Capítulo 5

Laura estaba esperándola en el aeropuerto de Berlín. Lo había organizado todo tan bien que menos de veinte minutos después de que aterrizara el avión de Charlotte, un mozo llevaba su equipaje al coche que su nieta había alquilado. Tras los saludos iniciales y la euforia por su encuentro, Charlotte notó que Laura parecía cansada y que había perdido peso. Se preguntó si su nieta habría estado trabajando demasiado, o si el cambio se debía a los documentos que había encontrado en los archivos.

Charlotte se sentó en el asiento del copiloto y cerró la puerta del coche. Laura se subió al asiento del conductor y giró la llave de contacto.

—Te he reservado habitación en mi hotel para esta noche, y tengo billetes para volar a Varsovia mañana. Pero podemos cambiarlos si quieres descansar un día o dos antes de seguir hacia Polonia.

—Me gustaría irme en cuanto sea posible.

—¿Mañana es suficientemente pronto? —Laura miró a su abuela, a su lado.

—Sí. ¿De verdad estás disponible las próximas dos semanas? —Charlotte echó un vistazo por la ventanilla, pero no vio nada familiar. Berlín había cambiado mucho desde su última visita a la ciudad.

—No tengo nada previsto para los tres meses siguientes. Llevo prometiéndome un descanso desde hace bastante tiempo. —Ahora que estaba con su abuela, Laura se dio cuenta de lo difícil que sería hacerle todas las preguntas sobre el pasado que había anotado en su cabeza.

—¿Y estás bien? —Charlotte intentó hacer la pregunta con tacto.

—Perfectamente. ¿Cuánto tiempo piensas quedarte en Polonia? —Laura giró el coche hacia el torrente de tráfico que abandonaba el aeropuerto.

—El que me lleve ver todo lo que quiero.

—Me gustaría poder ignorar los relojes y los calendarios igual que tú.

—He sido una completa esclava del reloj los últimos seis meses, pero —reveló Charlotte— he terminado de ilustrar los cuentos de hadas.

—¿Todos ellos?

—Todos ellos. Y, aunque lo diga yo, es mi mejor obra hasta la fecha.

—Debes de haber trabajado sin descanso.

—Me sentía con ganas.

—Claus parecía feliz por teléfono la última vez que hablé con él.

—Está eufórico, pero con Carolyn como esposa, un bebé a punto de llegar y un negocio que le encanta y que va bien, tiene todo el derecho del mundo a pavonearse.

—Qué suerte tiene. —Laura se detuvo en un semáforo.

Charlotte puso su mano sobre la de su nieta en el volante.

—¿Cómo estás de verdad, Laura?

—Cansada. El último documental ha sido emocionalmente agotador. Entrevisté a decenas de personas que no sabían que su familia y sus amigos íntimos las estaban espiando. La Stasi puede que sea historia, pero el amargo legado que ha dejado en Alemania tardará años en olvidarse.

—Sospecho que, como los demonios de la Segunda Guerra Mundial, esa amargura no acabará hasta que la generación que la vivió esté enterrada —dijo Charlotte con tristeza—. Laura, puedes llamarme vieja metomentodo, pero no pareces estar bien en absoluto. ¿Es por los documentos nazis que encontraste? Si es así, prometo que contestaré a todas tus preguntas, pero, si no te importa, no hasta que estemos en Polonia.

—¿No puedes contestarlas ahora?

—Preferiría no hacerlo. No porque quiera hacerte esperar, sino, y sé que te sonará extraño, porque hay cosas de las que no estoy segura ni siquiera ahora. No los acontecimientos. Eso lo recuerdo con suficiente claridad. Sino cómo me hicieron sentir en esa época y lo distinta que me siento ahora.

—Creo que puedo comprenderlo. —La luz cambió de color y Laura siguió conduciendo.

—¿Hay algo que te inquiete? —tentó Charlotte.

—¿Qué te hace preguntar eso?

—Algo que tu padre dijo sobre un chico somalí.

—Si le preocupaba que me casara con un africano, ya no tiene que hacerlo. No funcionó. Ahmed se ha ido. —Miró directamente a Charlotte—. Con su mujer y su hija.

—Lo siento, Laura.

—¿No te impresiona que estuviera casado?

—Te conozco, y nunca te habrías embarcado en un romance con un hombre casado si no hubieras estado enamorada de él.

—Lo estaba —asintió Laura.

—Espero que fuera digno de ti y que te haya dejado algunos buenos recuerdos del tiempo que habéis pasado juntos.

—Me gustaría que todo el mundo fuera tan tolerante y comprensivo como tú, Oma —dijo Laura con convicción—. Nos queríamos mucho y, sí, creamos algunos recuerdos felices.

—Entonces me alegro.

—¿Cómo están mis padres y Luke? —Laura cambió de tema.

