Charlotte abrió los ojos. Era inútil, no podía dormir. El pasado estaba tan cerca que había vuelto al caos, la tragedia y el terror de aquella última tarde en Grunewaldsee. Su diario yacía en la cama junto a ella. Si había habido un momento adecuado para revivir su huida de Prusia Oriental, era ahora, después de haber regresado y visto su antiguo hogar restaurado a la gloria. ¿Era posible que por fin pudiera dejar descansar a sus fantasmas?
Enero de 1945
No sé qué día es, ni cuánto tiempo ha pasado desde que dejé Grunewaldsee. Días, posiblemente semanas… Podría pensar que incluso años. Mi vida anterior parece remota, como si la hubiera vivido otra persona, en otra época y otro país. El presente parece irreal, como si estuviera atrapada en una pesadilla.
Este papel es rugoso y cuesta escribir en él, pero fue amable por parte del oficial darme la libreta. Dijo que podría usarla para escribir a mi familia. Cuando le pregunté a qué dirección, fingió no escucharme y se fue.
Mi diario está en la mochila, pero me ha dado demasiado miedo abrirlo desde que Leon me lo devolvió en el claro. Puedo sentir su forma a través de la lona. Es la prueba de que tuve una vida antes de esto.
Las otras chicas y los oficiales me ignoran la mayor parte del tiempo, pero sé que me miran fijamente cuando creen que no los veo. Saben lo que me ha pasado y me desprecian por ello. No los culpo. La vergüenza arde en mi alma, pero carezco del valor para quitarme la vida.
Sólo estoy escribiendo para tener una excusa y sentarme tan lejos de ellos como permita el espacio. Sé que no me quieren cerca.
Hace tanto frío en la parte de atrás de este camión abierto que el lápiz se ha congelado en los dedos, pero no hace tanto como aquel último día en Grunewaldsee.
La nieve caía, pesada, espesa y silenciosa, un horrible y denso silencio que me hizo preguntarme si me había quedado sorda tras escuchar los disparos en el patio. Los cuerpos de los guardias pronto estuvieron cubiertos. Primero por una fina capa que tapó la sangre, luego por montones que ocultaron sus formas tan bien que las pilas podrían haber sido casi cualquier cosa. Pero yo no podía olvidar lo que eran, ni perdonar a Sascha su asesinato… Entonces, no.
Martha, Minna y Marius se afanaban en recoger cosas y cargarlas en la carreta. Los hombres de Sascha estaban guardando munición y los restos de nuestra comida en fardos. Yo tenía una mochila con las fotografías de la familia, la concesión de la tierra, escrituras de la hacienda, las llaves y las joyas de la familia. Vi que Martha había puesto mantas, ropa y comida en la carreta, y no se me ocurría nada más que coger.
La casa estaba llena, no sólo con nuestras posesiones sino las de todos los von Datski de siglos atrás, pero no había más que una pequeña carreta, y dos viejos caballos cansados. Me parecía injusto elegir una cosa por encima del resto, así que no elegí nada.
En vez de eso, permanecí en el patio esperando a los demás. Era consciente de que Sascha estaba cerca, pero no intentó buscar más excusas por haber matado a los soldados y yo estaba demasiado aturdida para hablar.
Miré más allá de la casa del guarda hacia el camino y la carretera, la escena me recordaba un teatro de sombras chinescas. Una interminable procesión de siluetas negras se movía por un fondo nevado, iluminado por una débil luz invernal grisácea, en una columna tras otra de personas y lentos vehículos. Parecía como si no sólo toda la población de Allenstein huyera, sino el país al completo.
Recordé lo que Wilhelm había dicho sobre nuestras tropas matando civiles rusos, y me pregunté si se habían producido las mismas escenas cuando nuestro ejército los había invadido. Gente abandonando sus casas, granjas y todo por lo que había trabajado, huyendo para salvar la vida.
Sascha me cogió la mano. Yo la retiré, no quería que me tocara.
—Todas las carreteras al oeste estarán colapsadas como ésa. Va a nevar más y no habrá comida.
Su voz era ronca, pero contuve mi lástima. Recuerdo que deseé que las balas que habían matado a los guardias también hubieran matado mi amor por él. A pesar de todo lo que habíamos compartido, todo lo que habíamos sido el uno para el otro, de pronto éramos menos que extraños. Éramos enemigos.
Señalé a los montones de nieve que cubrían los cuerpos.
