo que no se harían excepciones, incluso si teníamos un hogar, un amigo o pariente allí.
He oído hablar de la destrucción causada por las bombas aliadas, pero ver la realidad me llenó de lágrimas los ojos. Aún hay consignas pintadas en las paredes, pero de un tipo muy distinto a las del Partido. Justo antes de parar vi «Un pueblo, una nación, un rublo» escrito con tiza en la pared que quedaba de un hotel, haciendo burla al «Un pueblo, una nación, un líder» de Goebbels. Wilhelm se habría reído mucho.
Los oficiales nos acaban de decir que el camión no puede repararse. A veinte de nosotros nos han ordenado reunir nuestras pertenencias y marchar hacia el Oeste para unirnos a cualquier unidad en combate.
Sé que ninguno de nosotros, oficiales o reclutas, quiere luchar. Con muerte y devastación por todas partes, parece un ejercicio inútil.
¿Debería arriesgarme a huir? No. Si me ven y me disparan, ¿qué le pasaría a Erich?
Jueves, 29 de marzo de 1945
Durante semanas hemos continuado avanzando hacia el Oeste, pero encontramos muy pocos oficiales o soldados que quisieran luchar para resistir hasta el final. Todas las chicas piensan que el fin está muy cerca, pero pocas se atreven a decirlo. Al menos en esta esquina de Bavaria se está tranquilo… de momento.
Hoy estaba de guardia de cuatro a ocho de la mañana. El cielo en el Este se volvió rojo sangre cuando se alzó el sol, recordándome a Prusia Oriental ardiendo tras las bombas rusas. Después de la guardia, fui a la iglesia porque me lo ordenaron, no porque pensara rezar. Ni siquiera cuando los oficiales me estaban mirando. Si me hubieran preguntado, creo que les habría dicho que los Comunistas tienen razón sobre que no hay Dios. Pero quizá habría pensado en Erich y me hubiera mordido la lengua.
Ahora sé qué se siente al ser un prisionero. Intentaste contármelo, Sascha, pero no lo comprendía realmente. No es estar encerrado en una celda; es perder la libertad de ir a donde quieras, cuando quieras.
Las otras chicas ya no son suspicaces conmigo. Dos de ellas me preguntaron cómo era ser violada por los rusos, hemos encontrado muchas otras mujeres en las carreteras que han sufrido como yo, y todas tenían historias de amigas que no habían sobrevivido a la terrible experiencia.
Los oficiales nos recuerdan constantemente que los desertores serán ejecutados. A pesar de sus bravatas, sabemos que están tan aterrados por la derrota como nosotros, porque el fin de esta guerra significará la aniquilación de Alemania.
Estaba tan cobijada y protegida en Grunewaldsee… Pero ahora he visto por mí misma la verdadera extensión de la ruina que ha traído la guerra que los alemanes permitimos que Hitler comenzara. Hay horribles rumores sobre los británicos y los estadounidenses. Que comen bebés, y violan y disparan a las mujeres. Después de lo que pasó en Prusia Oriental los creo, pero les he dicho a las otras chicas que me mataré antes de permitir que otro soldado me toque. Y lo digo en serio.
¿Qué sentido tiene llevar un uniforme o intentar luchar cuando todos los alemanes saben que la guerra está perdida? Lo único que quiero es buscar a Erich. He escrito cartas a Berlín, pero no he recibido respuesta. La única noticia es que hay terribles combates por todas partes.
Tengo que dejar de escribir porque el cabo vino a decirnos que han cogido a Gabrielle y a Anna. Vivían en un pueblo a menos de veinte kilómetros de aquí, e intentaron irse a casa. ¿Era eso un crimen? Creo que la mayoría nos iríamos a casa, si aún tuviéramos casas a las que ir.
Martes, 10 de abril de 1945
Ayer nos ordenaron que fuéramos a las granjas de los alrededores a buscar trabajo. Ya no se habla de resistencia ni de luchas, pero aún no nos dispensan. Antes de irnos, tuvimos que cavar la tumba de Anna y Gabrielle. Cuando terminamos, los oficiales nos hicieron formar para observar su ejecución. Las obligaron a arrodillarse junto a la tumba antes de dispararles en la cabeza y empujar sus cuerpos de una patada al hoyo. Luego nos dijeron que cubriéramos los cadáveres con tierra. Ni siquiera nos dieron una manta para envolver a las chicas. Yo les cerré los ojos: no estaba bien enterrarlas mientras nos miraban.
