Miércoles, 25 de julio de 1944
Me he sentido tan desdichada y miserable que ni he pensado en Grunewaldsee, y he dejado que Brunon hiciera él solo todo el trabajo. El domingo no soportaba ver a nadie, así que me quedé en mi cuarto la mayor parte del día, leyéndole cuentos a Erich. Sigue preguntando por tita Irena, y Marianna y Karoline. No comprende por qué los soldados malos vinieron y se las llevaron, y repite sin cesar que no habían sido malas.
No encuentro las palabras para reconfortarlo o la fuerza para visitar a mamá. Estoy segura de que los guardias me están vigilando, así que me mantuve alejada del despacho y el cuarto de los arreos.
A primeras horas de esta mañana, Sascha se arriesgó tremendamente. Dejó el desván, entró en el cuarto de los arreos, cruzó el patio y trepó por la pared hasta mi balcón. Le escuché susurrar mi nombre fuera de la puerta acristalada. Fue una locura. Si uno de los guardias lo hubiera visto, le habría disparado.
Se quedó conmigo, cogiéndome la mano y dejándome llorar, sin decir una palabra, hasta una hora antes del amanecer, cuando lo llevé de vuelta por la casa al despacho, y abrí la puerta al cuarto de los arreos. Incluso entonces, entré primero para comprobar que no había nadie. Resultaba peligroso caminar por la casa, pero era una ruta más segura que a través del patio.
Lo dejé allí y fui a aprovisionarme a la cocina. Le llevé leche y pan, que habría sido el desayuno de Irena y las niñas. Les pasó a sus hombres la mayoría, pero se quedó conmigo mientras se tomaba su parte. Me contó que los guardias sólo han estado hablando de Wilhelm, Irena y las niñas. Incluso ellos están avergonzados del trato dispensado a una joven embarazada y dos niñas pequeñas.
Mamá von Letteberg llegó sin avisar mientras yo estaba en el cuarto de los arreos con Sascha. De algún modo Brunon sabía dónde estaba y llamó a la puerta. Sascha regresó a su desván y después abrí. Tenía la cara hinchada y los ojos rojos, así que esperaba que Brunon y mamá von Letteberg supusieran que me había encerrado allí a llorar lejos de mamá, Erich y los sirvientes.
No tuve que contarle nada a mi suegra; ya lo sabía todo. Se sentó conmigo mientras continuaba llorando. Entonces cerró la puerta y dijo que no importaba lo duro que fuera, tenía que recomponerme y ser valiente. Que si armaba escándalo, se llevarían a Erich y a mamá como a Irena y a las niñas. Me contó que ya habían ejecutado al coronel Graf von Stauffenberg, y que las pruebas contra Wilhelm eran abrumadoras.
Dijo que papá von Letteberg estaba haciendo lo posible por ayudar a Wilhelm, pero que era muy poco, ya que habían detenido a todos los oficiales relacionados con von Stauffenberg y su departamento, y a miles más, y podía ser sólo cuestión de tiempo que cuestionaran a Claus y a su padre por su relación con von Stauffenberg mediante Wilhelm y yo.
Al mirarla, noté que estaba tan nerviosa como yo; sólo que ella es mucho más experta ocultando sus sentimientos. Quería preguntarle si papá von Letteberg conocía de antemano el plan para matar a Hitler, y si él y Claus eran parte de la conspiración. Pero no tuve el valor para cuestionarla. Veo que cuanto menos sepa alguien sobre quién estaba involucrado exactamente, mejor.
Mamá von Letteberg no cree que Hitler se atreva a matar a una mujer embarazada y a unas niñas, sobre todo cuando llevan el antiguo y respetado nombre de von Datski. Espero que tenga razón y no lo diga simplemente por darme esperanzas donde no las hay. Papá von Letteberg ha descubierto que Irena está en una prisión de mujeres no lejos de Berlín, pero está prohibido enviarle nada ni escribirle. Aún no ha averiguado adónde han llevado a las niñas, pero duda que podamos verlas o enviarles algo.
Mamá von Letteberg conocía algunos detalles. El coronel Graf von Stauffenberg y tres oficiales más fueron fusilados poco después de la medianoche el 21 de julio en un patio interior del Ministerio de la Guerra. Supe que Wilhelm sería ejecutado en el momento en que mamá von Letteberg dijo que el coronel fue afortunado por tener una muerte tan rápida, piadosa y marcial.
