Capítulo 1

Un tren viajando hacia el oeste desde Moscú por Prusia Oriental

Sábado, 19 de agosto de 1939

Mi decimoctavo cumpleaños. Nadie puede volver a decirme que soy una niña, o demasiado joven para bailes y fiestas. Mamá se casó con papá a los dieciocho años, pero no tenía una carrera en la que pensar como yo. Me pregunto por qué a Greta no se le ocurrió estudiar una profesión en lugar de convertirse en líder de la BDM[2], la Liga de Jóvenes Alemanas. Todo lo que hace es organizar reuniones para chicas y enseñar a coser y a cocinar, y no es que ella sea una experta costurera o cocinera.

No es probable que nadie le pida matrimonio ya. Este año cumplirá veintisiete, ya es casi una vieja. No le gustará tener que dejar que una hermana igual de elegible que ella reciba las atenciones de los jóvenes.

Herr[3] Schumacher reunió a toda la orquesta para que me tocara la canción de cumpleaños esta mañana a las seis. Bloquearon el pasillo de salida de nuestro compartimento durante veinte minutos. Resultaba imposible subir o bajar por el tren a los baños o al vagón restaurante, pero no pareció importarle a nadie, especialmente a las camareras. Después, todos me felicitaron y me hicieron regalos, incluyendo rosas y bombones de Manfred y Georg, que son unos chicos tontos, y aún me quedan los más importantes esperando a ser abiertos en casa. Qué ganas tengo de ver mi mesa de cumpleaños preparada junto a la de Wilhelm y Paul en el salón.

Hildegarde y Nina me han regalado este precioso libro, e Irena una elegante pluma estilográfica de plata con rosas repujadas. He decidido usar el libro como diario. Cuando Greta descubrió que había empezado uno el año pasado, me dijo que sólo la gente importante escribe diarios. Bueno, yo me considero importante, y sé que algún día seré famosa.

Herr Schumacher dice que soy el miembro con más talento, no únicamente de la sección musical de las Juventudes Hitlerianas de Allenstein, sino de cualquier orquesta juvenil con la que haya trabajado. Insistió en que tocara un solo de piano al final de cada concierto y que acompañara al violinista estrella de Komsomol. Ahora ya me he hecho a la idea. Cuando complete mis estudios, me convertiré en concertista de piano internacional.

Mi letra no es tan buena como me gustaría, porque el tren se mueve mucho. Hildegarde, Irena, Nina y yo tenemos el mismo compartimento y, después de que la camarera hiciera las camas cuando terminó mi concierto de cumpleaños esta mañana, todo el mundo vino. Se quedaron alrededor de una hora, incluso los chicos. Son muy infantiles comparados con mis hermanos y sus amigos. Wilhelm y Paul nunca habrían puesto resina de violín en el té de Herr Schumacher, ni se habrían metido bajo la mesa en el vagón restaurante para pintarle los zapatos con miel mientras comía.

Como dice papá, fue muy inteligente por parte de mamá tenerme a mí como regalo el día del cumpleaños de los gemelos, así ellos pueden cumplir veintiuno y yo dieciocho el mismo día. Unos caballeros y una dama adultos por fin. ¡Qué celebraciones habrá esta noche! Y luego pasaremos juntos lo que queda del verano. Tengo tantas ganas de ir a Königsberg con Wilhelm y Paul en octubre… Tuve mucha suerte de lograr una plaza en el conservatorio, sobre todo cuando la cuota de plazas de educación superior para chicas ha sido reducida al diez por ciento. No me importa lo que diga nadie, creo que es injusto, y no creo que nuestro Führer lo haya hecho. Creo que ha sido uno de sus ministros y que él ni si quiera lo sabe.

La pobre Irena no ha entrado en Königsberg ni en ningún otro conservatorio, y tendrá que trabajar en la oficina de su padre. Será terrible dejarla atrás en Allenstein. Hemos sido las mejores amigas siempre, desde que puedo recordar, como nuestros padres antes que nosotras, y no puedo imaginar cómo será verla sólo en las vacaciones.

Aunque los gemelos estarán en su tercer año de estudios y yo únicamente en el primero, han prometido presentarme a todos sus amigos. Paul dice que el conservatorio de música no está lejos de la universidad. Espero que papá nos encuentre alojamientos juntos. Qué bien lo pasaremos sin Greta para contenernos.

Dejamos Moscú ayer por la mañana temprano y estoy empezando a pensar que nunca llegaremos a Allenstein. Nina dice que le parece como si esto fuera el infierno y estuviéramos condenadas a arrastrar nuestras cadenas por la campiña encerradas en este tren como almas en pena toda la eternidad. Nina siempre ha tenido una imaginación morbosa; quizá su fijación con el arrastrar de cadenas se deba al trabajo de su padre como conductor de tren.

