Capítulo 11

Amanecer, viernes, 3 de septiembre de 1943

Después de que Alexander me hablara, Brunon envió fuera a Marius para vigilar a los guardias de la cocina y le dijo que nos avisara cuando los viera prepararse para salir. Brunon se quedó con los prisioneros mientras yo llenaba un cuenco de guiso para Alexander. Nos sentamos a un lado mientras él comía. Me esforcé en no dejar que notara cuánto me mareaba su visión y su olor.

Me disculpé por no haberlo reconocido antes, pero dijo que dudaba de que su madre, su hermana o la chica con la que se había casado cuando empezó la guerra lo hubieran reconocido tal como estaba.

Le pregunté cómo era el campamento. Dijo que ningún prisionero había vivido allí más de dos meses, y que los afortunados morían antes. Sentada cerca de él y los demás, no pude creer que hubiera ignorado su condición tanto tiempo. No sólo están delgados, sino que sus cuerpos y sus rostros están cubiertos con masas de llagas abiertas y supurantes.

Quise saber qué podía hacer para ayudarles, y Alexander dijo que lo más importante era la comida, porque no les daban ninguna ración. Cuando los sacaron de Rusia, los llevaban a los campos por las noches y les decían que pastaran como animales.

Pensaban que las cosas irían mejor cuando llegaran al campamento, pero incluso allí, lo único que tenían era la hierba del campo abierto donde dormían y, con tantos hombres amontonados, se había terminado hacía meses, únicamente les dan un barril de agua al día, y no es suficiente para beber, así que no queda para lavarse ellos o las ropas. No hay letrinas y los guardias se niegan a darles palas para cavar unas. Y el comandante del campamento me decía que los rusos no querían lavarse…

Prometí hacer lo que pudiera por ellos. Alexander me rogó que no arriesgara mi vida o las de nadie en Grunewaldsee por él o por sus hombres. Dijo que muchos rusos mueren cada día en el campamento; consideran que ya están muertos.

Le ofrecí la mano, pero se negó a dármela porque estaba sucio y lleno de bichos. Como para demostrar lo que decía, atrapó a un piojo de su manga y lo mató. Yo lo recogí del suelo y lo envolví en mi pañuelo.

Salí del granero y entré en la cocina, donde los guardias estaban comiéndose una de las tartas de manzana de Martha y bebiendo café de bellota. Alexander me dijo que el más gordo de los tres, un veterano inválido, no era un mal hombre, y a menudo cerraba los ojos cuando veía a algún prisionero robando comida de los cerdos o verduras crudas de los campos. Así que, como todos los guardias tienen el mismo rango, cabos, decidí dirigirme a él.

Tras servirme una taza de café, me senté frente al cabo. Estaba discutiendo con los otros dos sobre cuál era el mejor club nocturno de Berlín. Cogí mi pañuelo, lo desdoblé y puse el piojo delante de su plato. Las chicas del ejército de tierra se estaban marchando, pero una de ellas miró atrás, lo vio y gritó.

Les dije que había encontrado el piojo en mi ropa cuando había ido al establo después de que los prisioneros lo hubieran limpiado esta mañana. El segundo guardia, el delgado que Alexander me había contado que era un sádico, dijo que la solución era sencilla. Había que mantener fuera a los rusos todo el tiempo, y las chicas del ejército de tierra tendrían que hacerse cargo del trabajo de dentro.

Repliqué que no podríamos recoger la cosecha de este año o plantar la del siguiente sin la ayuda de los prisioneros de guerra, y que la solución más sencilla sería lavarlos a ellos y sus ropas. Él contestó que sería un ejercicio inútil, porque incluso si los rusos querían hacerlo, lo cual según él era casi seguro que no, el campamento estaba lleno de piojos, y el resto de los prisioneros mugrientos. Por tanto, en cuanto los nuestros regresaran allí por la noche, volverían a coger piojos.

Entonces sugerí que deberíamos limpiar a los doce prisioneros y permitirles vivir en Grunewaldsee.

Sabía que los guardias no tenían la autoridad para permitirme hacer eso, pero primero son hombres y después soldados, y los tres, incluso el cabo gordo casado, persiguen a las chicas del ejército de tierra. Los oigo reírse juntos y los veo ir al bosque en parejas cuando creen que nadie mira.

Les recordé que si los prisioneros rusos viven en Grunewaldsee, ellos también tendrían que quedarse con nosotros. No tuve que decir nada más. Entre que vigilan a los prisioneros y disfrutan sus jueguecitos con las chicas, comen en nuestra cocina, y siempre están felicitando a Martha por cómo guisa y diciendo que su comida es mucho mejor que las raciones que sirven en el campo de prisioneros.