Wilhelm, junto con muchos otros, soportará un juicio. El Führer ha ordenado el arresto de todos los hombres involucrados y también de sus familias, así que Irena, Marianna y Karoline no son las únicas mujeres y niñas encarceladas. El coronel Graf von Stauffenberg, o alguien cercano a él, había contactado con Inglaterra en un intento por detener la guerra. Cuando el Reich anunció el fracaso del plan para matar a Hitler, la BBC emitió una lista de los conspiradores, así que el Führer supo exactamente quién había conspirado contra él. ¿Es que los británicos no entienden que aunque todos los oficiales eran alemanes también eran enemigos de Hitler?
Tras un rato, mamá von Letteberg me convenció para dejar el cuarto de los arreos y regresar a la casa. El médico esperaba para vernos. Herr y Frau Adolf han muerto. Escribieron una nota diciendo que no podían soportar vivir sabiendo lo que había pasado, y tomaron veneno. El médico sugirió que les resultaba imposible vivir con la desgracia de tener un yerno que intentó derrocar y matar a nuestro amado Führer, pero yo creo que fue la pérdida de Manfred y la crueldad infligida a Irena y a sus nietas lo que condujo a los Adolf a quitarse la vida.
Claus llamó a medianoche para contarme que regresa al frente ruso y que pasará por Grunewaldsee de camino. Eso fue todo lo que dijo. Tuve demasiado miedo de hacerle preguntas porque sospechaba que alguien estaba escuchando. Mamá von Letteberg sabía lo de su destino. Le pregunté si eso era la forma que tenía Hitler de castigar a Claus por estar emparentado con un miembro de la conspiración. Ella aseguró que no. Que las cosas son tan inciertas y peligrosas en Berlín, que papá von Letteberg había organizado el regreso de Claus al frente, porque ahora mismo es más seguro que el Ministerio de la Guerra.
Por primera vez me alegra que Claus venga a verme. En toda esta confusión de muerte y crueldad, hay un secreto por el que estoy contenta. Llevo un mes embarazada del hijo de Sascha. Nadie lo sabe excepto yo, ni siquiera Sascha, pero se lo contaré antes de que llegue Claus.
Si consigo que Claus crea que él es el padre, puede que me permitan quedarme el bebé, al menos un tiempo.
Charlotte cerró los ojos y, una vez más, sintió en ellos la mirada azul de Sascha, reluciendo ante la luz parpadeante de la lámpara que había colgado del techo del cuarto de los arreos. Desde el momento en que habían hecho el amor por primera vez, no había podido ocultarle nada. Pero encontró muy difícil contarle lo que deberían haber sido buenas noticias.
—Tengo algo que contarte —susurró por fin.
—Ya sé lo que es —respondió él con templanza.
Su repentino cambio de humor la atemorizó.
—¿Cómo lo sabes?
La calidez e intimidad engendrada al hacer el amor se había hecho pedazos. Él se alejó de su lado, se sentó y cogió la camisa que ella le había arrancado; una vieja camisa de lino de Paul que había zurcido muchas veces.
—¿Eso importa?
—Sí. —Negándose a dejarlo apartarse de ella, se puso de rodillas y lo envolvió entre los brazos cruzando las manos sobre su pecho.
—Oí a Brunon decirle a Marius que se asegurara de que los arreos del semental gris estaban limpios, porque tu marido llega mañana.
Sintió su dolor como si fuera suyo.
—No tienes motivos para estar celoso de Claus.
Él bajó la cabeza, y ella supo que estaba avergonzado de su rabia.
—No soporto la idea de que yazcas entre sus brazos, de que te bese, te acaricie, te ame…
—¡Yo no yazgo entre los brazos de Claus! —Lo abrazó más fuerte—. No le amo, nunca podré amarle como te amo a ti. Pero…
—Mientras yo siga aquí, soy un prisionero, un esclavo, no soy nada, no soy nadie —interrumpió él con dureza—. Y Claus von Letteberg es un aristócrata, tú eres su mujer…
—Voy a tener un hijo tuyo. —Pretendía elegir un momento mejor para darle la noticia. Y había planeado hacerlo con delicadeza. Incluso había ensayado lo que diría.
Él se volvió y se quedó mirándola. Ella vio conmoción, miedo y algo más reflejado en sus ojos.