Gabrielle sólo tenía diecisiete años, Anna dieciocho. Asesinadas por desertar de un ejército que ya no podía luchar, únicamente enviar a sus mujeres soldado a buscar trabajo a las granjas.
Y pensar que Hitler dijo una vez que nunca permitiría luchar a las mujeres porque nuestro sitio estaba en el hogar.
Me sentí como un mendigo yendo de un lugar a otro suplicando trabajo, siempre queriendo dirigirme al norte, pero incluso sin el riesgo de que me mataran por desertar, habría sido inútil intentarlo. Los refugiados de allí dicen que todo el lugar es un gran campo de batalla. La esposa de un granjero me ha dado trabajo para los próximos dos días. En todo este caos, hay patatas que plantar y heno que rastrillar.
Frau Strasser no sabe si su marido o sus dos hijos están vivos. Su hija murió en un bombardeo en Colonia hace dos años; tenía dieciocho años. Espero que sus hijos y su marido regresen, aunque creo que incluso ella tiene pocas esperanzas de ver a su marido de nuevo. Lo último que oyó de él fue en diciembre, cuando estaba defendiendo Königsberg, y todo el mundo sabe que Königsberg fue aplastada por los rusos, que mataron a todos los alemanes de la ciudad. Pienso en Brunon. ¿Estaba allí?
Jueves, 12 de abril de 1945
Nuevos refugiados llegaron la pasada noche. Nos contaron que hay intensos combates en el sur. Hanover ha caído y los estadounidenses han conquistado las montañas Hartz. Hace mucho frío.
Siguen sin dispensarnos. Todos los días empiezan con un desfile y la advertencia de que dispararán a los desertores, pero no es que nadie intente escapar después de lo que les pasó a las pobres Gabrielle y Anna. No estamos seguras de quién nos alcanzará primero, si los rusos o los estadounidenses. Tengo miedo de todos ellos. Tenía esperanzas de que llegara una carta, pero no ha sido así.
Estoy desesperadamente preocupada por Erich. Algunos refugiados dicen que los rusos no han dejado ni un edificio en pie en todo Berlín, y que han quemado vivos a todos los supervivientes, soldados, civiles, mujeres y niños. Espero que Erich y mamá von Letteberg escaparan antes de que sucediera lo peor, y que estén a salvo. Sé que mientras que papá y mamá von Letteberg sigan vivos, ellos cuidarán de mi hijo.
Lunes, 30 de abril de 1945
Nos enviaron a todos a la Kreig Helfer Dienst. Nos dijeron que nos necesitaban urgentemente en Augsberg. Anoche nos quedamos en unos barracones, pero cuando esta mañana nos presentamos en la fábrica de aviones, el capataz dijo con amargura:
—¿Ahora, cuando las metralletas están ante Augsberg, venís a ayudar?
Eso fue todo; tuvimos que volvernos. Los trenes se habían detenido, pero un camión vino a recogernos. Repartimos la comida que nos quedaba; ni siquiera estamos seguras de si quedarnos juntas. El camión condujo casi toda la noche y luego se detuvo junto a un campo de prisioneros. Nos advirtieron que no nos acercáramos, pero podíamos ver a la gente de dentro. O lo que antes había sido gente. Eran esqueletos grises andantes.
Pensé en Irena, Marianna y Karoline, y tiré la poca comida que tenía sobre la alambrada. Los esqueletos cayeron sobre ella como buitres. Un guardia me gritó. Yo le grité respondiendo que debería darle vergüenza tratar a seres humanos de esa manera. Temiendo que todas nos metiéramos en problemas si los guardias venían a por nosotras, las chicas me dijeron que me callara.
Y ahora… ahora soy de verdad una mendiga sin ni siquiera el techo de un barracón sobre mi cabeza. Si no fuera por mi collar de ámbar y las llaves, los papeles y el diario que mantengo cuidadosamente ocultos en la mochila, empezaría a preguntarme si he imaginado Grunewaldsee y mi vida en Prusia Oriental.
Martes, 1 de mayo de 1945
Todas las mujeres de mi unidad fuimos finalmente licenciadas. Caminamos hasta el siguiente pueblo y la esposa de un granjero, Frau Weser, me ofreció una habitación y comida a cambio de trabajo. Me dio una colcha para que me hiciera un vestido de civil. No es prudente llevar uniforme cuando podrían conquistarnos en cualquier momento, y no tengo otra ropa.