Propuse llamar a mi suegro, el general von Letteberg, en Berlín, y, mientras él hacía los preparativos necesarios, Minna, Martha y yo lavaríamos la ropa de los hombres; mientras se secaba, ellos podrían lavarse. Cuando los guardias dudaron, cogí el piojo y les recordé que al tifus le da igual matar arios que infrahumanos.

Mientras dejaba la cocina para ir a llamar al despacho de papá, vi a los guardias comprobar su propia ropa. Después de lo que había pasado la última vez que hablé con el comandante del campo, ni siquiera intenté comunicarme con él, sino que telefoneé a la oficina de papá von Letteberg. Su ayudante prometió darle un mensaje. Subrayé la urgencia de la situación, y le dije que el nieto del general, junto con todos los de la casa, corría el riesgo de contraer el tifus. También era vital recoger la cosecha para abastecer a las tropas, y no podíamos hacerlo sin la ayuda de los prisioneros.

Luego fui al lavadero para ayudar a Minna y a Martha con los uniformes rusos. Martha quería quemarlos, pero yo sabía que los guardias no lo permitirían, así que los echamos en tinas hirviendo. Mientras, tenían que llevar algo, así que fui a las habitaciones de papá y Paul y vacié sus armarios. Por suerte, tenían mucha ropa. Había pantalones calientes, ropa interior, camisas y jerséis suficientes para los doce prisioneros y más. Envié jabón desinfectante, peines, cepillos y tijeras al granero con Marius y Brunon. Las tijeras las escondieron; lo último que quería era una discusión con los guardias sobre si los prisioneros podrían usarlas como armas o no.

Era difícil creer que los hombres que salieron una hora después eran los mismos que habían entrado en el granero a la hora de comer. Alexander me vio observándolos desde la ventana del despacho de papá, pero no me hizo ningún gesto de reconocimiento.

Lo comprendí. No estaría bien que la nuera del general von Letteberg, la esposa de un coronel de la Wehrmacht y señora de Grunewaldsee, admitiera conocer a un prisionero de guerra, un infrahumano enemigo del Reich. ¿Por qué la vida tiene que ser tan complicada? La familia de Alexander fue amable conmigo cuando viví con ellos en Moscú. Si no hubiera habido una guerra, papá habría insistido en que correspondiera a su hospitalidad y los invitara a él y a Masha a visitar Grunewaldsee como nuestros huéspedes.

A media tarde, papá von Letteberg había obtenido permiso para que los guardias y los prisioneros fueran enviados a Grunewaldsee. Entonces tuvimos que decidir dónde meterlos. Brunon y Martha ofrecieron dejar su casa para que los guardias se mudaran allí. Fue muy generoso de su parte. Sabían que odiaba la idea de tener a los hombres viviendo en la mansión con mamá, Irena, los niños y yo.

Ayudé a Brunon, Marius y Martha a vaciar su casa y a llevar sus pertenencias a la mansión. Les di las habitaciones al final del pasillo del segundo piso en el ala este. Hay cuatro habitaciones y un cuarto de baño, y una puerta que separa esa parte de la casa del resto, así que casi tienen su propia puerta de entrada.

Brunon dijo que era mucho mejor que Martha, Marius y él se mudaran con nosotros a que lo hicieran los guardias, pero lo repitió tanto que sabía que a Martha y a él les daba mucha pena dejar su casa.

Minna y yo buscamos en los armarios de la ropa de hogar. Encontramos una docena de mantas limpias. Eran ásperas y de poca calidad, pero lo bastante cálidas para esta época del año. Hay suficiente paja en el granero para que los hombres duerman allí esta noche, y mañana buscaremos algo mejor. Martha hizo otro guiso, y cocinó todas las manzanas caídas, para que los rusos comieran algo por la noche.

Los guardias encerraron a los prisioneros en el granero antes de regresar al campamento a recoger sus cosas. Les advertí que los prisioneros no podían permanecer en el granero indefinidamente, porque lo necesitábamos para almacenar heno y paja, y las gallinas ponían allí. No querían oír hablar de ponerlos en el salón de baile, así que Brunon y yo decidimos que mañana los rusos tendrán que limpiar el desván sobre los establos y mudarse allí.

A los guardias les pareció bien aquello porque creen que sólo hay una escalera exterior que sube allí, lo cual hace más fácil su trabajo. No saben que hay una puerta en el despacho de papá que lleva directamente al cuarto de los arreos pegada a los establos, y una trampilla en el techo de dicha habitación que da al desván. Mi bisabuelo la hizo poner para que pudieran subir o bajar los sacos de comida sin tener que molestarse en cargarlos por las escaleras exteriores.