—Voy a tener un hijo, tu hijo —repitió quedamente, consciente de los hombres en el desván sobre ellos, separados sólo por una capa de planchas de madera.
—¿Cuándo… cuándo nacerá?
No necesitó calcularlo, porque no había hecho otra cosa durante el mes anterior, desde que sus sospechas se habían vuelto certeza.
—En primavera. Finales de marzo o principios de abril.
Él dejó caer la camisa, volvió a hundirse en el heno y la miró.
—¿Le dirás a Claus que es suyo?
—Ahora no, pero dentro de un mes o dos, sí. ¿Qué otra opción tengo? —dijo con voz suplicante, deseando que Sascha le ofreciera una esperanza de que pudiera ser de otro modo. Podrían escapar, construir una nueva vida para ellos en alguna parte lejos de Alemania y Rusia, pero incluso mientras lo pensaba, sabía que era inútil.
—No tenemos elección mientras siga habiendo guerra. Pero si termina…
Ella sabía por qué él no había terminado la frase. Era el motivo por el que ninguno de los dos había abordado antes el tema.
—La guerra terminará. Aunque sea porque pronto no quedarán soldados para luchar —dijo ella con tristeza.
—Si Rusia gana, iré a casa, y os llevaré a ti y a Erich conmigo —prometió él precipitadamente.
—¿Con tu mujer? —Forzó una sonrisa para quitar hierro a sus palabras, aunque quería recordarle que él tampoco era libre.
—¿Y si gana Alemania? —preguntó él.
—Los hombres regresarán.
—No quedarán bastantes supervivientes para hacer todo el trabajo. Si tengo suerte, me quedaré aquí, prisionero y esclavo, y mi hijo y tú viviréis con Claus von Letteberg. Y si no tengo suerte…
—¡Sascha, no! —Enterró la cara en su pecho, incapaz de soportar la idea de la separación—. Te quiero.
—¿Y nuestro hijo?
—El niño nacerá de nuestro amor. Lo querré, adoraré y protegeré con todas mis fuerzas. Por favor, Sascha, ¿no puedes alegrarte? Esta guerra ha traído mucha muerte: papá, Paul, y parece seguro que Wilhelm. Tanta gente a la que quería, y tantos amigos, que se han ido para siempre… Y, en cierto modo, no saber qué les ha pasado a Irena y a las niñas es incluso peor. Cada noche me imagino que las torturan, y lloran, me gritan que las ayude…
Él la atrajo hacia sí. Ella apoyó la cabeza sobre su pecho y Sascha le acarició el pelo.
—El bebé no ocupará su lugar, Charlotte.
—Lo sé. —Era como si un puño de hierro se hubiera cerrado sobre su corazón—. Nadie puede.
Sascha volvió la cara hacia ella y sonrió; la lenta sonrisa que Charlotte había llegado a amar tanto.
—El bebé no ocupará su lugar. Pero traerá esperanza para el futuro, para nuestro futuro.
Casi temía hacer la pregunta:
—¿Y mientras tanto?
—Haremos que cada segundo y cada minuto merezca la pena. Nos amaremos como ningún hombre ni ninguna mujer se han amado antes, y —recorrió con los dedos su cuerpo desnudo— agradeceré cada día que pueda ver a nuestro pequeño crecer en tu interior. Y espero que el destino nos permita estar juntos cuando nazca.
Charlotte dejó el diario en la mesilla de noche, salió de la cama y abrió la puerta del balcón. El sol se había levantado sobre el lago, brillando a través de la niebla matutina que enturbiaba el agua y nublaba los bosques, como había hecho tantas otras mañanas de verano. Volvió a la habitación, cogió su chal y el diario, y se sentó en la mesa de fuera, disfrutando una belleza que nunca había olvidado. Los árboles, la hierba, las flores, incluso los cisnes deslizándose por el agua y formando cadenas de ondas, todo parecía igual que cuando vivía en Grunewaldsee. Si Paul y Wilhelm estuvieran junto a ella, sabía que reconocerían su amado país.
¿Alguna vez había dejado de llorar a sus amados hermanos? Pobres Paul y Wilhelm… El paso de los años no hacía que dejara de estremecerse. No conoció la historia completa hasta después de la guerra.
