Capítulo 12

Jueves, 30 de marzo de 1944

Los periódicos y la radio están llenos de fotografías e historias sobre nuestras tropas marchando en Hungría, pero las bajas siguen llegando en los trenes y es obvio que hay duros combates en Rusia. Todos los días agradezco a Dios que Wilhelm no esté allí… ni Claus tampoco.

El deshielo por fin ha llegado. Ya queda muy poca nieve, y todos los árboles y arbustos están llenos de capullos. Los rusos han empezado a arar los campos. Sigo yendo al cuarto de los arreos casi todas las noches, pero ahora siempre uso la puerta que va allí desde el despacho de papá.

Dejo la puerta cerrada con llave, excepto cuando la uso. El guardia gordo miró en el cuarto de los arreos una vez cuando estaba cogiendo la silla de Elisa y vio la puerta. Me preguntó qué había detrás. Le dije que era una antigua entrada a las dependencias de los sirvientes, pero que la llave se había perdido hacía años. Por suerte, me creyó. Gracias a Dios por un hombre tan estúpido.

Aunque no pueden verme desde la casa del guarda o el patio, voy al cuarto pasadas las nueve, cuando los guardias encienden la radio y sacan el licor. Mamá, los niños e Irena siempre están acostados a esa hora. Martha, Brunon y Marius están arriba en sus habitaciones, y Minna se queda en el cuarto de mamá. Ahora duerme allí por si mamá se levanta de noche y se marcha de nuevo. Todos están muy ocupados para fijarse en lo que estoy haciendo, y nadie excepto los rusos sabe que Sascha y yo pasamos las noches juntos.

Cuando la lámpara está encendida, la trampilla cerrada y las llaves de las puertas echadas, me siento como si Sascha y yo estuviéramos dentro de nuestro propio mundo privado. Nos envolvemos en las mantas de los caballos y nos sentamos a hablar de todo y de nada… excepto de la guerra.

Es extraño cuántas cosas tenemos en común: la música; el amor por la literatura; el arte; los caballos; y la naturaleza. Aunque Sascha creció en Moscú, su padre tenía una casa de campo, y allí aprendió a montar.

Ha descrito los bosques y los campos alrededor de la dacha de su padre tan bien, que siento como si los hubiera visitado. Hace unas cuantas semanas llevé un par de libretas, algunos lápices y carboncillo a la habitación. Sascha es un magnífico dibujante. Me hizo un retrato y un boceto de Grunewaldsee. Yo era razonablemente buena en la escuela, pero lo dejé para concentrarme en la música. Sascha dijo que fue un error, y me está enseñando técnicas básicas de dibujo. Dice que estoy mejorando, pero creo que simplemente está siendo amable.

Ayer, después de dibujar un retrato decente de Elisa, me besó, nada más que en la mejilla, pero me estremecí. Se disculpó. No quería hacerlo, pero empecé a hablarle de mi matrimonio con Claus y cuánto odiaba la vida de casada, y cuando empecé a hablar no pude parar. Después me sentí muy tonta, pero Sascha no estaba incómodo, sólo se mostró amable y comprensivo. Dijo que es fácil para un hombre asustar a su novia, y que el amor, como todo lo que merece la pena tener en la vida, es algo que hay que ganarse.

Sascha es sensible, amable y comprensivo; completamente lo opuesto a Claus, que siempre es severo, impaciente y exigente. Cuando me acosté anoche, empecé a preguntarme cómo sería estar casada con él; vivir y trabajar junto a él; sentarme y hablar con él por las noches en la salita sobre arte, poesía y música; comer siempre con él; y dormir con él. Quizá incluso hacer el amor con él como Irena lo hace con Wilhelm.

Siempre he tenido cuidado con este diario, ahora tengo el doble de cuidado. Si alguien lo leyera, tendría serios problemas. Aparte de que algunas cosas que he escrito rozan la traición, Sascha y yo seríamos sin duda fusilados.

Charlotte levantó la vista de la página. Había amanecido, y no se había dado cuenta. La luz había aumentado en la habitación hasta ser más brillante que la de la mesilla de noche. No pretendía leer toda la noche, pero había olvidado muchas cosas. No sucesos, sino visiones, sonidos; la textura de la piel de Sascha bajo sus dedos; su olor a lluvia, bosques de pinos, campos limpios y humo de madera de la estufa en el desván.

Recordó la amarga lucha que había tenido con su conciencia desde los primeros días de su amistad. No podía olvidar los votos sagrados que había intercambiado con Claus en la iglesia de Grunewaldsee en su boda. Pero la sensación de culpa que la había atormentado no había evitado que se escapara siempre que podía para pasar el tiempo con Sascha.

