Capítulo 4

—¿Tiene todo lo que necesita, señorita Datski?

—Y más. Gracias, señora Green. No estoy acostumbrada a tantos mimos.

Charlotte colocó su diario en la mesilla, se desató el cinturón de la bata, la colgó en el armario, y se metió en la cama.

—El señor Goldberg la tiene en gran estima, señorita Datski.

—Y yo a él —sonrió Charlotte.

La señora Green, que había nacido como Melerski, había heredado de su madre el puesto de ama de llaves de Samuel cuando ella murió. Samuel había encontrado a su madre y a su tío en un campamento de refugiados cuando eran unos adolescentes, al final de la Segunda Guerra Mundial, mientras buscaba a su mujer y sus hijos. Nunca encontró a su familia, así que, como era típico de él, adoptó a la de otras personas.

—Que duerma bien. ¿Apago las luces?

—La luz principal, por favor, señora Green —pidió Charlotte—. Deje la lámpara de la mesilla. Voy a leer un rato.

Por la tarde, mi habitación, Grunewaldsee

Domingo, 20 de agosto de 1939 (continuación).

Después de que Claus me pusiera el anillo en el dedo, me dejó para ir a buscar a papá y pedirle su consentimiento. Me quedé en la terraza en una agonía de suspense hasta que Claus regresó, trayendo no sólo a papá, sino también a mamá y a sus padres. Enseguida pude ver lo contento que estaba papá. Los von Letteberg son una familia incluso más antigua que la nuestra. Mamá estaba abrumada de felicidad, y ella y la condesa von Letteberg no podían parar de abrazarse y de darme besos a mí y entre ellas. Claus había pedido a sus padres su bendición aquella tarde, y su padre me dijo que estaban encantados con la esposa que había elegido su hijo. Tras abrazarme y darme la bienvenida a la familia von Letteberg, lo único que faltaba era anunciar formalmente el compromiso.

Papá quería ir al salón y contárselo a todo el mundo en ese mismo momento, pero mamá insistió en esperar hasta que terminara la cena y hubiera vuelto a comenzar el baile. Luego se fue a buscar a Greta. Creo que quería decírselo antes de que lo hiciera alguien, porque sabía que había albergado esperanzas de que Claus le pidiera matrimonio a ella. Claus y yo buscamos a Wilhelm, Paul y Peter. Los encontramos bebiendo champán con Irena, Nina y Hildegarde. Claus invitó a los chicos a unirse a él en la terraza para fumar y, aunque no tenían muchas ganas de dejar a las chicas, creo que sospecharon algo, porque fueron sin discutir. Cuando yo también salí unos minutos más tarde, todos se estaban dando las manos.

Wilhelm y Paul me felicitaron por llevar a un buen hombre a la familia. Respetan y admiran a Claus como amigo desde hace mucho tiempo, y me complace enormemente que todos a los que quiero aprueben de corazón a mi futuro marido.

Cuando la música comenzó, Claus me llevó de vuelta al salón de baile. Su anillo me parecía pesado y extraño en el dedo. Estaba segura de que todo el mundo lo estaba mirando. Sé que yo me habría dado cuenta si una de mis amigas llevara un anillo de compromiso, pero nadie dijo ni una palabra. Mientras bailábamos, esperando a que la música se detuviese y papá pudiera hacer el anuncio, sólo podía pensar en lo maravilloso que es amar a alguien y ser correspondida. Querer pasar toda tu vida con una persona especial. Ser completamente suya, como Claus y yo seremos el uno del otro.

Estaba tan emocionada, que apenas escuché una palabra del discurso de papá. Sé que todas mis amigas estaban sorprendidas por lo repentino de la noticia, y envidiosas de mi buena suerte al asegurarme un hombre tan maravilloso, aristocrático, guapo y respetado. Busqué a Greta mientras papá hablaba, pero no la vi por ningún sitio.

Estaba tan orgullosa y contenta cuando Claus reclamó su derecho de prometido a besarme en público por primera vez, que decidí ser mucho más amable con Greta en el futuro. Sé lo desolada que habría estado yo si él la hubiera elegido a ella en vez de a mí. Habría querido morirme.

Papá apenas había terminado de hablar antes de que las felicitaciones me llegaran de todas partes. Todos preguntaban cosas. ¿Seguía queriendo ir a Königsberg a estudiar en el conservatorio? (Herr Schumacher). ¿Cuándo nos casaremos? (Irena). ¿Vamos a tener una fiesta de compromiso? (Peter y Nina). Papá provocó muchas risas cuando invitó a todos a quedarse a desayunar. Dijo que sería más fácil organizar un desayuno de compromiso que otro baile.