—Eres un soldado ruso. Tu deber es matar alemanes. Si me disparas ahora, me ahorrarás el esfuerzo de intentar sobrevivir y a tu ejército la molestia de encontrarme más tarde.
A pesar de la súplica en sus ojos, aún no podía perdonarle, no con los guardias muertos en la nieve a nuestros pies. El niño que crecía en mi interior eligió ese momento para dar una patada. Me di la vuelta. Sascha me estrechó entre sus brazos. Yo no tenía fuerzas para apartarlo, pero tampoco le devolví el abrazo.
—¿Vienes conmigo? —suplicó.
Fue entonces cuando me di cuenta de que incluso si sus hombres y él no hubieran disparado a los guardias, habríamos tenido que separarnos. Podría haberme protegido como su amante, pero no a Erich, mamá y Minna. Ningún soldado puede cuidar a un séquito de mujeres y niños enemigos. Todas nuestras esperanzas para el futuro no habían sido más que sueños de lo que nunca podría ser. Me pregunto si siempre lo habría sabido.
Ambos estábamos temblando, aunque yo llevaba puesto prácticamente todo mi guardarropa de invierno. Estaba tan bien envuelta que apenas podía moverme. Sascha llevaba lo que quedaba de su uniforme y ropa de Paul. El frío era tan intenso que amenazaba con llevarse la piel que quedaba expuesta, la nariz y alrededor de los ojos. Sascha, con la cabeza, la cara y las manos al descubierto, debía de estar sufriendo de veras.
Martha y Marius salieron de la casa arrastrando las últimas mantas y un saco de comida. Ya habían apilado en la carreta demasiadas cosas para su seguridad. Alejándome de Sascha, negué con la cabeza a Martha. Ella les pasó los bultos a los hombres de Sascha, luego rodeó los hombros de Marius con los brazos y lo llevó de vuelta al cobijo del establo.
Me dijo que ellos se quedaban. Había preparado bien su argumento, insistiendo en que no podía dejar Grunewaldsee cuando su hija estaba enterrada en el cementerio de la iglesia. Que Brunon regresaría pronto, y ¿qué pensaría cuando fuera a su casa y ellos no estuvieran para recibirlo? Que los rusos no le daban miedo. Sascha y sus hombres eran perfectos caballeros, todos y cada uno de ellos, no como los guardias, que merecían morir. Ella era polaca de nacimiento y estirpe, Marius era polaco, y Brunon sabía hablar polaco. Cuando regresara, los rusos comprenderían que no había tenido más opción que obedecer órdenes cuando lo reclutaron en el ejército alemán.
Hice todo lo que pude para convencerla, le recordé que Brunon me había pedido que cuidara de su familia hasta que regresara, pero ella se mantuvo inflexible. Alguien tenía que cuidar de Grunewaldsee, y ella y Marius eran la elección obvia. Todo el mundo sabía lo que los rusos le harían a las mujeres y a los niños alemanes, sobre todo a las familias de los oficiales de la Wehrmacht, si les ponían las manos encima. No distinguirían entre alemanes buenos y malos, pero los polacos estarían a salvo.
Minna terminó con la discusión cuando llevó a mamá a la carreta, la pobre mamá empezó a gemir y a llorar. Repentinamente fuerte, empujó a Minna a un lado e intentó correr de vuelta a la casa. Sascha la cogió, y le expliqué que teníamos que ir a Berlín a ver a papá y mamá von Letteberg. Ella sólo escuchó «papá» y yo no la desilusioné, pero incluso así, quería que mandara traer el coche, le expliqué que no teníamos gasolina por la guerra, Llamó a Wilhelm y Paul, diciendo que yo nunca sabía dónde conseguir las cosas, pero que los chicos sí. Al final le prometí que los veríamos a ellos también, pero hizo falta que Sascha y dos de sus hombres la subieran en la parte de atrás de la carreta.
Se sentó allí, rodeada de mantas, sollozando al viento, mientras Sascha ayudaba a Minna a colocarse al lado. Erich estaba aferrado a mi falda. Sascha lo cogió en brazos, le dijo que cuidara de su madre y lo puso en el asiento de delante. Allí parecía muy pequeño, asustado y desconcertado, con la cara pálida asomando entre las capas de bufandas que Minna le había puesto.
Creía que no volvería a ver a Sascha, pero incluso si hubiera encontrado las palabras, no había tiempo para discursos. No había nada que pudiera decir que no hubiera dicho ya. La nieve seguía cayendo espesa, rápidamente, y los copos ondeaban alrededor de la cabeza de Sascha, quedando atrapados en su pelo rubio.
