Laura tocó a la puerta de la habitación de Charlotte una hora después de que se hubieran registrado en el hotel. Cuando su abuela abrió, entró y miró alrededor.
—Tu habitación es idéntica a la mía.
—Sosa, sin alma, cómoda y fácil de limpiar. —Charlotte cruzó las puertas acristaladas que daban a una pequeña balconada sobre el lago.
—Nuestros balcones están juntos. Sólo tienes que llamar a la pared y puedo pasar de uno a otro.
—Haces que parezca que soy una vieja autoritaria y enferma que necesita atención constante. Lo próximo será que me des un bastón para golpear y un código. Un toque para «urgente», dos para «tienes tiempo de ponerte los zapatos».
—Estoy preocupada por ti. No logro decidir si estás mala o simplemente cansada.
Charlotte sonrió.
—Físicamente exhausta por todos los viajes, y emocionalmente agotada tras ver Bergensee. Pensé que era lo bastante fuerte como para enfrentarme a cualquier cosa. Ha sido una desagradable sorpresa descubrir que no es así.
—Has sufrido una conmoción. Bergensee debió de haber sido toda una casa en sus buenos tiempos.
—Al ama de llaves de mi suegra le habría encantado contarte que tenía cuatrocientas sesenta y cinco habitaciones, hectáreas de mármol italiano, y obras de arte originales de Bartlomiej Pens y Piotr Kolberg en las paredes de las principales salas de recepción, los mismos artistas que decoraron la iglesia barroca de Swieta Lipka en el siglo diecisiete. Incluso había un cuadro atribuido a Leonardo da Vinci en el comedor.
—¿Podría seguir allí?
—Los rusos desvalijaron todas las casas de Prusia Oriental. Te prometo que no queda nada tras esas paredes rotas excepto habitaciones vacías.
—¿Y fantasmas? —aventuró Laura.
—Quizá. Pero no míos. —Charlotte volvió a la habitación y se dejó caer en una silla.
—Deberías habernos contado cómo era.
—Demasiada gente miraba hacia atrás en vez de hacia delante al final de la guerra, Laura. Eso era lo último que quería para mis hijos y mis nietos.
—Claus te habría arrastrado aquí hace años si hubiera sabido que tenía un hogar ancestral como ése.
—¿Como qué? —preguntó Charlotte—. No tiene tejado ni ventanas, hay gitanos viviendo en los edificios de afuera. Unos cuantos años de inviernos helados y veranos cálidos destruirán el material incluso más, haciéndolo tan inestable que habrá que tirarla antes de que se derrumbe.
—Todavía podría salvarse.
—Yo no puedo, ni Erich ni Claus —dijo Charlotte con decisión—. Cuando Alemania fue reunificada, el gobierno occidental decidió que no se darían compensaciones ni se reconocerían reclamaciones sobre tierras, edificios o posesiones perdidos en lo que es ahora territorio polaco.
—Pero puede que esté en venta —insistió Laura—. Poca gente querría una casa en esas condiciones. Podríamos conseguirla por poco.
—Incluso si lo hiciéramos, nadie de nuestra familia tiene el dinero necesario para reformar Bergensee, y menos para volver a dejarla como estaba. Además —le recordó Charlotte—, ninguno de nosotros habla polaco, así que ¿para qué querríamos vivir aquí?
—Nunca has dicho mucho sobre Grunewaldsee.
—Ya la verás por ti misma —respondió Charlotte de modo evasivo.
—¿Te gustaría cenar aquí, sola en tu habitación? —preguntó Laura con mucho tacto.
—Sé que es horriblemente antisocial de mi parte, pero ¿te importaría?
—En absoluto. Tengo que deshacer las maletas y orientarme. Me encanta explorar sitios nuevos por mi cuenta. Nunca sabes a quién vas a conocer.
—Gracias por ser comprensiva y por estar aquí conmigo.
Laura fue hacia la puerta.
—Sirven el desayuno hasta las diez. ¿Te llamo a las nueve?
—Te prometo que seré más humana entonces.
—Siempre eres humana, Oma.
Laura dio un beso a su abuela antes de dejarla en las sombras de un país desaparecido hacía tiempo y los fantasmas que sentía que se agolpaban hasta echarla de la habitación.
Miércoles, 20 de diciembre de 1939
Papá ha muerto. Incluso ahora, cuando escribo las palabras, no puedo creerlo. El telegrama llegó a mediodía. Murió anoche de un ataque al corazón en un hotel de Múnich. Han enviado su cuerpo a casa para el funeral. Mamá está histérica de dolor. He mandado venir al médico y la ha sedado. Llamó a las autoridades, que le dijeron que el féretro se sellará y no podrá abrirse bajo ningún concepto. Me explicó que los rasgos a veces se contraen durante un ataque al corazón y que deberíamos recordar a papá como era, no como estará ahora.