Será útil para pasar objetos prohibidos. Los guardias ya nos han reprendido por darles a los prisioneros jabón y desinfectante, que escasean en el frente. Comenté que Grunewaldsee no es el frente, y que si ayuda, enviaré paquetes a mi marido y a mi hermano en Rusia para que puedan distribuirlos allí. Eso calló a los guardias. Tienen un alojamiento muy confortable en Grunewaldsee, mientras que Claus y Wilhelm… no soporto pensar lo que sufrirán durante un segundo invierno en el frente ruso.

No me siento bien con lo que Brunon y yo estamos haciendo. No hemos hecho que las vidas de los rusos sean más seguras o más cómodas, sólo nos hemos asegurado de que tendrán más salud para trabajar, lo que significa que podremos producir más comida para ayudar en la guerra. Una guerra que los rusos rezan por que los alemanes pierdan. Y no habría movido un dedo por ayudarlos si Alexander no hubiera sido uno de los prisioneros. ¿Por qué es tan fácil ignorar a la gente que no conoces, incluso cuando se está muriendo de hambre, y tan difícil pasar de largo junto a alguien que una vez fue amable contigo?

«¿Por qué?».

Charlotte dejó a un lado el diario, se acercó a la ventana, abrió la puerta del balcón y salió. Arriba, la vasta cúpula del cielo nocturno se extendía infinita, inconmensurable sobre el lago rielante. La luz de la luna brillaba sobre el agua que se agitaba debajo. El fuego y las velas parpadeaban en la orilla a su derecha, y las melancólicas notas de un concierto para violín de Brahms resonaban en el fresco aire de la noche. Podía oler la carne asada y oír las voces agudas de una joven pareja cantando que llegaban a ráfagas con la brisa.

Era una escena que se había repetido en las márgenes del lago una y otra vez durante su juventud y, no le cabía duda, en las décadas posteriores y los siglos antes. Si dejaba el hotel e iba en busca de la fiesta, ¿vería chicos que le recordaran a Paul y Wilhelm, y chicas como habían sido Irena y ella?

Vio moverse la sombra de un barco. Su vela blanca como un fantasma se agitó y recogió el viento, y la nave cortó la superficie del lago, esparciendo las imágenes reflejadas de la luna y las estrellas. En la orilla opuesta, la oscuridad de los bosques invadía el borde del agua. Buscó hasta encontrar la luz que señalaba el extremo del embarcadero de Grunewaldsee más cercano a tierra. ¿Era su imaginación, o podía ver de verdad el resplandor blanco de la pequeña casa?

—Sabía que no estarías durmiendo. —Laura estaba de pie en el balcón de su cuarto, en la puerta de al lado. Encendió la luz de fuera, y los mosquitos formaron una nube danzante alrededor.

—Espero que hayas traído repelente de insectos —le avisó Charlotte—. La variedad de Grunewaldsee puede ser especialmente feroz si se le ofrece carne fresca.

—¿Por qué crees que están todos ahí arriba, bien lejos de mí? —Laura se apoyó en la baranda y miró afuera—. Es precioso. Espero que no cambie nunca.

—Sin duda tiene que hacerlo en algunos aspectos pero, con suerte, no drásticamente, y así se salvará algo para las generaciones futuras. Hay muchos más edificios de los que había en mil novecientos cuarenta y cinco, pero el agua no está contaminada y, a juzgar por las canciones y el olor a barbacoa, los jóvenes siguen viniendo a divertirse.

—¿Llamaste al servicio de habitaciones? —preguntó Laura.

—Se me olvidó, pero me he servido un coñac del mini-bar, lo cual ha sido todo un despilfarro, sabiendo los precios que cobran —confesó Charlotte.

—Sabía que no comerías nada, así que pedí al camarero algo para llevar. —Laura entró en su habitación y regresó con una bandeja, cubiertos envueltos en una servilleta y dos cajas.

—Un sándwich de kielbasa[18] en pan de centeno y un trozo de tarta de semillas de amapola.

Charlotte los cogió.

—¿Quién es la abuela y quién es la nieta?

—Si no tienes hambre, tíralos.

—¿Cómo ha estado tu cena?

—Bien. Cerdo al estilo polaco con rollos de col, o golabki. Ya ves, estoy aprendiendo polaco. Regado con krupnik.

—Había olvidado el vodka de fuego.