Me levantó del suelo y me apretó contra él por un instante antes de ponerme en la carreta, pero yo me negué a abrazarle o besarle.
Martha siseó:
—Por Dios, váyanse, mientras aún puedan.
Sascha golpeó a uno de los caballos y empezamos a movernos fuera del patio. Él y sus hombres caminaban junto a nosotros. Tardamos diez minutos en encontrar un hueco para poder dejar el camino e incorporarnos a la procesión de refugiados en la carretera. Estaba abarrotada con lentos carros, bicicletas, gente a pie e incluso algunos coches. Mujeres y niños, abrigados contra el frío como tuberías aisladas para el invierno, caminaban con dificultad a través de la nieve, empujando cochecitos con bebés y tantas posesiones como podían amontonar a su alrededor.
Había chicos jóvenes que reconocí de la ciudad, chicos que deberían haber estado divirtiéndose esquiando y corriendo en trineo en el bosque. En vez de eso tiraban de los trineos cargados con sus abuelos. Pero a pesar de que había tanta gente, se oía muy poco ruido, sólo el sonido de los pies aplastando el hielo y la nieve compacta.
Volví la cabeza para echar una última mirada a Grunewaldsee… y a Sascha. Leon me vio y me saludó. Con los rifles que les habíamos dado al hombro, los hombres iban caminando hacia el extremo de la fila, contra la corriente de refugiados, dirigiéndose hacia la ciudad y el ejército ruso. Sólo quedaba Sascha. Estaba mirándonos, con la cara borrosa por los copos que caían y por mis lágrimas.
Erich me tiró de la manga y me preguntó si íbamos a ir a ver a papá y al abuelo. Susurré que al abuelo, y cuando volví a mirar, Sascha se había ido.
Charlotte dejó caer el diario y miró alrededor. La visión, el sonido y el olor del pasado eran tan potentes, que le sobresaltó ver la anodina decoración de la habitación del hotel.
Inquieta, dejó la cama y abrió la puerta del balcón. El lago refulgía, con la superficie tan tranquila y clara como el cristal. El aire ya era incómodamente cálido; incluso las flores alrededor de la balconada colgaban flácidas. No había ni una pizca de brisa. Temblando con un frío que no había sentido en medio siglo, su mente permanecía atrapada en aquella otra época. Durante sesenta años se había atormentado con remordimientos por la forma en que se había despedido de Sascha en Grunewaldsee.
Recogió su diario y lo llevó al balcón. Ignorando el paisaje, se escabulló sin esfuerzo de vuelta al pasado.
Espero no volver a pasar nunca semejante frío. Nos atravesaba la ropa, los huesos, nos congelaba la sangre, hacía que el más mínimo movimiento fuera una lenta y dolorosa tortura. Mamá pronto estuvo demasiado helada incluso para gemir, y lo poco que podía ver de las caras de Erich y Minna se había vuelto azul.
Erich se arrimó a mí en el asiento, buscando calor y seguridad que yo no podía darle. Preocupada por mamá, le dije a Minna que apilara mantas alrededor de ambas. Cuando acabó, puse una más sobre sus cabezas y, cogiendo otra, envolvía Erich en ella. No podía hacer nada más, excepto mantener las riendas en mis manos y a los caballos avanzando lentamente hacia el Oeste.
La luz empezaba a apagarse cuando una unidad de las SS pasó junto a nosotros. Un coche sobrepasó nuestro carro, luego camiones llenos de heridos pasaron a empujones, obligando a todos a echarse a la cuneta. Una moto se paró más adelante. Un oficial dejó el sidecar. Movió los brazos y me gritó, pero estaba demasiado helada y cansada para escucharle.
Cuando los caballos dejaron de moverse, chasqueé las riendas y levanté la mirada para ver que el oficial estaba sujetando las bridas. Rugió:
—Requiso este carro en nombre del Reich.
Estaba vestido con el uniforme de un comandante de las SS, pero parecía demasiado joven, demasiado bajo y demasiado moreno para ser un oficial del nuevo regimiento del Führer. Le escuché pero decidí no creerle. Pensé que un caballero no echaría a dos ancianas, un niño pequeño y una mujer embarazada a la carretera en una tormenta de nieve. Espoleé a los caballos, y él sacó su arma. Le rogué que nos dejara ir. Claus se habría horrorizado si hubiera estado con nosotros. Primero por ver a su esposa suplicando a un oficial tan joven, y segundo por el descuidado patán. Tenía el pelo largo, no se había afeitado hacía días y tenía el uniforme sucio.