Irena me ha preguntado tres veces en los últimos diez minutos si creo que Wilhelm se reunirá conmigo en la estación. Desearía que no le pusiera ojitos de cordero a mi hermano cada vez que lo ve. Es muy embarazoso contemplarlo para el resto de nosotros.

Cruzamos la frontera al amanecer. Me alegró estar en el querido y familiar paisaje de Prusia Oriental después de todo un mes fuera, incluso a esa hora de la mañana. No me había dado cuenta de cuánto había echado de menos los bosques y lagos hasta que los vimos a través de las ventanas. Todo, la gente, la arquitectura, las calles de los pueblos y ciudades, parece mucho más ordenado y próspero que en Rusia.

Sentí dejar a Masha. Disfruté viviendo con los Beletsky en su apartamento de Moscú la última semana de nuestra gira. A nadie más le gustó su familia rusa ni la mitad, pero creo que Herr Schumacher me buscó el mejor alojamiento posible. Masha y su hermano, Alexander, que es rubio platino, de ojos azules y muy guapo para ser ruso, además de un músico excelente, vinieron a la estación a decirme adiós. Me dieron un collar de ámbar de enormes pepitas pulidas, algunas con insectos dentro, como regalo de despedida. Es más largo y bonito que cualquiera de los que tiene Greta.

Les prometí guardarlo como un tesoro y pensar en ellos cada vez que lo lleve. Qué envidia tendrá Greta cuando lo vea. ¿Estará en la estación de Allenstein? Espero que no. Pero supongo que Wilhelm y Paul estarán allí para recogerme y, si tengo suerte, traerán al menos a uno (con suerte el especial) de sus amigos.

Parece como si llevara fuera una eternidad. No puedo esperar más para deleitar mis ojos con la queridísima casa y abrazar a papá, mamá y los gemelos…

—El doctor la verá ahora, señorita Datski.

—Gracias.

Charlotte sonrió a la enfermera y cerró el diario. Las páginas antaño limpias, prístinas y brillantes se habían vuelto frágiles con el tiempo. Envolvió el libro cuidadosamente en un pañuelo de seda, y recogió su chal y su bolso de la silla de al lado. Ridículo, en realidad, llevarse un diario que no había abierto en años a la sala de espera del médico. Y extraño cómo aquellas pocas palabras lo habían traído todo de vuelta: el traqueteo del tren; el humo lleno de tizne de la chimenea pasando junto a la ventana; el olor a col y carne asada flotando por el pasillo desde el vagón restaurante; las caras de sus amigas, limpias, radiantes, carentes de dolor y experiencia; y ella misma, completamente ingenua, romántica y presuntuosa, con toda la arrogante superioridad de la juventud. ¿Quedaba algo de aquella jovencita en la anciana en que se había convertido?

—¿Cómo estás, Charlotte? —El Dr. David Andrews se levantó de la silla y salió de detrás de su mesa para saludarla.

—He venido con la esperanza de que tú pudieras responderme esa pregunta, David.

—Bueno, desde luego pareces tan bella y elegante como siempre.

—A mi edad nadie puede considerarse bella. Y en cuanto a elegante, haces que parezca un salón decorado con cosas caras.

El médico le dio la mano y volvió a sentarse. Para evitar mirarla a los ojos, examinó el cuadro de la pared tras ella. Lo había colgado el diseñador de interiores neoyorquino que había reformado su consulta hacía un año, pero era la primera vez que miraba de verdad la anodina escena impresionista de colores pastel con borrosos niños jugando en la arena. Decidió que no le gustaba.

—¿Y bien, David? —preguntó ella.

Él se aclaró la garganta y empezó a hablar, consciente de que su voz sonaba más brusca y fría de lo que había pretendido.

—Yo sugeriría una segunda opinión. Conozco a un buen hombre en Boston y a otro en Nueva York. Puedo organizar una consulta en cada ciudad. Podrías combinar una visita con unas compras o pasar por alguna galería.

—¿Y a esos «buenos hombres» tuyos les resultaría más fácil contarme lo que no eres capaz de decirme?

Se obligó a mirarla a los ojos. Extraordinariamente azules y desconcertantemente claros. Le habría resultado más sencillo enfrentarse a la histeria. Para eso podría haber recetado tranquilizantes.

—¿Cuánto me queda?

—La mayoría de la gente pregunta qué puede hacerse.

—Yo no soy la mayoría de la gente, David.

—Nunca lo fuiste.

Nadie en la ochentena tenía derecho al aspecto de Charlotte Datski. No es que intentara parecer más joven. Su cabello era desvergonzadamente plateado, sin rastro de tinte o color artificial, la piel arrugada no había sido tocada por la cirugía plástica o los estiramientos faciales, pero no parecía importar. Su belleza procedía de algún misterioso brillo interior que se manifestaba en aquellos magníficos ojos. Su figura, alta, esbelta y erguida, aún retenía la elasticidad de la juventud, y su ropa larga y vaporosa estaba acentuada por cuentas de ámbar y pañuelos multicolores que habrían parecido de mal gusto en otra persona, pero que a ella le quedaban bien.