—Dos vasos fue mi límite. Con tres habría olvidado cómo me llamo —bromeó Laura.

—¿Y hay documental? —Charlotte puso las cajas en la mesa de su balcón.

—Con las chicas judías, no. —Laura negó con la cabeza—. La zona donde estaba la granja de la familia está cubierta con bloques de pisos comunistas, y el cementerio donde fueron enterrados sus tatarabuelos es ahora el aparcamiento de un hospital. —Miró a su abuela—. Lo siento, no lo había pensado. Tus padres…

—Fueron enterrados en la cripta familiar en la iglesia de Grunewaldsee. Tengo que preguntarle a Marius si su lápida sigue ahí.

—¿También hay una iglesia en Grunewaldsee?

—Sí. Sigues pareciendo cansada, Laura.

—Lo estoy. Cuando estoy haciendo una película trabajo tantas horas que no me doy ni cuenta de que estoy cansada. Luego, cuando paro, podría dormir días enteros.

—¿Por qué no desayunamos en la balconada de mi habitación mañana? Así podemos elegir la hora que queramos —sugirió Charlotte.

—¿Las diez es demasiado tarde, Oma? —Laura sabía que su abuela acostumbraba a levantarse temprano.

—A las diez me parece perfecto.

Charlotte observó a su nieta cerrar la puerta del balcón y las cortinas de su habitación. Luego cogió las cajas y regresó a la suya, cerrando la puerta tras ella. Los mosquitos de Grunewaldsee nunca le habían picado. Pero, como Greta solía decir con malicia cuando se aplicaba loción sobre las brillantes ronchas rojas:

—Si hay alguna justicia, algún día será el primero para ti, Charlotte.

Domingo, 5 de septiembre de 1943

No hemos usado el desván para nada, ni siquiera como almacén, durante años (probablemente, como dijo Brunon, durante un siglo o más), así que estaba muy sucio. Pero los rusos lo habían limpiado antes de las ocho de la mañana, después de pasar su primera noche en Grunewaldsee. Trabajaron duro, sobre todo después de que Brunon le susurrara al teniente de Alexander, Leon, que sabe hablar polaco, que ese iba a ser su nuevo alojamiento. Brunon se aseguró de que tuvieran bastante paja fresca con la que hacerse camas y, cuando fui a verlo, no tenía demasiado mal aspecto.

Los guardias se cuidan bien de mantener a todos los civiles apartados de los prisioneros. Brunon pensaba que se me había olvidado la trampilla que lleva del cuarto de los arreos al desván y me la recordó. Dijo que nos sería relativamente fácil pasarles comida adicional. No es que tengamos mucho que darles, aparte de verduras, avena y los conejos y liebres que Brunon atrapa.

A Martha le han dado las raciones de los guardias para cocinar. Son buenas. Lo sé porque su cupo de la primera semana completa ha llegado esta mañana, pero lo único que nos dieron para alimentar a los doce prisioneros durante una semana fue una bolsa pequeña de nabos infestados de gusanos. No sirven ni para dárselos a los cerdos.

Me gustaría contarle a Alexander lo que dijo Wilhelm sobre los sucesos en Rusia, pero es demasiado peligroso. Quizá dentro de una semana o dos, cuando los guardias y los prisioneros estén acostumbrados a la rutina, sea más fácil encontrar un momento y un lugar en que no nos oigan.

Domingo, 26 de diciembre de 1943

Este año hubo un poco de alegría en Navidad, pero sólo porque todos en Grunewaldsee hemos aprendido a ser felices con las cosas más pequeñas, que habríamos dado por hechas antes de la guerra. Por suerte, Erich, Marianna y Karoline son demasiado pequeños para conocer algo distinto. Fue papá von Letteberg quien me hizo el mejor regalo. Wilhelm y Claus fueron trasladados a puestos de oficina en Berlín cuatro semanas antes de Navidad.

Sospeché que había usado su influencia, aunque él lo negó cuando traté de agradecérselo tras seguirlo a la biblioteca en Nochebuena. Había ido allí a coger prestado un libro. Nunca me habría atrevido a mencionarlo si no hubiéramos estado a solas. Siempre tengo mucho cuidado cuando lo llamo a su despacho en Berlín.

A Wilhelm lo han asignado a la Oficina del Ejército General, sita en el cuartel general del Ejército de Reserva en Bendlerstrasse[19], así que tengo motivos para pensar que no tendrá que volver a ver Rusia o el servicio activo.