Estoy intentando ser fuerte y hacer lo que papá habría querido, simplemente porque no hay nadie más para organizar su funeral, aunque, como mamá, me gustaría meterme en la cama, cubrirme la cabeza con las mantas y olvidarme del mundo.
El médico me prometió que mamá no se despertaría al menos durante seis horas, así que le pedí a Minna que se sentara con ella. Luego llamé al pastor y a papá y mamá von Letteberg. Como papá von Letteberg está en el Ministerio de la Guerra, esperaba que pudiera contactar con Paul y Wilhelm y organizar un permiso para que pudieran venir a casa al funeral. También llamé a Greta en Polonia. Fue horrible tener que contarle lo de papá por teléfono. Sonaba tan rara que después llamé otra vez a su alojamiento y se lo dije a una de las chicas de la BDM, que me prometió que vigilaría a Greta hasta que le den autorización para viajar.
Brunon estaba en la entrada cuando llegó el telegrama, así que le pedí que reuniera a los trabajadores. Debería haber sido mamá, Wilhelm o Paul quien les dijera que papá había muerto, pero como mamá no estaba en condiciones de ponerse frente a nadie y los chicos no se encontraban aquí, la responsabilidad me tocó a mí. Nunca me he sentido más inapropiada para una tarea.
Pero ahora que papá se ha ido, alguien tiene que administrar Grunewaldsee hasta que acabe la guerra y los gemelos regresen. Es justo que soporte tanta carga como pueda para librar a mamá de parte del trabajo y la preocupación. Ojalá no me sintiera tan mal con el embarazo.
Papá y mamá von Letteberg vinieron en coche desde Berlín y llegaron casi por la noche. Son maravillosos. Papá von Letteberg ya había telefoneado a los oficiales al mando de Wilhelm y Paul, y enviado un telegrama a Claus, que está fuera de su cuartel. Me ayudó a organizar el orden del servicio para el funeral de papá, que se celebrará en Nochebuena, y me prometió que se quedarían conmigo en Grunewaldsee hasta el día de Año Nuevo.
Piensan que estoy descansando, pero lo último que quiero hacer es irme a la cama. Sé que no podré dormir, y el médico no puede darme sedantes a causa del bebé. Así que fui a la habitación de mamá, envié a Minna a la cama, y ahora estoy sentada con mamá, escribiendo esto.
Es difícil creer que no volveremos a ver a papá, la puerta de su vestidor está abierta. Puedo ver su tocador y, encima, la caja con paneles de ámbar donde guarda sus gemelos y alfileres de corbata. Junto a ella están sus cepillos de plata para el pelo. Nunca los sacaba de Grunewaldsee porque pensaba que eran demasiado ostentosos para viajar. ¿Enviarán su ropa y sus cepillos de madera sencillos con él cuando vuelva a casa?
Llegará a Allenstein el sábado por la tarde en el tren de las tres. Voy a ir a recibirlo. Mi suegro no quería que fuera, pero he insistido. Papá von Letteberg pidió que un coche fúnebre fuera a reunirse con el tren. Probablemente yo habría enviado a Brunon con una carreta. Tengo mucho que aprender. Soy afortunada de tener a Brunon. Pase lo que pase, debo esforzarme más por luchar contra mi debilidad y mis náuseas. He de ser fuerte, por mamá, Wilhelm y Paul, porque, cuando termine esta guerra, los chicos regresarán, y es mi trabajo vigilar que las tierras de Grunewaldsee se administren adecuadamente hasta entonces, cuando ellos puedan tomar el control.
Nuestro hogar es muy valioso, y es mi deber y el de mis hermanos cuidar de él, mantenerlo a salvo y en buenas condiciones hasta que podamos dejárselo a la generación que vendrá después de nosotros, y también debo cuidar de mamá. Es lo que papá habría esperado de mí. He de ser fuerte. Simplemente debo serlo.
—Bueno, ahora que por fin estamos aquí, ¿qué te gustaría hacer primero? —preguntó Laura, mientras Charlotte y ella hacían cola en el bufé del desayuno.
—Comer, si queda algo. —Charlotte dio un paso atrás para evitar un codazo de un gran alemán que intentaba amontonar en su plato la mitad de las carnes frías del bufé.
Laura cogió una cesta de pan.
—¿Qué panecillos prefieres? ¿De sésamo, semillas de amapola, integrales, de leche?
—Elige tú.
—He estado pensando. Si no quieres ir a Grunewaldsee hoy, podríamos pasear por la ciudad. Por lo que vi por el camino, algunos edificios parecen antiguos e interesantes, y puede que haya alguna galería o tienda de artesanía.
—Hay una exposición de arte en el castillo —les informó tímidamente en inglés la camarera cuando les puso el café que habían pedido en la mesa—. Son carteles franceses del siglo diecinueve.
