Capítulo 9

—¿Marius? —Charlotte salió del coche y avanzó insegura hacia él—. ¿Te quedaste aquí? ¿Todos estos años, te quedaste aquí?

—¿Creía por un momento que dejaría Grunewaldsee a merced de los rusos, Fräulein Charlotte? Por supuesto que me quedé. ¿Quién si no un Niklas habría sabido cómo cuidar de Grunewaldsee? —El alemán de Marius era vacilante, fracturado por la falta de uso. Charlotte recordó que alguien le había contado que el idioma había estado prohibido durante los años del Comunismo en los antiguos estados prusianos y se había reinstaurado muy recientemente.

Continuaron en pie mirándose el uno al otro y, por un momento, Laura pensó que su abuela iba a abrazar al anciano. Pero algo, un sentido del decoro, o una estructura social que había muerto con las secuelas de una guerra mundial más de sesenta años atrás, los mantuvo separados.

Fue Marius quien rompió el silencio.

—Entre, Fräulein Charlotte. Beba vodka y café con nosotros.

Detrás de Marius había una señora mayor que obviamente era su mujer.

Estaba claro que no había entendido ni una palabra de lo que había dicho su marido, pero los gestos de Marius indicaban que había ofrecido una invitación, así que hablando en polaco, añadió su llamamiento al de él.

Laura y Brunon sintieron que allí ni se les necesitaba ni se les quería, así que retrocedieron. Charlotte miró a su nieta.

—Adelante, Oma —la instó Laura—. Habla con tu amigo. Yo estaré bien aquí.

—Le enseñaré los establos —dijo Brunon en inglés antes de hablar en polaco con la pareja de ancianos.

Laura observó cómo Marius y su esposa acompañaban a Charlotte a una de las dos casas de guarda construidas una a cada lado de la entrada principal al patio, la que estaba en las mismas excelentes condiciones que la mansión. Alrededor de la otra habían levantado andamios, presumiblemente preparando una reforma similar.

—¿Te gustaría ver los caballos? —preguntó Brunon cuando su abuelo hubo cerrado la puerta de su casa y se quedaron solos en el patio.

—Me encantaría.

—Mi abuelo ha llamado a tu abuela Charlotte —comentó él—. ¿Era Charlotte von Datski?

—Y lo sigue siendo, pero nunca usa el von. —Laura lo siguió a una serie de edificios que encuadraban el lado izquierdo del patio.

—Es extraño que utilice su nombre de soltera.

—Lleva haciéndolo desde que su marido murió hace casi cuarenta años.

—Debe de haberte contado todo sobre este lugar.

—Muy poco, y puedo comprender por qué. —Laura se volvió y miró hacia la mansión—. Marcharse debió de ser tremendamente doloroso.

—Los alemanes no tuvieron opción al final de la guerra —dijo él llanamente—. Si los rusos los encontraban, los mataban o los ponían en un tren hacia Siberia. Allí los tiraban en campo abierto. La mayoría se congelaba y moría de hambre.

—Me asombra que tu abuelo siga viviendo aquí.

—Los Niklas fueron administradores de las tierras von Datski más de trescientos años. No es fácil abandonar esa clase de historia.

—¿No tuvo que marcharse cuando llegaron los rusos? —preguntó Laura.

—Por lo general, los rusos dejaban en paz a los polacos, lo que fue una suerte para mí. Si no, yo no habría nacido. Mi bisabuela se negó en redondo a abandonar Grunewaldsee. Creía que mi bisabuelo, Brunon, me llamo así en su honor, al que habían reclutado en la Guardia Nacional de la Wehrmacht en diciembre de mil novecientos cuarenta y cuatro, regresaría, y que si se marchaba no volverían a encontrarse. Aunque mi abuelo sólo tenía trece años entonces, no la abandonó. Cuando el ejército ruso convirtió Grunewaldsee en su cuartel local, le dieron trabajo de cocinera, y convirtieron a mi abuelo en mozo de establo, pagándoles con comida, que valía más que el oro al final de la guerra.

—Pero habían trabajado para la familia de mi abuela.

—¿Te extraña que pudieran trabajar para los rusos después de hacerlo para los von Datski?

—No, qué va, sólo me parece increíble que alguien que mi abuela conocía siga aquí.

—Hay algo más que sigue aquí. —Abrió una puerta de madera y la condujo a los establos.

Laura lo siguió y vio que aunque el exterior del edificio estaba ruinoso y en espera de una reforma, el interior estaba impecable. El cemento de las casillas era reciente, y las separaciones de madera tan nuevas que olían a pino y serrín.

—Qué caballo tan bonito —exclamó cuando apareció una yegua de pelaje casi blanco puro. El animal agachó la cabeza y olisqueó los bolsillos de Brunon en busca de comida. Incluso a los inexpertos ojos de Laura parecía un magnífico ejemplar.

—Seguro que tu abuela te ha hablado de los grises Datski.

—No. —Laura comprendió que se había quedado helado por su ignorancia.