Podríamos haberlo hecho, porque nadie se marchó antes del amanecer. Mientras los sirvientes servían sopa a nuestros invitados antes de marcharse, papá encendió la radio. La orquesta estaba recogiendo y creo que buscaba alguna música ligera para despedir a la gente, pero sólo había noticias. Malas noticias. Las tropas polacas se están reuniendo en nuestras fronteras. Georg dijo que Alemania no permitirá que agresores extranjeros apunten con sus armas al corazón del país. Eso no puede significar más que una cosa. Guerra.

Papá molestó a todos cuando dijo: «Nada bueno puede salir de la guerra». Sonó antipatriótico e irrespetuoso hacia el Führer. Todo el mundo sabe que aunque papá fue uno de los primeros en unirse al Partido Nacional Socialista, también fue masón unos meses cuando era joven. Los funcionarios del Partido dijeron que le perdonaban y que harían una excepción en su caso, pero hasta yo sé que sería mejor si papá no cuestionara tanto la política del Führer.

Mamá intentó suavizar las cosas explicando que papá había perdido a muchos buenos amigos durante la última guerra, y hubo algunos murmullos de simpatía, incluyendo uno de la condesa von Letteberg. Me cae muy bien ya.

Mientras todos discutían la inevitabilidad de la guerra, Claus se encerró en el despacho de papá para llamar por teléfono a su oficial al mando, y me di cuenta de que ya no podré ignorar la política. No cuando mi futuro marido tiene un cargo en el ejército. A su regreso, Claus contó que sus superiores creen que pronto mandarán al ejército a Polonia para terminar con la agresión. Georg lo oyó y repitió la afirmación del Führer de que es injusto que los alemanes tengamos que luchar por la tierra y el espacio vital que es nuestro por derecho de nacimiento. Por desgracia, Manfred oyó a Georg y comenzó una larga y aburrida discusión política sobre la tierra y el bien común que cada uno debe tomar según lo que necesite, no lo que desee, que terminó en una pelea a puñetazos entre Georg y Manfred.

¿Por qué los estúpidos chicos piensan que pueden cambiar el punto de vista de alguien dejándolo sin sentido a golpes? Por suerte, Claus los separó antes de que pasaran a mayores. Me alegra que Claus nunca hable de política. Me parece que cree que, como oficial del ejército, debe guardarse sus opiniones para él.

Cuando los invitados se hubieron marchado, papá, mamá, Claus, sus padres y yo desayunamos en el salón pequeño. Greta se fue a la cama. Dijo que estaba cansada, pero sé que no podía soportar verme tan feliz con Claus. Me dio pena cuando se fue sola arriba.

En vista del empeoramiento de la situación entre Alemania y Polonia, Claus le pidió a papá consentimiento para casarnos ya. Le quedan tres semanas de este permiso de verano de un mes, y quiere pasar todo el tiempo posible como un hombre casado. Por supuesto, yo me mostré de acuerdo, pero papá se mostró muy reticente a dar su aprobación. Esperaba un largo noviazgo, y sugirió que aguardásemos al menos un año. Fue muy atrevido por mi parte, pero le recordé que mamá se había casado a mi edad. Después de aquello, no discutió más.

Quiero tanto a Claus que no soporto la idea de la vida sin él. Si somos de verdad marido y mujer, puede serme algo más fácil aguantar las semanas, quizá incluso meses de separación que llegarán si se declara la guerra. Desearía que fuera cualquier otra cosa menos oficial del ejército. No soporto pensar en que le hieran o le maten en combate.

Claus fue tan persuasivo que, al final, papá y mamá aceptaron celebrar la boda en cuanto pudiera organizarse. Papá mandó buscar al pastor. Vino enseguida, pensando que había sucedido una tragedia. Cómo nos reímos con la expresión de su cara cuando se dio cuenta de que queríamos que celebrara una boda, no un funeral. Así que, el próximo sábado por la mañana, en la iglesia de Grunewaldsee, me convertiré en la esposa de Claus.

En cuanto se fijó la fecha, mamá y la condesa von Letteberg empezaron a preocuparse por la ropa, los invitados y los preparativos, pero Claus dijo que quería que la boda fuera sencilla y pequeña. Sólo la familia y algunos amigos íntimos. Me mostré de acuerdo. Nuestra futura vida juntos es lo que importa, no el vestido de novia, las flores y la carne fría para los invitados. Pero dudo que se haga así. Entre las dos ya han reunido una lista de más de doscientas personas a las que dicen que es esencial invitar.