Esa noche, cuando Sascha la besó, suave y castamente en la mejilla, marcó un punto de inflexión en su relación. Ella creía que Sascha se lo había dado como un maestro a una alumna, un reconocimiento y una recompensa por el trabajo bien hecho. Pero desde aquel momento, entre ellos pasaron cosas que nunca se había atrevido a confiar a su diario. Sin embargo, cada segundo que habían compartido permanecía indeleble en su memoria. Tesoros secretos a los que se había aferrado, en los que se había refugiado y que la habían consolado durante los peores momentos de su vida.

Esos recuerdos la habían sostenido y le habían causado angustia durante más de sesenta años. Le habían dado fuerzas para seguir adelante cuando no tenía nada ni nadie por lo que vivir. Y habían dado lugar a su más lóbrega desesperación cuando había dudado de los motivos de Sascha para hacerse su amigo. ¿Sólo buscaba obtener comida y calor que les permitieran sobrevivir a él y a sus hombres? ¿De verdad la había amado como ella a él? ¿Eran sus recuerdos de Sascha y su amor reales, o estaba, como tanta gente mayor, recordando lo que nunca había sido?

¿Había significado algo aquella noche trascendental de su vida para Sascha? ¿Se había aferrado a ella, la había conservado y revivido una y otra vez después, como ella había hecho, y aún hacía?

El día había sido frío, pero ya no era lo mismo que en pleno invierno. Había llevado una caja de madera rellena de heno al despacho de su padre. Dentro había un lujo inimaginable: un pequeño bote de verdadero café, hecho con granos que mamá von Letteberg había enviado desde Berlín junto con algunas delicias más. Había sacado unas cucharadas del café y dos trufas de chocolate del paquete antes de compartir el resto del contenido entre su familia y la de Brunon.

Sascha la estaba esperando. En cuanto ella echó los cerrojos a las puertas del cuarto de los arreos, descendió por la trampilla, cerrándola tras él. Aterrizó suavemente de puntillas, olisqueó y dijo:

—No me lo puedo creer.

Ella abrió la caja, orgullosa, y le mostró el contenido. Dijo:

—Créetelo.

Puso un mantel de encaje sobre un cajón de madera, sacó dos tazas de porcelana y una lechera de plata. Como no sabía si él tomaba azúcar, había llevado el tarro de la miel y un platito de porcelana para las trufas. Cuando acabó de preparar el festín, se sintió avergonzada, como si estuviera jugando a las casitas.

Él le cogió la mano, se la llevó a los labios y dijo:

—Gracias. Me vuelvo a sentir casi humano.

Incluso ahora, no sabía por qué lo había dicho, pero repitió automáticamente, sin pensar:

—Y no infrahumano.

Él la miró a los ojos, y ella sintió como si estuviera buscando en su alma.

—¿Es eso lo que piensas de los rusos, Charlotte?

—Nunca —protestó ella—. Masha, tu familia, tú… no sois diferentes de nosotros.

—Lo éramos… lo somos —la contradijo—. Pero no nos dábamos cuenta. Hace falta ser especialmente sádico para llevar a los prisioneros de guerra al campo y decirles que pasten como ganado. E incluso más para apuntar con lanzallamas a una casa de madera y disparar a los niños cuando escapan corriendo.

Se le había helado la sangre. Luego reunió el coraje para contarle lo que había dicho Wilhelm, y preguntarle si sabía qué había querido decir su hermano con «tras el telón de mentiras».

Fue bueno que resultara casi imposible conseguir café durante otros cinco o seis años, porque, durante un largo tiempo después de aquello, el olor la había hecho regresar al cuarto de los arreos. Y llevaba consigo todo el paralizante horror que sintió mientras escuchaba a Sascha recitar listas de atrocidades que el ejército alemán había llevado a cabo contra los civiles indefensos de su país.

Le habló de soldados del Reich que disparaban a los niños sentados en la escuela. De las secciones de la Wehrmacht, así como las SS, que colgaban y fusilaban a civiles, hombres y mujeres por igual, por ningún motivo aparente; las «acciones» organizadas que habían dejado vacíos aldeas y pueblos enteros. Le habló de supervivientes que se habían escondido y habían visto a los escuadrones de la muerte que recorrían el campo tras las líneas alemanas, rodeando a hombres, mujeres y niños (rusos, judíos, partisanos) antes de llevarlos al bosque, obligarlos a cavar sus propias tumbas y dispararles.