—Tus padres son tus padres. Luke, por su parte, está volviendo loco a tu padre.

—Hace bien. Me siento mejor sólo con verte. Me alegra que podamos pasar algún tiempo juntas, Oma. Necesito desesperadamente buena compañía y consejo.

—La compañía es fácil. Del consejo no estoy muy segura. ¿Lo quieres personal o de trabajo?

—Los dos.

—Pues no te voy a dar ninguno. Prefiero ser una cobarde y limitarme a escuchar, porque no soporto que la gente vuelva a mí diciendo: «Hice lo que me sugeriste y mira el resultado. Todo es culpa tuya».

Laura forzó una sonrisa.

—¿Alguien se ha atrevido a hacerte eso alguna vez?

—Sólo la familia. —Charlotte acarició la mejilla de Laura—. Por mi experiencia, preocuparse no conduce a nada, cariño. La mayoría tomamos decisiones únicamente cuando nos vemos obligados, y si son equivocadas, el tiempo lo dirá pronto. Al final, la vida funciona como se supone que debe ser.

—Ojalá pudiera creer eso.

—Intenta recordar lo que quieres, y mira hacia delante, no hacia atrás.

—Lo hago, pero el único pensamiento que me consuela últimamente es que, dentro de cien años, a nadie le importará nada de lo que hice o no.

—Tienes que dejar de preocuparte por los demás, Laura, y tenerte en cuenta más a ti misma. Siento que hayas perdido a tu amor; ojalá en algún lugar te esté esperando otro caballero con brillante armadura.

—Ahora no lo reconocería ni aunque apareciera cabalgando en su caballo blanco y con una armadura de plata. En cuanto a mi carrera, me han ofrecido un puesto, uno permanente, en el que me pagan una cantidad de dinero obscena, trabajando para una cadena de televisión estadounidense.

—¿Lo vas a aceptar?

—A pesar de la ventaja de estar más cerca de ti y de Claus, no estoy segura de querer vivir en Estados Unidos, o de querer hacer la clase de películas que desean que produzca. Historias cursis sobre marginados que se convierten en animadoras o futbolistas.

—Entonces no lo aceptes —dijo Charlotte con decisión.

Laura rio mientras metía el coche en el aparcamiento del hotel.

—¿Por qué unas palabras tuyas siempre lo ponen todo en perspectiva? Tienes toda la razón. Lo último que quiero es hacer eso. Y acabo de decidir que no lo haré.

Laura entró en la habitación de su abuela tras ella, después de la cena en el restaurante del hotel. Cogió la copia de El último verano que Charlotte había sacado de su bolsa de mano y había colocado junto con su diario en la mesilla de noche.

—¿Sigues llevándolo a todas partes?

—Sí —confirmó su abuela.

—Debes de haberlo leído cien veces.

—Probablemente doscientas —contestó Charlotte—. ¿Leíste el ejemplar que te di?

—El comienzo. —Laura se sentó con el libro en la silla más cerca de la ventana.

—¿No te lo acabaste?

—No pude. Todo ese sufrimiento y tristeza rusa fue demasiado para mí. El pobre hombre prisionero en un gulag siberiano, que se despierta cada mañana para encontrarse míseras raciones y una brutalidad inhumana. Obligado por la helada miseria de su alrededor a pasar los días en su mente, tiene que recurrir a imaginarse en otra época y otro lugar, con la única mujer que ha amado.

—¿No pudiste ver que su realidad eran sus ensoñaciones? —argumentó Charlotte—. Su vida en el campamento no significaba más que una pesadilla efímera.

—Me parecía insoportable pensar que sólo le quedaba su pasado. Sin futuro, sin un presente llevadero aparte del que creaba con su imaginación. No le quedaba nada que esperar excepto la muerte.

—Habría sido mucho peor para él si no hubiera tenido ese pasado. Le dio una razón para vivir, para seguir luchando por la supervivencia. En cuanto al futuro, cuando vives en el mundo de tu imaginación, todo es posible.

—Por mucha imaginación que uno tenga, no se pueden ocultar las condiciones inhumanas de suciedad y degradación de aquel campamento. —Laura dio la vuelta al libro en sus manos—. Quería más para él.

—Quizá aprecies el libro mejor cuando llegues a mi edad. —Charlotte se sentó frente al tocador, se soltó el pelo y lo cepilló cincuenta veces, como había hecho todas las noches de su vida adulta—. Tu madre espera que tenga una charla contigo.

—¿Especificó qué clase de charla?

—Algo sobre sentar la cabeza. Le dije que pretendía tener bastantes charlas contigo.

—Eres incorregible y te quiero. —Laura besó a su abuela en la mejilla.

—¿Aunque fuera del Partido Nazi? —dijo Charlotte con suavidad.