Luego, mamá quería que me acostara, pero le dije que no estaba cansada. Claus me invitó a cabalgar con él. Sabía que a mamá no le parecía bien que estuviera a solas con Claus, aunque nos casaremos en menos de una semana, pero papá sabe que Claus es un oficial y un caballero, me dio permiso y, mientras Brunon ensillaba los caballos, me puse la ropa de montar.

Cabalgamos hacia el lago. Había muchas cosas que Claus quería discutir conmigo. Como dónde iremos de luna de miel. Sugirió el Gran Hotel de Sopot, mi hotel preferido del mundo entero. Me encanta cómo se abre el comedor hacia la playa. Le dije que si pudiera diseñar un lugar perfecto para una luna de miel, sería el Gran Hotel de Sopot, con sus jardines y la gente elegante.

Claus dijo que llamará para intentar reservar una suite con vistas al mar, pero será difícil porque estamos en plena temporada alta. Entonces, si hay tiempo, regresaremos a casa de su familia, Bergensee. Una casa, me recordó, que será la mía dentro de una semana.

No quiero pensar qué haré cuando se marche para unirse a su regimiento, pero él insistió en que haga planes. Acordamos que no tenía sentido que continuara mis estudios en el conservatorio de Königsberg. Puedo practicar el piano igual de bien en casa, y Claus cree que cuando estalle la guerra, las universidades tendrán que cerrar porque muchos jóvenes se alistarán en el ejército. Como reservistas, Wilhelm y Paul estarán entre los primeros en ser llamados. Nos lo dijeron tras el parte de las noticias.

Al final decidimos que tras la luna de miel volveré a vivir en Grunewaldsee. Si estalla la guerra, algunos de nuestros trabajadores tendrán que unirse a la tropa, así que papá necesitará mi ayuda para ejercitar los caballos y dirigir la granja. Estaré ocupada, pero, como le dije a Claus, contenta no. Sin él, no.

Esperaba que me besara de nuevo, mas todo lo que hizo fue sostener mi mano y acariciar con el pulgar mi dedo anular. Cuando me atreví a besarle en la mejilla, sonrió y dijo que habría mucho tiempo para esas cosas cuando estuviéramos casados. Hasta entonces se siente obligado por su honor a respetar los deseos de papá y mi reputación, y por eso le amo aún más.

Empezó a hablar de hijos, y dijo que esperaba tener una gran familia, pero Brunon nos interrumpió. Aunque era domingo, mamá había enviado el coche a buscar a la costurera. Acabo de terminar de probarme. Hay que cortarme el vestido de novia de mamá. Greta estaba furiosa, porque es más alta que yo y eso significa que no podrá llevarlo cuando se case, pero, como dijo mamá, Greta tendrá más tiempo para planearlo que yo, así que podrá hacerse uno a medida.

Ahora estoy cansada. Es tarde. Claus vendrá dentro de dos horas para llevarme a la iglesia a hablar con el pastor sobre la boda y lo que significa el matrimonio. Antes de eso, debo intentar dormir un poco, pero a pesar de estar exhausta, sólo puedo pensar en mi querido Claus y en lo maravilloso que será convertirme en su esposa.

Estoy nerviosa, contenta y un poco, muy poco, asustada. Mamá vino a mi habitación para hablar conmigo. Me dijo que el deber de una esposa es doblegarse a todos los deseos de su marido, y eso significa en el dormitorio lo mismo que en el salón. Sé lo que quiere decir, porque Nina siempre está hablando sobre sexo. Hildegarde dice que a ninguna buena chica le gustan las cosas horribles que los hombres quieren hacer, sólo a las chicas malas que van con hombres por dinero. Cuando pienso en Claus, todo lo que sé es que quiero complacerlo de cualquier forma que pueda. Espero y rezo por no defraudarlo nunca, ni hacerlo infeliz, y que si hay una guerra, Dios lo mantenga a salvo para mí.

Samuel esperó a que Charlotte facturara su equipaje en el mostrador de Lufthansa antes de darle un gran abrazo.

—¿Te alegras de dejar los barrios londinenses?

—Sí —asintió ella—, pero no de dejarte a ti, Samuel.

—Espero que encuentres lo que estás buscando en Polonia.

—Gracias. —Charlotte le besó en los labios por primera vez. Él se llevó los dedos a la boca.

—Si hubieras hecho eso hace sesenta años, nuestras vidas podrían haber sido muy distintas.

—El destino ha querido que seamos buenos amigos, Samuel.

—Toma esto. —Le dio un sobre.

—¿Qué es? —Ella le dio la vuelta.

—Mis números de teléfono ultrasecretos, incluso mi móvil.

—Ya los tengo.