Cuando su padre los había presentado hacía treinta años, David había sabido instintivamente que Charlotte era una artista. Simplemente, no podía ser otra cosa. Y aunque tenía la misma edad que su madre, se había enamorado un poco de ella igual que su padre y la mitad de los hombres que conocían. Pero al contrario que muchas viudas, Charlotte Datski parecía disfrutar su estado de soltería y de la independencia que le daba. Incluso los rumores de romances habían seguido siendo sólo rumores. Si Charlotte había tenido algún amante, había elegido sabiamente. Ninguno de los hombres de su círculo había hablado jamás de una relación, ni consumada, ni de cualquier otro tipo.

—La verdad, David —tocó las cuentas alrededor del cuello, pero no había señal de nerviosismo en el gesto.

—Podría ser cáncer de páncreas —comenzó cauteloso—, pero, como he dicho, deberías buscar una segunda opinión.

—¿Piensas que has cometido un error?

—Ningún médico puede estar seguro al cien por cien de un diagnóstico, sobre todo de uno como éste —la eludió él.

—David, eres un genio en una familia de dotados académicos. Creeré tu palabra.

—Incluso así, está lejos de ser sencillo. No hay señal del tumor, lo que significa que es invasivo. En términos simplificados, el cáncer puede asemejarse a una telaraña de células que se ha extendido por los órganos. La cirugía queda descartada, pero eso no significa que no podamos ofrecer tratamiento. Las pruebas iniciales sugieren que crece lentamente y que la quimioterapia…

—¿Será muy doloroso? —interrumpió ella.

—Según mi experiencia con otros pacientes en condiciones similares, muy poco. Podrías perder peso.

—Puedo soportarlo —comentó ella irónicamente—. ¿Cuánto tiempo tengo? —repitió.

—Odio esa pregunta. Hace veinte años le dije a una enfermera de este hospital que le quedaban seis meses. Todavía me sonrojo cada vez que la veo. —Su silencio le hizo ver que esos comentarios eran condescendientes y superfluos—. Si el tratamiento tiene éxito, años.

—¿Y si no?

—Tendrá éxito, Charlotte.

—¿Pero si no? —repitió obstinadamente.

—Es difícil de decir: seis meses, un año tal vez. Pero lo organizaré para que te admitan esta semana y comenzarás con las inyecciones enseguida. No será agradable pero…

—No puedo venir mañana.

—Lo entiendo. Un diagnóstico como éste es una conmoción; tendrás cosas que organizar. —Pasó el dedo por su agenda—. ¿Digamos el jueves por la mañana?

—No.

—Charlotte, nada es más importante que esto. Estamos hablando de tu vida.

—Tengo que ir a casa.

—Está a ocho kilómetros carretera arriba —señaló él con desesperación.

—Yo nací en Europa del Este.

—Como médico tuyo, te prevengo enérgicamente sobre hacer viajes hasta que hayas completado el tratamiento.

—Ya lo he dejado demasiado hasta ahora.

—Parece que no lo entiendes. Podrías morir.

—Todos vamos a morir, David —sonrió—. Sé que estás pensando en mí y que tienes buena intención, pero ésta no es la primera vez que me enfrento a la muerte. La experiencia hizo que, extrañamente, no tuviera miedo de lo inevitable.

—¿Me estás diciendo que quieres morir? —Se obligó a sostener su firme mirada.

—Nada más lejos. Amo la vida. Cada maravilloso momento lleno de color. Pero he descubierto que hay cosas peores que llegar al final. Como el dolor deshumanizado y la pérdida de la dignidad. Vi morir a mi marido de cáncer. Perdona mi cinismo, pero creo que sufrió más por el tratamiento que le prescribieron los médicos bienintencionados que por la propia enfermedad. Si aún hubiera poseído un arma se habría pegado un tiro meses antes de que le permitieran entrar en coma.

Era la primera vez que David oía a Charlotte mencionar a su difunto marido en todos los años que hacía que la conocía. Ella llevaba décadas viviendo en Estados Unidos y él no sabía de nadie que lo hubiera conocido.

—Los tratamientos han progresado enormemente en los últimos treinta años.

—No lo dudo.

—No puedes esperar que me quede aquí sin hacer nada —alegó él.

—A mi edad, la calidad de vida es más importante que la cantidad.

—Podrías tener ambas.

—¿Me lo garantizas?

—Ningún médico puede ofrecer garantías —dijo incómodo—, pero creo que tienes más oportunidades que la mayoría de superar esto. Has disfrutado de una salud excelente hasta ahora. Te has cuidado y, como el cáncer no apareció en tu último reconocimiento rutinario, podemos considerarlo un diagnóstico prematuro. Todo está de nuestro lado.