—Luego no era un error. —Laura se puso seria, y Charlotte supo que su nieta había esperado que le diera pruebas de que sólo era eso, un error.

—No, qué va.

—Si me lo cuentas, intentaré entenderlo.

—En la década de mil novecientos treinta, la mayoría de la gente que conocía eran «buenos nazis» del partido. Era lo que todo el mundo aspiraba a ser. Un buen ciudadano, un buen nazi, un leal seguidor del Führer, que le había dado al pueblo alemán todo lo que quería y más. Creíamos realmente en el lema: «Un pueblo, una nación, un líder». En mil novecientos treinta y seis se aprobó una ley que hacía obligatorio que todos los niños y niñas alemanes se unieran a las Juventudes Hitlerianas, pero no hacía falta que nos obligaran. Adorábamos las Juventudes. Significaban viajes lejos de casa y de la vigilante mirada de nuestros padres. Nos enseñaban a navegar, disparar, luchar con espadas, esquiar y pilotar, hacíamos gimnasia. Incluso tras la guerra, cuando todo el mundo sabía exactamente lo que los nazis habían hecho, algunas de mis amigas del colegio seguían insistiendo en que los años de Hitler habían sido los mejores de su vida.

—Conocía el milagro económico de Hitler —dijo Laura, insegura—. Pero los horrores… Los campos, los judíos: la gente debía de saber lo que estaba pasando.

—Yo era una niña, pero puedo recordar bien cómo fueron los años veinte en Prusia Oriental. No había ley ni orden. La enorme inflación devaluaba los salarios antes de ganarlos. Bandas rivales luchaban en las calles. Allenstein estaba llena de mendigos: antiguos soldados tullidos, los desempleados y sus hijos. Mi padre se veía inundado con ofertas de gente dispuesta a trabajar sólo por pan. No digo que las condiciones fueran peores en Alemania que en Estados Unidos o Gran Bretaña durante la depresión mundial, pero Alemania era un país derrotado y humillado que se había visto obligado a entregar grandes trozos de territorio cuando se firmaron los tratados de paz tras la Primera Guerra Mundial. Hitler dio esperanzas a todo el mundo. Restauró el orgullo nacional y le dio a la gente chivos expiatorios a los que culpar por la depresión. Así que, en respuesta a tu pregunta, sí, todo el mundo sabía que los nazis eran antisemitas. Era imposible no saberlo dada la cantidad de propaganda antijudía y anticomunista de la radio, los periódicos, los carteles y las películas, por no mencionar que nos lo inculcaban en las Juventudes Hitlerianas. Pero a los alemanes nos decían tan a menudo que éramos miembros de una raza superior, que la mayoría de los jóvenes, y me avergüenza decir que eso me incluye a mí, creíamos realmente que éramos especiales. Sí, veíamos a los judíos ser perseguidos en las calles. Mis amigas judías fueron expulsadas del colegio. Sabíamos que perdieron su derecho a trabajar, votar y poseer propiedades. La línea oficial era que iban a ser reubicados. Había rumores sobre Madagascar y el Este. Pero la mayoría de la gente argumentaba, mi padre entre ellos, que las leyes antijudías de Hitler eran un pequeño precio que pagar por tener los estómagos llenos y empleo para todos.

—Y terminó en el Holocausto.

—Sí. —Los ojos de Charlotte se cerraron de dolor—. Y lo único que yo y todos los alemanes que vivimos en esa época podemos hacer es reconocer que, para la eterna vergüenza de Alemania, eso sucedió, y debemos rogar el perdón. Aunque no crea ni por un momento que lo merezcamos.

—No puedo imaginar permanecer indiferente ante la persecución de una minoría —dijo Laura en voz queda.

—Claus y tú no lo habríais estado, porque, al contrario que yo cuando era joven, sois personas especiales y sensibles. A mi padre no se le seducía fácilmente, pero se unió al Partido Nazi la misma noche que oyó a Hitler hablar por primera vez. Luego, cuando Hitler se convirtió en canciller, todo cambió.

—¿De la noche a la mañana? —Laura dejó El último verano a un lado.

—Eso pareció. El mejor amigo de mi padre era arquitecto y maestro constructor. Su familia apenas podía sobrevivir con lo que ganaba de hacer algún que otro trabajo. Cada vez que los visitábamos antes de que Hitler llegara al poder, les llevábamos una cesta de comida. Como a la mayoría de los amigos de mis padres.

—¿Erais ricos? —preguntó Laura sorprendida.

—Mi padre poseía algunas granjas; los arrendatarios pagaban el alquiler en especie. Teníamos más comida de la que necesitábamos para nuestro uso personal, y mi padre no podía vender el exceso mientras sus amigos y sus hijos pasaban hambre. Por tanto, las granjas no daban dinero y no prosperaban. Cuando Hitler llegó al poder, empezó a construir: carreteras, colegios, hostales juveniles, fábricas. En cuatro años, el amigo de mi padre había ganado suficiente dinero como para levantar una casa enorme para su familia y comprar hectáreas de terreno en las que erigió casas y fábricas.