—Lo sé, pero he pensado que deberías mantenerlos en tu pasaporte, junto con instrucciones para ponerse en contacto conmigo en caso de emergencia. Tus hijos son gente ocupada. Claus tendrá que cuidar a su mujer y al bebé. Laura y tú podéis necesitar ayuda. —Se encogió de hombros—. Conozco gente.

—No dudo de que sí, incluso en Polonia —contestó ella.

—Allí también, puedo facilitar las cosas y conseguir favores.

—Samuel. —Lo abrazó de nuevo—. ¿Qué habría hecho si no te hubiera conocido?

—Sé lo que habría hecho yo. —Recogió el equipaje de mano del carrito y se lo dio—. Te veré de nuevo, Charlotte, en esta vida o en la siguiente. Y si tienes que irte a la siguiente antes que yo, busca a mi mujer. Se llama Taube. Tendrá a los niños, Shlomo y Simcha, con ella, y a la pequeña Lola. No sé si los niños crecen allí, pero Lola era una preciosidad; con sólo un año, pero menudos ojos negros y qué mata de pelo. —Se quedó callado. Charlotte reconoció ese silencio. Ella misma caía en él cuando se permitía recordar.

Él la miró y le devolvió la sonrisa.

—Dile a Taube que voy de camino y avisa a quien esté a cargo de la comida que me gusta el coñac fuerte y el café suave, con un toque de nata.

Mutti[10], me alegra ver que tienes tan buen aspecto. —Erich se sentó al extremo de la mesa y levantó la copa hacia su madre—. Porque continúes con tan buena salud.

—Gracias, Erich. —Charlotte tocó su copa con la propia—. Y gracias, Ulrike. Es una mesa espléndida y estoy segura de que la cena estará muy buena.

—Nuestra nueva cocinera indonesia es excelente. —Ulrike se toqueteó el inmaculado pelo con nerviosismo antes de juguetear con los cubiertos y el plato—. ¿Cómo estaba Claus cuando te marchaste de Estados Unidos?

—Feliz con Carolyn, esperando la llegada del bebé. Iban a darme una carta —mintió con diplomacia—, pero me fui tan de repente que no les dio tiempo a escribir.

—El embarazo y el parto son agotadores para una mujer. Espero que Carolyn se esté cuidando. Yo nunca fui la misma después de dar a luz a Claus y al joven Erich…

—Carolyn es una mujer joven y sana. Pásame la ensalada —interrumpió Erich, impaciente.

Charlotte vio temblar el labio inferior de Ulrike y, aunque no tenía mucha paciencia con la hipocondría de su nuera, le ofreció una sonrisa de simpatía. La brusquedad de Erich le había traído un desagradable recuerdo de la vida con su padre.

—Claus cuida muy bien de Carolyn. —Charlotte le cogió la mano a Ulrike un momento antes de desdoblar la servilleta.

—No puedo imaginar a ese joven holgazán cuidando de nada. El hámster que le compramos a los seis años murió de hambre —gruñó Erich—. Iba a su cuarto cada mañana a comprobarlo. Nunca le puso comida y casi nunca le cambió el agua o limpió la jaula.

—Claus no deja de trabajar, Erich —protestó Charlotte—. Su negocio va muy bien.

—Si hubiera trabajado cuando tenía que haberlo hecho, en el colegio, ahora no tendría que hacer trabajos manuales.

—Claus es un artesano, Erich, no un peón. Creo que ha heredado de mi padre su amor por el trabajo de la madera.

—¿Venado, Mutti? —Ulrike sonrió débilmente mientras ofrecía el plato.

—Gracias, Ulrike. —Charlotte cogió el filete más pequeño de la bandeja y miró a su nieto, que tenía el mismo nombre que su padre, y al que todos, familia y amigos, conocían como el «joven Erich». Era tres años menor que Claus, y también había heredado de su padre y de su abuelo la altura, el pelo rubio y la belleza, pero tenía un gesto desaprobador en la boca que era completamente suyo.

—¿Tienes ganas de ir a la universidad este otoño, Erich? —le preguntó.

—Sí, aunque es mucha responsabilidad, sabiendo que me toca llevar el buen nombre de la familia en el futuro.

—La universidad no es para todo el mundo, Erich. —Charlotte cogió una patata de la sopera que Ulrike le había acercado.

—No, Oma. Sólo es para quienes trabajan duro —respondió él, pomposo.

—¿Salsa, Mutti? —Ulrike levantó la jarra.

—Por favor, Ulrike —saltó Erich padre—, no hace falta ofrecer la comida de la mesa para que todo el mundo se sirva.

—¿Cómo va el negocio, Erich? —preguntó Charlotte, intentando calmar la creciente tensión.