—¿Sabes montar?

—Mi abuela me pagó las clases, pero no soy muy buena.

—Si quieres, podríamos visitar la hacienda a caballo. —Miró su ligero vestido veraniego y sus sandalias—. ¿Has traído ropa apropiada para montar?

—Tengo pantalones de sport.

—Entonces iremos, quizá mañana, o pasado. Y no te preocupes, te buscaré un caballo tranquilo y un casco. —Cerró la puerta del establo y volvieron por el patio.

—Es maravilloso ver el antiguo hogar de mi abuela con este aspecto. —Laura estuvo a punto de mencionar Bergensee y cuánto había alterado su estado de abandono a Charlotte, pero algo la detuvo—. Tu familia la ha cuidado bien. Debe de haberos costado una fortuna reformar la mansión.

Brunon echó atrás la cabeza y se rio.

—Mi familia no ha reformado este lugar. Mi abuelo no se podría haber permitido comprar ni la pintura, mucho menos emplear a los trabajadores para reparar el tejado y las paredes.

—¿Grunewaldsee no es vuestra ahora? —preguntó ella sorprendida.

Él se dirigió a la casa del guarda.

—Ya te lo dije, la familia Niklas siempre ha sido la de los administradores, no los propietarios.

—Pero está en unas condiciones maravillosas.

—Incluso los comunistas reconocían algo bueno cuando lo veían. Cuando el ejército abandonó la casa en los cincuenta, alguien con autoridad recordó los grises Datski. La mayoría había acabado en el puchero o los habían mandado a Rusia, pero mi abuelo escondió unos cuantos en las granjas vecinas. Quedaban suficientes para establecer un programa de cría. Él se ofreció para supervisarlo. El gobierno deseaba patrocinar deportes que le permitieran competir a nivel internacional, sobre todo en las Olimpiadas. Aceptaron su oferta, y cuando abrieron este lugar como escuela hípica y caballeriza, lo nombraron director. Los grises Datski han participado en todas las exhibiciones de salto y competiciones de adiestramiento olímpicas de los últimos cuarenta años.

—Si mi abuela lo sabía, nunca dijo nada.

—Tiene que saberlo. Un gris Datski es inconfundible —dijo con autoridad—. Cuando lo has visto una vez, no lo olvidas. ¿Tu abuela nunca ha montado después de dejar Prusia Oriental?

—No que yo sepa. Pero sigue trabajando, es pintora y dibujante.

—Pintora, no intérprete. Qué sorpresa. Mi abuelo dice que nadie tocaba el piano y el violín como Fräulein Charlotte von Datski. Antes de la guerra estaba estudiando para convertirse en concertista de piano.

—¿Mi abuela era intérprete de piano? No tenía ni idea. —Laura se quedó mirándolo sorprendida, y luego recordó que Charlotte había mencionado haber sido miembro de una orquesta de las Juventudes Hitlerianas. Había supuesto que su abuela tocaba el tercer violín o la flauta junto con otros cuantos, no que hubiera sido una concertista de piano en potencia—. Tiene una amplia colección de música clásica, pero nunca la he escuchado tocar el piano ni ningún otro instrumento.

—Charlotte Datski la artista —musitó Brunon Niklas—. Es extraño que no hayamos oído hablar de ella en Polonia.

—Es ilustradora de libros infantiles. Tiene mucho talento, pero no es muy conocida fuera de los círculos literarios.

—Supongo que eso sólo demuestra que no conocemos todo lo que hay que saber de nuestras familias, sobre todo de nuestros abuelos. ¿En qué trabajas tú?

—Hago documentales para la televisión.

—¿De qué temas? —preguntó él directamente.

—Sobre todo históricos y de actualidad. Acabo de terminar uno sobre la Stasi. —Se sentó en los escalones que conducían a la galería de la mansión y miró alrededor, tratando de imaginar cómo habría sido crecer en Grunewaldsee.

—Yo estudio agronomía en la escuela técnica local. Mi madre y mi hermano viven en Varsovia, pero yo siempre he pasado mucho tiempo aquí. Me encanta este sitio. Incluso cuando estaba lleno de funcionarios del Partido, había algo especial aquí. Por supuesto, os quedaréis, ¿no?

—En Polonia, una semana o dos, quizás.

—No quiero decir en Polonia, quiero decir aquí. Tu abuela debe de tener mucho que enseñarte, y mis abuelos se empeñarán en que os quedéis con ellos.

—Este viaje fue idea de mi abuela. Lleva mucho tiempo queriendo regresar. Yo sólo estoy aquí para acompañarla, y porque tenía curiosidad por ver dónde se crio y lo que dejó atrás. Ella es la que toma las decisiones sobre lo que hacemos.

Él asintió.

—Pues vamos a ver qué ha decidido.