—¿Permanecería básicamente igual que estoy ahora, sin la quimioterapia?

—Te cansarías fácilmente y dormirías más.

—¿No tendría dolores?

David apretó los dientes, pues no quería darle más motivos para evitar el tratamiento.

—Nada que unos analgésicos no puedan ayudarte a superar —admitió reticente.

—Compraré unos cuantos. Gracias por tu tiempo y tu sinceridad. —Recogió su chal.

—A mi padre le encantaría verte. —La siguió hasta la puerta—. Por favor, ven a cenar con nosotros.

—¿Para que tu padre pueda añadir su persuasiva voz a la tuya? Gracias, pero no, David. —Le tendió la mano y él se la tomó—. Dicen que la vida es corta, pero desde mi posición parece larga. Demasiado larga, cuando pienso en todos a los que he amado y perdido. Aprecio tu comprensión. Un poco más de práctica y serás capaz de añadir la empatía a tus otras cualidades. Manda tu factura a mi abogado.

—¿No hay nada que pueda decir para convencerte de comenzar el tratamiento?

—Nada. Y como todo el mundo sabe que soy una anciana cabezota e imposible, no tienes motivos para sentirte culpable. En cuanto pueda conseguir un billete, me marcharé a Europa. Llevo años planeando este viaje. Simplemente me has dado una razón para no posponerlo más. Espero que no le cuentes esto a mi nieto ni a nadie.

—Por desgracia, como muy bien sabes, no puedo sin tu permiso. ¿Te veremos de nuevo? —Era una súplica más que una pregunta.

No le respondió. Le dio un suave beso en la mejilla y murmuró:

—Esto es para tu padre.

Él permaneció en pie junto a la ventana y observó cómo abandonaba el edificio, con su larga falda negra y los pañuelos de colores otoñales ondeando en la brisa.

—¿Doctor Andrews? —Se giró y vio a la enfermera en la puerta detrás de él—. ¿Telefoneo a Boston o a Nueva York para organizar una cita para la señorita Datski?

—No —respondió él abruptamente.

—¿Entonces llamo a admisión para reservar una cama?

—No.

—Pero…

—Avise al siguiente paciente.

—¿Y la señorita Datski?

—Guarde su archivo a mano, y esperemos necesitarlo.

Charlotte condujo a casa lentamente, respetando el límite de velocidad por primera vez en años. Cuando se dio cuenta de la ironía de lo que estaba haciendo, se rio en voz alta. Tras recibir la noticia que David le acababa de dar, debería estar aprovechando el tiempo que le quedara, en vez de ir despacio y cuidadosamente por el carril lento. Pero iba a casa por primera vez en más de sesenta años y de pronto parecía muy importante llegar de una pieza.

Detuvo el coche al comienzo del camino privado que serpenteaba por los bosques hacia su casa de madera de Nueva Inglaterra. Las hojas de los bulbos que había plantado cuando había comprado aquel lugar treinta y seis años antes se estaban marchitando en el mantillo bajo los árboles. Cada primavera, una alfombra de narcisos, azafrán y jacintos extendía sus colores hasta la orilla del lago. Su fin marcaba la llegada del verano.

Abrió el buzón para comprobar el correo, tomándose su tiempo para aspirar el aroma de los pinos y el lago detrás de la casa. ¿Era su imaginación o podía oler los últimos capullos del cerezo y del manzano? Fragancias que le recordaban a un país que ya no existía. Pero es que todo lo que había creado allí había sido construido y plantado con ese fin, y el resultado era un parpadeante reflejo, no más sólido que el de una imagen atrapada en la superficie de un estanque, de un hogar que había amado y se había visto obligada a abandonar hacía sesenta años.

Tras apartar de su mente los recuerdos, cogió el correo y siguió conduciendo por el accidentado camino hacia la casa.

Dejó el coche en el camino de entrada de gravilla, abrió la puerta principal y fue a la cocina. Llenó la tetera antes de cambiar de idea. Había una botella de vino blanco en la nevera, y se la llevó junto con sus cartas escaleras arriba, a su estudio.

Era su habitación preferida. Ocupaba toda la primera planta, un tercio del espacio era una terraza abierta, otro tercio estaba acristalado como un invernadero inglés, dejando la pared del último tercio para apoyar sus cuadros. Echando un vistazo a los lienzos terminados que había extendido aquella mañana, se felicitó por el trabajo bien hecho antes de abrir el vino y acurrucarse en una silla de mimbre con su correo.