—Sobrevivimos. No es fácil en el actual clima económico. Todas las grandes compañías están despidiendo personal. Sus recortes han afectado a la economía alemana.

—Creía que tu empresa estaba especializada en derecho corporativo.

—Sí. Pero todas las compañías multinacionales, así como las nacionales, están en recesión.

—Qué chaqueta tan bonita, Mutti; ¿puedo preguntarte dónde la has comprado?

Charlotte sabía lo que le había costado a Ulrike hacerle una pregunta directa en presencia de Erich. Rebuscó en su cabeza intentando recordar todo lo que pudo sobre ropa y diseñadores, aunque había dejado de seguir las variaciones de la moda cuando había escapado de Inglaterra y Jeremy en los años cincuenta, en apariencia para ahorrar dinero, pero en realidad para poder crear su propio estilo. Inició una conversación en la que Ulrike intentó participar, pero sólo mirando a su marido para comprobar su reacción a cada opinión que se atrevía a dar.

Ulrike había sufrido tres crisis nerviosas desde que se casó; males que Charlotte atribuía tanto a la falta de sensibilidad de Erich como a la disposición de su nuera, y, a juzgar por su actual estado de nerviosismo, parecía estar al borde de una cuarta.

—¿Mutti?

—Perdona, Erich, ¿has dicho algo? —Charlotte esperó a que Ulrike acabara de hablar antes de volverse hacia su hijo.

—Preguntaba qué te había impulsado a decidirte a visitar Polonia ahora.

—Nada en particular, excepto el hecho de que ya no voy a rejuvenecer, y me gustaría ver el viejo país una vez más.

—Todo el mundo con quien he hablado de los que han estado allí me han dicho que ha cambiado hasta quedar irreconocible.

—Eso he oído, pero me gustaría ver esos cambios por mí misma. ¿Recuerdas algo de Grunewaldsee o del paisaje?

—Muy poco, pero como sólo tenía cuatro años cuando nos marchamos, y dado lo que me pasó después, es probable que mis primeros recuerdos sean muy poco precisos.

—Gracias. —Charlotte entregó su plato a la doncella filipina que había entrado en la habitación para recoger la mesa.

—Quizá podríamos tomar el café y el postre en el invernadero —propuso Ulrike, mirando de nuevo a su marido con aprensión.

—Sería estupendo, Ulrike —asintió Charlotte—, pero, si no te importa, primero me gustaría hablar con Erich a solas unos minutos. Tengo algunos asuntos que discutir con él.

—Jeremy me llamó anoche —le informó Erich mientras se dirigían a la biblioteca, que tenía seis veces el tamaño del estudio de Jeremy y estaba amueblada con más austeridad y cosas más caras. El escritorio a medida y las estanterías acristaladas eran de roble macizo y oscuro, las sillas estaban tapizadas con una buena piel color burdeos.

—No sabía que estuvierais en contacto.

—Normalmente no, aparte de las tarjetas de Navidad y cumpleaños que envían nuestras esposas. Quería avisarme de que nos has excluido de tu testamento.

—Ya veo. —Charlotte se hundió en una silla, agradecida porque, al contrario que en casa de Jeremy, todas eran cómodas y exactamente iguales, situando al invitado y al anfitrión al mismo nivel.

—¿Está en lo cierto? —Erich tomó la botella de coñac de una mesa auxiliar y escanció dos copas sin preguntarle si quería. La miró a los ojos mientras le ofrecía una.

—He abierto fondos de inversión para los niños. El del joven Erich es igual que los de Claus, Laura y Luke.

—Eso es muy generoso de tu parte, y te lo agradezco mucho. —Su hijo se sentó frente a ella.

—Gracias.

—Jeremy me dijo que le has dejado tu terreno y tu casa de Estados Unidos a Claus.

—Como su casa y la mía están a un tiro de piedra, y nunca hemos separado las parcelas, me pareció lo más justo.

—Jeremy no cree que sea justo.

—¿Y tú? —Le devolvió la mirada fija.

—Opino que tienes derecho a disponer de tus posesiones como veas conveniente.

—Eso es justo lo que tu padre habría dicho. —Charlotte no había esperado que Erich dijera otra cosa. Era un maestro cuando se trataba de ocultar sus emociones y de hacer y decir lo correcto. Excelentes cualidades, pero en ocasiones había deseado que tanto el padre como el hijo hubieran sido algo más espontáneos, humanos y tolerantes con las debilidades de los demás.

—Jeremy también me ha contado que quieres que firmemos una cláusula afirmando que no impugnaremos el testamento tras tu muerte.