Quiso ir a Berlín a apoyar a Wilhelm en su juicio, pero papá von Letteberg la convenció de que aquello ya sería lo bastante humillante y difícil para Wilhelm, a quien habían despojado de su rango y expulsado del ejército antes de someterlo a lo que la Gestapo llamaba «interrogatorio intensivo», que resultaba ser otro término para tortura.
Junto con los demás conspiradores, sufrió tres semanas sin divulgar ningún nombre aparte de los de los hombres que sabía que ya habían sido ejecutados. Entonces fue juzgado en el Tribunal del Pueblo. El juez había emitido la inevitable sentencia de muerte. A Wilhelm no le concedieron la ejecución militar de su superior. Lo colgaron, desnudo, de una cuerda de piano suspendida de un gancho de carne en una celda de la prisión de Ploetzensee.
Un testigo constató que Wilhelm tardó veinte minutos en morir, porque, como al hermano de su coronel, lo bajaron y lo revivieron dos veces antes de volver a colocarlo en el gancho.
La mañana de su ejecución, a Wilhelm le mostraron los papeles que Greta había firmado; papeles en los que renunciaba a todos los lazos entre ellos y lo denunciaba como un traidor que había profanado el nombre von Datski. Pero, como reflexionó Charlotte, Wilhelm no habría esperado otra cosa de Greta.
Su suegro le dio su palabra de que a Wilhelm le habían dado su último mensaje. Era corto y sencillo: «Te quiero, y estoy y siempre estaré orgullosa de ti, mi querido hermano».
Abrió su diario por la contraportada. La última carta de Wilhelm estaba guardada allí. La desdobló, con lágrimas brotando de sus ojos como cada vez que veía su conocida letra: «Lo único que lamento es que no lo logramos, y que Irena, las niñas, mamá y tú sufriréis. Espero que algún día me perdones y comprendas por qué tuve que sacrificar incluso a mi familia a la causa de Alemania. Tu hermano que te quiere: Wilhelm».
Deseó haber podido decirle que siete meses después lo había comprendido, y había deseado con toda su alma y todo su corazón que el coronel Graf von Stauffenberg y su conspiración hubieran tenido éxito.
Charlotte hojeó las siguientes páginas de su diario. Las entradas eran cada vez más escasas, con semanas en lugar de días entre ellas. Había estado ocupada dirigiendo Grunewaldsee, pero antes también, y eso no había evitado que plasmara sus pensamientos en el papel. Pero el miedo sí. Un miedo paralizante, que la consumía y le helaba la sangre, que la perseguía en la vigilia y volvía sus sueños pesadillas; un miedo que no era por ella misma, sino, después de lo que le había sucedido a Wilhelm, Irena y sus hijas, por su hijo, su madre, Sascha, y el hijo de Sascha.
Antes era abierta y amigable, ahora suspicaz con todo el mundo que llamaba a Grunewaldsee, sin importar que fuera un viejo amigo o un extraño. Había espías por todas partes, y las acciones de su hermano habían marcado a toda la familia como traidores.
El comandante del campo de prisioneros de guerra la llamó. Le dijo que había que reemplazar a los guardias, porque todos los soldados con experiencia eran necesarios en el frente. Sabía que era inútil discutir con él, ni siquiera lo intentó. No es que le gustaran los antiguos guardias, pero llevaban tanto tiempo viviendo en Grunewaldsee que se había acostumbrado a ellos. Cuando llegó su reemplazo, recordó con cariño a los tres cabos y pensó en ellos casi como en amigos.
Dos de los nuevos guardias eran unos crueles y amargados amputados con piernas artificiales. Ambos disfrutaban azotando y humillando a los prisioneros. Otro era un chico demasiado joven para afeitarse, pero que las autoridades consideraban lo bastante mayor como para llevar un arma. Y había un cuarto. Un tísico terriblemente delgado que no dejaba de toser y pasaba la mayor parte del día de pie mirando por la ventana de la cocina de la casa del guarda, observando cada movimiento que Brunon, Marius, Minna, Martha y ella hacían. Y cada vez que le devolvían la mirada, él escribía ostentosamente en una libreta.
Era obvio que lo habían enviado a espiarlos. Pero en aquellos días oscuros del final del verano había un consuelo, Sascha. Incluso después de todo lo que había pasado más tarde que le había hecho dudar de los motivos de Sascha, aquel verano Charlotte creía de verdad que él se preocupaba por ella y por su futuro hijo.