Empezó a llorar mucho antes de que él acabara. Lágrimas silenciosas que corrían frías sobre su cara. Esa noche nació en ella una gran vergüenza por que los soldados alemanes pudieran hacer esas cosas, y por fin comprendió lo que Wilhelm había sido incapaz de contarle. Para un soldado, una cosa era luchar en una batalla, y otra muy distinta matar civiles desarmados y niños no mayores que Erich, Marianna y Karoline.

Cuando Sascha terminó de hablar, le enjugó las lágrimas con besos. Ella le echó los brazos al cuello y le devolvió los besos. Quería demostrar que lo consideraba su igual, que no era como sus paisanos que asesinaban indiscriminadamente. Pero, sobre todo, quería agradecerle que le hubiera contado la verdad. Una verdad que ni siquiera su hermano había sido capaz de confiarle. Pero no se había limitado a besarlo.

Y después, cuando yacía desnuda en los brazos de Sascha, alegrándose de conocer por fin, de verdad, lo que podía ser el amor entre un hombre y una mujer, no le hubiera importado si los guardias la hubieran arrastrado al patio y le hubieran disparado como a un perro. Porque, por primera vez en su vida, había encontrado y conocido el amor y la felicidad perfectos.

Miércoles, 7 de junio de 1944

La primavera ha dado paso a un cálido verano. El más bello que he conocido. Los últimos cuatro meses hemos estado arando, plantando y cavando del alba al anochecer, y después… después he sido demasiado feliz como para escribir. Pero ahora es la una de la mañana. Todos en Grunewaldsee están durmiendo, mi ventana está abierta al tranquilo y cálido aire de la noche, y me siento más viva de lo que jamás creí que sería posible. En comunión con las estrellas, la luna, los árboles, las flores perfumadas, y toda la vida natural que me rodea.

La oscuridad está tan silenciosa, tan tranquila, que siento que sólo tengo que contener la respiración y escuchar atentamente para oír los latidos del corazón de Sascha. Lo cual es una tontería, teniendo en cuenta la distancia entre el desván del establo y mi dormitorio.

Ojalá Sascha pudiera moverse más libremente por la casa y los terrenos, sentarse conmigo a la mesa, estar conmigo cada minuto de cada día, dormir conmigo aquí, en esta habitación, observarme mientras escribo esto, pero, como papá solía decir cada vez que Greta le pedía algo que no podía darle: «No llores por la luna».

Como todos los niños, debo aprender a contentarme con las bendiciones que tengo, en vez de añorar lo imposible.

Sospecho que la guerra va mal para Alemania pero, como todos los demás, no me atrevo a expresar mis temores por si alguien me acusa de antipatriota. Sabemos que se libran feroces combates en Rusia e Italia, porque han reclutado a Marius para el servicio postal y nos ha contado que están entregando cientos de telegramas a las familias de los chicos y los hombres que sirven allí. No sabía que se podía comprar tanta tela negra en Allenstein.

Irena y yo fuimos a tomar café con pasteles (café de bellota y pasteles de miel) con su madre esta tarde. Era un acto de recogida de fondos para la Cruz Roja. Como no tenemos gasolina para los coches, le pedí a Brunon que preparara la carreta. Los niños pensaron que era una aventura ir a la ciudad así. Pasamos por la sinagoga cerrada, y recordé el día que vimos a Georg y a los SS llevarse a Ruth, Emilia y los niños judíos del edificio, y patear al viejo rabino hasta que sangró.

¿Hay opciones de que Ruth o Emilia puedan regresar algún día? Espero que sí, quizá entonces tenga la oportunidad de decirles cuánto siento haber sido tan cobarde y no haber hecho nada para ayudarles.

La madre de Georg estaba en la tarde de café. Georg está a salvo, destinado en alguna parte de Polonia, con «funciones especiales» en las que tiene acceso a toda clase de bienes escasos. Me pregunto qué «funciones especiales» puede cumplir Georg. ¿Pegar a más ancianos y maltratar a niños y chicas indefensos? ¿O dirigir uno de los terribles campos como Dachau, sobre los que la gente susurra? Sean cuales sean esas funciones, no me atreví a preguntarle a su madre sobre ellas. No habría sido educado empezar una discusión en casa de Frau Adolf.

Frau Adolf había invitado a veinte mujeres para ayudarla a recaudar fondos y, de las veinte, dieciséis de nosotras habíamos perdido a un hijo, marido o hermano.