Tiró a la papelera tres envíos de publicidad sin abrir antes de encontrar uno que quisiera leer, un gran sobre grueso de su nieta inglesa. Tras años de intercambiar correos electrónicos diarios le sorprendió que Laura enviara algo por correo postal. Lo cortó con el pulgar y sacó una carpeta que ponía «Grunewaldsee». La abrió y cayó un fajo de fotocopias. Las desdobló. No había duda de lo que eran: documentos con fotografías de tamaño carné y sellos oficiales decorados con el águila y la esvástica del Tercer Reich. Imágenes de su padre, su madre, sus hermanos Wilhelm y Paul, su hermana Greta y ella misma, increíblemente joven, la miraron. Los seis encerrados en un pasado del que nunca había escapado por completo.

Querida Oma[4]:

Ésta es la carta más difícil que he tenido que escribir en mi vida. Por favor, no la ignores, ni las copias de los documentos y las preguntas que suscitan, como seguro que harían mi padre y tía Greta.

Encontré el original de esta carpeta en el Centro de Documentación de Berlín mientras investigaba para un documental, no importa sobre qué. No tengo que preguntarte si tía Greta y tú fuisteis miembros del Partido Nazi: estos papeles prueban que sí. Me gustaría saber por qué os unisteis a él y más sobre vuestra vida en Grunewaldsee…

Charlotte se estremeció y volvió a mirar las fotocopias. Si hubiera sospechado de su existencia habría… ¿qué? ¿Les habría hablado a Laura y a Claus sobre el pasado? ¿Les habría hecho cargar con el peso de los secretos que la agobiaban a ella?

… No te lo pido sólo por mí, sino por toda la familia, sobre todo por el hijo que va a tener Claus, porque, en su momento, él o ella hará preguntas, como las estoy haciendo yo ahora. No importa que papá y tía Greta intenten fingir que la guerra y Hitler son agua pasada y sin consecuencias para las generaciones nacidas tras aquellos sucesos, eso no es cierto. Merecemos saber la verdad y escucharla de primera mano, no toparnos con ella en una carpeta polvorienta como he hecho yo.

Por favor, Oma, te quiero mucho, y parte de ese amor es respeto. Quiero continuar sintiendo lo mismo por ti y no lo haré hasta que escuche tu versión de la historia…

Charlotte miró los lienzos que tanto placer le habían supuesto un momento antes. Si le ofrecía a su nieta la verdad como explicación, ¿lo podría comprender? El perdón era esperar demasiado. Ella nunca había sido capaz de perdonarse por unirse al Partido Nacionalsocialista. Por lo tanto, nunca había dejado atrás el pasado. Pero la culpa, la vergüenza y el arrepentimiento eran únicamente suyos, no de sus nietos. Tenía que haber alguna forma de hacérselo ver a Laura.

Te quiero mucho, y parte de ese amor es respeto.

Dejó caer la carta y las fotocopias en el regazo, cogió el teléfono y, sin ni siquiera comprobar la diferencia horaria, marcó el móvil de Laura; contestaron a la sexta llamada.

—Laura, ¿puedes hablar?

—Sí. —La voz de su nieta estaba espesa por el sueño.

—¿Te he despertado?

—No…

—Por favor, no me mientas, ni siquiera sobre cosas pequeñas. He recibido tu carta. ¿Sigues en Berlín?

—Sí.

—Estaré contigo dentro de unos días. Cogeré un avión en cuanto pueda. Voy a casa, a Prusia Oriental —explicó al silencio—. Y me gustaría que vinieras conmigo, pero lo comprenderé si no quieres.

—Me contarás…

—Todo —interrumpió Charlotte—, pero no por teléfono. ¿Dispones de tiempo para acompañarme?

—Sí, por supuesto.

—Ya te avisaré cuando llegue a Berlín. Antes de verte, necesito hablar con tu padre y el tío Erich.

—Cuando veas a mis padres, diles que los quiero.

—Lo haré, pero sólo pienso estar en Inglaterra un día.

—Oma… —únicamente hubo una mínima vacilación— gracias.

—Te quiero.

Charlotte colgó, luego buscó en la agenda antes de llamar una segunda vez. Las reservas y los preparativos con el despacho de su agente resultaron más rápidos de lo que esperaba. De pronto, se dio cuenta de que tenía muy poco tiempo para hacer las maletas, organizar sus posesiones y planear qué iba a decirles a Erich y Jeremy. Pero, perdida en el pasado, continuó sentada, mirando sin ver hacia el lago.

—Oma, ¿estás arriba?

Saliendo de su ensoñación, Charlotte metió las fotocopias y la carta de Laura bajo el cojín de la silla y se recompuso. Claus siempre había sido muy sensible a sus estados de ánimo y eso la intranquilizaba.

—Aquí arriba, Claus —lo llamó con una voz que pretendía que sonara ligera, pero le salió quebradiza. Forzando una sonrisa, relegó todos los pensamientos sobre la carta de Laura al compartimento de su mente «pensar en ello más tarde», que había llenado hasta arriba con recuerdos dolorosos y problemas a lo largo de los años. Con suerte, tendría tiempo para ocuparse de todos ellos.