—¿Qué te parece, Oma? —Laura miró a su abuela.
—¿Eres tú muy sensible o soy yo muy obvia? —Charlotte cogió la cafetera y se sirvió una taza.
—No hace falta ser muy sensible para darse cuenta de que la visión de Bergensee te alteró. Fue terrible. Yo estaba llorando y no conocía la casa antes de que estuviera en ruinas.
—No soportaría ver Grunewaldsee en el mismo estado.
—Podríamos preguntar para averiguar si la casa sigue en pie.
—No —interrumpió Charlotte enseguida—. Sé que es irracional, pero no quiero hablar de Grunewaldsee con nadie hasta que haya estado allí y la haya visto por mí misma.
—Pero no puede quedar nadie en la ciudad que te conozca —dijo Laura.
—No, pero ya viste a los gitanos ayer. Conocían el nombre von Letteberg, sin embargo no podían haberse mudado a Bergensee hasta después de la guerra. Sus familias probablemente han vivido en esos edificios durante décadas. ¿No te molestaría si apareciera alguien diciendo que son suyos?
—Tú no lo hiciste, y vivías allí —señaló Laura—. Y, si yo fuera ellos, me gustaría saber algo de la historia de la casa.
—Al contrario que tú, no creo que ellos tengan el más mínimo interés.
—No pueden culparte por querer visitar tu antiguo hogar.
—Por las historias que he oído de amigos que ya han vuelto, algunos de los actuales propietarios son más susceptibles que otros cuando se trata de enseñar a los antiguos dueños sus casas. —Charlotte puso mantequilla en un bollito y colocó encima una loncha de queso ahumado.
—Quizá saben que no pagaron nada y temen que la gente reclame sus hogares. —Laura vertió leche en su café.
—Legalmente, no se pueden hacer reclamaciones; los nuevos propietarios lo saben. Y bastantes dueños compraron sus casas al régimen comunista.
—Creía que eso no estaba permitido.
—Sucedía, sobre todo con trabajadores del gobierno como policías. —Charlotte se echó hacia atrás y miró la habitación. Aparte de unos pocos jóvenes ejecutivos, la mayoría de los demás huéspedes del hotel eran gente mayor que, según sospechaba, visitaban la ciudad por el mismo motivo que ella.
—Aún pienso que deberías enseñarle Bergensee a Claus.
—Estoy de acuerdo en que debería verla, si quiere. Pero incluso si podemos reclamar Bergensee o Grunewaldsee, y no podemos, ¿qué haríamos tu tío Erich o yo con las casas? Erich me dijo que apenas recuerda cuando vivía aquí. Sólo tenía cuatro años cuando se tuvo que marchar. —Charlotte cerró los ojos intentando olvidar la imagen de la huida de su tierra natal, que había quedado grabada en su mente de forma indeleble.
—Incluso en ruinas, Bergensee sigue siendo toda una mansión —musitó Laura.
—Espero que, quien quiera que sea, el nuevo propietario sea rico o rica. Ya has visto en qué estado se encuentra ese lugar. ¿Cuánto crees que costará? ¿Un millón de dólares demolerla? ¿Seis millones reconstruirla?
—Probablemente tienes razón —admitió Laura—. Pero después de ver la casa, envidio a Claus. La historia de su padre es mucho más interesante que la del mío, y no puedo imaginar tener un hogar ancestral como Bergensee y no querer vivir en él.
—Entonces menos mal que eres una Templeton y no una von Letteberg. ¿De qué demonios vivirías en mitad de Polonia, teniendo en cuenta que no sabes ni una palabra de polaco?
—Perdón, mi vena romántica no llega tan lejos como para pensar en cosas mundanas del día a día como el trabajo y pagar las facturas.
—Una vena romántica no es mala, siempre que la equilibres con un poco de realismo. Sin ella, nunca me habría convertido en artista. —Charlotte se rellenó la taza de café—. Y aunque la historia de la familia de Claus puede ser más grandiosa que la tuya, no conozco otra más interesante. Tu padre me contó hace unos años que tu abuelo rastreó el árbol familiar de los Templeton hasta el siglo quince cuando se jubiló y se aficionó a la genealogía.
Laura hizo una mueca:
—Eran mercaderes textiles de Cheapside que no tuvieron la visión o el empuje para construir una Bergensee.
—Bergensee no era más que una casa. Rica o pobre, una persona sólo puede vivir en media docena de habitaciones como mucho, y eso incluye el cuarto de baño y la cocina. Los sirvientes e invitados llenaban el resto de Bergensee, lo que significaba que ninguno de nosotros tenía ni un momento de privacidad o paz cuando estábamos allí. —Charlotte echó a un lado la taza de café y el plato—. ¿Vamos a dar un paseo por la ciudad?
—Me gustaría. —Laura dejó la mesa.