Se suponía que debía ser una ocasión agradable, pero la conversación acabó tratando inevitablemente sobre la guerra, y aunque nadie formuló la cuestión, sabía que todo el mundo se preguntaba cuántos sacrificios más tendríamos que hacer antes de poder volver a vivir en paz. Irena estaba muy callada en el viaje de vuelta. Abrazaba a sus hijas y tenía una mirada perdida que me decía que estaba pensando en Wilhelm, Manfred y Paul. Pero cuando llegamos a casa, la mayor de las alegrías estaba esperándola. ¡Wilhelm estaba allí!

Su coronel tenía un asunto urgente que resolver en Prusia Oriental. Voló a un destino secreto desde Berlín esta mañana, y había traído a Wilhelm consigo como ayudante. Lo recogerá en Grunewaldsee dentro de dos días. Ya estoy haciendo planes para ofrecerle al coronel de Wilhelm una excelente cena de agradecimiento cuando llegue.

Mientras Wilhelm e Irena jugaban con las niñas y las acostaban, Martha y yo bajamos a la casa del lago y se la preparamos. Llevé alguna comida, dos de las botellas del vino de fresas casero de Martha y lo que quedaba de una botella de coñac que Claus había llevado en Navidades. La bodega llevaba meses vacía, e incluso la despensa está agotada, porque no hemos podido reponer nada desde el comienzo de la guerra. Le prometí a Irena que me ocuparía de las niñas sí se despertaban por la noche, aunque sabe bien que nunca lo hacen, y que Martha y yo les daríamos el desayuno por la mañana, para que Wilhelm y ella puedan aprovechar al máximo sus inesperadas vacaciones.

Antes de irse a la casa del lago, Wilhelm me dio una carta de parte de Claus. Por la forma en que me miró, me imaginé que sabe que algo va muy mal entre nosotros.

Después de que se fueran, me pasé a ver a mamá y a los niños. Sascha y yo debemos tener mucho más cuidado ahora que las tardes son más largas. Los guardias y las chicas del ejército de tierra suelen ir de paseo juntos y cruzan el patio a todas horas. Me aterra que nos oigan hablar a Sascha y a mí. Pero esta noche fue fácil. Fui al granero a comprobar dónde estaban los guardias, y vi a tres de las chicas bebiendo licor en el desván con ellos. Estaban cantando el himno del Partido, así que supe que se encontraban muy borrachos. Fui derecha al despacho de papá, y de allí al cuarto de los arreos.

Sascha estaba escuchando a ver si llegaba. Esperó a que echara los cerrojos y silbara nuestra señal antes de dejarse caer por la trampilla. Tenía esa sonrisa especial, la que reserva para cuando estamos a solas.

Antes de él, conocía la felicidad a través de Wilhelm e Irena, pero nunca soñé que algún día sería mía, o cómo me haría sentir.

Ahora sé por qué Wilhelm e Irena se tocan todo el tiempo. No hay dolor, ni vergüenza, ni humillación en lo que Sascha y yo hacemos. Únicamente amor. Un profundo y perdurable amor que se vuelve más hondo, apasionado y perfecto cada día, tanto si estamos juntos como separados. No puedo imaginar cómo he pasado mis días y mis noches antes de que él entrara en mi vida. Lo adoro, no existo más que para él. Por primera vez siento que realmente hay un propósito superior. Que esta vida sin duda no puede ser lo único que haya.

También comprendo por qué María se ahogó cuando Paul murió. El amor verdadero no puede acabar en esta tierra, y creo fervientemente que en algún lugar, a pesar de cometer lo que su iglesia considera un pecado mortal, María se ha reunido con Paul. Como María, he perdido el miedo a la muerte, porque he tenido esta relación perfecta, este gran amor desinteresado. Sascha es, y siempre será, mi verdadero esposo. Mi esposo del corazón.

Paso los días a la deriva, haciendo lo que debo, viviendo sólo para las noches, cuando podemos estar a solas. Me basta vislumbrar a Sascha durante las horas en que estamos separados. No tenemos que mirarnos a los ojos. Veo su alta figura rubia desnuda hasta la cintura trabajando en los campos, cavando o plantando, o cruzando el patio con los demás, y recuerdo la sensación de su cuerpo desnudo contra el mío, escucho su voz susurrándome, siento su corazón latir sobre el mío.

Puedo contarle a Sascha todo, cada deseo secreto, cada ambición ardiente, todas las pequeñas cosas maliciosas y vergonzosas que he hecho, sabiendo que me aceptará por quién soy y lo que soy. Pero hay una cosa sobre la que nunca nos atrevemos a hablar: el futuro.

Cuando la guerra termine, nadie sabe lo que pasará con los prisioneros de guerra después de que se firmen los tratados de paz. Intento concentrarme en el ahora; los cálidos días, las noches llenas de amor y la belleza del verano. Sascha lo llama «nuestro verano». Espero y rezo por que no sea el único.