—¿Todos en tu familia erais nazis?

—Antes de la guerra, sí —confirmó Charlotte—. Mi padre lo organizó para que mis hermanos, mi hermana y yo nos convirtiéramos en miembros del Partido al cumplir los dieciocho y no tuviéramos que esperar hasta los veintiuno, que era la edad habitual para afiliarse. Tu tía-abuela Greta era organizadora de zona de la BDM, la sección femenina de las Juventudes Hitlerianas. Yo tocaba en la sección musical del grupo de las Juventudes en Allenstein, y mis dos hermanos estuvieron en las Juventudes antes de convertirse en oficiales de la Wehrmacht. Mi padre había sido burgomaestre de la ciudad, y mi madre organizaba eventos para recaudar fondos. Tras la guerra, no muchos alemanes querían admitir que su familia había pertenecido al Partido. Pero yo no puedo negarlo, y tienes todo el derecho del mundo a estar horrorizada. —Charlotte cogió su diario—. Sé que sabes leer alemán moderno; ¿sabes leer gótico antiguo escrito a mano?

—Tras pasar un mes buceando en el Centro de Documentación, sí.

—Esto es un diario que comencé en mi decimoctavo cumpleaños, y que continué durante la guerra y algo después. ¿Te gustaría leerlo?

—Si no te importa…

—Nos dará algo por lo que empezar. Pero no esta noche. Mañana nos espera un largo viaje. No sólo en distancia, sino hacia el pasado.

—Es verdad. —Laura se levantó de la cama—. Oma, ¿no hiciste nada…? Quiero decir, en los campos…

—No puedo hablar por Greta, pero mi padre, mi madre y yo hicimos lo peor que se podía hacer. —Charlotte miró a Laura a los ojos y vio que su nieta tenía demasiado miedo como para preguntar—. No hicimos nada para ayudar a la gente que era enviada allí —dijo—. Nada en absoluto.

Domingo 27 de agosto de 1939 (Continuación).

Regresamos a Bergensee. Ayer, mientras Claus y yo nos casábamos, el Führer dio un discurso exigiendo la devolución de Danzig y el corredor polaco que separa Prusia del resto de Alemania, y el fin del compromiso anglo-francés para apoyar a Polonia en su agresión a Alemania. Todo el mundo hablaba de eso esta mañana en el hotel. Cuando Claus y yo bajamos después de desayunar en la habitación, encontramos la zona de recepción llena de gente que estaba de vacaciones y deseaba marcharse porque esperaba que la guerra estallara en cualquier momento. Pero eso no evitó que se quedaran mirándome y asintiendo de manera cómplice entre ellos.

No había doncellas libres, así que regresé a nuestra habitación a hacer las maletas. Claus llegó más tarde. Había reservado los únicos billetes disponibles de vuelta a Allenstein. De tercera clase en un tren nocturno. Será un viaje muy distinto al de anoche. Claus está decepcionado, pero yo no. Esta tarde me va a llevar a dar un paseo por la playa y el muelle. Ya no podemos plantearnos una visita al barrio medieval.

En los jardines, hay una banda tocando música militar; los niños cantan y bailan, los chicos desfilan y marchan con las piernas derechas como soldados. Todo parece muy normal. No puedo creer que la guerra vaya a empezar de veras en unas horas. Seguramente los polacos accedan a las demandas del Führer. Todos los periódicos repiten que son perfectamente razonables, y que tenemos todo el derecho a pedir la devolución del territorio que nos robaron al final de la Gran Guerra, territorio que volverá a unir Prusia con el resto de Alemania.

Claus consiguió llamar a su oficial al mando, aunque a la centralita del hotel le costó cuatro horas contactar con el cuartel del regimiento. Le han reducido el permiso. Deberá regresar a su compañía el 30 de agosto. Tendremos una luna de miel muy corta, sólo tres días. Intenté parecer contrariada cuando me lo contó, pero estoy segura de que sospecha que odio las cosas que me hace. Esta mañana ha sido incluso peor que anoche. En cuanto se despertó volvió a desnudarme, y luego, en el desayuno, seguía intentando tocarme, haciendo chistes vulgares todo el rato.

Esta noche estaremos en Bergensee. Ha telegrafiado a su padre para que envíe un coche a buscarnos a la estación.

Grunewaldsee

Martes, 29 de agosto de 1939

Claus se ha ido y vuelvo a estar sola (gracias a Dios) en mi dormitorio de Grunewaldsee, aunque mamá ha quitado mi cama pequeña y la ha reemplazado por una enorme monstruosidad de cuatro columnas tan grande como para albergar a un regimiento. Mamá y papá von Letteberg se marcharon a su casa de Berlín antes de que Claus y yo regresáramos de Sopot para que pudiéramos continuar nuestra luna de miel en Bergensee. Temían invadir nuestra intimidad, pero desearía que se hubieran quedado. De ser así, al menos habríamos tenido que salir de nuestra habitación para comer en el salón.