—Dentro de una hora. —Charlotte quería leer más de su diario para poder avanzar desde la tragedia de la muerte de su padre—. Desde que cumplí los ochenta, me gusta tomarme un pequeño descanso después del desayuno.
—Dentro de una hora está bien, Oma. Eso me da tiempo para mirar el correo.
—¿Sigues trabajando?
—Ansiosa por saber lo que piensa la cadena de mi último documental. Ya deberían tener los discos.
Domingo, 24 de diciembre de 1939
Brunon y los trabajadores no deseaban poner el árbol de Navidad en la entrada como siempre, pero insistí. Papá no habría querido decepcionar a los hijos de los trabajadores, especialmente en tiempo de guerra, cuando hay tan pocas esperanzas. Intento hacerlo todo como papá lo habría hecho si estuviera aquí. Mamá sigue demasiado enferma como para abandonar la cama.
Papá von Letteberg y yo fuimos ayer a la estación, y allí encontramos a Greta intentando coger un taxi. No sé por qué no telefoneó a casa para decirnos cuándo llegaba. Habría enviado a Brunon a buscarla. Esperó con nosotros el tren de Múnich que traía a papá. Quería hablar con ella, pero la estación no era el lugar adecuado, y cuando llegamos a casa encontramos a Frau Gersdoff, la florista, esperando para vernos. Después de elegir y encargar las coronas y flores para papá, Greta se encerró en su cuarto. La oí llorar, pero como yo quería hacer lo mismo, no se me ocurría nada que decirle para que parara.
Tuvo una horrible discusión con Frau Gersdoff. Por lo visto, hay escasez de rosas rojas, lo cual no es sorprendente en esta época del año. Greta quería una corona de doscientos capullos, pero tuvo que contentarse con una docena de rosas y unos cuantos lirios. Le dije que papá habría odiado un despliegue ostentoso, sobre todo en tiempo de guerra, pero no me escuchó y se negó a discutir el servicio fúnebre que papá von Letteberg y yo habíamos preparado. Le pregunté a mamá si aprobaba los himnos que habíamos elegido, pero no podía ni hablar, así que no fue de ninguna ayuda.
Wilhelm y Paul llegaron hoy a la hora del almuerzo, y ahora todos nos estamos vistiendo para el servicio. Irena y sus padres, y Manfred, que está en casa de permiso, van a venir, y papá y mamá von Letteberg, por supuesto, así como todos nuestros arrendatarios y los trabajadores de las tierras. No sé quién más estará allí, pero desde que he subido he estado escuchando coches entrando en el patio y el sonido de pasos caminando lentamente por el hielo y la nieve del sendero hacia la iglesia.
Fui allí esta mañana a comprobar las flores. Fue horrible ver la cripta abierta para recibir a papá. Simplemente no soporto el pensamiento de que metan ahí su féretro junto al de Opa y Oma y todos los demás von Datski. No he oído ni una palabra de Claus, lo cual todo el mundo menos yo encuentra extraño. Me siento fría y vacía. Pensé que el matrimonio marcaría el fin de mi infancia, pero no fue así. Papá siempre estaba ahí para quererme, protegerme y guiarme. Ahora que estoy sin él, me siento muy sola y cansada.
Charlotte insistió en conducir el coche de alquiler hasta el centro de Allenstein. Se dirigió al barrio antiguo de la ciudad y aparcó en una amplia calle tranquila bordeada de árboles. Laura miró los sólidos edificios.
—Estos bloques de apartamentos parecen de antes de la guerra.
—Lo son. Es de lo más peculiar. Esta calle no ha cambiado en más de sesenta años. La gente y los gobiernos han ido y venido, pero la vida doméstica sigue adelante aquí a pesar de todo. Los Muller vivían en el primer piso. —Charlotte señaló un bloque Art Decó que no habría parecido fuera de lugar en Nueva York—. Sobre ellos estaban los Heine, y ése en lo alto encima de la tienda era el hogar de los Freiberg; su padre era primo segundo de mi padre.
—¿Todos se fueron cuando los rusos invadieron esto al final de la guerra? —preguntó Laura.
—No. Frau Muller y su marido nunca fueron muy listos, pobrecillos. Se casaron mayores y tuvieron una hija, Nina. Era muy amiga mía. Estaba trabajando en Berlín cuando llegaron los rusos. Luego oí que había sobrevivido a la guerra. Su padre trabajaba en el ferrocarril. Su tren tenía que ir al este, y aunque lo que quedaba del ejército alemán estaba huyendo de los rusos que avanzaban, se empeñó en cumplir el horario que le habían asignado y dirigirse derecho hacia ellos. Su mujer no se quiso marchar sin él, aunque los vecinos se lo rogaron. Insistió en esperar a que regresara.
—¿Qué pasó?