Soy muy codiciosa. Quiero más para nosotros que únicamente un verano. Quiero una vida juntos. Quiero saber que siempre estará conmigo. No soporto la idea de vivir un solo día sin él. Lo amo totalmente; su mente, sus pensamientos, su corazón, su cuerpo. Incluso cuando escribo esto sigo sintiendo su calor en mi cuerpo. No tengo más que cerrar los ojos para notar la caricia de sus dedos en mi pecho. Sus besos me queman en los labios. Puedo oler su limpio aroma en mi piel.

Pero ahora es el momento de devolver este libro a su escondite en el agujero de la pared bajo el alféizar de la ventana. Tengo que contarle a alguien mi amor por Sascha o arderé, y mejor que escriba mis pensamientos y los relegue al secreto que arriesgarme a la muerte de Sascha así como a la mía propia.

Han fusilado a mujeres alemanas por menos de lo que yo he hecho, y sé lo poco que el Reich valora las vidas rusas. Pero haré todo lo que esté en mi poder para mantenerlo en Grunewaldsee, donde puedo protegerlo y ayudarle, a él y a sus hombres, a sobrevivir a la guerra.

Sábado, 1 de julio de 1944

Los Aliados invadieron Francia el 6 de junio. Ahora estamos combatiendo en Italia, Rusia y Francia. Parece que Alemania está rodeada por enemigos y luchando por sobrevivir en todos los frentes. Claus vuelve a estar en Francia; me envió una postal desde París. Si era para tranquilizarme, no lo hizo, porque en Allenstein abundan los rumores, y más y más heridos llegan cada día a Bergensee.

Wilhelm, gracias a Dios, no está en ningún frente. Lo sabemos porque su coronel tiene que visitar Prusia Oriental muy a menudo. Wilhelm habla muy poco sobre su trabajo, pero hay quien dice que el cuartel de Hitler está cerca de la hacienda von Lehndorff en Steinort, y creo que por eso el coronel Graf von Stauffenberg tiene que hacer tantos viajes de Berlín a Prusia Oriental. Cada vez que viene, deja que Wilhelm pase unas horas con Irena. La última vez fue hace sólo unos días.

Lo único bueno en este momento es el tiempo. Hace tanto calor que los guardias permiten a los rusos bañarse en el lago a mediodía, mientras ellos se sientan en la sombra y se toman el almuerzo para llevar que Martha les prepara. Después, los guardias holgazanean una hora, y Sascha se escapa a la casa junto al lago. Yo le espero allí. Es peligroso, aunque sus compañeros siempre están preparados para cubrirle y yo tengo cuidado de dejar unas cuantas herramientas de carpintero en la sala, por si los guardias entran y nos pillan juntos, poder decir que le pedí que me ayudara a colgar un cuadro.

Fingimos que somos un matrimonio y que es nuestra casa. Discutimos las mejoras que haremos cuando tengamos tiempo, como dónde pondremos mi piano y sus materiales de dibujo, y dónde construirá una estantería y un armario para guardar nuestra música. Su pieza preferida es la de Shostakovich que me escribió, pero también le gusta la sonata Claro de Luna de Beethoven y el Ensueño de Schumann.

He vuelto a usar la salita pequeña, y por la noche temprano, después de la cena, abro la ventana y toco lo más fuerte que puedo, para que Sascha y sus hombres puedan oírme desde el desván del establo. Los guardias a menudo vienen a la ventana a escuchar. Me han hecho cumplidos por lo bien que toco. Uno me preguntó quién había compuesto la pieza de Shostakovich. Temía tanto que averiguara que me la había dado Sascha y la había escrito un ruso, que les dije que era mía, y ahora creen que soy un genio.

Sascha y yo nunca nos atrevemos a pasar más de media hora en la casa del lago durante el día, pero sabemos cómo hacer que cada segundo valga la pena. La mayor parte del tiempo sólo nos sentamos juntos en el viejo sofá, cogidos de la mano y mirando el reloj sobre la repisa de la chimenea, deseando que el tiempo se detenga.

He sido más feliz en esos pocos momentos robados con Sascha que en todos los días y noches que he pasado con Claus. Pero debo tener cuidado. He pillado a Irena, Brunon y Wilhelm mirándome con caras raras últimamente.

Sé que estoy distinta, más tranquila, más calmada, más contenta. Mi felicidad se ve. Pero si alguien sospechara la verdad sobre Sascha y yo, significaría la muerte para los dos. No me importa la mía, pero no soporto la idea de que fusilen a Sascha.