Su nieto subió las escaleras, haciéndola temblar por la seguridad de sus cuadros con su enorme figura torpe y huesuda.

—He visto el coche… —Arrugó la frente mientras se inclinaba hacia ella—. ¿Vino en mitad del día? ¿Celebras algo o ahogas tus penas?

—Celebro algo.

—¿No tienes úlceras de estómago?

—Son muy pequeñas —mintió ella, ciñéndose a la historia que había tejido en torno a sus síntomas.

—¿Van a operarte?

Ella negó con la cabeza.

—Nada de operaciones, sólo una desagradable dieta.

—No puede ser tan desagradable si incluye vino.

—Estás cloqueando como una gallina vieja.

—Llamaré a David y le preguntaré si el vino está permitido —amenazó él.

—Hoy es el último día de mi antigua dieta, mañana el primero de la nueva.

—En ese caso, será mejor que vengas a cenar esta noche. Carolyn va a cocinar.

—¿A qué hora quieres que vaya?

La miró, severo. Nunca había aceptado cenar con ellos con tanta facilidad. Normalmente tenían que quedar dos semanas antes, y sólo tras varias discusiones y mucho consultar la agenda.

—¿A las siete y media está bien?

—Bien. —Levantó la copa—. ¿Quieres vino?

—Tallaré patas de sillas dobladas toda la tarde si me tomo una copa.

—¿Todavía estás haciendo ese comedor?

—Me gustó hacer la mesa, pero con doce sillas sobran seis. ¿Quién en su sano juicio quiere servir una comida formal y sentada para doce personas en estos tiempos?

—Alguien que puede permitirse pagar el catering y tu mobiliario artesanal. Hay café en la cocina.

—¿Y cerveza?

—En la nevera, sírvete.

Regresó con una lata y sin vaso. La abrió, cogió la silla junto a la de Charlotte y apoyó sus largas piernas en una mesa llena de revistas.

—Esta habitación es perfecta. Me siento como en casa, no tengo miedo de desordenar algo y la vista es magnífica. Mucho mejor que la nuestra. Estamos demasiado cerca del lago como para tener una perspectiva amplia.

—Mudaos mientras estoy fuera si queréis. He decidido hacer una visita a Prusia Oriental.

—Polonia —corrigió él.

—Parte de ella siempre será Prusia Oriental para mí.

—Iremos contigo cuando Carolyn tenga el niño.

—El vuelo está reservado. Me voy de Boston mañana.

—¿Mañana? Pero siempre dijimos que íbamos a hacer juntos el viaje, y Carolyn no puede ir embarazada de ocho meses —se quejó él.

—Sería demasiado arriesgado, incluso si la compañía la dejara volar. —Cogió la botella de vino y se rellenó la copa.

—¿Me has contado la verdad sobre las úlceras? —Estrechó los ojos.

—¿Dudas de la sinceridad de tu abuela?

—Solo cuando se trata de su salud y del precio de los regalos que hace en los cumpleaños y las Navidades.

—Someterme a todas esas pruebas me ha hecho darme cuenta de que soy mortal. No tengo intención de morirme todavía, pero no voy a ser más joven o más fuerte de lo que soy ahora, y quiero ver mi hogar de nuevo antes de tener que ir en silla de ruedas. He llamado a Laura, viene conmigo.

—Dos mujeres solas en Polonia. ¿No has oído lo que está pasando en el bloque del Este? Hay una crisis de la ley y el orden. La mafia…

—Eso es en Rusia —le interrumpió ella, impaciente—, y todo el mundo sabe que la prensa exagera.

—Al menos para en Alemania. Quizá mi padre o mi hermano puedan ir contigo… —Su voz se apagó cuando se dio cuenta de lo que estaba sugiriendo.

—¿Necesito recordarte por qué dejaste Alemania para venirte a vivir conmigo?

—Quizá no mi padre, ni mi hermano —dijo con pesar—, pero está el tío Jeremy.

—Claus, puedo ser vieja, pero no estoy senil. Mis dos hijos prefieren tenerme a cinco mil kilómetros, lo que me parece muy bien, porque es precisamente donde yo prefiero tenerlos a ellos. Y, de mis cuatros nietos, Erich es demasiado tradicional y Luke demasiado joven para ir conmigo. Lo que os deja a ti y a Laura, y, como el estado de Carolyn te saca a ti de la ecuación, Laura y yo nos las tendremos que arreglar lo mejor que podamos sin protección masculina. Estoy segura de que sobreviviremos.

—¿Cómo está Laura? —preguntó él.

—Bien —contestó ella con cautela.

—¿Feliz?

—Sonaba bien.

—¿Ninguna señal de un hombre en el horizonte?

Charlotte negó con la cabeza.