Todos los del pueblo han colgado banderas blancas en sus ventanas cuando nuestros soldados se marcharon ayer, y hay un extraño silencio en la calle. Las unidades en retirada volaron todos los puentes de la zona, pero al menos los bombardeos han cesado. Los primeros tanques estadounidenses han pasado de largo y no se comen a los niños ni a los hombres. Llevo mi ropa civil hecha de colcha y no me han hecho caso, o al menos no más que a cualquier mujer. No han tocado el pueblo, pero sin duda los soldados de infantería llegarán pronto. Si son como los rusos, subiré al tejado de la iglesia y me tiraré de allí.
Frau Weser me dijo que puedo quedarme con ella hasta que los trenes empiecen a funcionar y las carreteras se abran de nuevo. Estoy enferma de preocupación por Erich, papá y mamá von Letteberg, Irena y las niñas, y Claus también, pero no tiene sentido intentar llegar a Berlín hasta que hayan cesado los combates.
Miércoles, 2 de mayo de 1945
Es difícil de creer que sea mayo. En esta época, el año pasado, estábamos plantando los campos en Grunewaldsee, pero ahora hace frío y está nevando. Todo parece estar del revés, incluso el tiempo. Los estadounidenses vinieron al pueblo ayer por la tarde y requisaron treinta casas, pero los soldados no son tan malos. Buscaron armas en cada edificio, pero no robaron, saquearon, asaltaron ni violaron como los otros extranjeros que no hacen más que llegar. Nadie parece saber quiénes son o de dónde han venido.
El domingo fui a la iglesia, un acto inútil, pero Frau Weser esperaba que fuera. Uno de sus hijos llegó por la tarde. No pude mirar su reunión, no cuando me acordaba de Paul, Wilhelm e incluso Claus.
Después fuimos todos al funeral de una chica de comunicaciones a la que había matado un avión rasante en Wegele. Al menos tiene una tumba y un lugar en el que su familia puede llorarla, que es más de lo que tienen Wilhelm y Paul. Como todos los demás que no pertenecen al pueblo, vivo de momento en momento, intentando no pensar en el pasado ni en el futuro. Sólo en ocasiones como ahora, cuando todo el mundo está durmiendo, me atrevo a recordar.
Odié escribir en la libreta; el papel era muy fino y áspero. Ahora que estoy en casa de Frau Weser, me he atrevido a sacar mi diario y he cosido las páginas de la libreta en él. He cambiado mucho desde que escribí la primera página, la miro y me pregunto dónde ha ido aquella niña tonta y aturdida.
El hijo de Frau Weser asegura que es cierto que Hitler está muerto. Cuando pienso en cómo ejecutó a Wilhelm y a los demás, y en toda la gente que ha fallecido por su guerra, como Paul, espero que el Führer esté muerto, y si hay un infierno que arda en él para siempre.
Aunque ya no creo en Dios y casi he dejado de rezar, a veces me cuelo en la iglesia católica cuando está tranquila y enciendo una vela, sólo por si hay un más allá fantasmal y papá, mamá, Wilhelm y Paul pueden verme. A veces enciendo una más con la esperanza de poder encontrar a Erich, Irena y las niñas. Pero es una esperanza, no una oración.
Viernes, 4 de mayo de 1945
La guerra ha terminado. A las nueve de mañana por la mañana los combates cesarán en Holanda, el norte de Alemania y Dinamarca. Se depondrán todas las armas. Los estadounidenses se han marchado y las tropas francesas de De Gaulle han tomado el relevo. Frau Weser tiene tres soldados alojados en la granja. Dos están bien, el tercero es asqueroso. Voy a todas partes con Frau Weser para asegurarme de que no se queda a solas conmigo.
Sábado, 5 de mayo de 1945
Uno de los franceses decentes alojados en la granja nos habló sobre un campo en Dachau para los judíos y los prisioneros políticos que se oponían al Reich. Había oído hablar de Dachau incluso antes de la guerra. Frau Weser no creía su descripción de lo que sucedía allí, pero yo recordé el campo que había visto con los esqueletos grises andantes, y supe que decía la verdad.
Pensé en Irena y las niñas, y también en Ruth y Emilia. ¿Están en Dachau? No puedo olvidar haberme sentado sin hacer nada en el coche en Allenstein, mirando mientras Georg empujaba a Ruth, Emilia y todos aquellos otros niños judíos a los camiones.
El oficial que nos habló del campo es judío. Se ofreció a llevarnos a Frau Weser y a mí a Dachau para que viéramos las condiciones del lugar por nosotras mismas. Frau Weser quería demostrar que se equivocaba, así que fuimos. El viaje no era muy largo, y me encontré a las puertas del mismo campo que había visto cuando estaba con mi unidad de la Luftwaffe.