No había juguetes en las tiendas, así que corté unas ropas viejas y un abrigo de piel de conejo, e hice tres conejos de juguete, pero dudo que reemplacen a los verdaderos conejos de la granja en el cariño de los niños. Los adultos estábamos preparados para conformarnos con buenos deseos y la cena que pudiéramos organizar. Pero Claus y Wilhelm lo cambiaron todo al llegar a casa cargados de regalos.

Claus le compró a Erich una granja tallada en madera y una pequeña carreta que podía llenar de juguetes y llevar consigo. También trajo un pequeño uniforme perfecto de la Wehrmacht de la talla exacta de Erich. Como ambos hemos perdido hermanos en esta guerra, y con tantos de nuestros amigos y vecinos muertos, me pareció un regalo peculiar. Pero no dije nada cuando lo puse en la mesa de Erich con su conejo, el traje que le había hecho a partir de unos pantalones de Paul y el resto de los regalos de Claus; aunque debo admitir que me encantó ver después de la iglesia en Nochebuena que los regalos que más le gustaron a Erich fueron los lápices y libretas que papá y mamá von Letteberg le dieron, la carreta de Claus y mi conejito.

Mamá von Letteberg se va a quedar con nosotros toda la semana de Navidad; Claus, Wilhelm y papá von Letteberg no pudieron pasar más que dos días. Se marcharon esta mañana al amanecer. Sé que todos los problemas entre Claus y yo son culpa mía, pero eso no me ayuda a resolverlos.

Por más que lo intento, no puedo amarlo como una esposa debería. Lo más que puedo hacer es no gritar cada vez que me toca. Debe de notar cuánto temo estar a solas con él. Tengo que obligarme a quedarme quieta y permitirle hacer lo que quiere, porque sé cuánto desean él y sus padres que tenga otro hijo. Y no sólo ellos. Amo tanto a Erich que yo también querría otro niño.

Es obvio que las tiendas de Berlín, sobre todo para los oficiales del ejército, no están ni de lejos tan vacías como las de Allenstein. Wilhelm y Claus no compraron regalos y dulces para los niños únicamente, sino todo un cargamento de comida y presentes para la familia al completo. Claus me trajo un conjunto de collar, pendientes y brazalete de oro y esmeraldas. Wilhelm regaló joyas y lencería a Irena. Claus también me dio lencería, pero en privado. Es demasiado grande, y desde luego no de la clase que llevaría una esposa. No pude evitar preguntarme si Claus le habría pedido a su amante que la eligiera para mí. Sé que tiene una por las pistas que Greta se deleitó en dejar caer cuando nos ayudó a Irena y a mí a hacer la cena de Navidad, mientras los hombres se sentaban a hablar con un coñac y cigarrillos. Irena estaba horrorizada ante la idea, pero no tengo motivos para no creer a Greta.

Greta e Irena no comprenden que realmente no me importa que Claus se acueste con otra mujer. Cuanto más a menudo le haga esas cosas desagradables a otra, menos querrá hacérmelas a mí. Sólo cuando veo a Wilhelm e Irena en perfecta armonía, cada uno pensando lo que va a pensar el otro antes de que lo diga, es cuando me pongo celosa. No por la amante de Claus, sino por lo que mi hermano y su mujer comparten. Es muy duro saber que nunca experimentaré ese amor perfecto.

Quiero que acabe esta guerra. Quiero poder ir a Allenstein y caminar por las calles sin ver a más y más mujeres y niños de negro. Quiero poder encender la radio sin oír los rimbombantes acordes de Wagner precediendo «anuncios de guerra especiales». Pero el fin de la guerra significará vivir con Claus.

Si Claus se queda en el ejército cuando llegue la paz, espero que nos permita a Erich y a mí vivir aquí o en Bergensee. Así puede visitarnos en sus permisos y pasar cuanto tiempo quiera con su amante.

Me gustaría dejar de compararnos con Wilhelm e Irena. Viven para los momentos que pasan juntos. Para ellos fue un esfuerzo dejar la casita para traer a las niñas a cenar en Navidad con nosotros. Mientras estábamos todos sentados a la mesa, papá von Letteberg sugirió que, ya que puedo organizar Grunewaldsee tan bien en tiempo de guerra, con la única ayuda de unos cuantos prisioneros, mujeres reclutadas y polacos, cumplir todas las cuotas militares, y ejercer la hospitalidad preparando una buena cena como la que estábamos disfrutando, Claus podría retirarse después de la guerra, poner Bergensee en mis manos y concentrarse en escribir sus memorias.