Había estado muchas veces en Bergensee, pero nunca me había dado cuenta de cuánto mayor y más formal es la casa comparada con Grunewaldsee. Probablemente, porque sólo tenía ojos para Claus cuando estaba allí. Sabía que era grande, pero no tenía ni idea de que poseía 465 habitaciones. El servicio es muy solemne (yo diría que pomposo), y el ama de llaves me da pavor. Es muy seria y correcta, y siempre está mirando por encima de su larga nariz. Cuando me enseñó los retratos de la familia en la galería, noté que no me consideraba ni de lejos tan hermosa o noble como para ser la mujer de un von Letteberg.

La visita en la que me guio fue corta. Claus dijo que tendría mucho tiempo para familiarizarme con la casa cuando él se hubiera ido. Ordenó que todas las comidas nos las sirvieran en sus aposentos. Insistió en que, aunque teníamos tan poco tiempo juntos, debíamos intentar concebir un heredero para su padre y su familia.

Odio el sexo, y me niego a llamarlo hacer el amor. Lo que Claus me hace no tiene nada que ver con el amor. Había veces en que no podía evitar llorar, por mucho que intentara recordar las palabras de mamá sobre que la obligación de una esposa es someterse.

Mamá telefoneó para invitarnos a comer hoy en Grunewaldsee. Yo estaba encantada, porque eso quería decir que podría permanecer vestida y despedirme de Claus en casa, rodeada de mi familia. A pesar de su magnificencia, me parece difícil pensar en Bergensee como en mi nuevo hogar. Me pregunto si alguna vez lo haré.

Aunque hacía calor, tuve que llevar un vestido de manga larga para que mamá y papá no vieran los moratones de mis brazos, pero creo que mamá sospecha que algo va mal, porque me preguntó varias veces si me encontraba bien. Intenté sonreír y tranquilizarla. Claus estaba igual que siempre. Él nunca cambia, nunca parece feliz o triste con nada ni nadie. Ahora me doy cuenta de que antes de casarnos no veía más allá de su cara bonita, su uniforme y su refinamiento aristocrático.

Los gemelos llevaban sus uniformes de teniente, como Peter. El lunes los llamaron a todos a sus regimientos. Papá está desolado. Seguía diciendo a los chicos que no tenían ni idea de lo que es realmente la guerra. Siguió y siguió hablando de la muerte, los lisiados y la sangre hasta que sentí ganas de vomitar. No entiendo por qué está tan enfadado con los gemelos y con Peter. Tampoco es que tuvieran elección acerca de ser reservistas o unirse al ejército.

Como todos han completado ya su entrenamiento militar, a los tres les han dado cargos. Así que ahora tanto mis hermanos y mi cuñado como mi marido son oficiales de la Wehrmacht.

Me parece raro pensar en Peter como en mi cuñado. Siempre ha hecho el tonto en la orquesta; allí éramos compañeros. Ahora que estoy casada me siento años mayor que él y que aquella chica despreocupada que viajó a Rusia hace sólo unos cuantos días.

Los chicos no podían hablar sobre nada más que la guerra en ciernes. Greta se unió a nosotros. Como Peter es demasiado joven para tontear con él y no había más hombres jóvenes excepto Claus, estaba decidida a ser sarcástica. Apenas sé lo que le dije. Me encuentro tan mal y tan agotada tras mi «luna de miel» que no pude tomar nada de la comida que mamá había preparado con tanta dedicación, y noté que además de ella, papá estaba preocupado por mí. Creían que era porque Claus se iba. Qué sabrán ellos. Estaba deseando que se marchara.

Mamá y papá habían invitado a mamá y papá von Letteberg al almuerzo. Vinieron en coche desde Berlín sólo para pasar el día con nosotros y con Claus. Aunque papá von Letteberg se ha jubilado hace poco, lo han llamado al ejército, le han devuelto su antiguo rango de general, y lo han asignado a un puesto importante en un cuartel. Mamá von Letteberg y él están haciendo preparativos para mudarse a Berlín mientras dure la guerra, sea lo que sea. La condesa es muy amable. Me dijo que los visitara cuando quisiera. Creo que sospecha que las cosas no son tan maravillosas entre Claus y yo.

Pero por ahora tengo un espacio propio. Sin Claus ni la horrible «vida marital» durante semanas o, si tengo suerte, durante meses. Aunque estar casada no es en absoluto como había esperado que fuera, es soportable mientras Claus no está. ¿Soy muy mala al rezar por su seguridad, y también porque siga ausente?