—La maldición de los felizmente casados desea emparejar a todo el mundo. Laura es una mujer de carrera.

—Sólo hasta que encuentre al hombre adecuado.

—Tal vez.

Charlotte nunca habría admitido ante Claus que la inexistencia de una persona especial en la vida de la joven también le había preocupado a ella desde que Laura cumplió treinta años. Estaba enormemente orgullosa de los novedosos documentales que su nieta producía, que habían ganado premios y se habían emitido en todo el mundo. Pero no podía evitar sentir que su estilo de vida de viajes constantes y de pasar noches en habitaciones de hotel debía de ser solitario.

—Me gustaría que hubiera algún modo de que Carolyn y yo pudiéramos ir con vosotras. —Claus dejó su cerveza en el suelo junto a la silla.

—Deberías haberlo pensado hace ocho meses.

—Iba a ser nuestro viaje —protestó, negándose a ver la gracia en la situación.

—Pero nunca lo hicimos porque lo iba posponiendo tontamente. Echaré un vistazo al país. Si queda algo que merezca la pena ver, Carolyn y tú podéis ir el año que viene.

—Supongo. —Terminó la cerveza y se levantó—. ¿Puedo ayudarte?

—Todo lo que tengo que hacer es cancelar mis citas para el próximo mes o así.

—Y preparar las maletas —le recordó.

—Algo de ropa. Me las puedo arreglar. ¿Cuidarás de la casa por mí?

—Claro.

Por un instante, le recordó a su abuelo. Alto, rubio, de ojos azules e increíblemente guapo, aunque un coronel de la Wehrmacht[5] del Tercer Reich nunca se habría dejado barba y bigote, ni habría llevado puestos unos vaqueros cubiertos de serrín y un jersey andrajoso, ni mucho menos mocasines sin calcetines.

Parecidos físicamente, pero tan diferentes en carácter, temperamento, actitud… y filosofía.

—Gracias.

—¿Por qué?

—Por vivir conmigo en mi vejez y quedarte después de casarte. Por estar aquí todos los días y preocuparte.

—Y supongo que tú no has hecho nada por nosotros, como permitirnos construir una casa en tu patio trasero y darme el dinero para establecer un negocio.

—Mis motivos eran puramente egoístas. Necesitaba a alguien que me atendiera cuando fuera una vieja cascarrabias.

—Tú nunca serás vieja, Oma.

—Me hago más vieja a cada minuto, y necesito hacer esas llamadas y las maletas.

—A las siete y media —le recordó—. Y no bajes llevando bultos pesados.

—El mensajero viene mañana por la mañana a recoger los cuadros.

—¿Los has terminado? —Carolyn le pasó a Charlotte un trozo de tarta de cerezas y un cuenco de nata montada.

—Los cuarenta y ocho óleos y los veinticuatro bocetos a pluma y tinta, y no quiero volver a leer o ilustrar más cuentos de Hans Christian Andersen jamás.

—Me encantaría verlos colgados todos juntos.

—Eso está en tus manos. Le he pedido al editor que te los mande a ti y no a la galería cuando termine con ellos. Te gustaban tanto, Carolyn, que pensé que podrían ser un regalo de bautizo aceptable.

—¡Aceptable! —Carolyn cruzó la mesa y cogió la mano de Charlotte—. Estoy abrumada. Van a quedar estupendamente en la habitación del bebé. ¿Cómo podemos darte las gracias?

—Genial —irrumpió Claus con fingida indignación—. Ahora mi hijo crecerá rodeado de representaciones políticamente incorrectas de princesas y castillos aristocráticos e imágenes horripilantes de trasgos y brujas malvadas que le dejarán secuelas psicológicas. Por no mencionar a la Reina de las Nieves sin corazón que dispara carámbanos.

—Tengo noticias para ti, cariño, el mundo es políticamente incorrecto. —Carolyn se levantó de la silla y vertió agua caliente sobre unas bolsitas de infusiones.

—Y cuanto antes aprenda a sobrellevarlo el niño o la niña, mejor —se mostró Charlotte de acuerdo.

—La niña —comunicó Carolyn, saboreando el efecto de su revelación sobre su marido y Charlotte—. Sé que dije que no quería saber el sexo del bebé, pero estaba mirando un catálogo y había preciosos pelelitos azules y vestiditos rosas, y no podía decidirme entre ellos, así que telefoneé al médico.

—Entonces la llamaremos Charlotte. —Claus rodeó a su mujer con el brazo y le dio un beso en la barriga.

—¿No crees que merece tener su propio nombre? —preguntó Charlotte.

—A Carolyn y a mí nos gusta Charlotte —sonrió Claus—. Lo decidimos hace meses.

—Si se lo vais a poner, acortadlo como Charlie —sugirió Charlotte—. Es más adecuado para una chica estadounidense.