Por desgracia, ese comentario dirigió la conversación hacia lo que está pasando en Bergensee ahora. El departamento médico del ejército ha requisado la casa y la ha convertido en un hospital para convalecientes destinado a soldados mutilados y heridos graves. Mamá von Letteberg no es capaz ni de visitarlo.

Yo voy una vez por semana con lo poco que podemos permitirnos, que no es mucho, principalmente unas cuantas manzanas y verduras, y toco el piano para los pacientes. Empecé a ir después de la muerte de Paul. Es terrible ver a tantos jóvenes sin ojos, manos o extremidades. Les dije a mamá y papá von Letteberg lo agradecidos que están por que les presten su preciosa casa.

Wilhelm dijo que no debería sentir lástima por ellos. Están vivos, y pueden aprender a adaptarse. Su nuevo oficial al mando fue herido de gravedad en la retirada del norte de África.

Perdió un ojo, la mano derecha y dos dedos de la izquierda, y tiene profundas heridas de metralla en las piernas y la espalda, y aun así todos sus subordinados lo consideran el mejor soldado bajo el que han servido. Todos lo admiran y respetan, y están listos para seguirlo hasta el fin del mundo. Es obvio que Wilhelm lo adora. Me alegro. Su discurso sobre la injusticia y la futilidad de la guerra tras las derrotas en Rusia estaban cerca de la traición, pero su nuevo oficial al mando, el teniente coronel Graf von[20] Stauffenberg, parece haberle dado un renovado interés hacia su trabajo. Estoy muy contenta por él y por Irena. Ella no soporta verlo triste.

Como siempre, cada vez que Claus, Wilhelm y papá von Letteberg se marchan tras una de sus cortas visitas, la casa parece antinaturalmente tranquila. Brunon les ha dado a los prisioneros rusos las tareas de abrillantar los arreos, limpiar los establos y las pocilgas, y talar los árboles muertos del bosque para leña. Eso significa que durante estos meses de invierno, las chicas del ejército de tierra tienen vacaciones añadidas, pero nos aterra que si no les damos a los rusos suficiente trabajo, los vuelvan a enviar al campamento.

Veo a Alexander a menudo, pero como es el oficial ruso de mayor graduación, los guardias lo vigilan todo el rato. Tenemos cuidado de no sonreír ni mostrar ninguna señal visible de reconocimiento por si alguno de ellos o de las chicas se fija y nota que nos conocemos. Los guardias permiten a Brunon decirle a Leon, el segundo al mando de Alexander, el trabajo que hay que hacer. Como ninguno de los rusos ha admitido que hablen alemán, los guardias permiten que Brunon y Leon conversen en polaco, que por suerte para Alexander y sus hombres, ninguno de los guardias entiende.

Martha sacrificó tres de las gallinas más viejas para la cena de Navidad de los rusos. Debería haberlas hervido, pero dijo que no le parecía adecuado en Navidad, así que las asó, aunque sin duda estaban duras.

Brunon se las pasó con una enorme sartén de patatas fritas, salsa y verdura hervida por la trampilla del cuarto de los arreos. Encontró una vieja estufa en la basura detrás del granero al comienzo del invierno y se la dio a los prisioneros. Por suerte, los guardias no pusieron objeciones. No parece que les importe lo que hagan los rusos ahora, con tal de que no les den problemas.

Los prisioneros pronto tuvieron la estufa reparada y funcionando. La conectaron al tiro de la cocina, que pasa por detrás de los establos, así si el comandante del campamento nos visita no notará que los prisioneros tienen calefacción, a no ser que entre en el desván, y no es probable que haga eso. Queman la poca leña que los guardias les permiten llevarse, junto con los troncos que Brunon y Marius les pasan por la trampilla. Brunon dice que se está más caliente allí que en la salita.

Brunon se ocupa de que la paja del desván se cambie regularmente, y encontré más mantas en los armarios de mamá. Eran viejas, pero aun así bastante buenas. Sin la trampilla, los rusos no tendrían suficiente ropa, comida, madera, ni ningún jabón ni mantas.

Por fortuna, la trampilla puede abrirse desde ambos lados, así que los prisioneros pueden tirar abajo al cuarto de los arreos cualquier cosa que saben que los guardias confiscarán cuando los soldados llevan a cabo sus inspecciones y búsquedas regulares. Marius y Brunon vuelven a pasárselo todo arriba cuando los guardias han terminado. Me reí cuando Brunon me contó que los prisioneros han construido una letrina improvisada delante de la trampilla para que los guardias no puedan verla de lejos y eviten acercarse a mirar más detenidamente.

