Capítulo 8

—¿Estás completamente segura?

—Completamente —repitió Charlotte con énfasis, mientras entraban en el aparcamiento vigilado del hotel.

—Podemos posponerlo.

—¿Hasta cuándo? ¿Hasta el año que viene? —preguntó Charlotte—. Me he dado una seria charla esta mañana. Llevamos aquí dos días enteros…

—Un día y medio —corrigió Laura.

—De cualquier modo, es hora de visitar el lugar que he venido a ver tras volar por medio mundo.

Laura abrió el coche.

—¿Volvemos a la carretera por la que entramos?

—No, gira a la derecha en la cancela.

—¿Entonces Grunewaldsee no está cerca de Bergensee?

—Están construidas en distintos lagos en los extremos opuestos de la ciudad. No está lejos. A unos tres kilómetros por la carretera habrá un camino hacia la derecha.

Laura condujo en silencio. De vez en cuando miraba de reojo a su abuela, que estaba preparada en el asiento del copiloto, estudiando las vistas manifiestamente.

—¿Ha cambiado algo? —se atrevió a preguntar cuando dejaron atrás los siniestros bloques de pisos de los barrios construidos por los comunistas.

—Demasiado. Esa pila de escombros era una próspera granja. Pertenecía a una familia llamada Zalewski. Tenían un hijo de la misma edad que mis hermanos; solían salir a cabalgar juntos. Gira ahí delante.

Laura tendió la mano para ponerla sobre la de su abuela.

—Todo irá bien.

—No estoy segura de qué es lo que temo más. Si encontrar Grunewaldsee abandonada y en ruinas como Bergensee, reducida a escombros, o desaparecida.

—¿Es éste el camino a la mansión? —preguntó Laura, mientras el coche saltaba de un agujero a otro.

—No. Este lleva a una casa más pequeña. Mi padre la reformó para mi hermano Wilhelm cuando se casó en mil novecientos treinta y nueve.

—Puedo ver el lago ahí delante.

Charlotte sintió que el corazón se le escapaba por la boca cuando se acercaron más.

—La casa está a la izquierda —susurró.

—Qué bonita. ¡Es una cabaña de cuento de hadas! —exclamó Laura mientras se detenía delante de una dacha[13] situada en un pequeño huerto que bordeaba el lago. Diminutas manzanas, peras y grandes cerezas, todas maduras, colgaban de las ramas que enmarcaban el tejado barroco.

Charlotte abrió la puerta antes de que Laura detuviese el coche. Rebuscando en el bolso, sacó un enorme manojo de llaves que Laura nunca había visto antes.

—¿Sigues teniendo las llaves de la casa? —preguntó Laura, asombrada.

—Qué tontería, ¿verdad? —Charlotte se sentía avergonzada al verse pillada—. No les cerré nada a los rusos. No le vi sentido. Sabía que habrían echado las puertas abajo, y no soportaba la idea del daño que harían. —Empujó la puerta, la abrió, y caminó por un sendero pavimentado hacia la puerta principal.

—Parece bien cuidada y mantenida —observó Laura.

—Las viejas cerraduras siguen aquí. —Charlotte señaló una enorme, aunque sobre ella brillaba otra nueva y brillante. Llamó a la puerta; el sonido volvió en forma de eco. Tras esperar respuesta infructuosamente, entró en el jardín y se dejó caer en un banco de madera que había pegado a la pared. Parpadeó frente a la intensa luz del sol, y Laura vio cómo una lágrima se deslizaba por su mejilla.

Charlotte se dio cuenta de que su nieta la observaba.

—Este lugar está exactamente como durante la guerra. Hay cemento nuevo entre las piedras, todo está limpio y ordenado. Me recuerda al trabajo que papá hizo cuando mi hermano Wilhelm se prometió a Irena.

—¿Vivieron aquí después de casarse?

—En realidad, no. Irena se quedaba en la mansión con nosotros cuando Wilhelm no estaba. Pero pasaban los permisos de Wilhelm aquí. Dudo que estuvieran más de dos o tres semanas juntos en toda la guerra.

—Pero debieron de ser felices. Hay una atmósfera maravillosa en este lugar.

—Sí que la hay. —Charlotte se volvió de lado. Si la felicidad de la gente contribuía a la atmósfera de un lugar y de una casa, no era sólo la de Irena y Wilhelm la que se había capturado—. Me gustaría poder entrar y ver cómo está ahora.

—Quizá algunos muebles hayan sobrevivido.

—¿Sesenta años? —Charlotte negó con la cabeza—. Papá la amuebló con piezas viejas de la casa principal. No eran los mejores muebles, ni siquiera entonces.

—Podríamos ir por detrás y mirar por las ventanas —sugirió Laura.

—¿Y si hay alguien dentro?