—Nadie descubrió el destino de Herr Muller, aunque lo supusimos. Frau Muller fue violada y asesinada por un grupo de soldados rusos que tiraron su cadáver a la calle. Un soldado alemán de la ciudad que había sido capturado por los rusos escribió años más tarde sobre lo que había presenciado aquí. Por lo visto la dejaron allí durante días.
Laura se quedó mirando la ventana que Charlotte había señalado. Era difícil imaginar las terribles escenas que tuvieron lugar en una zona ahora tan tranquila.
—¿Y tus parientes los Freiberg?
—Herr Freiberg era farmacéutico. Se envenenó a sí mismo, a su mujer y a sus cuatro hijos. El mayor tenía doce años y los tutores de la escuela de música lo consideraban un niño prodigio.
—No tenía ni idea de lo que sucedió en Prusia Oriental al final de la guerra. —Las lágrimas acudieron a los ojos de Laura.
—Es muy extraño estar aquí de nuevo. —Charlotte observó el antiguo convento delante del bloque de apartamentos. Era exactamente como recordaba: pintado de color crema y marrón, con monjas vestidas de blanco y negro subiendo y bajando los escalones de la iglesia católica de enfrente—. Ésta es mi ciudad natal. Conocía cada calle, las familias de casi cada bloque. Compañeras de clase, familiares, conocidos de los negocios de mi padre; gente que era tan parte de mi vida diaria que yo la daba por supuesta. Me siento como si me hubiera despertado en una pesadilla en la que los edificios han envejecido y la gente ha desaparecido, pero yo sigo siendo joven. —Le dedicó a Laura una triste sonrisa—. Eso es lo peor de la vejez. Por dentro no me siento distinta a cuando tenía dieciocho años. Y estar aquí me hace pensar que si giro esa esquina, los achaques y dolores de articulaciones desaparecerán, y mis hermanos me estarán esperando en uno de sus coches nuevos.
Laura la tomó del brazo.
—No puedo imaginar lo que es soportar lo que tú has soportado. Ver tu ciudad vacía. Tener que huir para salvar la vida, y ahora volver para descubrir que todos se han ido y todo ha cambiado.
—No todo. —Charlotte echó un vistazo al convento.
—¿Vamos a visitar la exposición del castillo?
—La camarera del hotel me dijo que hay una heladería excelente cerca. ¿Qué es lo que dicen? «¡Come todo el helado que puedas antes de que el médico te lo prohíba!». Vayamos cuando hayamos visto todo lo que queramos en el castillo, y pidamos los helados más grandes que tengan.
—¿Y después? —preguntó Laura.
—Después regresaremos al hotel, comeremos y descansaremos un poco antes de alquilar uno de esos paseos en coche de caballos alrededor del lago que anuncian en la recepción.
Charlotte tomó a su nieta del brazo, y caminaron colina arriba hacia el castillo de ladrillo rojo del siglo catorce. No mencionó que el lago era el mismo que bordeaba Grunewaldsee.
La casa principal estaba a cierta distancia, pero podía verse desde algunos puntos de la orilla, y esperaba averiguar si las paredes seguían en pie. También quería saber si la pequeña casa de madera que su padre reformó con tanto cariño para la luna de miel de Wilhelm e Irena en diciembre de 1939, y que después le había servido como refugio y santuario durante el verano más feliz de su vida, había sobrevivido al nuevo milenio.
Lunes, 25 de diciembre de 1939
Dejamos descansar a papá en la cripta a las cuatro de la tarde de ayer. El pastor tuvo que restringir la entrada a la iglesia a la familia y los amigos íntimos. Fuera, en la nieve había una multitud de pie, los hombres descubiertos para mostrar su respeto. Había cientos y cientos. Creo que toda la ciudad estaba allí. No tenía ni idea de que papá conociera a tanta gente.
Aunque mamá no había abandonado la cama desde que recibimos el telegrama, insistió en ir a la iglesia. Dijo que si no la hubiéramos dejado, habría lamentado el resto de su vida no haberse despedido de papá.
El médico le permitió asistir al servicio con la condición de que regresara a la cama inmediatamente después. Greta y yo la ayudamos a vestirse y, como nos preocupaba que pudiera desmayarse, Paul y Wilhelm iban uno a cada lado y se sentaron con ella. Fue espantoso seguir al féretro desde la casa camino abajo hasta la iglesia.
Brunon y cinco de nuestros trabajadores más antiguos llevaron a hombros a papá en su último viaje. Paul y Wilhelm los seguían con mamá. Greta caminaba conmigo. Sentí una mano en mi hombro cuando llegamos a la iglesia. Me volví y vi a Claus detrás de mí. Parecía enfermo. Después me contó que había viajado sin descanso durante tres días y sus noches. Estaba de maniobras cuando oyó la noticia de la muerte de papá, y aunque su oficial al mando le dio permiso inmediato para marcharse, hubo problemas con los trenes a causa de las vacaciones de Navidad.