Grunewaldsee

Miércoles, 7 de septiembre de 1939

¡Guerra! Mañana hará una semana que las tropas alemanas entraron en Polonia. No podemos estar seguros, pero casi lo estamos, de que Claus, Paul y Wilhelm estaban entre ellas. Ruego a Dios para que los mantenga a salvo de todo daño. Pero papá me ha advertido que puede ser una guerra larga. Gran Bretaña y Francia demandaron que nos retirásemos de Polonia. El gobierno no podía hacer tal cosa, así que ambos países nos declararon la guerra el 3 de septiembre. Pronto tendremos tropas en el oeste así como en el este. ¿Enviarán allí a Claus y a los gemelos?

Grunewaldsee

Martes, 12 de diciembre de 1939

No he escrito ni una palabra desde hace más de tres meses, porque casi nunca me encuentro bien. Primero la luna de miel y ahora este bebé. Mamá dice que volveré a ser la de antes cuando nazca el niño, pero no lo creo. No me parece posible sentirme bien otra vez después de mi noche de bodas.

A Claus no le han concedido ningún permiso desde que me dejó en Grunewaldsee a finales de agosto. Es horrible decirlo, pero aquí, sola con mis pensamientos, puedo ser sincera: no lo lamento. Sabemos que está estacionado en Polonia, como Wilhelm y Paul. Las cartas de mis hermanos están llenas de historias sobre lo rápido que cayó Polonia ante nuestro ejército victorioso, y de sus fiestas, con canciones y bebida, las cartas de Claus sólo hablan de lo que haremos en Bergensee tras la guerra y de cómo pretende criar a su hijo. Me pregunto qué hará si me atrevo a presentarle una hija.

Guardo cama casi todas las mañanas. Me siento muy débil y con náuseas; apenas puedo levantar la cabeza de la almohada. Por las tardes me siento con mamá en la sala. No he tocado el piano desde que me casé. Papá dejó caer que le vendría bien mi ayuda para organizar la hacienda, aunque sea con la contabilidad y el encargo de las provisiones para los caballos y la venta de bienes al departamento de guerra, así que anoche puse los libros de cuentas al día. Algo inquieta a papá. No estoy segura de qué es y, cuando le pregunto, dice que lo único que le preocupa en el mundo es la guerra y mi salud.

Papá se marcha temprano para representar a los comerciantes de Prusia Oriental en una conferencia en Baviera. Le pregunté sobre el tema, pero todo lo que dijo fue lo que siempre dice cuando mamá o yo le preguntamos por los negocios, que no son cosas de las que deban preocuparse nuestras lindas cabecitas, lo que probablemente signifique que tiene algo que ver con la guerra o el Partido. Tiene demasiadas responsabilidades desde que fue nombrado burgomaestre.

Por suerte para Grunewaldsee, con cincuenta años Brunon es demasiado mayor para que lo llamen a filas, así que al menos él se quedará con nosotros, pero todos los jóvenes han sido reclutados, excepto el idiota, Wilfie. La mayoría de las doncellas se han ido a las fábricas. Hay tal falta de trabajadores que la esposa de Brunon, Martha, ahora tiene que ayudar en la casa.

Hay muy pocas provisiones de madera y carbón, así que mamá ha decidido cerrar el salón de baile, ocho de los dormitorios de invitados y el comedor formal. No puedo imaginar lo apretados que estaremos en el comedor pequeño cuando los chicos vengan de vacaciones en Navidad. Claus no vendrá. No cree que sea correcto que los oficiales se vayan de permiso cuando tantos soldados rasos deben permanecer en sus puestos. Me escribió para contarme que probablemente esté en casa para Año Nuevo. Si los ángeles me sonríen, cambiará asimismo de opinión sobre eso.

Greta también está en Polonia, supervisando a sus chicas de la BDM. Preparan casas para recibir a la gente de raza alemana de Estonia y otros países del este bajo gobierno soviético. Escribe a mamá y papá casi a diario, contándoles que los polacos no merecen casas decentes, porque son una gente muy sucia, y que es un trabajo muy duro lograr que las mujeres polacas frieguen sus antiguos hogares para hacerlos dignos de la ocupación por parte de las familias de raza alemana que llegan.

Nina y Hildegarde han ido a Berlín a trabajar en el Ministerio de la Guerra. Hildegarde me escribió haciendo que su trabajo sonara muy grandilocuente e importante, pero Nina, que está en la misma oficina, dice que lo único que hacen es empujar maquetas de aviones, tanques y despliegues de tropas por un gran tablero, mientras atienden al teléfono y pasan cartas a máquina.

Ojalá no me sintiera tan enferma. Ayer por la tarde, mamá pidió el coche e insistió en que la acompañara a la ciudad, pero Brunon tuvo que parar tres veces por mis náuseas.