Cogiendo el diario, dejó la balconada, volvió a la cama y se quitó las zapatillas. Se echó sobre las almohadas y recordó.
Cielos azules, largos días de calor trabajando en los campos, seguidos de cálidas noches de verano pasadas detrás de balas de heno recién cortado en el cuarto de los arreos. Si Brunon se preguntó por qué había ordenado que se guardara tanto heno allí en vez de en el granero, nunca cuestionó sus órdenes.
Y Sascha, que trabajaba como el esclavo que era durante el día, la abrazaba cada noche robada; cargaba con la pena de Charlotte por su padre, hermanos y amigos perdidos, la compartía, y le prometía ayudarla a buscar a Irena y a las niñas después de la guerra.
Sólo tenía que oler heno recién cortado para verse transportada de vuelta a aquella época que, a pesar de toda la pena, angustia e incertidumbre, había sido la más apasionada e intensa de su vida.
Martes, 17 de octubre de 1944
Alemania está de luto. El Mariscal de Campo Rommel ha muerto. La radio y los periódicos informan de que fue hace tres días, cuando unos aviones de la RAF ametrallaron su coche, pero Brunon oyó rumores en Allenstein de que también estaba involucrado en el plan de von Stauffenberg.
La matrona a cargo del hospital de Bergensee me pidió que dejara de visitarlos después de la ejecución de Wilhelm. Obviamente, una autoridad superior le había ordenado que lo hiciera. Estaba incómoda todo el tiempo mientras hablaba conmigo, e incluso dijo que si dependiera de ella seguiría dejándome ir. Pero el cabo a cargo de las admisiones la escuchó, y me dijo abruptamente que las autoridades no creían que fuese apropiado que la hermana de un traidor pudiera visitar una institución militar.
No voy a la ciudad a menudo, no tiene mucho sentido cuando las tiendas no tienen prácticamente nada que vender, pero cuando lo hago, la gente se cruza de acera para no tener que saludarme. Las chicas que estaban conmigo en el colegio, las madres de chicos que estaban en el grupo de las Juventudes Hitlerianas de Paul y Wilhelm, incluso el médico y su mujer, que han sido buenos amigos de papá y mamá desde que puedo recordar, tienen miedo de hablar conmigo en público.
Han arrestado y ejecutado a mucha gente: generales, coroneles, oficiales; todos hombres respetados, aristocráticos, inteligentes, capaces, que Alemania no puede permitirse perder. Ahora me pregunto si papá murió de un ataque al corazón. El Führer odia a los masones, y mucha gente sabía de la indiscreción juvenil de papá, así como de sus críticas hacia la guerra.
Cuando papá murió, creí que perderlo era lo peor que me pasaría en la vida, y ahora, ni cuatro años después, no lloro únicamente a papá, sino a Wilhelm y Paul. Sólo quedamos mamá, Greta y yo, y aunque el cuerpo de mamá está aquí, su mente está con papá y los chicos. Y Greta… Hace un año pensé que ya no podía caerme peor. Ahora la odio con cada fibra de mi ser.
Hace siete semanas desde la ejecución de Wilhelm. Aún no hay noticias oficiales sobre Irena. Sé que papá von Letteberg ha tenido que trabajar muy duro para evitar que nos llevaran a Erich, a mamá y a mí. Vino a Grunewaldsee desde Berlín para decirme que Wilhelm había muerto, porque no quería que supiera la noticia por un extraño. Mi hermano ni siquiera recibió la muerte otorgada a un oficial con un pelotón de fusilamiento. Lo colgaron como a un criminal común.
Rogué a papá von Letteberg que me contara todo lo que supiera sobre la muerte de Wilhelm. Había hablado con un soldado que había presenciado la ejecución, y todos los presentes estuvieron de acuerdo en que mi hermano murió de forma muy valiente. Nunca dudé que lo haría, aunque la idea de cualquier hombre joven, sano y fuerte, y más mi queridísimo hermano, asesinado deliberadamente en la flor de la vida, me pone enferma. Un minuto vivo, y al siguiente, nada.
Wilhelm se negó a nombrar a sus compañeros de conspiración e insistió hasta el final en que nadie, aparte de los hombres que ya habían sido ejecutados, conocían el plan para matar a Hitler, y que ninguna mujer, ni siquiera su esposa, ninguna madre o hermana, tenía ni idea de lo que él y los demás estaban planeando.