Nunca pensé que escribiría esto, pero fue bueno tenerlo junto a mí en la iglesia. Entró en la cripta con nosotros cuando metieron el féretro de papá, y me acompañó de vuelta a casa tras el servicio. Vino mucha gente a presentar sus respetos. Menos mal que la esposa de Brunon, Martha, se había encargado de organizar la comida. No tengo ni idea de dónde la encontró, pero había té y café de verdad, y vino y coñac suficiente para todos. Los pasteles, las conservas y los sándwiches que comieron los asistentes probablemente han agotado toda nuestra ración de comida para el próximo mes, pero no importa. Lo importante es que papá fue enterrado con respeto y las ceremonias adecuadas.
Cuando casi toda la gente de la ciudad se hubo marchado, Greta y yo ayudamos a mamá a desvestirse, y el médico le dio otro sedante. Como Greta se empeñó en sentarse con mamá, yo fui a buscar a Claus. Estaba en el salón con Wilhelm, Paul, los Adolf, sus padres y unos cuantos parientes y amigos íntimos. Me dijo que tenía que marcharse el día después de Navidad. Ni él ni los gemelos dijeron mucho sobre lo que está pasando en Polonia, pero cuando Herr Adolf y algunos otros hombres preguntaron cuándo pretende la Wehrmacht sacar a los ingleses de Francia, no fueron muy comunicativos, así que supongo que pronto habrá lucha en Francia.
Sabía que Claus quería estar a solas conmigo, pero eso era lo último que yo deseaba, así que fui a la entrada a supervisar la decoración del árbol de Navidad. Minna había hecho disponer unas mesas para los regalos de la familia. Los míos estaban arriba en mi habitación, pero no me parecía correcto llevarlos abajo y ponerlos en el recibidor el mismo día que habíamos enterrado a papá, así que por respeto a él, Brunon y yo decidimos romper la tradición.
Como no queríamos celebrar la Nochebuena el mismo día del funeral de papá, pensamos que los hijos de los trabajadores vinieran a ver el árbol esta mañana, y también abrimos entonces nuestros regalos. Fue extraño celebrar las pequeñas ceremonias, pues eso eran, un día tarde y después del desayuno. La Navidad nunca volverá a ser lo mismo para mí.
Antes de irse a la cama, mamá repitió que la boda de Wilhelm e Irena debería seguir adelante como estaba planeado, porque papá no habría querido que la pospusieran por su culpa.
Todos, incluida yo, decimos a cada momento: «Eso es lo que papá habría querido». Lo decimos sin pensar. Incluso lo he escrito aquí, pero cuando mamá empezó a hablar de la boda, me di cuenta de que ninguno de nosotros podía saber lo que papá querría si ya no está para decírnoslo.
Envié a Minna arriba a coger mis regalos para todo el mundo, pero le dije que los escondiera en la sala de costura hasta la mañana de Navidad. Y le pedí a Brunon que bajara otra mesa del desván para los regalos de boda de Wilhelm e Irena. Fue entonces cuando mamá von Letteberg notó lo impaciente que estaba Claus por quedarse a solas conmigo, así que insistió en relevarme en la organización para que Claus y yo pudiéramos subir.
No tenía ni idea de cuánto me molestaría su presencia en la habitación que había sido mía desde que era un bebé. Aunque la cama de cuatro columnas que mamá había mandado poner en el dormitorio durante la luna de miel es enorme, no podía soportar la idea de compartirla con Claus. Y ahí estaba él. Tumbado en la ropa de cama bordada con su uniforme, tras haber dejado las botas sucias fuera en el pasillo para que Brunon se las llevara abajo y las limpiara.
Claus me besó y alabó mi figura. Le dije que he estado demasiado ocupada vomitando como para ganar peso. Dijo que está muy contento por el bebé y que sabía por las cartas de su madre que no me encontraba bien y que le echaba de menos. Intenté sonreír pero me costó mucho trabajo. Sólo podía pensar en papá yaciendo en aquella cripta helada. Papá, que siempre había odiado el frío.
Claus sugirió que tomáramos algo de vino y fuéramos a la cama. No eran más que las nueve, pero dijo que parecía tan exhausta como él. No tenía sentido discutir, porque sabía que todos esperaban que permaneciéramos aquí hasta la mañana.
Me pregunto si me estoy acostumbrando a las cosas que me hace, o si de veras fue menos brusco. No dolió tanto como recordaba, aunque aun así fue desagradable y después tuve unas náuseas terribles, pero para entonces Claus estaba dormido, así que no importaba. Me senté a escribir, porque no podía soportar estar tumbada junto a él escuchando sus ronquidos. Luego, a las tres sentí mucha hambre y sed, y me di cuenta de que apenas había comido nada desde que papá había muerto, así que me puse la bata y salí de la habitación.