Wilhelm escribió a papá pidiendo permiso para casarse con Irena en Navidad en la iglesia de Grunewaldsee. Son muy jóvenes, pero, como dice papá, no es fácil para los chicos que van a entrar en batalla pensar en toda su vida. No cuando tantos de ellos se enfrentan a una muerte temprana. Ahora que los gemelos por fin son oficiales, papá ha tenido que aceptar que son adultos además de soldados.

No puedo imaginar que el amable y dulce Wilhelm quiera hacerle a Irena las cosas terribles que Claus me hace a mí. Y cuanto más pienso en la afirmación de Nina de que a algunas mujeres les gusta, menos la creo. ¡Me parece asombroso que ciertas mujeres pobres estén suficientemente desesperadas como para hacerlo por dinero! Yo preferiría ahorcarme o morir de hambre.

Irena está muy emocionada. Me preguntó cómo es la vida de casada. Creo que quería hablar de sexo, pero no podía contarle la verdad. Parecía muy feliz. Tan feliz como yo antes de mi noche de bodas, y, como ya ha aceptado a Wilhelm, no hay vuelta atrás en su promesa. Además, la obligación de las chicas alemanas es casarse y tener hijos para la Madre Patria, así que si Irena no se casara con Wilhelm, tendría que hacerlo con otro.

Mamá y la madre de Irena, Frau Adolf, hablan de la boda durante interminables tardes de café. Se celebrará en Grunewaldsee, no sólo porque tenemos más espacio, sino porque es el único sitio apropiado para la boda de un von Datski. Por desgracia, las restricciones de la guerra y el racionamiento limitarán la comida y el número de invitados, así que la boda de Wilhelm y la pobre Irena no será tan espléndida como la mía.

Los gemelos llegarán a casa en Nochebuena, y la boda tendrá lugar el día de Navidad por la tarde. Wilhelm e Irena tendrán que pasar la luna de miel en Grunewaldsee, porque Wilhelm sólo tiene permiso una semana y el sistema ferroviario es muy precario. Papá ha ordenado limpiar y pintar la casita junto al lago, por dentro y por fuera, y se van a quedar allí. Martha bajará a hacerles de comer.

En cierto sentido, envidio a Irena. La mañana tras nuestra noche de bodas fue horrible en el Gran Hotel de Sopot, sabiendo que toda la gente era consciente de que éramos recién casados y estaba pensando en lo que Claus me había hecho.

Intentaré escribir con más regularidad, pero ahora voy a la estación con mis padres a despedir a papá. Después, mamá y yo visitaremos a Irena y a su madre. Debo hacer un esfuerzo por dar la bienvenida en la familia a Irena, e intentar advertirle con tacto de que la vida de casada no es todo lo que dicen los libros de cuentos.

—Vas por el lado equivocado de la carretera, Laura —dijo Charlotte.

—¡Ay, mierda, es verdad! Es culpa de Gran Bretaña, por conducir al revés que todos los demás.

—Si estás cansada puedo relevarte.

—No, estoy bien; es decir, a no ser que prefieras ponerte al volante —respondió Laura, antes de recordar la advertencia de Claus sobre dejar conducir a su abuela.

—En absoluto. —Charlotte plegó el mapa que tenía extendido sobre las rodillas. Había estudiado la ruta. Al norte desde Varsovia, luego seguir la carretera de Elblag hasta que vieran el cartel de Olsztyn. Para su sorpresa, había sido tan fácil como parecía—. Otra hora o así y deberíamos estar en el hotel.

—Siempre que no tiente a la suerte conduciendo por el lado equivocado de la carretera otra vez —matizó Laura—. Tras un mes en Berlín cualquiera pensaría que me habría acostumbrado a esto. Espero que lleguemos a Olsztyn a tiempo para ducharnos y deshacer la maleta antes de la cena.

—Nunca me acostumbraré a llamar Olsztyn a Allenstein. Es una palabra muy fea —dijo Charlotte vehementemente.

—Quizá para los polacos no.

—¿Por qué están todos esos Fiats y Trabis al lado de la carretera? No pueden haberse estropeado todos.

—Por lo visto, las piezas sueltas para los coches siguen siendo un problema importante en Europa oriental —respondió Laura—. Probablemente, por eso hay tantos caballos y carretas entorpeciendo el paso por mitad de la carretera.

—Por no mencionar las bicicletas que vienen de todas las direcciones —comentó Charlotte, mientras un hombre joven giraba brusca y precariamente delante de ellas.

—¿Reconoces algo?

—Aún no, pero el paisaje sí es como lo recordaba. Me temía que estuviera contaminado, pero los bosques son igual de verdes y los lagos igual de claros que cuando era niña.

—No estoy segura de qué esperaba, pero desde luego no era todas estas casas recién edificadas y pintadas. —Laura aminoró la velocidad para leer un cartel—. Olsztyn ocho kilómetros. ¿Quieres parar por el camino?