Encontraron a Charlotte y a la anciana pareja sentados en una pequeña, sombría y abarrotada salita. Una enorme estufa invadía un tercio del espacio, y masivos muebles de madera oscura, que parecían hechos para la cocina de un gigante, ocupaban el resto. En el centro había una mesa redonda cubierta con un mantel de encaje artesanal. Sobre él se veía una botella de vodka, un plato de mazapán casero y una cafetera.

—Lo siento. —Charlotte se levantó para saludar a su nieta y a Brunon—. No os he presentado. Éste es Marius Niklas, el hijo del último administrador de mi padre, que también se llamaba Brunon. Y ésta es la mujer de Marius, Jadwiga. Marius, Jadwiga, ésta es mi nieta inglesa, Laura Templeton. —Repitió la presentación en alemán para Marius, y deseó poder hacer lo mismo en polaco para Jadwiga, pero nunca había tenido fluidez en ese idioma, ni siquiera cuando en la hacienda habían tenido trabajadores polacos antes y durante la guerra.

—Encantada de conocerlos. —Laura pretendía darle la mano al anciano, pero él se la llevó a los labios y la besó.

—¿Le pusieron Brunon por su bisabuelo? —preguntó Charlotte a Marius.

—Nació el año en que murió mi madre. Le gustaba pensar que el nombre de mi padre perduraría.

—Tienes un aire a su aspecto —dijo Charlotte en inglés, antes de darle a Brunon la mano.

—Me alegra conocerla por fin, señora. Mi abuelo habla de usted y de los viejos tiempos sin parar. —Brunon tradujo su comentario al anciano.

—Sólo las cosas buenas —puntualizó Marius en alemán antes de hablarle a su mujer.

—Nos hemos perdido una buena fiesta aquí, Laura. —Brunon echó una mirada al vodka.

—Por favor, siéntese, Fräulein Laura —la invitó Marius en alemán, suponiendo acertadamente que Laura conocía bien el idioma—. Jadwiga traerá más tazas y vasos.

Laura miró el espacio que quedaba y dudó que pudiera meterse otra silla en la habitación.

—He pensado que sería un buen momento para llevar a nuestros invitados a ver la casa —sugirió Brunon.

—Tengo la llave, pero al dueño podría no gustarle —repuso Marius con cautela.

—No le importará —replicó Brunon, seguro de sí mismo.

—Puede que prefiera enseñarle la casa a Fräulein Charlotte y a su nieta él mismo —advirtió Marius.

—Pero podría no regresar en días.

—¿El dueño no está? —preguntó Charlotte, que sólo entendía lo esencial de su conversación en polaco.

—Podría volver en cualquier momento —contestó Marius brevemente.

—¿Es polaco?

—Ruso. —Marius se volvió, incapaz de mirar a Charlotte a los ojos. Pensaba que sabía cómo se sentiría una von Datski porque un ruso poseyera Grunewaldsee. Antes de conocerlo, él mismo tenía una mezcla de sentimientos sobre quedarse en la casa del guarda que había sido el hogar de la familia Niklas durante más de trescientos años—. No es un mal tipo —añadió intentando suavizar la noticia.

—¿Cuánto tiempo lleva viviendo aquí? —preguntó Charlotte.

—Un año. Las autoridades pusieron Grunewaldsee a la venta tras la revolución en mil novecientos ochenta y nueve, pero entre el papeleo y los retrasos legales, no se vendió hasta el año pasado.

—Y hasta ahora se ha gastado cincuenta veces más de lo que pagó por la hacienda en renovar la mansión —interrumpió Brunon.

—Hoy día, los rusos son los únicos con dinero —comentó Marius.

—¿Tiene familia? —A Charlotte le costaba mantener la voz tranquila. Encontrar Grunewaldsee igual era un milagro. Pero enfrentarse a la dura realidad de que alguien distinto a un von Datski convirtiera la casa en su hogar le hacía más daño del que había creído posible.

—No está casado. —Marius miró fijamente su vaso—. Y no se ha mudado a la mansión. Vive en la casa junto al lago. Ése fue el primer edificio de la hacienda que reformó, aunque no necesitaba hacerle más que lo que hizo su padre en mil novecientos treinta y nueve. Pero no tenía buen aspecto antes de ponerle ventanas nuevas y repararle el tejado.

—La he visto —dijo Charlotte suavemente.

—Le habría roto el corazón ver la hacienda antes de que él empezara a trabajar en ella, sobre todo la mansión. —Marius se terminó el vodka—. Como cualquier otro edificio del país bajo el gobierno comunista, Grunewaldsee se usó hasta el abuso y luego se descuidó.

—Lo primero que hizo el ruso después de comprar el lugar fue llamar a un constructor especializado en restauración. Tenía una idea muy definida sobre lo que había que hacer. Primero la albañilería y las reparaciones externas, vigas y tejas nuevas en el tejado, carpintería interior nueva, instalación eléctrica y de agua, todas las paredes interiores enyesadas de nuevo, los techos restaurados, todo repintado. Pero ¿por qué estamos aquí sentados hablando sobre ello cuando podemos verlo? —Brunon abrió la puerta.

