Capítulo 3

—Buenas noches. —Greta entró en casa de Jeremy con su marido siguiéndola sumisamente como había hecho toda su vida de casado.

Jeremy besó a su tía en la mejilla.

—Por favor, permíteme tu abrigo, tía Greta.

—Gracias, Jeremy; es bueno saber que quedan caballeros. —Le pasó el pañuelo y permaneció quieta, con los brazos extendidos, para que él pudiera quitarle la chaqueta acolchada de seda—. Marilyn, aquí están los moldes para hornear que te prometí. Ahora que estoy mayor, ya no hago tantos pasteles como antes, y es una pena tenerlos en el armario cogiendo polvo. —Le dio una enorme bolsa vieja y manchada antes de volverse a su marido—. Te has dejado en el coche las bandejas de semillas que le prometí a Marilyn.

—Las puse junto a la puerta de atrás. Es lo que me dijiste —le recordó él dócilmente.

—Bien. —Miró hacia la sala de estar y por fin saludó a su hermana—. No te levantes, Charlotte.

—No voy a hacerlo. Estoy un poco mareada, probablemente del jet lag.

—Entonces no te importará que no me agache a besarte —dijo Greta, cortante—. La artritis me martiriza últimamente.

—Siento oír eso. —Como ella también la sufría, la compasión de Charlotte era sincera, pero Greta no pudo resistirse a lanzar un dardo.

—No entiendo cómo alguien puede encontrar cansado volar, cuando todo lo que hay que hacer es tomar asiento y dejarse atender por el personal.

—Quizá es la diferencia horaria de cinco horas.

Charlotte observó a Greta entrar majestuosamente en la sala. Cumpliría noventa y cinco en pocos meses, pero había conservado la figura esbelta que ambas habían heredado de su madre y, con el pelo gris teñido de rubio claro, parecía veinte años más joven. Sin embargo, aún tenía la costumbre de fruncir la boca y mirar con desaprobación al mundo. Era una expresión que Charlotte recordaba bien.

—Llamaré a Luke. Querrá saludaros, tía Greta, tío John. Y a ti, por supuesto, madre. —Jeremy fue a las escaleras y rugió el nombre de su hijo, lo que hizo a Charlotte preguntarse por qué Jeremy no había avisado a Luke a su llegada.

—Luke pasa todo el tiempo que puede en el desván jugando a los videojuegos —explicó Marilyn cuando Jeremy gritó el nombre de su hijo una segunda vez.

Greta se sentó en el otro sillón y se acomodó, dejando a su marido el espacio en el sofá entre Jeremy y Marilyn.

—Tienes buen aspecto, Charlotte, pero claro, no tienes excusa para no tenerlo. Al contrario que nosotras, las casadas, que tenemos maridos de los que ocuparnos, tú no tienes nada que hacer en todo el día, excepto acicalarte.

—Ya me conoces. Siempre he sido muy puntillosa en lo de cepillarme el pelo y lavarme los dientes —replicó Charlotte.

Greta miró el largo collar de grandes cuentas de ámbar de Charlotte, sus pendientes en forma de lágrima y sus brazaletes.

—Veo que llevas el ámbar de mamá.

Charlotte apenas logró sofocar su enojo ante el comentario.

—Sabes muy bien que todas las joyas de la familia se perdieron en la guerra, Greta.

—Eso dices tú.

El escepticismo de Greta hizo rechinar los dientes a Charlotte.

—Compré los brazaletes y los pendientes en la República Dominicana en los años setenta. Allí tienen buen ámbar.

—¿Y el collar?

—Es el que me regalaron en la gira de la orquesta de Allenstein por Rusia en mil novecientos treinta y nueve. —Charlotte tocó las cuentas.

—¿Te regalaron? —Greta elevó sus finamente delineadas cejas.

—La familia con la que me alojé en Moscú.

—¡Rusos! —exclamó Greta.

—Era una gira por Rusia, organizada por las autoridades alemanas y rusas, Greta. Los países eran aliados en ese momento.

—No recuerdo que recibieras nunca un regalo tan magnífico como ése de unos extraños —comentó su hermana.