—Así es.

—No tengo problemas con eso. Si no tienes nada más que discutir, podemos reunirnos con los demás. —Se terminó el coñac.

—Erich, antes de eso —lo miró muy seria—, quiero que sepas que te quiero mucho.

—Mutti… —interrumpió él impaciente, incómodo, como siempre que se encontraba ante cualquier muestra de emociones.

—Tu vida no fue como tu padre y yo habríamos querido.

—Sí, bueno, todo eso ya pasó —respondió su hijo, cambiando del alemán a un perfecto inglés.

—Pero quiero que sepas que estoy muy orgullosa de ti.

—Gracias —replicó él torpemente, levantándose de la silla.

—Sólo una cosa más, Erich. Por favor, intenta ser un poco más paciente con Ulrike.

—Las mujeres nerviosas necesitan una mano firme.

—Necesita ayuda, Erich.

—Tiene la mejor ayuda médica posible.

Charlotte sabía cuándo retirarse. Era como si hablaran idiomas distintos. Agarró el brazo que él le ofreció.

—Al joven Erich le gustaría agradecerte el fondo de inversiones. ¿Puedo contárselo?

—Sí, Erich. Y, después del café, si no te importa, me acostaré. Tengo un largo viaje por delante. A Berlín para reunirme con Laura, y luego a Varsovia y Allenstein, quiero decir a Olsztyn.

—Tengo que irme de casa a las cinco y media. Por una reunión de negocios en Bruselas —explicó él brevemente—. Pero Ulrike estará aquí para supervisar el desayuno, y el joven Erich te llevará al aeropuerto de Frankfurt.

—Puedo coger un taxi.

—No hace falta. Vamos a buscar a Erich y a tomarnos el café antes de despedirnos, Mutti.

Postre, café, más besos sin sentido de Ulrike, dos apretones de manos más, fríos y firmes, de su hijo y de su nieto. Las casas y el idioma de sus hijos eran distintos, pero la estéril atmósfera carente de emociones era idéntica.

La culpabilidad asfixiaba a Charlotte como una manta de invierno cuando cerró la puerta del dormitorio principal de invitados de Erich y Ulrike media hora más tarde. En ese momento, recordó a Claus, Carolyn, Luke y Laura, y la cercana y afectuosa relación que tenía con los cuatro. En algún momento, en algún lugar, debía de haber hecho algo bien para merecer unos nietos tan cordiales y cariñosos como ellos.

El Gran Hotel, Sopot

Domingo, 27 de agosto de 1939

Después de hoy, tengo que encontrar un sitio secreto y seguro donde esconder este diario, un lugar que nadie pueda encontrar, sobre todo Claus, pero por ahora tengo que contarle a alguien lo que ha pasado, aunque sea a mí misma, para poder verlo escrito. Quizá entonces no parezca tan terrible.

Ayer me casé. Ahora parece como si la ceremonia se hubiera celebrado hace años y con otra persona. A pesar de la prisa, fue la boda de mis sueños. Pero ahora, ¿qué voy a hacer con ella y con el resto de mi vida? ¿Cómo voy a soportarlo?

Dentro de unas semanas, Claus volverá a su regimiento y yo regresaré a Grunewaldsee con papá y mamá, y, si tengo suerte, no tendré que ver a Claus muy a menudo. Pero no puedo, no me atrevo a contarle a nadie cómo me siento, fuera de este libro.

Por ahora, escribiré lo que pasó antes de que mi vida cambiara para siempre.

Estaba muy contenta cuando Wilhelm y Paul nos llevaron a la estación después del banquete de bodas. Todo el mundo nos siguió. Mamá, papá, mamá y papá von Letteberg, Irena, todas mis amigas y los oficiales compañeros de Claus. El jefe de estación bromeó con que se quedaría sin billetes. Tiré el ramo y lo cogió Irena. Lo último que Claus y yo vimos fue a Irena acercándoselo a Wilhelm y riendo. Claus había reservado un vagón entero para que pudiéramos estar solos, la camarera nos sirvió la cena en el coche privado. Canapés de caviar, salmón ahumado, filetes de jabalí con patatas y espárragos, ensalada de lechuga, y fresas con nata. Claus había ordenado que la comida la preparara en Bergensee el chef francés de su padre y la llevaran a la cocina del tren junto con dos botellas de champán y hielo para el cubo.

Comimos, brindamos por nuestro futuro, bebimos y, cuando el tren llegó a Sopot, creía que iba a morirme de felicidad, quizá porque la plataforma parecía tambalearse bajo mis pies. El hotel había enviado una limusina para nosotros, y por primera vez firmé con el nombre de Frau[11] Claus von Letteberg.