Viernes, 20 de julio de 1944

Martha llegó corriendo del campo esta tarde para contarnos que habían dado un anuncio en la radio. Hitler ha sobrevivido a un intento de asesinato. Brunon y yo volvimos inmediatamente a la casa con la esperanza de oír más, pero sólo escuchamos el mismo anuncio repetido varias veces. Entre ellas ponían música fúnebre muy solemne que sugería que el Führer había muerto, lo que nos pareció peculiar dada la declaración inicial de que había sobrevivido.

Yo estaba inquieta por Irena. Estaba en la cocina cuando Brunon y yo entramos corriendo en casa, y pensé que se iba a desmayar. Parecía muy pálida y estaba temblando como un perro al que sacas de un baño frío. Wilhelm ha estado muy locuaz cuando Irena y yo nos hemos quedado a solas con él recientemente, criticando el liderazgo de Hitler, citando las pérdidas innecesarias en Stalingrado porque el Führer no permitía una rendición o una retirada de Alemania. Me pregunté si Irena sabía algo sobre el intento de asesinato. Entonces se me ocurrió la horrible idea de que Wilhelm podía estar involucrado.

A pesar de su avanzado estado de gestación y su agotamiento, que había empeorado con el calor, Irena insistió en sentarse a escuchar la retransmisión que Hitler le había prometido al pueblo.

A las nueve, puse alguna excusa sobre mirar los caballos, y fui al cuarto de los arreos. Sólo me quedé para hablar con Sascha por la trampilla y contarle lo que había pasado. Prometí llevarle más noticias en cuanto pudiera, luego regresé a la casa y me senté con Irena. Tuvimos que esperar mucho rato. La retransmisión no empezó hasta la una de la mañana, y a esa hora Irena parecía tan pálida y enferma que pensé que iba a sufrir un colapso.

Cuando escuché el discurso de Hitler, me quedé helada y sentí como si el corazón dejara de latirme. Recuerdo cada palabra que dijo:

«Una camarilla de estúpidos oficiales ambiciosos, irresponsables, inconscientes y criminales han urdido un plan para eliminarme a mí y al alto mando de la Wehrmacht de Alemania, la bomba la colocó el coronel Graf von Stauffenberg…». Cuando Hitler pronunció el nombre, supe con seguridad que Wilhelm estaba involucrado. Miré a Irena, pero estuve demasiado impresionada como para decirle algo durante unos minutos. Ella bajó la cabeza. Yo sólo podía pensar en Wilhelm. ¿Qué le harán a él y a su valiente, encantador y cortés coronel? ¿Cuántos más hay implicados?

Cuando pude hablar, le pregunté a Irena sobre Claus y su padre, pero Wilhelm había tenido cuidado de no contarle ningún detalle que la incriminara. Dijo que sólo le había pedido permiso para arriesgar la vida, y por tanto la felicidad de ambos. Había dicho que ningún sacrificio sería demasiado grande si el resultado final era librar de Hitler a Alemania. Que el hombre que llamábamos Führer nos está llevando por un camino de muerte y destrucción.

Irena me dijo que, lejos de olvidar los horrores que había visto en el frente ruso, Wilhelm le contó a su coronel y a todo el que quiso escucharle las atrocidades que había presenciado. Como Sascha, Wilhelm dijo que Hitler no está haciendo sólo la guerra, sino asesinando en masa las poblaciones civiles de los países del Este que hemos añadido a nuestro imperio. No únicamente soldados, sino mujeres y niños.

Como Irena y yo, había visto que congregaban a judíos y a otros civiles, pero no en pequeños grupos. Había visto a cientos y miles obligados a marchar al campo, donde nuestros soldados los masacraban. A veces los pelotones de ejecución tardaban días en terminar su tarea. Y Wilhelm le contó a Irena que después había visto la tierra sangrando y había oído gritos del suelo, aunque las tumbas estaban tapadas.

Irena nada más que confirmaba lo que Sascha me había contado y que yo había temido en secreto desde que vi a Georg apuntando a Ruth y a Emilia.

Agarré lo que quedaba de la botella de coñac. Ni Irena ni yo nos acostamos. No sé por qué. No había nada que pudiéramos hacer excepto sentarnos, abrazarnos y rezar. Y, después de lo que Sascha me había contado sobre lo que sucedía en el Este, las muertes de papá, Paul, Peter y Manfred, y la enfermedad de mamá, no estoy segura de seguir creyendo en Dios. Ya está, al final lo he escrito. ¿Sascha también me ha vuelto atea?