La casa estaba en silencio. Fui a ver a mamá. Greta se había quedado con ella, probablemente para que todo el mundo sepa que es una mártir, aunque no tenía que haberse molestado, porque estaba dormida en la chaise lounge, así que si mamá hubiera querido algo, Greta no habría servido de mucho. Y estaba dormida muy profundamente, porque no se movió cuando entré a hurtadillas y apagué todas las luces excepto la pequeña junto a la cama de mamá.
Incluso Putzi apenas levantó la cabeza de su cesta cuando bajé las escaleras; menuda perra guardiana. Alguien había llenado todas las mesas con regalos. Había varios con la letra de Claus, así que supe que debía haberle dado la maleta a su madre para que la vaciara.
Mientras iba a la cocina escuché un ruido en el despacho de papá, y me quedé helada, medio esperando que estuviera allí. Estaba aterrada cuando empujé la puerta. No era papá, sino Wilhelm e Irena. Habían cerrado con llave la puerta que daba a la entrada, pero no se habían molestado con la pequeña que daba a la parte de la casa de los sirvientes. Estaban en pie delante de la chimenea, susurrando tan bajo que no podía oír lo que decían. Irena estaba desabrochando los pantalones de Wilhelm, algo que no me podía imaginar haciéndole a Claus, luego le ayudó a desvestirse mientras él la desnudaba a ella.
Me quedé allí, preocupada por si al moverme veían mi reflejo en el espejo sobre la chimenea, y también, aunque me avergüenza admitirlo, quería ver si Wilhelm hacía a Irena tanto daño como Claus a mí.
Pero cuando ambos estuvieron desnudos, se tumbaron uno junto al otro en la alfombra frente a la chimenea. Irena besó a Wilhelm por todas partes. Cada centímetro de él. Me quedé impresionada. Sólo la idea de besar a Claus en los labios me da arcadas. Luego él empezó a acariciarla y a besarla. Debería haberme ido, pero es que sencillamente no podía creer lo que veía de Irena. Le dejaba hacer lo que quería, y sonreía y se reía todo el rato como si le gustara que él la tocara. Si le dolía algo no mostraba ninguna señal.
¿Podría tener razón Nina? ¿De verdad algunas mujeres quieren que los hombres les hagan esas cosas? Era obvio por lo que Irena le estaba haciendo a Wilhelm, y él a ella, que no era la primera vez que estaban a solas y desnudos.
Me escabullí hasta la escalera y subí a la habitación, donde estoy escribiendo esto. Claus sigue durmiendo. Estoy cansada y mareada, y sigo hambrienta porque no fui a por nada de comer por si hacía ruido y molestaba a Wilhelm o Irena.
No puedo entender a Irena yaciendo desnuda sin avergonzarse en los brazos de Wilhelm. ¿Es mejor actriz que yo? ¿O puede ser que de verdad le guste hacer el amor?
¿Es mi disgusto por las cosas que me hace Claus culpa mía? ¿Debería intentar con más entusiasmo ser su esposa? Desearía tener a alguien con quien hablar. Siempre me he sentido más cerca de Irena que de Greta. Hablamos de todo. Quizá cuando se case con Wilhelm pueda discutir el lado privado de la vida marital con ella. Espero que sí.
Laura se asomó fuera del carruaje abierto para comprobar que el cochero sólo fingía azotar a los dos caballos grises que tiraban de su vehículo. Cuando se hubo asegurado, volvió a sentarse y dijo:
—Este paisaje me recuerda a algunas de las zonas más aisladas de Maine. Esa extensión de bosque parece que no ha cambiado en siglos.
—Probablemente no lo haya hecho —asintió Charlotte, ausente. Examinó la orilla buscando una señal de la casa junto al lago de Grunewaldsee. Si estaba allí, no podía verla, ni las paredes de las edificaciones anejas. Pero donde recordaba árboles jóvenes ahora se alzaban altos troncos, y una maleza que habría ocultado cualquier pared superviviente de la vista.
Laura observó un par de botes neumáticos que se dirigían hacia un embarcadero.
—¿Alguna vez navegaste en este lago cuando vivías aquí, Oma?
—Sí, pero nuestras barcas no eran tan elegantes ni coloridas como ésas.
—¿Usted vivía aquí? —Una entrometida mujer mayor con el pelo teñido de rubio y acento americano en su inglés interrumpió la conversación.
—Hace mucho tiempo —admitió Charlotte, deseando no haber accedido a la petición del cochero de compartir el carruaje con otras dos huéspedes del hotel. Le había ofrecido un descuento, y eso no había influido, pero sí la hora de espera para el siguiente carruaje.
—Igual que yo —dijo la mujer con vehemencia—. Mi familia vivía en la calle del Lago. Quizá los recuerde, los Schuler.