Dudó, y le ofrecí montar en el carro. Respondió con un disparo al aire y tirándome del asiento. Erich empezó a llorar, protesté diciendo que tenía un hijo y una madre enferma, y que estaba a punto de dar a luz. Le conté que mi marido era coronel de la Wehrmacht, mi suegro el general von Letteberg. Que podía sacar mis pertenencias del carro para dejarle sitio a él y a sus tropas, pero que tenía que llevar a mi madre y a mi hijo a casa de mi suegro en Berlín.
Bien podía haberme ahorrado el aliento. Media docena de soldados subió a la parte de atrás del carro. Tiraron a mamá y a Minna al suelo. Mamá cayó tan mal, que estaba segura de que se había roto algún hueso. Un hombre, un sargento, mayor que el resto y con tristes ojos marrones, me dio a Erich, todavía envuelto en la manta. Apenas tuve tiempo de coger mi mochila del asiento antes de que se fueran.
Corrí junto a ellos un tiempo, mendigando unas mantas para mamá. Estoy segura de que el oficial y sus hombres me oyeron, pero se volvieron. Lo único que pude hacer fue volver con Minna y mamá. Sentarse en el carro con el frío ya era malo, pero caminar era insoportable. Mis botas de invierno eran buenas, de antes de la guerra, con gruesas suelas de goma, pero aun así resbalaban en la carretera helada.
Minna y mamá seguían sentadas donde las habían tirado. Intenté contarles que los soldados nos habían hecho un favor, que era mejor caminar porque el ejercicio nos mantendría calientes. Cogí la pequeña mano enguantada de Erich con la mía y el brazo de mamá con la otra, y me uní a la masa de refugiados. Manteníamos la cabeza gacha porque el viento cortaba como un cuchillo. Arrastrando los pies, me concentré en seguir los talones de la mujer de delante; así no tenía que pensar en lo que estaba haciendo, sólo en lo lejos que estaba de Berlín.
El bebé eligió ese momento para volver a moverse, haciéndome pensar en Sascha, cuando lo único que quería era olvidarlo, a él y a los cuerpos en la nieve. Entonces un avión voló bajo sobre nosotros y ametralló la columna.
Cogí en brazos a Erich y los arrastré a mamá y a él al lado de la carretera, donde me tumbé sobre Erich hasta que las ráfagas de disparos pasaron.
Después, Minna se negó a levantarse, repitiendo que no podía dar un paso más. Pobre Minna. Fui muy dura con ella, la amenacé con toda clase de castigos si no seguía. No era culpa suya. Cuarenta años de servicio como primera doncella de la familia von Datski no la habían preparado para una marcha por el campo cubierto de nieve en mitad del invierno helado.
Ya habíamos llegado al bosque. Algunas otras mujeres se habían detenido en un claro a unos veinte metros de la carretera. Conseguí convencer a Minna de llegar hasta el pequeño campamento, la mayoría de las mujeres estaba demasiado cansada para hablar, pero me enteré de que habían viajado desde mucho más lejos que nosotros ese día. Se apiñaron en pequeños grupos bajo los árboles, compartiendo las mantas y comiendo lo que habían traído. Ninguna se atrevió a encender un fuego, aunque había mucha madera; temían llamar la atención de otro avión enemigo. Dejé que Minna vigilara a mamá y a Erich, y regresé a la cuneta con la esperanza de encontrar a algún conocido que pudiera llevarnos en carro, o al menos darnos una manta para mamá.
De camino, me tropecé con un soldado herido. Tenía la pierna rígida, cubierta de sangre y hielo. Cuando intenté ayudarle, me di cuenta de que estaba muerto. Tenía los ojos en blanco, mirando hacia arriba, al cielo que se oscurecía. Cuando fui a cerrárselos, mis dedos rompieron una capa de hielo que ya se había formado sobre sus pestañas.
Pasé sobre él y llamé a la gente de los carros, rogando que llevaran a mamá y a Erich, ofreciéndome a llevar sus cosas y caminar al lado a cambio. Fue inútil. Nadie contestó. Entonces vi el coche del médico. Golpeé la puerta y se detuvo. Bajó la ventanilla, se levantó el sombrero, y me saludó como si nos encontráramos en el café del parque de Allenstein.