¿Cómo puedo empezar a escribir sobre el horror? Ni siquiera lo poco que ya había visto, las palabras de Wilhelm, o la descripción de Sascha del campo de prisioneros de guerra me había preparado para lo que vi.
El oficial francés nos enseñó salas de tortura manchadas de sangre. Pensé en Wilhelm y casi me desmayo. No puedo imaginar a ningún hombre infligiendo o soportando el dolor de aquellos instrumentos. Conmocionada y aún temblando, empecé a llorar, no fuertes y ruidosos sollozos, sino el silencioso llanto que te ahoga y no te deja hablar.
Nos enseñó las duchas que rociaban gas; baños que se llenaban de agua hirviendo; máquinas mezcladoras donde habían aplastado a gente viva, y el búnker. Encerraban a los prisioneros en una caja de madera de dos metros durante catorce días o hasta que morían de agotamiento. Vi el crematorio en el que echaban a la gente, a algunos aún vivos.
La gente eran los esqueletos grises andantes a los que les había tirado comida. Me parecía imposible creer que alguien que había pasado hambre hasta ese extremo pudiera seguir vivo. Uno de ellos me habló y preguntó si era la chica que tiró pan por la verja y le gritó al guardia. No podía distinguir si era un hombre o una mujer, pero dijo que su nombre era Samuel y que los estadounidenses estaban cuidando de ellos ahora. Había suficiente comida y medicinas, pero la gente seguía muriendo.
Le dije que sólo había hecho lo que cualquier persona decente. Me respondió que mi grito de que los guardias deberían avergonzarse le había salvado la vida, porque se había dado cuenta de que todavía había gente, y, ya puestos, chicas guapas, que estaba preparada para tratar a los judíos como a seres humanos.
Fue extraño porque, después de todo lo que ha pasado, no me siento como una chica, y mucho menos guapa.
Para algunos la ayuda llegó demasiado tarde. El hedor era horrendo. Se cernía alrededor de las figuras esqueléticas. Las tropas estadounidenses nos aseguraron que continuarán buscando supervivientes hasta que se encuentre una alternativa mejor.
Ni Frau Weser ni yo podíamos hablar en el viaje de vuelta. El nudo en mi garganta se hizo mayor y las lágrimas continuaron brotando de mis ojos. ¿Cómo podía alguien hacer aquellas cosas tan horribles a otro ser humano, incluso a un enemigo? Los guardias tenían que ser animales, no, ni siquiera animales. Ningún animal habría tratado a uno de su especie como eran tratados los internos de ese campo.
Un estadounidense me dijo que los rusos han encontrado campos incluso peores en Polonia. Sitios donde gaseaban a decenas de miles de judíos al día. ¿Era eso lo que vio Wilhelm en Polonia y Rusia? ¿Era ése el horror que residía tras su «telón de mentiras»?
¿Los conocía Sascha? Me dijo que los hombres estaban muriendo en su campo, pero sólo hablaba de hambre y enfermedad. ¿Los descuidaban a propósito? ¿Por eso nunca nos daban comida para él y sus hombres? ¿Son los campos la verdad tras la reubicación de los judíos?
Mucha gente tenía que conocerlos: los guardias; los transportistas que llevaban a los prisioneros; transeúntes como yo en Allenstein, que nos sentábamos y veíamos cómo se llevaban a los judíos; otros soldados que lucharon en el Este con Wilhelm y Paul.
Al menos, mi hermano y su coronel intentaron hacer algo para detenerlo. El resto de nosotros nos quedamos sin hacer nada. Yo tenía mis sospechas; ¿por qué no hice preguntas? Todos deberíamos haberlas hecho, pero permanecimos en silencio, y por eso creo que toda la raza alemana será condenada por la gente racional. Wilhelm tenía razón. Qué legado tan terrible hemos dejado a nuestros hijos.
Miércoles, 10 de mayo de 1945
Hoy hemos oído que el Mariscal de Campo Keitel se ha rendido a los Aliados. Por fin se ha acabado. Alemania ya no existe, y yo, junto con millones más, he perdido a casi todos los que amaba y todo lo que tenía, incluyendo mi país.
Tanta gente muerta y tanto perdido… Mañana iré a la ciudad más cercana para averiguar si puedo registrarme en alguna parte con la esperanza de encontrar a Erich, Irena, Marianna y Karoline. Seguramente, ahora que se ha acabado no pueden evitar que los busque. Alguien más tiene que haber sobrevivido. ¡Tienen que haber sobrevivido! Tengo pánico de no encontrar a mi hijo, de descubrir que todas y cada una de las personas que he conocido y amado han muerto.