Sábado, 21 de julio de 1944

Wilhelm llegó al amanecer. Me miró con los ojos de un hombre muy, muy anciano. Ninguno de los dos habló. Sabía que si lo intentaba, me derrumbaría y lloraría. Lo abracé y lo envié con Irena, porque sabía que había venido a ver a su esposa, no a mí. Después de besar a sus hijas, Irena y él bajaron a la casa junto al lago. Yo fui al cuarto de los arreos. Sólo podía arriesgarme a quedarme un momento, porque los guardias ya se estaban moviendo alrededor de la casa del guarda y pronto despertarían a los prisioneros del desván.

Subí la escalerilla, llamé a la trampilla de modo que pareciera accidental y silbé nuestra señal. Cuando Sascha vino, le conté lo que había pasado. Se ofreció a escribir una carta a los rusos contándole lo que había hecho Wilhelm. La carta hubiera podido protegerlo, pero dudo que hubiera podido atravesar las líneas alemanas, e incluso, si por algún milagro hubiera llegado ileso al frente ruso, no había garantías de que los rusos no le disparasen primero y leyeran la carta de Sascha después. Pero ensillé a Elisa y la dejé preparada en el patio, por si Wilhelm estaba preparado para intentar escapar.

Acababa de dar el desayuno a los niños cuando ocho oficiales armados de las SS llegaron en dos Mercedes del estado mayor. Salí a recibirlos. Intentando parecer más valiente de lo que me sentía, les dije que me oponía a que se llevaran armas en la casa, porque asustaban a los niños.

Ignorando mi petición, preguntaron por Wilhelm. Les respondí con bastante sinceridad que no estaba en la casa. No me creyeron y empezaron a buscarlo. Antes de que subieran vi a Wilhelm al otro lado del patio con Irena a su lado. Uno de los dos había cepillado y limpiado su uniforme, y venían de la mano como si hubieran salido a dar un paseo.

Salí corriendo y le rogué a Wilhelm que cogiera a Elisa y se escondiera en el bosque. Aseguré que un batallón podría buscar un año y no encontrar todos los sitios donde jugábamos de niños. Él me escuchó, sonrió gravemente y negó con la cabeza, como si fuera una niña tonta de nuevo.

Luego miró arriba y vio al oficial al cargo del destacamento de las SS observándonos desde la puerta de la cocina. Le preguntó si lo estaba buscando. Cuando el comandante contestó que sí, Wilhelm le ofreció su pistola.

Nunca he estado más enfadada con mi hermano, ni más orgullosa de él. Sólo la tensión de su mandíbula traicionaba su nerviosismo. Paul y él siempre apretaban los dientes cuando papá les reñía por sus travesuras. El comandante ordenó que uno de sus hombres atara a Wilhelm los brazos a la espalda. Él les aseguró que no era necesario, que estaba preparado para ir con ellos a donde quisieran, siempre que perdonaran a su esposa, hijas, madre y hermana.

Creo que avergonzó al comandante, porque ordenó dejar libre a Wilhelm, y le dio permiso para subir a despedirse de mamá. Fui con él. Resultó horrible. Mamá no lo reconoció. Me abrazó y me dio un beso antes de dejar la habitación, y me recordó mi promesa de cuidar de Irena y de las niñas. Como si necesitara hacerlo.

Irena, Marianna y la pequeña Karoline lo esperaban en la entrada. Los SS observaron mientras Wilhelm las abrazaba y las besaba. Le dijo a Irena que la amaba y que sentía haber amado más a su país, pero que estaba seguro de haber hecho lo correcto. Sonrió y miró a los soldados, diciendo:

—Como Dios dijo a Abraham que perdonaría a Sodoma si le mostraba diez hombres justos en la ciudad, así espero que Dios sea misericordioso ahora y no destruya Alemania porque nos mantuvimos firmes por nuestro país. Ninguno de nosotros puede quejarse por tener que morir.

Luego me miró por encima del hombro de Irena. Sabía lo que quería que hiciera. Aparté a Irena de él. Wilhelm se dio la vuelta y salió de casa por última vez.

Irena se encontraba en un estado terrible. Se libró de mí y, gritando el nombre de Wilhelm, corrió afuera detrás de los coches. Creía que nunca dejaría de gritar. Minna se llevó a los niños a la cocina, Martha trajo el coñac, y entre todas intentamos meter a Irena en la cama, pero no se calmó hasta que prometí llamar a papá von Letteberg y pedirle que ayudara a Wilhelm.