—Habría contestado a la puerta. —Laura le ofreció a Charlotte el brazo. Antes de haber dado seis pasos, un hombre joven llegó por un camino que bordeaba el lago. Les habló en polaco.

Charlotte, que seguía llorosa, no fue capaz de contestarle. Laura lo intentó en alemán. Él negó con la cabeza.

—Oma, ¿puedes intentar explicarle por qué estamos aquí?

—¿Inglés? —El joven les sonrió.

Antes de que Charlotte pudiera detenerla, Laura se metió de lleno en la conversación.

—Ésta es mi abuela; vivía aquí.

—¿En esta casa?

—No, en esta casa no, en Grunewaldsee.

El joven frunció el entrecejo.

—¿En la casa grande?

—¿Oma? —preguntó Laura, en busca de ayuda.

—Mi abuelo vive allí. Vengan, se lo presentaré. —Recordando de pronto sus buenos modales, miró si tenía limpia la mano y se la sacudió en la parte de atrás de los pantalones antes de tendérsela—. Encantado de conocerlas. Me llamo Brunon Niklas.

Charlotte se quedó mirándolo fijamente. Tenía el pelo y los ojos oscuros, estatura media y complexión robusta.

—Tenemos un coche. —Laura cerró la cancela del jardín antes de irse.

—Lo he visto. Les enseñaré el camino. Síganme. —Brunon cogió unas tijeras de podar y una guadaña, las echó en la parte de atrás de un viejo y maltrecho camión aparcado detrás de la casa, y se sentó al volante.

—No deberías haberle dicho que vivía en Grunewaldsee —reprochó Charlotte a su nieta cuando estuvieron solas en el coche.

—¿Por qué? Quieres ver la casa, ¿no? Y ha dicho que su abuelo vive allí, así que no puede estar en tan mal estado como Bergensee. ¿Recuerdas este camino?

—El camino sí, pero lo han ensanchado. Nosotros nunca trajimos coches por aquí, en mi época, las carretas se usaban para todo por la granja. —Los nudillos de Charlotte palidecieron y se agarró fuerte al asiento cuando los establos aparecieron ante sus ojos.

Brunon giró el camión bruscamente a la izquierda y otra vez a la izquierda. Charlotte no quería ver Grunewaldsee desmoronada y abandonada, así que cerró los ojos.

—¿Es esto, Oma?

Había sorpresa en la voz de Laura, y Charlotte se atrevió a mirar. Donde antes había altas puertas pintadas en plata, había postes oxidados. Las cabañas de los trabajadores que formaban el ala derecha del cuadrángulo que cerraba el patio estaban rodeadas de andamiajes, y había hombres ocupados trabajando en los edificios, quitando ventanas rotas y contraventanas de madera podrida. Le alegró que las estuvieran reformando. Nunca había habido suficiente dinero para mantener las cabañas en buen estado, ni siquiera en la época de su padre.

El patio en sí estaba lleno de maquinaria agrícola oxidada. Pero detrás de la maraña de hierro abandonado se alzaba la casa, exactamente igual que cuando se había marchado del patio en una carreta una tarde nevada de enero de 1945.

Las paredes estaban pintadas en el mismo tono crema, la mampostería alrededor de la puerta y las ventanas resaltaba en el burdeos profundo que su padre había elegido antes de la guerra. El césped entre el frontal de la casa y el patio de adoquines estaba bien recortado. Los marcos de madera de las ventanas se habían pintado recientemente de blanco y el tejado de pizarra estaba en buen estado. Las columnas a ambos lados de la puerta principal eran blancas, con bandas de flamante pintura burdeos. Los escalones que se elevaban sobre las medias ventanas del sótano tenían nuevas baldosas de mármol, y las barandillas y rejas de hierro de las balconadas estaban tan bien como el día en que las habían forjado, incluso en el pequeño balcón que se abría en el vestidor de su padre.

—¿Esto es Grunewaldsee? —repitió Laura.

Charlotte continuó mirando fijamente, hipnotizada. Tras todas sus pesadillas de abandono, verla como atrapada en el tiempo resultaba traumático.

Casi esperaba que Laura se desvaneciera y Wilhelm y Paul bajaran corriendo las escaleras, con las chaquetas de montar colgadas al hombro, las fustas en la mano, gritando y peleando en broma mientras se dirigían hacia los establos. Su madre saliendo al pequeño balcón sobre la puerta principal, llamándolos, avisándoles de que no llegaran tarde porque esperaban invitados para la cena. Ella misma de joven en el camino que llevaba a la parte de atrás de la casa, discutiendo con Greta. Su padre saliendo de la puerta lateral que llevaba a su despacho en el ala oeste, pidiéndoles que no riñeran.

—¿Fräulein Charlotte? —Un hombre mayor se acercó al coche. Ella abrió la puerta al reconocer la voz, aunque no la cara—. Ha vuelto, Fräulein Charlotte. Tras todos estos años, ha vuelto a casa.