—Para mí no eran extraños, Greta.

—Obviamente, si eran tan generosos. —Greta colocó su bolso en el regazo y lo rodeó con las manos, como si corriera el inminente peligro de que se lo robaran.

—¡Oma! ¿Cuánto tiempo llevas aquí? Es genial verte. —Luke entró corriendo, se sentó en el brazo del sillón de Charlotte, le rodeó el cuello con los brazos y la besó en la mejilla—. Los juegos que me mandaste por Navidad son fantásticos.

—A Claus le pareció que te gustarían. —Charlotte abrió la bolsa de la aerolínea que llevaba consigo y sacó un paquete—. Y te envía éstos. Iba a enviártelos para tu cumpleaños, pero pensó que no te importaría recibirlos antes.

Luke abrió el papel de regalo.

—¡Vaya! Gracias, Oma.

—Agradéceselo a Claus, no a mí, y no olvides mandarle un correo electrónico.

—No lo olvidaré.

—Tía Greta y tío John están aquí, Luke —apuntó Jeremy.

Luke bajó del brazo del sillón y les dio la mano a Greta y John antes de regresar con Charlotte.

—El verano pasado fue genial, Oma. ¿Podemos visitaros Laura y yo a ti y a Claus de nuevo?

—Por supuesto.

—Me alegró saber que Claus va a ser padre. Siempre digo que lo mejor de la vida son los niños y las flores —declaró Greta.

Charlotte consideró la observación de Greta chocante, dado que nunca había querido tener hijos.

—Ésa era una de las frases preferidas de Hitler, Greta.

—¿Ah, sí? Nunca le presté atención a Hitler —mintió Greta—. Justo el otro día le decía a John que deberíamos hacerte una visita, Charlotte. Me gustaría ver tu casa.

—Es muy moderna —dijo Charlotte mordaz—. Incluso el mobiliario. Estoy reemplazándolo todo gradualmente con diseños de Claus. Bueno, cuando tiene tiempo de realizar mis encargos. Su obra tiene mucha demanda.

—Me sorprende que estableciera el negocio en Estados Unidos y no en Alemania.

—Claus se casó con una estadounidense, tía Greta. ¿Jerez? —Marilyn ofreció a Greta una bandeja de bebidas que Jeremy había servido.

—Confío en que la mujer de Claus sea lo bastante inteligente como para aprender alemán y enseñárselo al niño —comentó Greta.

—Lo es —respondió Charlotte.

—Claus debería regresar a su patria. Las cosas son mucho más pacíficas, prósperas y estables en Alemania. Además, el nombre de la familia de Claus es bien conocido y respetado. Su negocio tendría más éxito allí.

Charlotte negó con la cabeza cuando Marilyn le ofreció la bandeja. Nunca le había gustado el jerez, y le parecía que no se mezclaría bien con el coñac de cinco estrellas de Samuel.

—¿Has oído las noticias, Greta? El coste de la reunificación ha sido un enorme sumidero para la economía alemana. La tasa de paro es alta y hay un resurgimiento del fascismo. Los turcos y otros trabajadores extranjeros son perseguidos y atacados por neonazis, y discriminados por el gobierno. Ni siquiera tienen derecho a votar en el país que cobra impuestos sobre sus salarios.

—¿Por qué iban a tenerlo, si no es su país?

—¿No es su país, Greta? —cuestionó Charlotte—. Decenas de miles de hijos de trabajadores turcos han nacido en Alemania. La mayoría no ha visitado nunca Turquía, y algunos ni siquiera hablan turco.

—No puedes culpar al gobierno alemán por los fallos de los padres turcos, Charlotte. Los problemas de Alemania siempre han procedido de su excesiva generosidad hacia los extranjeros. Si el gobierno no hubiera abierto las puertas de la Madre Patria a un imparable río de desagradecidos refugiados y trabajadores extranjeros de todos los renqueantes países comunistas y musulmanes del mundo, los alemanes trabajadores de a pie no tendrían que pagar unos impuestos tan altos para costear los gastos sociales derivados de los inmigrantes holgazanes que se niegan a trabajar.