No pude ponerme en contacto con el despacho del general, ni con donde trabaja Claus. Lo único que conseguí fue hablar con una serie de oficinistas pomposos que sólo repetían que se había declarado la ley marcial después del intento de asesinato. Llamé a los padres de Irena, y vinieron enseguida con el médico, que sedó a Irena a pesar de su embarazo. Avisó que si no lo hacía, sin duda perdería al bebé.

A las cuatro llegaron otros dos coches con seis oficiales más de las SS, tres en cada uno. Supe a por quién habían venido cuando vi que dos de los oficiales eran mujeres.

Preguntaron por Irena, Marianna y Karoline. Les dije que Irena estaba enferma y embarazada, y que temíamos por su vida y la del bebé. Pero me empujaron a un lado y citaron la doctrina de Sippenhaft, «culpable por parentesco», como si las niñas o Irena pudieran estar contaminadas por algo que Wilhelm había hecho.

Subieron, sacaron a la madre de Irena de la habitación y la arrastraron fuera de la cama. Frau Adolf estaba histérica. Me empeñé en ver a Irena, y una de las oficiales me permitió ayudarla a vestirse, pero sacó la pistola y nos apuntó con ella todo el rato. Le pregunté adónde creía que iba a salir corriendo una mujer tan embarazada, con oficiales de las SS por toda la casa, pero no me contestó.

Cuando bajamos, la mujer entregó a Irena al capitán al mando, luego ella y otra oficial fueron a la cocina y cogieron a las niñas. Sabían exactamente a quiénes estaban buscando. Ni siquiera miraron a Erich, cogieron a Marianna de la mano, levantaron en brazos a Karoline y las llevaron a la entrada.

Intenté coger a las niñas, diciendo que era su tía. Que era mi deber, y no el suyo, cuidar de la mujer y las hijas de mi hermano, pero me ignoraron. Usé los nombres de Claus y mi suegro, pero sin resultado.

Al final, uno de los oficiales me cruzó la cara y me envió dando tumbos hasta la escalera, advirtiendo que si no dejaba de armar escándalo también nos llevarían a Erich y a mí, después de fusilar a los demás de la casa.

Fue entonces cuando Irena se portó tan valientemente como Wilhelm. Besó a su padre, a su madre y a mí, me agradeció ser una buena hermana, y me pidió que cuidara de sus padres así como de mamá y Erich, y, que si había algún futuro para Alemania y vivían, de sus hijas.

Su padre y Brunon permanecieron con los labios pegados, mientras que la madre de Irena, Erich, Martha y Minna empezaron a llorar. Mamá salió de su habitación a ver qué pasaba con tanto jaleo. Le pedí a Minna que se la llevara. Las mujeres de las SS se hicieron cargo de Marianna y Karoline. Situaron a las dos niñas una junto a otra delante de Irena y les ordenaron despedirse. Pude ver por la expresión confusa de sus caras que ninguna entendía ni una palabra de lo que les decían.

Una de las mujeres añadió entonces:

—Tendréis que cambiar de nombres para que nadie de vuestra familia pueda volver a encontraros nunca. Hitler os educará, y no veréis a vuestra madre, a vuestro padre o la una a la otra desde este momento.

Todos sabíamos que la advertencia estaba dirigida a nosotros, no a las niñas. Menos de cinco minutos después se habían ido. Nada de lo que yo pudiera hacer o decir cambiaría las ideas o enternecería los corazones de los oficiales. Rogué que dejaran a las niñas llevarse sus muñecas preferidas, pero no les permitieron coger nada más que la ropa puesta. Irena les dijo a sus padres que lamentaba haberles causado dolor, pero que no podía y no condenaría lo que Wilhelm había hecho. Luego me dijo:

—Haz lo que puedas por las niñas.

Salió de la casa erguida, con los ojos secos, mirando al frente, como Wilhelm. Pensé que su embarazo provocaría alguna simpatía, pero apartaron a las niñas de ella y las metieron en un coche, y a ella en otro. Sus últimas palabras a sus hijas fueron:

—Recordad quiénes sois y quién era vuestro padre.

El médico intentó darme un sedante cuando los coches se hubieron ido, pero no quise tomarlo. Se llevó a los Adolf a la ciudad. El bebé de Irena nacerá dentro de dos meses. No matarán a una mujer embarazada, ¿verdad? ¿Qué le harán? ¿De verdad separarán a las niñas? ¿Las matarán?

Me senté en la cocina acunando a Erich en el regazo lo que pareció un largo tiempo, sin saber qué hacer o pensar, deseando poder dejar de llorar, deseando que se pusiera el sol para poder ir a ver a Sascha a pedirle consejo. Sólo puedo pensar en mi promesa rota a Wilhelm. ¿Cómo he podido permitir a las SS que se lleven a mi familia?