Poco después, Greta me escribió una carta que habían abierto en el correo, como hacen ahora con todas las que entregan en Grunewaldsee. En ella adjuntaba una copia de la carta que había enviado al alto mando, denunciando no sólo todo lo que Wilhelm había hecho, sino al propio Wilhelm.
Como nadie me ha pedido que escriba una carta así, tengo que suponer que lo hizo por iniciativa propia en un intento de distanciarse de lo que llamaba «crímenes sediciosos de Wilhelm von Datski». Pero Greta siempre ha tenido un sentido superdesarrollado de autoprotección. Como Paul decía, Greta pone a Greta la primera, la segunda, la tercera, y así, del principio al final.
En su carta personal me decía que, como Paul y Wilhelm están muertos y no han dejado herederos legítimos que no sean criminales, como si las pobres pequeñas Marianna y Karoline pudieran ser criminales, Grunewaldsee es ahora suya por derecho, como hija mayor superviviente de papá, y que Helmut y ella se mudarán y vivirán aquí cuando se casen.
Estaba tan enfadada que quemé ambas cartas. Espero que Greta tenga la sensatez de mantenerse alejada de mí y de Grunewaldsee. No seré responsable de lo que le diga o haga si intenta poner un pie en la casa. Si la hacienda pertenece a alguien es a Marianna, Karoline y, si Irena tiene un niño, al hijo de Wilhelm, y pretendo hacer que sus herederos reciban las tierras, no Greta y el perrito faldero de su prometido.
No necesitaba que papá von Letteberg me advirtiera que todas las carreteras alrededor de Grunewaldsee están vigiladas. Si pudiera enviar a Erich lejos, lo haría, ¿pero adónde? Mamá von Letteberg es la elección más obvia, pero sé por su última visita que está cada vez más preocupada por los rumores de más detenciones. Está aterrada de que el próximo sea su marido, y si lo es, ni ella ni nadie que viva con ella estarían a salvo, y no soporto la idea de perder a Erich como he perdido a Marianna y Karoline.
Intento no pensar en cómo estarán las niñas tras meses o años en un campamento o un orfanato del Estado, suponiendo que sobrevivan y las encuentre después de la guerra. Después de ver brevemente a Claus un día (y una noche muy necesaria para el hijo que llevo dentro) antes de su marcha al frente ruso, estoy convencida de que no estaba involucrado en la conspiración, incluso si su padre sí.
Papá von Letteberg repitió que el frente ruso era más seguro que Berlín cuando organizó el traslado de Claus inmediatamente después de la ejecución del conde von Stauffenberg. Pero sé por las pistas en las cartas de mamá von Letteberg que ahora se lo está pensando mejor. No me sorprende. Por lo que Brunon ha oído, ya no queda frente ruso, sólo el polaco, y los rusos están concentrados en las fronteras de Prusia Oriental y Bielorrusia.
Escribí a Claus a finales de septiembre para informarle de que va a volver a ser padre. Al mismo tiempo, llamé a mamá von Letteberg para contarle que estaba embarazada de su segundo nieto. Fingió estar contenta, pero noté que mis noticias sólo le daban un motivo más de preocupación. El embarazo me hace más vulnerable, otro peón que pueden usar contra papá von Letteberg si encuentran pruebas que lo impliquen en la conspiración de julio.
Brunon me dijo que se rumorea que se habían llevado a los campos a miles de familiares de los conspiradores, incluyendo ancianos, niños y bebés. Lo único que espero es que Irena, Marianna y Karoline estén vivas, y que las condiciones no sean demasiado duras para las mujeres y los niños. Pero con la escasez de comida entre los civiles, temo pensar lo que les darán a los prisioneros. Las raciones de los guardias se han reducido a la mitad, aunque ahora hay cuatro en vez de tres, y hace meses que no nos dan nada para los rusos.
No es muy sorprendente que el comandante del campamento me llame cada semana para preguntar si necesitamos prisioneros de reemplazo. Brunon dice que la política oficial es matarlos de hambre. Los nuevos guardias insisten en que los rusos pueden sobrevivir sólo con un cuenco de sopa aguada al día. Doy gracias por la trampilla, aunque debemos tener mucho cuidado. Es obvio por la apariencia de los hombres de Sascha que les estamos alimentando de más, y los guardias registran el desván del establo a todas horas del día y de la noche para intentar cogerlos con la comida. Hasta ahora hemos tenido suerte.