—¿Cómo supo qué colores elegir? —Charlotte lo siguió afuera.

—Yo lo ayudé —confesó Marius, preguntándose si Charlotte consideraría su colaboración como una deserción ante el enemigo.

La voz de Charlotte titubeó.

—¿Queda algo de nuestro mobiliario?

—Los rusos se lo llevaron todo —dijo Marius brevemente—. Hicieron grandes montones. Todo el equipo eléctrico, las máquinas de coser, las lámparas, radios, estufas, hornillas, todo lo que tenía un enchufe se lo llevaron de los pueblos y ciudades y lo amontonaron en un claro del bosque, y allí se quedó dos años. Dos inviernos enteros antes de que lo cargaran en camiones y lo enviaran a Rusia. —Sacudió la cabeza, compungido—. Se puede imaginar lo útiles que podían ser después de aquello.

—Qué desperdicio —murmuró Charlotte.

—Los muebles los apilaron en otro claro. —Marius los condujo por el patio—. Joyas, juguetes, todos los objetos pequeños los pusieron en mochilas y petates. Eran como langostas. Dejaron todo el paisaje arrasado, sin gente, sin bienes, sin comida. Lo único que quedaba eran casas vacías en las que reubicaron a las familias polacas desplazadas del sur. —Marius cogió a su mujer de la mano—. Y por suerte para mí, una de esas familias polacas era la de Jadwiga.

Brunon subió los escalones de la puerta principal de la casa. Tendió la mano a su abuelo para que le diera la llave. Pero Marius retrocedió.

—¿Está segura de que quiere entrar, Fräulein Charlotte?

—Ha pasado mucho tiempo desde que era Fräulein Charlotte, Marius. Ahora soy Charlotte a secas. Y sí, estoy segura. Me gustaría verla de nuevo, sólo una vez más.

Brunon abrió la puerta. Charlotte era consciente de que todos habían dado un paso atrás, esperando a que ella hiciera el primer movimiento, y entró.

Charlotte casi retrocede, abrumada por el olor a pintura y barniz. Al mirar abajo vio que pisaba un suelo nuevo de parqué.

—Hubo que reemplazar todos los suelos —explicó Marius—. Los inviernos del cuarenta y seis y el cuarenta y siete fueron fríos. Los soldados rusos arrancaron las planchas para alimentar la caldera; después, las autoridades pusieron linóleo barato, que no duró mucho.

A Charlotte le pareció que esperaban que dijera algo.

—Es madera de buena calidad.

—No tan buena como los antiguos suelos, pero al menos no tiene las marcas por las que su madre solía reprender a las doncellas, porque nunca eran capaces de quitarlas. —Había una aspereza en la voz de Marius que a Charlotte le pareció difícil ignorar.

—¿Esto también es nuevo? —Tocó la baranda de la escalera, no muy segura de si la habían restaurado y barnizado, o reemplazado por completo.

—Como el suelo, el pasamanos se usó para alimentar la caldera.

—Quien hizo esto tenía muy claro cómo era el original. ¿Dices que ayudaste?

—Todo lo que pude —admitió él tímidamente.

—Hiciste bien, Marius. Habría sido terrible si Grunewaldsee se hubiera convertido en escombros. —Miró arriba al techo. Era obviamente nuevo, pero las molduras adornadas con rosas eran idénticas a las antiguas.

—Se copiaron con moldes de las originales. Quedaban suficientes piezas para que el escayolista recreara los diseños. —Se dejó caer en el último escalón y miró alrededor—. La entrada es lo que más sufrió al final de la guerra, porque es donde los soldados esperaban órdenes. Pero si va a la salita verá que sigue teniendo la antigua chimenea. —Charlotte abrió una puerta a su derecha. Sin muebles, el tamaño de la habitación era sobrecogedor. La larga ventana con bisagras miraba a los bosques, enmarcando el sendero que conducía al lago. Se dirigió al hogar y pasó las manos por el suave mármol—. No sólo la chimenea —susurró—. Incluso los azulejos de alrededor han sobrevivido.

—Y dos de las lámparas de araña del salón de baile. —Marius se levantó y abrió la puerta doble de la mayor habitación de la casa—. Rompieron la tercera cuando intentaron bajarla, así que decidieron dejar las otras dos y limpiarlas en donde estaban.

Era lo mismo dondequiera que fueran. El fantasma de una casa antigua que vivía en unas nuevas, brillantes y bellamente proporcionadas habitaciones, con paredes, techos y suelos desprovistos de adornos y muebles. Los colores eran los mismos que en 1945: verde y dorado en la salita; azul, blanco y plata y en el salón de baile y el comedor formal; rojo en la sala de billar, aunque se habían llevado la mesa. Charlotte sentía como si hubiera vuelto al siglo dieciocho, cuando Wilhelm von Datski llevó a su esposa de Hanover a Schloss Grunewaldsee[14] y, tras decidir que el viejo castillo de ladrillo rojo no le gustaba, lo tiró y contrató a un arquitecto para levantar el hogar clásico de Grunewaldsee sobre sus cimientos.