—Quizá el gobierno alemán podría resolver el problema confiscando el dinero y los negocios de los extranjeros, como hizo Hitler con los de los judíos —interrumpió Luke.

—¡Luke! Ten un respeto por los sentimientos de tu abuela y tu tía-abuela —intervino su padre con dureza.

—Por favor, Jeremy, no detengas la discusión ahora. Me gustaría oír la respuesta de Greta. —Charlotte miró a su hermana.

—Jeremy tiene razón. No conviene discutir sobre política en una reunión familiar. Deberían ser ocasiones amistosas y felices. —Greta tomó un sorbo de jerez.

—¿Cómo pueden serlo, si a las generaciones más jóvenes se les niega el derecho a expresar sus opiniones? —preguntó Charlotte.

—Veo que animas a Luke a ser tan cabezota como eras tú de niña, Charlotte.

—Con diecisiete años no se es un niño, tía Greta —rebatió Luke—. Aunque, dado el modo en que se me trata en esta casa, cualquiera pensaría lo contrario.

—Niño o no, pareces haber heredado los defectos de tu abuela. Demasiadas palabras sin pensar y demasiada acción irreflexiva para tu propio bien y el de tu familia.

—Estoy de acuerdo, tía Greta —asintió Jeremy—. ¿Has oído la última locura? Madre y Laura van a ir a Polonia.

—¿A Grunewaldsee? —Greta enrojeció de rabia mientras miraba fijamente a Charlotte.

—Me gustaría ver nuestro hogar de nuevo.

—Por Dios, ¿por qué? ¿No te dará pena ver a los rusos pavoneándose por nuestra casa, poniendo los pies en los muebles de mamá, bebiendo en el estudio de papá?

—Los rusos se han marchado de Polonia, Greta, y dudo de que los muebles hayan sobrevivido. He hablado con algunos de los que han vuelto y todos me han confirmado que el ejército ruso despojó cada casa de todo objeto movible al final de la guerra y se llevaron el botín a Rusia.

—Entonces no quedará nada que ver. —Su hermana se echó para atrás en el sillón y meció el jerez—. Y no tiene sentido ninguno que vuelvas.

—No se habrán llevado el paisaje de alrededor, y si han quedado unos ladrillos de la vieja casa, me daré por satisfecha.

—¡Satisfecha! —exclamó Greta indignada—. Tienes un corazón más duro que el mío, Charlotte. Después de todo lo que sufrimos como familia, de todo lo que hemos perdido…

—Eso fue hace mucho tiempo —interrumpió Charlotte, más exhausta por un cuarto de hora en compañía de su hermana que por once horas volando y haciendo colas en los aeropuertos.

—Papá siempre dijo que tenías una vena cruel.

—A mí nunca me lo dijo. —Charlotte siempre había sabido cuándo su hermana estaba mintiendo.

—Lo recuerdo todo como si fuera ayer —añadió Greta.

—Especialmente los tiempos felices, o eso espero, Greta. Le iba diciendo a Samuel Goldberg en el coche de camino aquí que he terminado de ilustrar una nueva edición de cuentos de hadas europeos. Pintar todos esos castillos, bosques, lagos, lobos, jabalíes, princesas y dragones me hizo pensar en nuestra infancia. Fuimos felices en Grunewaldsee.

—Antes de que los rusos nos la quitaran —dijo Greta con amargura—. Simplemente, no puedo creer que quieras volver.

—Espero estar allí antes del final de la semana.

—Yo preferiría morir a ver nuestro antiguo hogar destruido. Pero tú nunca tuviste sensibilidad, Charlotte.

Charlotte perdió los estribos al fin.

—Y tú eres incluso más reacia a enfrentarte a los hechos ahora que al final de la guerra, Greta.

—Luke, necesito ayuda en la cocina. —Cogiendo su jerez, Marilyn fue hacia la puerta.

Luke se aupó más en el brazo del sillón, acercándose a Charlotte.

—Tu madre necesita tu ayuda ahora, Luke —le espetó Jeremy con su voz de oficial.