—Eso depende de por qué carretera vayamos.

—Ahora debemos ir por la principal.

Charlotte miró alrededor.

—No veo nada que conozca.

—¿Y ese lago?

Laura señaló a un pequeño lago a su izquierda. Charlotte palideció.

—Dos, o quizá tres kilómetros más adelante, habrá una curva a la derecha. —Había pensado que tendría más tiempo para prepararse. Después de todo, algunas cosas habían cambiado. Los árboles estaban más altos y alteraban el paisaje—. Será poco más que un sendero. Antes había una cancela con cabezas de lobos de piedra en lo alto de las columnas.

Laura notó que Charlotte estaba temblando cuando disminuyó la velocidad para buscar la señal. Nunca había visto alterada a su abuela, y detuvo el coche cuando las manos de Charlotte se tensaron formando puños nudosos.

No había cancela, columnas, ni cabezas de lobos de piedra; sólo dos pilares de escombros cubiertos de hiedra.

—¿Éste es el sendero por el que querías que cogiera, Oma?

Charlotte asintió.

Laura condujo despacio por el camino. Había montones de hojas y agujas de pino atrapados entre adoquines rotos. Viró bruscamente para evitar unos agujeros, algunos tan grandes y profundos como para atrapar una rueda. El sendero describía una curva cerrada a la derecha, ella giró, y entraron en un gran patio. Delante de ellas y a su izquierda se alzaba una enorme mansión barroca de seis pisos con forma de «L».

—¿Vivías aquí? —jadeó Laura.

Incapaz de responder, Charlotte abrió con torpeza la puerta. Temblando a pesar del sol, salió. La brisa traía del bosque un inconfundible olor a resina de pino. Miró alrededor y lo asimiló todo: la fuente en el centro del patio; los rasgos de los querubines de piedra que la decoraban, desfigurados y ruinosos; los caños obstruidos con hierbajos y barro endurecido de color marrón óxido; los tejados curvados, con más agujeros que tejas rojas; las ventanas cubiertas con tablones que habían arrancado en algunos sitios de los pisos inferiores; el deterioro en la antigua mampostería, con la capa de cemento desmenuzándose en las esquinas, tan sucia y manchada por el tiempo que su color crema original no podía adivinarse más que en uno o dos de los rincones y ranuras más cobijados.

—¿Esto es Grunewaldsee? —La voz de Laura pareció antinaturalmente fuerte en el silencio.

—Bergensee. —La de Charlotte estaba entrecortada por las lágrimas—. El hogar del padre de tu tío Erich.

—¿Y tú también viviste aquí?

—Un corto tiempo después de casarme con él.

—No tenía ni la menor idea de que vivías en un sitio tan espléndido, y estoy segura de que Claus tampoco. ¿Por qué no nos lo contaste?

—Para que no os decepcionara lo que teníais.

Mientras Charlotte hablaba, una mujer morena de pelo color ébano, con bebés en sus brazos y niños pequeños agarrados a sus faldas, salió de los establos y cruzó el patio hacia ellas.

—¿Qué hacen aquí?

La pregunta la hizo en polaco. Charlotte la entendió, pero sólo eso. Su dominio del idioma nunca pasó de lo rudimentario, incluso aunque su padre había empleado polacos antes de la guerra. Se señaló a sí misma y dijo:

—Von Letteberg.

La respuesta llegó en alemán.

—¿Ha venido a reclamar la casa?

Charlotte volvió a mirar las ruinas de la mansión. Negó con la cabeza.

—No podría ni aunque quisiera, y no quiero. —Se giró hacia Laura—. Vámonos.

—¿No quieres ver nada más, Oma?

—Ya he visto suficiente.

Al darse cuenta de que su abuela estaba demasiado alterada como para tomar una decisión racional, Laura sugirió:

—¿Quizá podamos regresar más adelante?

Charlotte se sentó en el lado del copiloto y cerró la puerta.

—No hay nada por lo que volver.

—¿Grunewaldsee estará así?

—No lo sé. —Charlotte miró Bergensee lo que esperaba que fuera la última vez. Triste, rota, con gitanos en el patio donde los carruajes y los coches de motor habían esperado antaño a príncipes y presidentes—. Grunewaldsee nunca fue tan grandiosa como Bergensee. Mi única esperanza es que ahora no esté tan ruinosa y abandonada. Greta tenía razón. No debería haber vuelto nunca.

Laura le agarró la mano.

—Cuanto antes te consigamos un hotel, una buena comida y una cama cómoda, mejor.

—Pareces mi madre. —Charlotte intentó sonreír entre lágrimas.

Laura puso en marcha el motor, cerró de un portazo el Fiat alquilado y condujo de vuelta a la carretera principal.