Tan sólo la cocina no hacía concesiones a la historia de la casa. Moderna, con superficies de trabajo de acero inoxidable, muebles blancos y negros y baldosas brillantes que ocultaban las cicatrices infligidas durante la época comunista, cuando aquello había sido una escuela hípica y un hotel para la élite.

—He dejado lo mejor para el final. —Marius caminó por la cocina y el pasillo de los sirvientes de vuelta a la entrada hasta la biblioteca. Oscuras estanterías de madera cubrían las paredes, pero Charlotte vio que, aunque similares a las originales, eran también demasiado nuevas.

—¿Echaron las estanterías y los libros a la caldera?

—Todos ellos, así como los del despacho de su padre. —Marius abrió una puerta que llevaba a una habitación más pequeña y acogedora. En el extremo opuesto de la casa que el salón de baile, miraba hacia el lago.

—¿Cuántas habitaciones hay? —Laura estaba asombrada y apabullada ante el tamaño de la casa.

—Nunca las conté —respondió Charlotte—. ¿Tú lo sabes, Marius?

—Para una casa con una hacienda del tamaño de Grunewaldsee, no eran tantas. En esta planta, aparte de la cocina, las despensas y los dormitorios de los sirvientes, hay dos salitas, los comedores formal e informal, el salón de baile, la biblioteca, un estudio, la sala de billar, el despacho de su padre, una oficina separada, el invernadero y cuatro habitaciones de propósito general.

—¿De propósito general? —Laura miró con curiosidad a su abuela.

—Mi madre usaba una como sala de mañana, una como despacho, y otra como sala de costura para el ama de llaves. La cuarta era de mis hermanos y no dejaban entrar a nadie, ni a las doncellas. No me atrevo a pensar lo que hacían allí.

—Fumar y beber —desveló Marius—. Entré por la ventana cuando tenía seis años y me puse terriblemente malo con la cerveza y los cigarrillos que me dieron. ¿Se acuerda de esto? —Los condujo a la habitación que había sido el despacho del padre de Charlotte.

—El armario de papá —gritó Charlotte—. Así que queda algo después de todo. —Se acercó a un inmenso mueble tallado de color ébano que llenaba un considerable hueco desde el suelo hasta el techo—. Todos los documentos de la hacienda desde el siglo trece se guardaban aquí. —Abrió la puerta y miró dentro. Estaba vacío—. ¿Por qué no lo quemaron?

—La madera es dura. Los rusos eran demasiado vagos como para meterle el hacha cuando había cosas más fáciles que usar.

—Después de todo lo que ha pasado, el armario de papá sigue aquí. Apenas puedo creerlo.

—Trate de moverlo, Fräulein Charlotte. Diez hombres fracasaron. El constructor no pudo ni escayolar la pared de detrás. Lo siento, pero no podemos subir —continuó Marius cuando regresaron a la entrada—. Ayer metieron los muebles arriba. De hecho, si hubiera venido una semana más tarde, creo que todas las habitaciones estarían amuebladas.

—¿Entonces el nuevo dueño pretende vivir en Grunewaldsee? —Charlotte se agarró a la puerta para apoyarse.

—No lo sé, no me lo ha comentado. —Marius vio tambalearse a Charlotte y le ofreció el brazo—. Es casi la hora de cenar. ¿Se quedarán a comer con nosotros?

—Por favor —presionó Jadwiga en polaco, suponiendo que Marius había ofrecido una nueva invitación.

Charlotte miró a Laura, que bajaba los escalones con Brunon delante de ellos.

—Sólo si no es mucha molestia para vosotros.

—¿Molestia? ¿En su propia casa? —comentó Marius indignado, como si Charlotte nunca hubiera abandonado el lugar—. Esta noche debe dejar el hotel y venirse con nosotros. Brunon les ayudará con las maletas.

—Gracias, pero no, Marius. Una visita es una cosa, pero no podría volver a dormir en Grunewaldsee. —Charlotte miró al otro lado del patio, a la diminuta casa del guarda de dos habitaciones. Le conmovió la invitación de Marius. Era obvio que se la hacía de corazón, sin pensar en aspectos prácticos—. El hotel es muy cómodo y, si podemos, nos gustaría volver a veros.

—¿Mañana? —Marius se entusiasmó con la idea—. Prepararé uno de los carruajes, pasearemos por la hacienda y visitaremos la iglesia.

—¿Aún tienes los carruajes originales? —preguntó Charlotte mientras se acercaban a los establos.

—Dos de los antiguos, y esta preciosidad. —Entró en el establo, abrió una casilla y sacó la yegua que Brunon había enseñado a Laura—. Aquí está nuestro mayor orgullo, que pronto será madre y por eso está aquí.

A Charlotte se le hizo un nudo en la garganta.

—Se parece a Elisa.