—Sólo quieres que salga para que la abuela y tía Greta puedan discutir de política e historia familiar. Bueno, tengo derecho a saber…

—¿Ves lo que has hecho con tu insistencia en volver a Polonia, Charlotte? Alterar a toda la familia. Incluso al pequeño Luke. —Sacando un pañuelo de seda y encaje del bolsillo, Greta se lo llevó a los ojos.

—Creo que «el pequeño Luke» lo superará. —Charlotte reprimió una sonrisa ante el guiño malicioso que su nieto le hizo—. Y no es que te esté pidiendo que vengas conmigo, Greta.

—¿Qué bien hace abrir viejas heridas? Sufrí, cuánto sufrí…

—Ya, ya, tía Greta. —Jeremy se acercó a ella y le dio unas palmaditas en la mano. Charlotte no pudo evitar preguntarse si su hijo habría estado tan deseoso de consolar a su tía si Greta hubiera tenido un heredero más directo que sus dos sobrinos.

—La sopa está lista —anunció Marilyn nerviosa desde la puerta del salón—. Es tu favorita, tía Greta.

—¿Crema de espárragos? —Greta se animó al pensarlo.

—Zanahoria y cilantro —dijo Marilyn a modo de disculpa.

—Ah, un cartón del supermercado.

A Charlotte le pareció ver que incluso el normalmente implacable Jeremy dejaba escapar un suspiro de alivio cuando Greta y su marido se marcharon después de servir el postre y acabar el café.

—Tía Greta es muy buena con nosotros —dijo Marilyn a la defensiva mientras reunía las tazas en una bandeja—. Es muy amable, siempre trayéndonos plantas para el jardín, mermelada casera y conservas vegetales.

Luke, que había desaparecido arriba durante el café para probar los videojuegos que Claus le había enviado, regresó a tiempo para murmurar un «Puaj».

—Yo también hago conservas de frutas y verduras —le recordó Charlotte.

Luke puso una cara irónica mientras se sentaba en la silla que había ocupado John junto a Charlotte.

—Te perdono, Oma, porque, al contrario que tía Greta, no intentas hacérmelas comer.

—¡Luke! ¿Has estado bebiendo? —preguntó Jeremy algo superfinamente, ya que su hijo apestaba a cerveza y tabaco desde el otro lado de la mesa.

—¿Yo? —Luke intentó parecer inocente sin lograrlo.

—Buscaré en el desván…

—Me vendría bien una mano con los platos, Luke —interrumpió Marilyn.

A Charlotte le pareció que Marilyn esperaba evitar una verdadera pelea entre padre e hijo.

—Ayuda a tu madre, Luke. —Disimuladamente deslizó un rollo de billetes en la mano de su nieto cuando se puso en pie—. Tengo asuntos que discutir con tu padre.

—Podemos ir a mi estudio, madre.

Jeremy estaba contento de tener una excusa que le permitiera pasar por alto la conducta de su hijo. Luke se estaba volviendo cada vez más agresivo y difícil de manejar. En los dos últimos meses, incluso leves reprimendas se habían convertido en enfrentamientos de gran envergadura. Jeremy no ocultaba el hecho de que estaba deseando que su hijo fuera a la universidad. Su peor pesadilla era que Luke no consiguiera las notas necesarias y se viera obligado a pasar otro año en casa para mejorarlas.

—¿Necesitas ayuda con tus negocios, madre? —preguntó esperanzado Jeremy. Condujo a Charlotte a su estudio, cerró la puerta y se sentó tras su mesa, dejándole a ella la única otra silla de la habitación, una incómoda con el respaldo alto de madera. Parecía que estaba en el banco pidiendo algo.

—No, gracias. Tengo todo bajo control, pero ya que estoy aquí, me gustaría hablarte de los preparativos que he hecho para disponer de mis bienes.

—Espero que hayas hecho testamento.

Charlotte siempre había podido confiar en que Jeremy dejara al margen los sentimientos en las discusiones financieras.

—Naturalmente, y, como espero evitar cualquier disputa o desacuerdo entre la familia tras mi muerte, si no te gusta lo que he hecho quiero que me lo digas ahora. Como sabes, he nombrado herederos a mis nietos en vez de a ti y a Erich. Ambos estáis asentados y tenéis todas las casas, coches y bienes materiales que podáis querer.