Si está viva, Irena ya habrá tenido a su hijo. Espero que sea un niño, así nunca habrá duda de quién debería heredar Grunewaldsee, si es que queda algo que heredar. El ejército se ha llevado casi todos los animales. Brunon ha escondido unos cuantos caballos en las granjas vecinas, incluyendo a Elisa, porque estamos convencidos de que se los llevan como comida.
Brunon, Marius y yo matamos tres cerdos en secreto, de noche junto al río, para que los guardias no nos vieran hacerlo y pudiéramos lavar la sangre. Salamos los cuartos y los ocultamos tras las despensas de vino de papá en la bodega. Si no lo hubiéramos hecho, no tendríamos qué comer. La ración semanal de pan se redujo otros 200 gramos ayer. Ya es suficientemente malo para nosotros, pero es incluso peor para Sascha y los prisioneros. Tenemos tan poco para nosotros y los niños de la hacienda, que cada vez es más difícil encontrar algo que llevarles.
No habría podido sobrevivir los últimos meses sin Sascha para amarme y reconfortarme. Noche tras noche me ha sostenido entre sus brazos mientras lloraba por papá y mamá, por Paul y Wilhelm, por Irena y sus niñas, y por nosotros.
Nunca he conocido un agosto tan caluroso. En lo peor de la ola de calor, Sascha y yo nos escabullimos fuera del cuarto de los arreos de madrugada. Dejamos atrás la mansión y cruzamos el bosque hasta la casita para bañarnos en el lago.
Fue una locura correr semejante riesgo, pero después de lo que les ha pasado a Wilhelm e Irena, nuestro tiempo juntos es el más preciado. ¿Quién sabe cuánto nos queda? Y el peligro no parecía importar tanto como pasar unidos cada momento posible.
Ahora recuerdo nadar bajo las estrellas con Sascha, yacer desnuda entre sus brazos en la orilla, y observar la luna hundirse lentamente en el cielo. Nunca olvidaré esa noche, y creo que Sascha tampoco. Fue casi como si consiguiéramos parar el tiempo. Durante un largo rato, nada se movió. Ni siquiera había brisa. Todo estaba tan quieto, tan silencioso, que casi podía creer que éramos las únicas criaturas vivas en un mundo de cartón piedra.
Nada existía aparte de nosotros hasta que un pájaro empezó a cantar y una corriente de aire onduló la superficie del lago. El pájaro rompió el hechizo, pero incluso entonces quería quedarme hasta el amanecer, aunque Sascha estaba preocupado, no por él mismo (nunca por él), siempre por mí.
Volvimos a la mansión por la ventana del salón de baile, y lo llevé por el pasillo hasta el cuarto de los arreos. Mientras tanto, no podía evitar pensar qué pasaría si uno de los guardias nos viera. Estos insisten en tener las llaves de la casa, las usan cuando quieren, de día o de noche, y siempre llevan sus armas. Creo que dispararían primero a Sascha y después a mí.
Mi terror infantil a la muerte parece extraño ahora. Acosada por pesadillas, me despertaba gritando una noche tras otra durante las semanas siguientes a la muerte de Oma, cuando tenía cinco años. Papá y Greta perdieron la paciencia; incluso mamá no comprendía mis temores… ¿O quizá sí? Quizá todo el mundo siente en secreto lo mismo. Terror ante la idea de que los gusanos y los insectos se coman tu cuerpo, de caer en una negra nada donde ya no se puede ni pensar.
Creo que Wilhelm y Paul entendieron por lo que estaba pasando. Ahora, después de todo lo que ha pasado desde que empezó la guerra, pienso en la muerte demasiado para el bien de Erich o el mío propio.
Espero que haya algo después de la muerte. Algún tipo de vida, aunque no sea como la de la tierra. Y que los gemelos se hayan reunido con papá y María, y Peter y Manfred, y que algún día los vuelva a ver. Pero no creo ni por un momento que, si hay una vida así, tenga nada que ver con un Dios que todo lo ve, todo lo sabe y todo lo perdona. Ningún Dios permitiría que sucedieran las cosas terribles que les están pasando a niños y personas inocentes de toda Europa.
Si un guardia nos matara a Sascha y a mí, ¿sería rápida la muerte? ¿Es una bala en la cabeza tan indolora como aseguran los soldados? Supongamos que no te mata de inmediato y que, después del disparo, sientes un inmenso dolor. ¿Eres consciente de la muerte llegando minutos antes del final?