—Pues claro, es su descendiente. Escondimos a su potranca en la granja Salewski. Al final de la guerra, la trajimos de vuelta y crio. ¿Qué le parece? No es tan buena como su abuela, pero conserva parte de su espíritu.

—Parte. —Charlotte enterró el rostro en el cuello del caballo con la esperanza de que nadie viera sus lágrimas.

—Laura me dijo antes que sabe montar —dijo Brunon a su abuelo—. ¿Mañana puedo llevarla por el lago a caballo?

—¿Sabes montar? —preguntó Marius a Laura en alemán.

—Claro que sabe —dijo Charlotte con orgullo—. Tiene sangre von Datski.

Martes, 23 de diciembre de 1941

He escrito muy poco este año. Dirigir Grunewaldsee requiere cada minuto de vigilia. Brunon y yo hemos trabajado dieciséis horas al día para mantener las granjas a flote, pero por mucho que produzcamos, nunca parece quedar suficiente para alimentar a los trabajadores después de cumplir con la cuota del Ministerio de la Guerra.

Ante la insistencia de Irena y Brunon, visité Varsovia para entretener a las tropas. Sabía que Irena cuidaría de Erich y Grunewaldsee tan bien como yo. Me repitió una y otra vez que las tropas tienen pocas diversiones. Espera que alguien con autoridad piense en organizar algún entretenimiento para los soldados de Rusia. Wilhelm siempre está en sus pensamientos.

Tocamos en una sala de conciertos fuera de los muros del gueto judío de Varsovia. Pregunté por la gente de dentro. Herr Schumacher me llevó aparte y me dijo que la zona dentro de los muros era una de las varias que el Reich ha establecido para contener a los judíos y que no es prudente hacer preguntas sobre lo que sucede dentro. Nina, que tenía un permiso especial de Berlín para unirse al grupo del concierto, había pasado por el gueto en tranvía. Me dijo que las condiciones allí dentro son terribles. Las calles y las casas están cochambrosas y en mal estado; la gente sucia, sin lavar, vestida con harapos y claramente incapaz de cuidar de sí mismos o de sus hijos adecuadamente.

Recordé las escenas fuera de la casa de los padres de Irena. ¿Están Ruth y Emilia en el gueto de Varsovia o en uno parecido? Y si es así, ¿cómo lo soportan? Ya es difícil encontrar comida y ropa para todos en Grunewaldsee, y nosotros tenemos los pequeños beneficios de la hacienda y, cuando hace falta, nuestros ahorros, para vivir. Entonces me acordé de Georg, y le pregunté a Nina si había visto soldados dentro del gueto, pero dijo que se supone que nadie debe hablar de eso. Yo quería ir también en el tranvía, pero no hubo tiempo. Tras dos días recibí un telegrama de Irena contándome que mamá había empeorado.

Regresé y encontré a mamá frágil, débil y agitada. Irena me dijo que empezó a buscar a papá en cuanto me marché. Ella intentó calmarla y mantenerla tranquila, pero mamá abandonó la cama y la casa en mitad de la noche, y se dirigió al lago. Una de las chicas del ejército de tierra la vio metiéndose en el agua hacia las tres de la mañana. Estaba tan contenta de que alguien hubiera detenido a mamá antes de que se ahogara, que no le pregunté a la chica qué estaba haciendo junto al lago a esas horas. Brunon me confió que es más que amiga del hijo de uno de los arrendatarios que estaba en casa de permiso.

Irena estaba terriblemente preocupada. Me costó mucho convencerla de que no había sido culpa suya y de que mamá se habría levantado de la cama en mitad de la noche incluso si yo hubiera estado en casa. Mamá está cada vez más confusa, y no hay nada que ninguno de nosotros pueda hacer para ayudarla. Su cuerpo está con nosotros, pero la mayor parte del tiempo su mente está fuera de nuestro alcance.

La pasada semana dos de las chicas del ejército de tierra se marcharon para casarse. La hacienda nunca ha estado tan corta de personal. Lo peor de todo es la gente que se empeña en que nos sentamos sobre montañas de mantequilla, nata, leche y carne. Incluso los que deberían conocernos bien, como los Adolf esperan que les consigamos algún extra en esta época del año.

Las noticias sobre la guerra no son buenas. Desde que los Estados Unidos se han incorporado a los Aliados, parece como si estuviéramos luchando contra el mundo entero. Pero esta noche ha sido realmente especial. Invité a los Adolf y a papá y mamá von Letteberg a unirse a nosotros en la festividad. Han venido hoy y se quedarán hasta el Año Nuevo. Irena y yo tocamos el piano mientras los demás cantaban villancicos y decoraban la salita y el árbol. Durante unas horas creo que conseguimos olvidar la guerra, pero no a las personas que hemos perdido. Sé que el hermano de Claus, Peter, estaba en todos nuestros pensamientos.