—Erich tiene una casa de veraneo en el lago Garda.

—Siempre he creído que Marilyn y tú tomasteis una mejor decisión. Al pasar las vacaciones en diferentes países cada año, habéis visto mucho más mundo. —Tras convertir la queja de su hijo en un cumplido, continuó—. Estoy orgullosa de Erich y de ti, Jeremy. Os habéis labrado carreras de éxito, habéis cuidado de vuestras familias y les habéis dado a vuestros hijos todas las ventajas de la educación y la formación.

—Con muy poca ayuda ajena —observó él con acritud.

—Erich y tú tuvisteis suerte en un aspecto: los años sesenta y setenta fueron una época más amable para los jóvenes que el presente, por eso he abierto un fondo de inversiones para Luke. Debería ser suficiente para contribuir a su educación universitaria y comprarle un apartamento como el de Laura.

Jeremy frunció el ceño. Charlotte sospechó que estaba calculando cuánto dinero del que había apartado para la educación de Luke podría ser desviado de nuevo a sus propios fondos.

—Seguro que has sido muy generosa.

—No es más de lo que he hecho por mis otros nietos. Sabes que también he abierto un fondo para el joven Erich.

—¿Estás pagando la educación del joven Erich? —Su voz se elevó una octava.

—Como hice con la de Laura —le recordó ella—. Claus, como sabes, rechazó ir a la universidad, por eso le ayudé con su negocio.

—Pero Erich está estudiando Derecho. Un abogado tiene que estudiar más tiempo.

—Los fondos son iguales, Jeremy.

—Y mis hijos agradecen mucho…

—No he hecho más de lo que cualquier abuelo habría hecho en mi lugar —le interrumpió ella—. En cuanto al resto de mis activos, he dispuesto de ellos según mis deseos y los de nadie más, y me gustaría que me aseguraras que no impugnarás mi testamento. ¿Aceptas que estoy en pleno uso de mis facultades?

—Por supuesto, madre.

—He dejado la casa y el terreno de Connecticut a Claus.

—¿Dejado, como un regalo? —exclamó él, incrédulo.

—Lleva viviendo allí seis años. La casa es tan suya como mía.

—Pero hay dos casas en el terreno.

—Una de las cuales construyó él.

—Con dinero que tú le diste.

—Laura tiene un apartamento, Claus una casa. Ambos se los pagaron con sus fondos de inversiones. —Miró fríamente a los ojos de Jeremy—. Y, dado que la casa de Claus y la mía están tan cerca, no sería justo imponerle vecinos extraños tras mi muerte.

—Como yo, por ejemplo.

—¿Qué harías con una casa en Connecticut, Jeremy, aparte de venderla?

—Usarla en vacaciones.

—Estoy seguro de que Claus y Carolyn te alojarán si se lo pides. Pero la decisión debe ser suya.

—Claus ya ha recibido el mismo dinero que los demás.

—También ha soportado mi presencia los últimos seis años.

—Y tus muebles, tus joyas… ¿También va a heredar eso? —inquirió Jeremy mordazmente.

—Los muebles valiosos se detallarán en mi testamento. Excepto una o dos piezas, las pocas joyas que tengo serán para Laura.

—Pero tienes dos nueras.

—Que han reunido sus propias colecciones. —Abrió su bolsa de mano y extrajo un pequeño estuche de piel—. Tu padre me dio estas cosas. No quiso que se las devolviera cuando me marché. He pensado que podrían gustarte por razones sentimentales.

Jeremy abrió el estuche de piel azul. Arropados en un lecho de desteñido terciopelo gris había una sencilla alianza de oro estrecha, un segundo anillo adornado con tres diminutos diamantes, y un par de pendientes.

—El infame anillo de bodas de la época del racionamiento —se burló—. No tenía ni idea de que también fabricaran anillos de compromiso austeros.

—Tu padre me lo llevó a Alemania tras uno de sus permisos.

Casi añadió: «Habría sido mejor si hubiera encontrado una chica más adecuada a la que dárselo», pero se mordió la lengua. Hacía mucho que se había acabado todo entre Julian y ella. No tenía sentido sacar a relucir antiguos resentimientos.