Su mujer estaba sentada a su lado, con sus tres hijos apretados en el asiento de atrás sobre montañas de maletas y cajas. Le dije que el ejército había requisado mi carro y que estaba buscando a alguien que llevara a mi madre y a Erich a Berlín porque estaban muy débiles para caminar.
Se disculpó, diciendo que, como podía ver, no estaba en posición de ayudar a nadie. Se lo rogué a su mujer, le supliqué que al menos recogiera a Erich. Que era tan pequeño que apenas ocuparía espacio. Les dije que, ya que tenían que ir a Berlín de todas formas, Erich no sería un problema. E incluso si la casa de mi suegro había sido bombardeada, un general sería fácil de encontrar en el cuartel del ejército en Bendlerstrasse. Les recordé que si alguien les podía ayudar a encontrar alojamiento seguro y limpio, sería papá von Letteberg.
La mujer del doctor acabó por sugerir que Erich se sentara en su regazo. El médico accedió. Corrí de vuelta a donde estaba Minna y agarré a Erich. Le dije que iba a ir en coche a ver a los abuelos. Le pedí que fuera bueno, y le prometí que iría a por él en cuanto pudiera. No había tiempo de decir nada más.
No lloró, pero desearía con todo mi corazón poder olvidar la expresión aterrorizada de su rostro cuando se lo entregué a una gente que apenas conocía.
No quedaba más que intentar dormir donde mamá y Minna ya yacían en la nieve. Me quité el abrigo y se lo eché encima a mamá con Minna a un lado y conmigo al otro, cerramos los ojos, aunque pasé casi toda la noche llorando por Erich.
No creo que ninguna de nosotras durmiera realmente, y cuando llegó la mañana, tan fría y oscura como la tarde anterior, las tres estábamos heladas hasta los huesos. Mientras luchaba por levantarme, medio esperaba que mis extremidades se partieran crujiendo como carámbanos. Mamá estaba en un estado comatoso más profundo que ningún sueño. Minna y yo recogimos puñados de nieve y los frotamos por su cara y sus manos en un intento por despertarla, pero seguía sin moverse. Entonces el suelo tembló y escuchamos las pisadas.
Dejé a mamá con Minna y fui a la carretera con otra mujer. Ahora comprendo por qué la Wehrmacht llamaba al ejército ruso «la apisonadora». Hacia nosotras se acercaba lentamente por la carretera un tanque, y detrás marchaba un muro sólido de tropas rusas.
Corrí de vuelta. Mamá aún ni se había agitado. Recogí la mochila y levanté a mamá, que colgaba con los ojos cerrados. La mayoría de las otras mujeres ya habían reunido sus cosas y corrían hacia el bosque. Grité a mamá que se moviera. Minna intentó ayudar, pero mamá simplemente continuaba ahí de pie, balanceándose sobre sus talones. El estruendo del tanque se acercaba cada vez más, las tropas cayeron sobre nosotras, y los gritos comenzaron.
Charlotte se echó atrás en la silla, con la mente inundada por una mezcla de confusas imágenes de dolor (agudo, agónico dolor) sobre las que nunca le había hablado a nadie. El criterio de los rusos era simple. A los hombres y a los chicos alemanes les robaban y luego los mataban, lenta y horriblemente. A las chicas y a las mujeres les robaban, las violaban y, si sobrevivían a la violación en grupo, las mataban. A las afortunadas, les disparaban. Los refugiados que no habían sido lo bastante rápidos como para abandonar la carretera fueron derribados y aplastados por los tanques. Ataron a unos soldados alemanes de uniforme, los empaparon de gasolina y les prendieron fuego. No perdonaron a nadie, ni a los viejos, ni a los jóvenes, ni a los enfermos, ni a las embarazadas, y el paso de los años no había hecho nada para reducir su vergüenza por lo que le habían hecho.
Un soldado ruso me tiró al suelo. Las botas de mamá estaban al nivel de mi cabeza. La arrastraron y sus talones dejaron unos rastros gemelos en la nieve, como raíles de tranvía. No recuerdo si grité. No podía moverme porque el soldado ruso tenía sus rodillas en mis hombros. Me quitó la mochila y la vació en la nieve junto a mi cara. Podía oler su sudor, y el vodka y el pescado encurtido de su aliento, mientras separaba las joyas de los papeles y las llaves. Después de guardarse los objetos valiosos, se sentó en sus talones y me abrió la chaqueta a tirones. Pude oír cómo gritaba Minna, pero no sabía si era por lo que me estaban haciendo, o por ella misma.