En secreto, todos esperamos que los gemelos y Manfred Adolf vengan a casa por Navidad, aunque nadie se atreve a decirlo, por si nos creamos esperanzas que luego se desvanecen. Irena llora cada vez que piensa que ella y la pequeña Marianna podrían no ver a Wilhelm estas fiestas. Está embarazada de siete meses, aunque Marianna sólo tiene dieciséis meses de edad.

Claus me escribió avisando que no vendría a casa. No le parece adecuado para el oficial al mando tomarse un permiso de vacaciones cuando los hombres no pueden. Pero no había motivo por el que su padre no pudiera venir aquí, para estar con mamá von Letteberg. Estoy segura de que hará el esfuerzo. Ella no ha sido la misma desde el telegrama sobre Peter.

He conseguido guardar un ganso para nuestra cena de Navidad. Después de que el Ministerio de la Guerra se llevara su parte, no quedaban más que dos adecuados para comer, e insistí en que Brunon tomase uno. Le debemos todo. No podría mantener Grunewaldsee a flote sin su lealtad, sentido común y ayuda.

Cortamos un árbol como siempre, pero como hay tal escasez de azúcar, este año hay muy pocos dulces para los niños en sus ramas. Brunon y los demás hombres mayores han estado ocupados tallando, e Irena, Minna, Martha y yo cosimos un poco, así todos los niños tendrán un animalito de juguete y las niñas una muñeca de trapo, aunque tuvimos que cortar vestidos viejos para terminarlas. Temo pensar cómo será el año que viene si aún no hemos ganado la guerra.

Al menos no falta la verdura, y juntamos nuestras raciones de mantequilla para hacer stollens[15]. Las almendras son más escasas que las frutas exóticas, pero hicimos mazapán de nueces y no sabía nada mal. Los regalos eran un problema. Hice un paquete para Claus con toda la comida enlatada que pude encontrar, incluyendo nuestro último paté de hígado. Espero que lo reciba. Puse su rango en el exterior con grandes letras rojas, y si alguien se atreve a robarle a un coronel espero que lo cojan y lo castiguen.

Han ascendido a los gemelos a capitanes, pero no puedo creer que sea esencial que permanezcan en el frente. Rogué a Claus y a papá von Letteberg que hicieran todo lo posible por ayudar a conseguirles un permiso de Navidad. Mamá está ahora tan enferma que apenas reconoce a nadie, e Irena está cada día más pálida y delgada. Estoy preocupada por ella y por el nuevo bebé.

Viernes, 26 de diciembre de 1941

Vinieron todos en Nochebuena: Wilhelm, Paul, Manfred, Papá von Letteberg, Greta y Helmut Kleinert… e incluso Claus; por lo visto, su general insistió en que se tomara el permiso. Tras abrir nuestros regalos, pasamos una maravillosa velada tocando y cantando. Creo que Claus debe de tener otra mujer. Llegó con los chicos a la hora de la cena y no sugirió que nos fuéramos al dormitorio. Comió con nosotros, y luego se sentó a hablar con su padre, los gemelos, Manfred y Herr Adolf la mitad de la noche. Cuando por fin vino a la cama, fingí estar dormida, pero no tenía que haberme molestado. Ni siquiera intentó tocarme. Estaba tan aliviada que casi lloré. No podía haberme dado un mejor regalo de Navidad.

Cuando se despertó, llevé a Erich a nuestra habitación para desearle feliz Navidad y disipar cualquier intento de «vida marital». Estaba encantado y asombrado al ver a Erich caminar y hablar. Yo llevaba horas levantada, ayudando a Martha con la comida, porque pensé que sería justo que Brunon, Marius, María y ella cenaran en la casa del guarda y no nos sirvieran a nosotros por una vez. Cuando volví arriba para cambiarme antes de comer, Claus y Erich estaban jugando en el baño, y conseguí entrar y salir de la habitación sigilosamente sin que me viera.

Tuvimos un ajetreado día de Navidad. Claus estuvo relacionándose con Erich, y mamá pareció reconocer a los chicos y a Greta. Cenó con nosotros, aunque justo después pidió volver a su habitación.

La casa estaba caliente gracias a Brunon, que había pasado la mayor parte del otoño cortando troncos. Encendió fuegos en toda la planta baja excepto el salón de baile, incluso en el comedor formal, y me alegró ver que, gracias a mis esfuerzos y los de Martha, teníamos suficiente comida, las chicas lo hicieron muy bien sin Martha para dirigirlas, y después de que hubieran servido el queso, las salchichas y las ensaladas de invierno que yo había ayudado a hacer, les dije que se tomaran el resto de la noche libre.

Los gemelos, Herr Adolf, papá von Letteberg, Manfred y Claus habían traído mucha bebida, así que todos nos pusimos un poco contentos. ¿Es que era algo tan malo?

Las cosas deben de ser más fáciles en Berlín que aquí. Helmut y Greta aparecieron con bombones belgas, trufas francesas, licores y ricos presentes para todos (gemelos de oro para Claus y los chicos, un broche de oro para mí), y Helmut le dio a Greta un conjunto de zafiros compuesto por collar, tiara, brazalete y pendientes que tiene que costar una fortuna.