—Éstos, sin embargo, son una preciosidad. —Jeremy sacó los pendientes de oro y zafiros.

—Tu padre los adquirió después de la guerra.

—¿Adquirió?

Ella no se extendió más. ¿Cómo podía explicar la Alemania derrotada y destrozada por la guerra a un hombre que no la había visto? La fiebre que había infectado a las tropas victoriosas, el pillaje y el saqueo… No es que Julian hubiera participado en nada que ofendiera a su muy británico código de conducta caballeresco. Conociéndolo, probablemente compró los pendientes por unos pocos marcos a alguna pobre mujer suficientemente desesperada como para vender reliquias familiares por comida. ¿Estarían vendiendo o legando a alguien las joyas de la familia von Datski en Rusia ahora? Joyas que le habían robado en la huida de Grunewaldsee.

—Es muy generoso por tu parte, madre.

Ella detectó ironía en su agradecimiento y supo que esperaba más.

—Le he dicho a mi abogado que os envíe a Erich y a ti copias de mi testamento. Hay una cláusula que quiero que firméis, en la que confirmáis que no lo impugnaréis.

—Si Claus se queda la casa, y los niños reciben fondos de inversiones, ¿quién va a heredar el grueso de tus bienes?

—Los fondos se llevan una gran parte de mi dinero, Jeremy.

—Pero seguro que no todo.

—Gracias por tu preocupación. Me queda suficiente con lo que vivir. —Decidió malinterpretarlo a propósito—. El resto, que es poco, se distribuirá en donaciones personales.

—¿Puedo preguntar a quiénes?

—¿Eso importa? Ya te he dicho que no será para Erich ni para ti. Y ahora, si no te importa, me gustaría marcharme. Ha sido un día muy largo.

—¿Quieres llamar a Samuel?

—Sí, por favor.

Él le acercó el teléfono. Ella marcó y habló brevemente con el ama de llaves de Samuel antes de devolver el aparato a Jeremy.

—El coche estará aquí en diez minutos. —Se levantó de la incómoda silla—. ¿No impugnarás el testamento?

—Tengo que leerlo primero y discutir las implicaciones con Marilyn.

—Si lo llevas a los tribunales, Jeremy, los abogados se beneficiarán a tu costa, y tu familia no recibirá ni un penique más de lo que ya os he dado —le avisó.

—No he dicho que no vaya a firmar. Sólo que voy a discutirlo con mi mujer.

—¿Cómo está tu padre? —preguntó Charlotte mientras él le abría la puerta.

—Deteriorado, pero ma… —titubeó, incómodo.

—Tienes todo el derecho a llamar madre a Judith, Jeremy. Lo ha sido para ti mucho más de lo que yo pude.

—Cuida de padre muy bien.

Charlotte se apoyó en el marco de la puerta.

—Jeremy, no quería abandonarte. ¿Lo sabes?

—No habría sido feliz en Alemania.

Como su padre antes que él, la mantenía a distancia. ¿Cómo sabía que no habría sido más feliz viviendo con ella en Alemania que en Inglaterra con su padre? Pero en realidad, su relación con su hijo alemán, Erich, tampoco era más cercana o mejor.

Quizás su destino como madre era tener hijos para hombres cuya influencia acababa reemplazando y erosionando el vínculo materno.

Ahora, cuando miraba a los dos hijos que había tenido, veía extraños que no le gustaban y a los que ignoraría alegremente si no fuera por los preciados recuerdos de cuando eran bebés.

—¿Te quedarás mucho tiempo con Erich? —preguntó Jeremy cuando salieron a la entrada.

—No, estoy deseando llegar a casa, a Polonia. —Mientras ofrecía la excusa ya se estremecía al pensar en la casa de Erich, tan fría y formalmente correcta como aquélla, a pesar de su lujoso mobiliario.

—¿Cuándo tienes que volver a Estados Unidos?

—Pronto —contestó vagamente.

—Dales a Erich, Ulrike y el joven Erich nuestros mejores deseos.

—Claro.