—Charlie —murmuró Carolyn—. Suena a nombre de marimacho.

—No quiero una hija marimacho —protestó Claus.

—Sólo un hombre podría decir eso. Las marimachos se lo pasan mucho mejor que las niñitas cursis vestidas de encaje. ¿Más té? —preguntó Carolyn, mientras Charlotte se levantaba de la mesa.

—No, gracias, querida. Necesito dormir bien antes de viajar.

—¿Te va a recoger el tío Jeremy en Londres? —Claus le llevó el chal a Charlotte.

—Samuel Goldberg. Tenemos cosas de agente y cliente que discutir, y se ha ofrecido a acercarme a casa de Jeremy.

—Te llevaremos al aeropuerto —dijo Carolyn con decisión.

—No, qué va, llamaré a un taxi —la contradijo Charlotte.

—Tengo que comprar algunas cosas para el bebé —protestó Carolyn alegremente— y no puedo convencer a menudo a éste de que deje el taller para llevarme a la ciudad.

Charlotte los miró.

—¿De verdad tienes cosas que comprar?

—Ya has oído a la jefa. —Claus echó el chal sobre los hombros de su abuela—. Te acompaño a casa.

—Te entrometerías en mis pensamientos, y tu chica te necesita. —Charlotte besó a su nieto en la mejilla y abrazó a Carolyn antes de marcharse.

—¿Está bien? —preguntó Carolyn, mientras Claus cerraba la puerta.

—Eso espero. Creo que sólo está preocupada por el pasado ahora que por fin ha decidido hacer este viaje.

—Debió de querer mucho a tu abuelo.

—No estoy muy seguro. Has conocido a mi padre y a mi hermano. Tienen que haber heredado su personalidad de alguien, y no cabe duda de que no fue de Charlotte.

Ella se dio unos golpecitos en la barriga.

—¿Qué haremos si esta sale como ellos?

—No hay posibilidades de que mi hija no salga perfecta contigo como madre. —La atrajo hacia su regazo y comenzó a hacerle cosquillas.

Charlotte escuchó la risa de Claus y Carolyn mientras caminaba por el sendero de la orilla que conducía de la casa de Claus a la suya. Se quitó los zapatos, entró en el lago y chapoteó por los bajíos arenosos, deleitándose con la sensación del agua fría en los pies con medias.

La luna estaba baja, un enorme orbe dorado en el cielo nocturno color añil, la misma luna que brillaba en el hogar de su infancia. Dentro de unos cuantos días estaría allí. Todo estaba listo, los billetes esperaban a ser recogidos en el mostrador de salida, las maletas hechas, los papeles ordenados en la caja fuerte. Había vuelto a redactar su testamento cuando Claus había dejado Alemania para vivir con ella hacía seis años. Las decisiones que había tomado se mantenían. ¿Le haría sentir este viaje algo distinto sobre las elecciones que había hecho durante su vida? ¿Por qué iba? ¿Qué esperaba encontrar después de todo aquel tiempo? Y, lo más importante de todo, ¿había hecho bien en pedirle a Laura que la acompañara?

Subió los escalones hasta la terraza y entró en su sala de estar. Su diario ya estaba metido en el equipaje. Lo sacó de la bolsa y lo desenvolvió. Las palabras que había escrito la mañana de su decimoctavo cumpleaños la miraban desde la página:

Parece como si llevara fuera una eternidad. No puedo esperar más para deleitar mis ojos con la queridísima casa y abrazar a papá, mamá y los gemelos…

Greta no aparecía, ni siquiera entonces. ¿Pero para qué regresar a Grunewaldsee ahora? No quedaría nada de la casa más que ladrillos y argamasa y, tras décadas de negligencia e ineficiencia comunista, ladrillos devastados y argamasa como mucho. O peor aún, una ruina quemada, o una fábrica erigida en el lugar. ¿No sería mejor aferrarse a sus recuerdos?

Volvió a hurgar en la bolsa y sacó otro libro, de pasta dura, con la sobrecubierta amarilla por el tiempo. Pasó las manos por el título y la ilustración. El último verano, por Peter Borodin. Una imagen de una casa importante, blanca, de madera, brillando a través de un bosque de pinos. Totalmente incorrecta, por supuesto, pero ¿cómo podía saber el artista estadounidense que había diseñado las sobrecubiertas de las copias de Stateside, cómo era una mansión prusiana en el campo?

Al abrir el libro cayeron dos dibujos. Uno era de Grunewaldsee tal como la había visto por última vez: una larga y baja mansión del siglo dieciocho de diseño clásico, con la sencillez de su fachada interrumpida por un corto tramo central de escaleras que subían hasta la puerta principal flanqueada por columnas corintias. El segundo era de un hombre joven dibujado de memoria. Lo miró durante largo tiempo. Cuando por fin lo dejó a un lado, ya sabía por qué tenía que volver.