Claus me regaló un conjunto de diamantes que había pertenecido a su abuela. Como puse tantas cosas en el paquete de comida que le envié, me quedaba muy poco que darle. Sólo tres camisas calentitas. Cuando me disculpé, miró al pequeño Erich y me pidió otro hijo. Yo sugerí una hija. En realidad no me importaría. Erich hace que todo merezca la pena, pero sé que sería mejor madre si no estuviera tan preocupada por la guerra, y por si lograré mantener la hacienda en marcha el año que viene.

Hubo una terrible escena la noche de Navidad. Manfred había pasado bebiendo la mayor parte del día y, después de la cena, decidió contarnos un chiste. Como ha dejado claro que nunca ha abandonado sus creencias comunistas, sus padres e Irena le dirigieron miradas de advertencia, pero sin ningún resultado.

Empezó de forma bastante inocente. Como en el bautizo de la Bella Durmiente, dijo, tres hadas buenas presidieron el de Hitler, y cada una le dio al Führer un regalo muy especial, la primera prometió a Hitler que todos los alemanes serían honrados, la segunda que todos los alemanes serían inteligentes, y la tercera que todos los alemanes serían fervientes seguidores del Nacional Socialismo. Entonces apareció el hada mala. Furiosa porque no la habían invitado a la celebración, decidió que cada alemán no poseería más que dos de aquellas cualidades. Así dejó Alemania con nazis inteligentes pero no honrados, con nazis honrados pero no inteligentes, y con alemanes honrados e inteligentes que no eran nazis.[16] Cuando terminó no se oía ni una mosca en la sala, aunque juraría que vi sonreír a papá von Letteberg.

Claus y Paul se enfadaron, pero Wilhelm estaba furioso. Le dijo a Manfred que era un absoluto imbécil por hacer que los demás, sobre todo Irena y yo, fuéramos testigos de sus traidores chistes de colegial, y que podrían fusilarnos a todos o enviarnos a los campos a causa de su estupidez.

Creo que habría golpeado a Manfred si Irena no se lo hubiera llevado a la casa del lago. Después, Paul insistió en que Manfred se uniera a los hombres en la sala de billar. Se encerraron allí y, aunque los escuché discutir, parecían bastante calmados cuando salieron a medianoche.

Así que acabé pasando la noche de Navidad en compañía de Greta, Frau Adolf y mamá von Letteberg. Greta únicamente hablaba de sí misma, de cuánto dinero está ganando el padre de Helmut, de las últimas modas y tendencias en Berlín, las fiestas a las que va, y la boda que Helmut y ella celebrarán cuando acabe la guerra.

Mamá von Letteberg nos advirtió que nunca repitiéramos el estúpido chiste de Manfred a nadie para que no pensaran que también éramos desleales al Partido. Wilhelm y ella tienen razón. Sólo haría falta que una palabra sobre el chiste de Manfred llegara a los oídos equivocados para que todos nos convirtiéramos en sospechosos.

Claus, Manfred y los gemelos se marcharon muy temprano esta mañana. No hubo tiempo para hablar con Wilhelm y Paul sobre Ruth y Emilia, porque había demasiada gente alrededor y, después de la tontería de Manfred, temía volver a enfadar a Wilhelm, pero todos notamos que estaban inusitadamente callados.

Claus y yo sólo pasamos juntos dos noches; la primera estaba tan cansado que durmió, y la siguiente tan bebido que ni siquiera me besó en la intimidad de nuestra habitación. La «vida marital» fue muy breve y se limitó a esta mañana. Tal vez pueda darle otro hijo. No tengo ni idea de cuánto tardaré en volver a verle, pero cuando me abrazó y se despidió del pequeño Erich con un beso, casi pude creer que realmente nos echa de menos.

Durante toda la noche escuchamos pies marchando por la carretera al final del sendero. Creía que eran nuestros ejércitos moviéndose hacia el Oeste de permiso, pero cuando Brunon fue a investigar, nos contó que las columnas eran prisioneros de guerra rusos que conducían hacia Alemania. Irena y yo nos levantamos para verlos. Algunos estaban heridos y todos parecían helados, miserables y hambrientos, pero cuando intentamos darles pan y mantas viejas, los guardias nos gritaron. Nos dijeron que éramos unas alemanas traidoras, desleales y estúpidas.

Poco después, un capitán llamó a la puerta y nos dijo que como éramos jovencitas que no sabían nada, nos lo pasaría por alto en esta ocasión, pero que la próxima vez que ofreciéramos al personal militar enemigo infrahumano comida o ropa que necesitaba la gente del Reich, nos metería en prisión.

Esta guerra se vuelve más estúpida cada día. No veo cómo el meternos a Irena y a mí en prisión, o el ser cruel con prisioneros que no han hecho nada excepto luchar por su país cuando se lo han ordenado, ayudará al Tercer Reich en algo.