—Siento que no pudiéramos ir a Estados Unidos el año pasado para la boda de Claus, pero los padres de Marilyn son mayores y padre…

—Luke y Laura fueron en vuestro nombre. —Lo miró—. No pasa nada, Jeremy. De verdad. —Ella le tendió la mano y él la saludó brevemente, insensible al gesto caluroso que ella había querido brindarle.

—Visítanos a la vuelta. —Sacó su abrigo del armario de la entrada.

—No volveré por este camino.

—¿Vas a coger un vuelo directo desde Polonia hasta Estados Unidos?

—No tengo planes firmes. —Se sentó en la silla del recibidor.

—Habrías conseguido descuento si hubieras reservado el vuelo de vuelta a la vez que el de ida.

—Es un poco tarde para intentar organizarme a estas alturas de mi vida, Jeremy.

—Probablemente —reconoció él—. Pero no puedo evitar desear que el temperamento artístico no se hubiera manifestado con tanta fuerza en Laura.

—Se ha convertido en una buena mujer, Jeremy. Estoy muy orgullosa de ella y de todo lo que ha logrado.

—¿Ah, sí? —preguntó su hijo, asombrado.

—¿Tú no? —Ella estaba aún más impresionada que él.

—Cuando se licenció esperaba que se dedicara a la enseñanza, no a esas tonterías del periodismo. Los programas en que trabaja son claramente de izquierdas, y no logra conservar un novio. No es que me sorprenda, dada su personalidad. Siempre le digo que a los hombres no les gustan las mujeres enérgicas y con carácter fuerte.

—Quizá las «mujeres enérgicas y con carácter fuerte», como tú dices, no necesiten hombres.

—Laura aprendió bien las lecciones que le enseñaste. Habláis exactamente igual.

—No puedo llevarme el mérito de haberle enseñado nada a Laura, Jeremy. Incluso cuando era pequeña, tenía su propio criterio.

—¿Y qué criterio es ése? —preguntó él—. No respeta nada de lo que Marilyn y yo valoramos. Tradición, iglesia, matrimonio, una moralidad buena y sencilla… El estilo de vida británico.

—Que, por suerte, como la vida en la mayoría de países de este mundo, es ahora multicultural —interrumpió ella. Jeremy había heredado de su padre una vena de intolerancia que, dado su propio pasado, se negaba categóricamente a aprobar o consentir.

—Si ésa es tu forma de decir que los ingleses son ahora extraños en su propio país, estoy de acuerdo.

—Eso no es lo que estoy diciendo en absoluto, Jeremy. Laura hace películas que ven y aprecian en todo el mundo personas de todos los colores y credos.

—¿Pero dónde está su vida personal? —insistió Jeremy.

—Sentará la cabeza, si así lo desea, cuando quiera hacerlo.

—Eso es lo que tememos. Trabaja con toda clase de gente inapropiada. Marilyn y yo no nos oponemos a su religión o su color…

—Entonces, ¿qué, Jeremy? —interrumpió ella.

—El hecho de que viviera con uno de ellos durante dos años sin ni siquiera contárnoslo. Era un somalí. Y tuvimos que enterarnos por extraños de que estaban juntos.

—Podrían haber sido simplemente compañeros de piso. Con lo que cuestan los alquileres, hombres y mujeres comparten casa siendo sólo amigos —comentó Charlotte.

—Seguramente —ironizó Jeremy.

—¿Alguna vez le preguntaste por él?

—No. —La miró fijamente—. ¿Sabías tú algo sobre eso?

—Laura me habla de muchos de sus amigos; no tengo ni idea de a cuál te refieres. Y, si estaba viviendo con alguien, probablemente sólo estaba siendo sensata. El matrimonio, a menudo, conduce al trauma de un divorcio hoy día. Debe de ser más sencillo, aunque sea a nivel práctico, si no emocional, dejarlo simplemente cuando las cosas no funcionen.

—¿Apruebas que tu nieta viva con un hombre fuera del matrimonio? —Jeremy estaba obviamente furioso ante la idea.

—No lo desaprobaría.

—Claus está casado.

—Fue su decisión, Jeremy. —Charlotte cogió su abrigo de manos de su hijo—. Y la tomó cuando encontró a la chica adecuada.