Una noche, cuando fui al cuarto de los arreos, encontré un pedazo de arpillera doblado con mi nombre en carboncillo por fuera. Dentro había un trozo del envoltorio de la comida con música escrita en él, y una palabra: «Danke[21]». No estaba firmada, pero sabía que era de Alexander.

Toqué la música mientras los prisioneros estaban trabajando en el patio y podían oírme. Es muy bonita, probablemente la pieza de música más bonita que he oído en mi vida, y debe de haberle costado horas escribirla, pero no me atrevo a responderle. Cualquier comunicación con los prisioneros de guerra está severamente castigada.

Si esta guerra terminara para que todo pudiera volver a ser como antes… Pero nunca lo será. Nunca volveré a ver a papá, Paul, Peter o Manfred en esta vida. Hay demasiada gente muerta y demasiados lugares vacíos que no pueden llenarse. ¿Cuándo acabará el invierno y empezará la primavera?

Lunes, 7 de febrero de 1944

La nieve alcanza los dos metros de altura y, por rápido que los prisioneros limpien el patio, la ventisca sopla y la nieve vuelve a caer. Irena está embarazada. Si no tiene un hijo cuando Wilhelm viene a casa de permiso, podemos estar seguros de que lo tendrá para cuando se vaya. Éste nacerá cerca del cuarto cumpleaños de Marianna. Irena es una madre maravillosa, mucho más devota y menos distraída que yo. Tanto ella como Wilhelm (que llamó desde Berlín después de que ella le escribiera para darle la noticia, sólo para contarle lo complacido que estaba ante la idea de volver a ser padre) dicen que les encantarían tres niñas. Creo que tampoco les importaría un chico.

Como en los anteriores embarazos, Irena no puede comer nada. Suele estar exhausta al final del día, así que cuando los niños se acuestan, la mando a la cama a ella también. Cuando Wilhelm está en casa, se queda levantada toda la noche si eso es lo que él quiere, pero cuando su marido regresa a Berlín, es como si se le apagara la chispa de la vida, y no hay nada que Martha, Brunon o yo podamos hacer para animarla.

Después de acostar a Erich esta noche, dejé la cocina y fui al cuarto de los arreos a ver qué trabajo habían hecho los prisioneros reparando las sillas y las bridas. Cuando encendí la lámpara oí un ruido. Alexander susurró por la trampilla que había estado vigilando la puerta de la cocina desde el tragaluz. Me había visto dejar la casa y quería hablar.

Eché el pestillo a las dos puertas, la que daba al patio y la del despacho de papá, y entonces bajó desde el desván al cuarto de los arreos. Cerró la trampilla enseguida y, como Brunon le ha puesto unos ganchos donde ha colgado mantas de caballos, a no ser que se mire muy atentamente, el techo parece sólido.

Alexander me prometió que aunque sus hombres y él podían bajar por la trampilla cada vez que quisieran, no tenían intención de escapar. Saben que si tan siquiera lo intentan, todo el mundo en Grunewaldsee sufrirá.

También son conscientes de que apenas tienen posibilidades de cruzar Prusia Oriental y las líneas alemanas hasta las suyas sin que les cojan y les disparen. Pero saber que pueden salir cuando quieran les hace sentir un poco menos como animales enjaulados. Puntualicé que no pueden salir más que al cuarto de los arreos, y la única puerta de salida que tiene, aparte de la que lleva al despacho de papá y a la casa, da al patio, a plena vista de los soldados en la casa del guardia.

Nos sentamos sobre balas de paja y hablamos mientras Alexander me ayudaba a inspeccionar las sillas y las bridas. No tardamos mucho. Uno de los rusos era zapatero antes de la guerra, y se había asegurado de que todos los prisioneros hicieran un trabajo profesional. Nunca he visto los arreos tan bien arreglados, y pedí a Alexander que le diera las gracias al hombre.

Me dijo que se enorgullecían de su trabajo en Grunewaldsee porque querían pagarme mi amabilidad por salvarles la vida al darles comida y permitirles vivir en la hacienda. Pero también añadió que ninguno de ellos veía cómo arreglar mis bridas y mis sillas podía ayudar en la guerra al Reich, recordándome que los prisioneros son rusos y soldados enemigos primero, y trabajadores después.

Me contó que me habían oído tocando la música que me había escrito, y que les produjo gran placer y una terrible nostalgia. Pensaba que la música la había compuesto él, pero se rio y dijo que no tenía tanto talento. Estaba escrita por un ruso llamado Shostakovich.