No quiero que suceda, pero no querría vivir sin Sascha. Él repite que, si sucede lo peor, debo seguir adelante, porque mucha gente depende de mí. Que tengo responsabilidades hacia Erich, el niño que llevo dentro, las hijas de Wilhelm e Irena, mamá, Minna, la familia de Brunon… y él. Cuanto más crece el bebé en mi interior, más insiste Sascha en que tenemos un futuro juntos. Pero yo no estoy tan segura, y tengo demasiado miedo para preguntarle a Sascha cuál cree que es.
Jueves, 19 de octubre de 1944
Ayer llamaron a todos los hombres no discapacitados entre dieciséis y sesenta años para formar una Guardia Nacional. El propio Führer hizo el anuncio, condenando al mismo tiempo a todos nuestros aliados por rendirse. Dejó claro que ahora Alemania se enfrenta sola a nuestros enemigos judíos internacionales.
Yo estaba devastada, no por la confirmación de que la guerra va mal, cosa que sospecho desde hace meses, sino por perder a Brunon. No puedo imaginarme organizando la hacienda sin él. Ya ha recibido sus órdenes y un permiso de viaje hacia Königsberg. Martha está consternada. Le prometí a Brunon que cuidaré de ella y de Marius; espero que pueda mantener esta promesa, no como la que le hice a Wilhelm. Gracias a Dios, Marius sólo tiene trece años.
Recibí una carta de Claus esta mañana. Estaba encabezada con un «en alguna parte de Polonia». Le alegra que esté embarazada, y sugirió que si es un niño se llame Peter por su hermano. Me pregunté si recordaría que el segundo nombre de Erich es Peter. Si es un niño, me gustaría bautizarlo como Wilhelm Paul, pero sé que Claus no lo permitiría, porque podría verse como aprobación hacia la complicidad de Wilhelm en la conspiración de julio.
Pero ¿qué tiene que ver Claus con este niño? Una de las cosas más difíciles que he tenido que hacer en mi vida fue permitir que volviera a tocarme en su último permiso. El tacto de su cuerpo desnudo contra el mío era repugnante después de haber hecho el amor con Sascha. Cuando Claus no está es muy fácil fingir que Sascha es mi marido, pero es sólo ficción y quizá es lo único que siempre será. No, no puedo creer eso. ¡No lo haré!
Las noches se están volviendo más frías. Sascha y yo pasamos tanto tiempo como nos atrevemos en el cuarto de los arreos.
Intentamos desesperadamente olvidar la guerra, pero los dos sabemos que las cosas están a punto de cambiar. Los rusos continúan concentrándose en nuestras fronteras orientales y se habla de trasladar a los prisioneros al Oeste. Espero que no lo hagan. No me imagino tener que vivir sin Sascha.
Miércoles, 8 de noviembre de 1944
Los rusos entraron en Prusia Oriental el mes pasado y masacraron mujeres y niños alemanes en Nemmersdorf, un pueblo cerca de Königsberg. Los periódicos estaban llenos de terribles fotografías de crucifixiones y gente destripada y quemada viva. Deseé no haberlas visto, porque desde entonces no hago más que pensar en Erich, Marianna y la pequeña Karoline asesinados como esos pobres niños.
Sascha dijo que las fotografías podrían ser propaganda, pero me avisó que, lo fueran o no, las tropas rusas que invaden Prusia Oriental no serán amables con los soldados o los civiles alemanes después de las atrocidades que nuestro ejército perpetró en el Este.
La gente del este del país ha intentado alquilar habitaciones en Allenstein, pero la policía ha ordenado a los hoteleros que no los admitan. Nuestro Gauleiter, Erich Koch, asegura que han expulsado a los rusos. Se nos ha ordenado a todos permanecer en nuestras casas, incluso a la gente que vive cerca de las fronteras polaca y rusa, y a la población civil de Königsberg, que será la primera ciudad que ataquen los rusos, ya que es nuestra capital.
¿Es verdad que han expulsado a los rusos? ¿Está Brunon a salvo? Martha sólo ha recibido una carta suya desde que dejó Grunewaldsee el mes pasado. ¿Invadirán los rusos Prusia Oriental? ¿Qué nos pasará si lo hacen? Me estremezco de pensarlo.