—Pero viviendo tan cerca, debes de haber influido en él.

—Me gusta pensar que somos buenos amigos a pesar del parentesco y la diferencia de edad. ¿Pero influir en él? —Negó con la cabeza—. Desde luego que no. Como Laura, Claus tiene su propio criterio.

Marilyn se unió a ellos desde la cocina. Era obvio que había estado escuchando su conversación.

—Quizá podrías hablar con Laura, Charlotte —sugirió en tono confidencial—. Recordarle que el tiempo pasa, y que si no sienta pronto la cabeza, correrá el riesgo de acabar sola.

—¿Como yo?

Incómoda, Marilyn retrocedió.

—Pretendo hablar bastante con Laura las próximas semanas, Marilyn. —Charlotte oyó un coche que paraba fuera de la casa y se levantó—. Gracias por la encantadora cena y por las molestias. Ah, casi lo olvido. —Sacó una gran caja de bombones de su bolsa y se la dio a Marilyn, antes de darle a Jeremy una botella de coñac—. «Duty free».

—Gracias, madre.

Tocaron a la puerta, y Jeremy hizo una seña a su esposa para que abriera. Marilyn salió y saludó al chofer de Samuel moviendo el brazo.

Jeremy cogió la bolsa de Charlotte.

—Avisa a Laura de que no toque el tema de vuestro antiguo hogar con la tía Greta si la visita a ella y al tío John cuando regrese a Inglaterra. Y que no se extienda hablando de ello, incluso si le preguntan. Tía Greta es mayor, y bastante frágil a pesar de su apariencia robusta, y no le gusta recordar cosas desagradables.

—¿No sientes curiosidad, Jeremy?

—¿Por un país que ya no existe o una guerra que terminó antes de que yo naciera? No.

—¿Ni por la pequeña parte de ambos que fue la historia de tu familia?

—Como tía Greta, creo que es mejor olvidar el pasado.

—¿Te vas, Oma? —Luke parecía alicaído cuando salió de la cocina y vio que estaba lista para marcharse.

—Sí. —Lo abrazó.

—¿Volverás pronto?

—No lo creo. —Reticente a dejarlo ir, permaneció abrazada a él.

—Pero Laura y yo podemos visitarte de nuevo. ¿Qué te parece este verano? —preguntó esperanzado.

—Ven cuando quieras. Y si yo no estoy, a Claus, Carolyn y el bebé les encantará tenerte allí.

—¿Por qué no ibas a estar, Oma?

—Arte —respondió ella—. Siempre hay nuevos sitios que ver y pintar. —Lo besó por última vez, luego sonó el teléfono y él fue a cogerlo.

—Que tengas buen viaje, madre. —Jeremy la acompañó hasta el coche—. Llama para que sepamos que has llegado bien, y recuérdale a Laura que a sus padres les gustaría saber de ella de vez en cuando.

—Marilyn. —Charlotte abrazó a su nuera, le dio la mano a su hijo de nuevo y entró en el coche. Hassan metió su bolsa.

—El señor Goldberg me ha dicho que le diga que es bienvenida si quiere unirse a él para tomar coñac y café en el salón, pero que si quiere ir derecha a su habitación, hay una botella de vino blanco en hielo y coñac en el carrito de las bebidas en la cocina.

—Dígale al señor Samuel que es un hombre muy especial.

—Sí, señora.

Mientras avanzaban despacio por la calle, Charlotte se giró para ver por última vez a Jeremy. Permanecía en la puerta de su casa, con Luke a un lado diciéndole adiós con la mano y Marilyn haciendo lo mismo con menos entusiasmo al otro. Charlotte se secó una lágrima y se consoló pensando que, con Laura y Claus para cuidar de él, Luke estaría bien.

Sin embargo, la lágrima no era por su nieto. Sospechaba que acababa de ver a Jeremy por última vez, pero la tristeza provenía de su indiferencia. No sentía nada. Ninguna emoción, ni dolor, ni alegría, ni pena, sólo alivio porque no tendría que volver a mantener charlas insustanciales con Jeremy, ni entrar en su fría y hostil casa nunca más.