Mucho después de que termináramos de mirar los arreos, continuamos sentados hablando de música, arte, literatura, los conciertos que habíamos oído y tocado juntos en Moscú. Estoy asombrada por cuántos compositores rusos hay de los que no he oído hablar aparte de Shostakovich. Pero en la escuela sólo nos permitían estudiar compositores alemanes y en la orquesta de las Juventudes Hitlerianas sólo tocábamos piezas alemanas.

Alexander echa de menos su violín y su violonchelo. Me gustaría poder prestarle los nuestros, pero los guardias le oirían tocar y entonces habría problemas.

Ahora pocas veces visitamos la salita que usábamos como sala de música. El piano pasa la mayor parte del tiempo cubierto, los instrumentos enfundados. Tengo pocas ocasiones de tocar el piano aparte de en mis visitas semanales a Bergensee y en Navidades. Todos esos estudios y ratos que Alexander y yo pasamos practicando, para nada. Parece un terrible desperdicio.

Hablamos de nuestras familias. Alexander se casó con una chica llamada Zoya, que estaba en la orquesta con nosotros en 1939.

Únicamente recuerdo el nombre; no me la imagino en absoluto. Alexander dijo que fue una típica boda de guerra; apenas se conocían pero les pareció que tenían que hacer el gesto por si mataban a alguno de los dos, o a ambos. Un poco como Claus y yo. Sólo pasaron una semana juntos antes de que ordenaran entrar en Polonia a su unidad.

Zoya le escribió para contarle que iba a tener a su hijo, pero, como no ha sabido de ella desde las Navidades de 1939, no sabe si es un niño o una niña. Me confesó que a veces incluso olvida que está casado. Puedo entenderlo. Me resulta sencillo no pensar en Claus entre sus permisos.

Alexander ha visto a Erich en el patio y cree que su hijo debe de tener más o menos la misma edad. Espero que encuentre a su familia después de la guerra. Era tan fácil hablar con él que, por un rato, conseguí olvidar mis problemas con la hacienda, Claus e incluso la guerra. Alexander me pidió que lo llamara Sascha. Recuerdo que sus padres y Masha lo llamaban así cuando me quedé con ellos en su apartamento de Moscú.

Cuando pienso en papá y Paul, y recuerdo a Wilhelm contándome cómo murió Paul, siento que se me rompe el corazón. Cuánto peor debe de ser para Sascha no saber si su mujer, su hijo, sus padres y su hermana están vivos. No saber ni una palabra, ni una sola palabra, en más de cuatro años. Me dijo que su unidad había recibido muy poco correo, incluso antes de que los capturaran.

Intenté reconfortarlo contándole que parece que los rusos nos están echando de la Unión Soviética. Me sentí terriblemente desleal por decirlo, sobre todo porque Paul y Manfred murieron allí. Pero mientras hablaba con Sascha no podía evitar preguntarme qué estamos haciendo en su país, por mucho que el Führer insista en que los alemanes necesitamos Lebensraum[22]. ¿Por qué mandar a los alemanes fuera del Este y moverlos a Polonia, si han vivido allí durante generaciones? ¿Y qué derecho tenemos los alemanes a apropiarnos del territorio, las casas, la tierra y las cosechas polacas y rusas si nunca han sido nuestras?

Ninguno de nosotros es tan ingenuo como para pensar que habrá un final fácil o rápido para esta guerra. Alexander dijo que, ya que era un prisionero, no podía imaginar mejor prisión que Grunewaldsee ni una carcelera más amable que yo.

Es capitán, el mismo rango que Wilhelm… y que Paul cuando murió. Sólo le ha dicho a su teniente que me conoce y, como son viejos amigos del colegio, me ha asegurado que Leon Trepov es de confianza, así que si no puedo hablar con él directamente, siempre puedo pasarle un mensaje a través de su amigo.

No podía creerlo cuando miré el reloj y vi que eran las doce. No logro recordar otra noche que haya pasado tan rápido.

Le prometí a Sascha que nos veríamos otra vez mañana por la noche. Me llevaré un poco de grasa para los arreos por si los guardias se ponen suspicaces, aunque con este tiempo tan frío encierran a los prisioneros en el desván del establo temprano, y vigilan las escaleras exteriores y la puerta desde la comodidad de la ventana de su casa.

Es una locura. Aquí estamos, en mitad de una guerra, y no puedo dormir pensando en la reunión que he organizado con uno de los enemigos. ¡El enemigo! Es fácil pensar en los extranjeros así cuando no los conoces. Incluso cuando invadimos Rusia, sólo dediqué un rápido pensamiento a Masha, Sascha y sus padres. Ahora no soporto la idea de que algún día Wilhelm y él puedan encontrarse frente a frente en una batalla.