Me encanta todo en el Gran Hotel: la recepción con lámparas de Tiffany en colores enjoyados que se reflejan en los enormes espejos de detrás; las dos escaleras curvas iguales de hierro forjado que bajan desde los pisos superiores; los murales del comedor; las puertas que se abren a los jardines junto a la playa.

Claus había reservado una suite en la tercera planta: dormitorio, salita, baño y balcón que daba al mar. Había más champán esperándonos junto a una cesta de fruta, y todas las habitaciones estaban llenas de flores.

Mamá había insistido en que debía tener un ajuar apropiado a pesar de la falta de tiempo. Yo iba a comprar ropa y lencería confeccionada, pero la costurera había logrado terminar un camisón y una bata de seda blanca, que había ribeteado con el encaje de brujas que Oma me había dejado en su testamento. Mientras la doncella deshacía las maletas y Claus abría el champán, fui al cuarto de baño, perfumé el agua de la bañera y a mí misma, me solté el pelo, me lo cepillé, me puse mi camisón de novia, e intenté parecer lo más guapa posible. ¡Para qué!

Charlotte se quedó mirando las últimas palabras de la página, salpicada de lágrimas, y el pasado regresó tan vívidamente que pudo oler el perfume que hacía más de cuarenta años que no se fabricaba. Volvía a ser aquella chica ingenua y aprensiva de dieciocho años, estudiando crítica su imagen en el espejo del baño de la suite nupcial en el Gran Hotel de Sopot, aterrada porque su marido la pudiera encontrar fea, repulsiva o deficiente en cualquier aspecto.

Mi corazón latía errático y con fuerza, porque tenía muchas ganas de experimentar, pero también mucho miedo por lo que iba a pasar. Quería (ya hablo de mis sentimientos hacia él en pasado) tan fervientemente a Claus que me aterraba decepcionarle. Me entretuve cuanto pude; me cepillé el pelo hasta que se pegó al cepillo por la estática, rodeando mi cara como un halo. Y, por primera vez en mi vida, no me lo recogí en trenzas antes de acostarme. Sabía que por la mañana estaría horriblemente enredado, pero estaba desesperada porque Claus pensara en mí como en una mujer, no como en la estudiante que era hacía unas semanas.

Todo lo que había elegido para mi luna de miel lo había seleccionado para parecer mayor. Mi perfume era francés, «el más sofisticado que hay», o eso me había asegurado la chica de la tienda. Desde luego era caro, así como la crema aromatizada que me había extendido en la cara para hacer palidecer mi piel. Me observé en el espejo mientras colgaba las toallas de nuevo. El camisón y la bata de seda se ajustaban a mi figura, pero me impresionó ver cuánta carne revelaban los delicados paneles de encaje.

Claus me llamó y me preguntó si estaba bien, le dije que sí e, incapaz de retrasarlo más, giré la llave y salí.

La puerta del balcón estaba abierta, y Claus permanecía fuera. Me dijo que estaba encantadora. Entonces me ofreció champán. Había llevado una botella y copas al balcón. Me uní a él, cogí la copa que me llenó, y vi que la puerta del dormitorio estaba abierta y que la doncella había destapado la cama antes de irse.

Claus hizo un brindis: «Por una larga y feliz vida juntos, y muchos, muchos hijos».

Tocó mi copa con la suya, me tomó por la cintura, y me acercó a él. El calor de su cuerpo y el peso de su brazo me hicieron darme cuenta de lo fuerte que era, y lo débil que resultaba yo en comparación. De pronto, me asusté, y traté de concentrarme en el paisaje, la poesía que había estudiado, cualquier cosa excepto él y lo que estaba a punto de pasar.

La cara y los brazos desnudos me hormigueaban al contacto con la sal del aire nocturno. Abajo se extendía la arena, de color índigo bajo la luna. Las luces del muelle brillaban en filas iguales a nuestra derecha como diamantes argénteos sobre el mar azul, y las más lejanas se mezclaban con las estrellas que titilaban en el cielo nocturno.

La escena era tan bonita que quise decir algo profundo y poético, pero en vez de eso solté: «La luz de la luna parece un camino de plata». Sonó infantil.

A Claus no pareció importarle, me dijo que era el camino a nuestro futuro, luego dejó la copa en la baranda y me miró a los ojos. Avergonzada, me aparté. Era más fácil mirar al muelle que a él, pero el silencio entre nosotros era tan incómodo que le supliqué que me llevara allí.

Él preguntó si me refería al muelle o a nuestro futuro. Cuando le dije que a ambos, dijo: «Empezaremos con el muelle, el más largo del Báltico». Y añadió que iba a prepararse para acostarse. Temblé, pero no de frío.