Charlotte negó con la cabeza.
—La única familia que conocía en esa calle eran los Adolf.
—Los recuerdo. Tenían un hijo comunista, que siempre estaba metido en problemas con la policía, y una hija preciosa, Irena. Se casó bien, con uno de los aristócratas, un von Datski. Pero luego todos saben lo que les pasó; fue una gran desgracia en aquella época…
—¿Una desgracia? —Laura miró inquisitiva a la mujer, y luego a su abuela.
Charlotte la interrumpió. Lo último que quería era que aquella extraña le contara a Laura una versión de cotilleo de la historia familiar.
—¿Ha vuelto a ver su antiguo hogar?
—Quería enseñar a mi hija dónde nací. —Señaló con la cabeza a una versión más joven de ella misma sentada a su lado—. La señora de Charles Grant III.
—Encantada de conocerla. —Charlotte le ofreció la mano—. Ésta es mi nieta, Laura Templeton.
—Es usted inglesa.
—Sí —respondió Laura.
—Estamos girando. —Charlotte cogió a Laura del brazo—. Si nos excusa, me gustaría concentrarme en las vistas.
—Y a mí. Por supuesto, nada de esto estaba desarrollado en nuestra época, y ahora fíjese. Todos los bosques de este lado del lago talados para dejar sitio a esas pequeñas cabañas, casas de veraneo y huertos. Han destrozado por completo el paisaje.
—Probablemente no para la gente que vive de las hortalizas —comentó Charlotte—. El precio de los alimentos se ha disparado desde que los comunistas cayeron del poder.
—Y en buena hora. ¿Su familia tenía propiedades en Allenstein?
—Algunas —respondió Charlotte con cautela.
—Por supuesto, los alemanes que huyeron en mil novecientos cuarenta y cinco no pueden reclamarlas, pero los polacos que escaparon del ejército ruso sí. Estoy aquí porque oí que la antigua casa de mi padre estaba en venta.
—¿Va a comprarla?
—Ya lo he hecho. Ha sido una ganga. Sólo cuarenta y cinco mil dólares.
—¿Qué va a hacer con ella?
—Reformarla, para empezar. No la ha tocado ni una brocha desde que nos fuimos. Cuando esté modernizada, se la alquilaré a los turistas. Una casa de alquiler es más barata para una familia que un hotel, y ésta es una buena base desde la que visitar los lagos de Masuria. Hola, Ranolf. —La mujer saludó a un hombre mayor que caminó hacia el carruaje mientras éste se detenía para negociar el viaje al hotel—. He conocido a esta encantadora señora y su nieta. Es otra refugiada que viene a enseñar a sus parientes el viejo país. Tenemos que traer a nuestros nietos el año que viene. —Se volvió hacia Charlotte—. Mi marido, Ranolf Hedley IV. Lo siento, ¿cómo ha dicho que se llama?
—Charlotte Templeton. Si nos perdonan, debemos irnos. Estamos esperando una llamada de teléfono.
—¿«Templeton»? —repitió Laura mientras caminaban hacia la zona de cafetería exterior—. Nunca te había oído usar el apellido del abuelo antes. ¿Por qué no le contaste quién eres a esa mujer?
—Porque es una creída. Ya la has oído hablar sobre los aristocráticos von Datski y su desgracia.
Laura se cruzó de brazos.
—¿Cuál fue la desgracia?
—Fue una desgracia sólo para los nazis suficientemente viejos como para recordar los años de Hitler. —Charlotte evitó responder la pregunta—. Y para los que no lo son, se ha formado un mito alrededor de las familias aristocráticas prusianas. ¿Quién puede decir hoy lo ricas, espléndidas y poderosas que eran? No hay nada como la pérdida, el tiempo y la distancia para otorgar distinción a cualquier clase, por no mencionar el gran aumento de las cantidades. He oído a gente que vivía en los barrios bajos de la ciudad asegurar que su familia poseía enormes haciendas.
—¿Nunca los has corregido?
Charlotte sonrió.
—¿Para qué? Se tardaría años en demostrar algo en algún sentido, y ¿para qué disgustarlos?
—Nunca me has hablado de tu infancia.
Charlotte cogió la mano de Laura.
—Aquella ruina que ves era una torre de vigilancia del siglo catorce. Mis hermanos y yo solíamos coger una barca, remar por el lago y merendar allí cuando éramos niños. —Vaciló—. Te contaré más, Laura, cuando hayamos visitado Grunewaldsee. Hasta entonces quiero aferrarme a mis recuerdos, porque mientras permanezcan prisioneros aquí —se dio unos golpecitos en la frente—, seguirán siendo únicamente míos. Cuando te haya hablado de ellos se convertirán en el pasado, en historia. Por el momento, aparte de Bergensee, mis muertos vuelven a estar vivos, y me gustaría vivir con ellos un poco más.