Intenté pelear, pero vino otro soldado. Me subió la falda y las enaguas y me rompió la ropa interior. Otros me sujetaron los brazos y las piernas. Empezaron a reírse cuando el que me había levantado la falda se desabrochó el pantalón y me penetró.
Cuando aquello empezó, duró para siempre. Cerré los ojos contra los hombres, el frío, el dolor… y cuando acabó intenté levantarme, pero me sujetaron con más fuerza, y el soldado fue reemplazado por otro, y otro, y otro, y otra vez, y otra vez, y otra vez…
El dolor en mi vientre se volvió insoportable mientras me empujaban. Mis oídos estaban llenos de su risa y los gritos de las mujeres. Me sentía como si me estuvieran partiendo en dos. Lloré por mí, por mamá, por mi bebé, pero nada los detuvo. Contuve el aliento, quería morir, pero no funcionó, e intenté conjurar la imagen de Sascha, su rostro, su tacto suave, pero lo único que podía ver, lo único que podía oler, era el hedor de los hombres que me estaban violando.
Después, cuando me encontré tumbada en la nieve, demasiado débil para llorar o moverme, escuché un disparo. Entonces recordé a mamá. Arrastrándome a cuatro patas como un perro, seguí el rastro de sus botas.
Sus ojos estaban tan fríos y muertos como los del soldado que había visto. Pero no tenía heridas, ni marcas, sólo sangre en los muslos desnudos. Espero que muriera antes de que la desvistieran. Uno de los soldados vino a por mí. La nieve estaba ensangrentada a mi alrededor: mis piernas y lo que quedaba de mi ropa estaban empapados. Le rogué que no volviera a tocarme.
Alguien dijo mi nombre. Levanté la mirada y Sascha estaba allí. Corrió hacia mí y me ayudó a levantarme. Leon lo siguió. Se paró a recoger mis llaves, fotografías, papeles y diario, y lo volvió a meter todo en la mochila antes de dármelo.
Los soldados empezaron a gritar. Un hombre que parecía tener cierta autoridad apartó a Sascha de mí con un empujón. Otro, que hablaba mal alemán, exigió saber qué relación existía entre nosotros. Sascha me dijo que contara la verdad, y lo echaron al suelo de una patada por hablar alemán.
Vi a los hombres de Sascha detrás de él, rodeados por los soldados, y temí no sólo por mí, sino por ellos. Expliqué que habían trabajado como prisioneros de guerra en la misma granja que yo. Que todos habían sentido lástima por ellos, e intentaron darles más comida porque las raciones que les daba el Reich eran muy escasas.
El hombre que actuaba como intérprete declaró que no había visto ningún prisionero ruso con un aspecto tan saludable y bien alimentado como el de Sascha y sus hombres, y que si no les decía la verdad, me dispararían. Su idea de la verdad era que Sascha y sus hombres habían sido colaboradores, y que habían trabajado para el Reich voluntariamente.
Antes de que pudiera decir nada más, uno de los soldados sacó su arma. Fue a donde un grupo de mujeres alemanas se acurrucaban medio desnudas en la nieve. Sosteniendo la pistola junto a sus cabezas, empezó a dispararles de una en una, como a ratas en un granero. Y la primera a la que disparó fue a Minna.
Sascha levantó su rifle y mató al hombre. Entonces gritó:
—¡Corre, Charlotte! ¡Corre!
Lo último que sentí fue su mano en mi espalda mientras me empujaba hacia el bosque. Agarrando la mochila, corrí torpemente, aunque el dolor y el bebé casi me lo impedían. Mientras zigzagueaba entre los árboles, la voz de Sascha resonaba en mis oídos:
—¡Corre, Charlotte! ¡Corre!
No sabía si era real o imaginado.
Las balas silbaron a mi alrededor, haciendo ruidos sordos en la nieve. Me lancé detrás de un arbusto. Otro avión pasó en vuelo rasante, ametrallando el suelo. Cuando el sonido del motor se desvaneció, me atreví a mirar atrás. En la nieve yacían soldados y mujeres por igual. Pero los hombres de Sascha habían sido rodeados y les estaban quitando los rifles.
A Sascha lo empujaron de rodillas en el centro. Un oficial se situó junto a él, sosteniendo un revólver junto a su sien.
Sascha miró arriba y, por un instante, creí que me había visto. No rogó piedad para él o para sus hombres, sólo gritó una vez más:
—¡Corre, Charlotte!
Cuando me volví y corrí, escuché un último disparo.
No he dejado de correr desde entonces.