Él entró y colgó la chaqueta en el armario. Volví a mirar al muelle y los cisnes que dormían bajo él con las cabezas metidas bajo las alas y los cuerpos enroscados balanceándose con el movimiento de las olas, y quise estar más cerca de ellos, en la playa. Corriendo y riendo a la luz de la luna, como había hecho tantas veces con Wilhelm y Paul tras escaparnos por la noche cuando pasábamos allí las vacaciones con papá y mamá.

Claus regresó y me preguntó si era feliz. Por supuesto, dije que sí. Entonces me besó en la boca, un beso tan dulce que ya no tuve miedo. En ese instante sentí de verdad que estaba viviendo el momento más feliz de mi vida. Me dijo que no me quedara en el balcón demasiado, y después entró en el baño.

Regresé al dormitorio cuando oí cerrarse la puerta del baño. Las sábanas de hilo estaban frías, crujientes por la clase del almidón que únicamente los hoteles parecen usar. Me quedé allí tumbada preguntándome cómo sería dormir con Claus no sólo aquella noche, sino todas las noches el resto de mi vida.

La puerta del cuarto de baño se abrió y él salió desnudo. No pude mirarle. No había visto a un hombre o a un chico desnudo desde que los gemelos tenían diez años y se bañaban así en el lago (una práctica con la que Greta había terminado).

Levantó las sábanas y se tumbó junto a mí. Sus piernas tocaron las mías: eran largas, frías y peludas. Empecé a temblar y no podía parar. Me acercó a él y dijo: «No hay que estar nerviosa, Charlotte. Es una función perfectamente natural, y necesaria para tener hijos».

Me destapó y me levantó el camisón. Intenté cubrirme, pero él me agarró las manos con una sola de las suyas y dijo: «No pasa nada, está permitido, estamos casados. ¿Y si te desvistes para que pueda verte bien? Mira, si te sientas, te ayudaré».

Recordé lo que había dicho mamá, y que había prometido obedecer a Claus ante Dios aquella misma mañana. Le permití desnudarme. Luego fue al baño a por una toalla que extendió debajo de mí.

Le pedí que apagara la luz, pero dijo que necesitaba ver lo que hacía. Me agarró el pecho dolorosamente. Me puse tensa y él se subió sobre mí, obligándome a separar las piernas con la suya.

Grité cuando me penetró. Nunca había sentido tanto dolor. Me puso una mano en la boca para que no pudiera hacer ruido, y entonces me inmovilizó y me volvió a penetrar una y otra vez…

No hubo amor o dulzura en lo que estaba haciendo, era imposible. Fue brutal. Acabó con todas las esperanzas y expectativas que tenía sobre la vida de casada. Estaba dolorida, humillada y herida, no sólo físicamente.

No podía creer que aquel horrible acto degradante y bestial pudiera ser la culminación de toda la poesía y el romanticismo del amor y de mis sueños.

Hice lo que hago siempre cuando me enfrento a algo desagradable y doloroso, como una visita al dentista o al médico: cerré los ojos e intenté simular que estaba en otro lugar y que aquello no estaba sucediendo realmente. Pero no pude. Continuó penetrándome hasta que perdí la cuenta del número de veces. En cuanto creía que había terminado, empezaba de nuevo. Siguió hasta que deseé estar muerta.

Cuando por fin se apartó de mí, una luz grisácea se filtraba por las cortinas. Sonrió y dijo: «No ha sido tan malo, ¿verdad?». No pude contestarle.

Miró a la cama, y me dijo que me lavara. La toalla que me había puesto debajo estaba empapada de sangre, igual que mi camisón y la bata que había dejado sobre las sábanas. Los enrollé en un fardo, salí de la cama, y fui al baño.

Abrí los grifos, me senté allí, y lloré. Cuando la bañera estuvo llena, me metí en ella y traté de quitarme la sangre. Luego me puse el albornoz del hotel y salí al dormitorio. Él yacía boca arriba en la cama, roncando. Me escabullí a la salita, cogí este diario, regresé al baño, y me encerré. Al menos aquí puedo estar sola.

El dolor es tan grande que apenas puedo moverme, y caminar es una agonía. ¿Cómo voy a mirarlo a la cara cuando se despierte? Sólo espero que no quiera hacer algo tan desagradable nunca más. Si lo hace, ¿cómo lo soportaré?

¿Cómo lo hacen las demás mujeres? ¿Mamá? ¿La condesa von Letteberg? ¿Por qué me he casado?

Habría sido mucho mejor morir como una vieja solterona.