De repente, Times Square cobra vida con el movimiento.
Sigilosamente, hombres armados salen como hormigas de los edificios, avanzan despacio por los puentes y forman filas para irrumpir y atacar. Reconozco a algunos como simpatizantes de mi padre, o de George Foster; otros deben de formar parte de la fuerza policial de la ciudad, que mi padre y George tienen en el bolsillo.
No hay tiempo para pensar. Me limito a actuar.
Cojo a Turk por las axilas y lo arrastro bajo el letrero, que cuelga en diagonal y nos oculta de la vista. Me sudan las manos, y pesa más de lo que esperaba. Tiene los ojos cerrados con gesto de dolor.
Oigo el sonido de las órdenes lanzadas al aire, de docenas de pasos que se acercan. Ha dejado de llover, y el aire es húmedo y caliente. Mi padre va a volver con Hunter en cualquier momento. Solo hay una cosa que puedo hacer.
Dejo a Turk en el pavimento y agarro la esfera verde. Con la otra mano, tiro del brazo de Turk para tocar la esfera con sus dedos.
El suelo se funde debajo de nosotros.
Mi cuerpo empieza a vibrar como si un redoble de tambores reverberara a través del suelo, retumbando en mis huesos. Experimento una sensación extraña, como si me metieran a presión por un tubo ultrafino. Cierro los ojos.
Caemos…
Y aterrizamos en un suelo de azulejos sucio. En su día fue blanco, pienso. Faltan trozos enormes. En el techo hay círculos de colores como los del exterior. En otra época, debían de dirigir a los distintos trenes.
Por delante de mí se extiende una red de túneles que se ramifican en diferentes direcciones. Al parecer, me encuentro en algún tipo de andén: a mi izquierda están las viejas escaleras que descienden a los túneles inundados, salpicados de pasarelas elevadas como en el puerto. A mi derecha hay un muro cubierto de grafitis y anuncios viejos e irreconocibles. Más allá, oscuridad.
Alzo la vista y veo varias luces que parecen encastradas en las paredes. Si se parecen en algo a las del puerto, es probable que sean sensibles al movimiento. Necesito la luz, pero no quiero dejar a Turk, y él no se halla en posición de caminar.
Me arrodillo junto a él y busco su pulso; es débil, pero está ahí. Aun así sé que la herida será fatal si se desangra antes de que pueda buscarle ayuda.
Me muerdo el extremo de la manga y arranco un trozo de mi camiseta, hago una bola con él y la presiono contra la herida de Turk, dejando que absorba la sangre. En lo alto, se oye el ruido de fuertes pisadas, como si hubiesen miles de hombres por encima de nosotros.
—Turk, ¿puedes oírme?
Nada.
Entonces sus ojos se abren un segundo.
—¿Aria? —Tiene la voz débil, pero me basta para contemplar la posibilidad de que salga de esta.
—Turk, ¿estás bien?
Intenta hablar, aunque no logra emitir más que un gorjeo.
—Ahí —consigue soltar finalmente. No puede alzar el brazo, pero levanta un dedo: más adelante, en el muro, hay un disco de un rojo vivo del tamaño de una canica. Yo habría pasado por delante sin verlo.
¿Para qué sirve? La verdad es que no hay tiempo para preguntas. Corro hasta él: es un botón de algún tipo. Al principio parece atascado, pero aprieto un poco. Oigo un clic.
Y entonces, en los músculos y en la boca del estómago, noto una enorme vibración subsónica que me succiona el aire de los pulmones. Me marea y me produce náuseas, y sacude el polvo de las vigas y el techo.
Al cabo de unos segundos puedo volver a respirar. No tengo ni idea de qué acaba de ocurrir.
—Vamos. —Me agacho hacia Turk y lo levanto, con cuidado de evitar la herida.
Con su cabeza contra mi pecho, lo arrastro paso a paso. Las pequeñas luces de los muros se encienden con luz ámbar a medida que avanzamos, y distingo seis gruesos pilares delante de mí: tres a cada lado, flanqueando el andén. Abultan más del doble que yo y se están desmoronando, pero podrían permitirnos ponernos a cubierto.
—¿Qué ha sido eso? —le pregunto a Turk una vez le he llevado detrás de la primera columna.
Desde aquí, puedo ver que hay un pequeño espacio que da al andén, y lo arrastro al interior. Huele más a moho, y el suelo está cubierto de suciedad. Le apoyo contra un muro, y me siento junto a él, examino de nuevo la herida y presiono el trozo de tela ensangrentado contra su pecho.
Tiene los ojos abiertos, y su respiración parece normal. Más normal, al menos.
—Una señal de emergencia —dice. Le cuesta articular las palabras, pero lo hace—. No puedes ser… místico y no sen… tirla. No im… porta dónde estés… te llega al… alma.
Así que era una alarma… Buen chico, Turk. Ahora quizá tengamos una posibilidad de sobrevivir.
—Chisss. —Le seco el sudor de la frente—. Tú descansa.
Le sigo secando las mejillas y el cuello con otra tira de tela de mi camiseta cuando oímos lo que solo pueden ser las tropas de mi padre cayendo del techo al andén. Elissa debe de haber abierto la entrada con el anillo que Turk hizo para mí.
Se produce una sinfonía de ruidos sordos y metálicos —la apertura de las recámaras, la introducción de nueva munición, golpeteos, chasquidos, chirridos— mientras sacan y amartillan las armas y se preparan para la batalla.
Y luego… voces.
—¡Vamos, chicos! —grita alguien. Las tropas de arriba emprenden su avance, cuerpos descomunales con armas listas en las manos—. Mantened los ojos abiertos en busca de esos bichos raros. Disparad a todo lo que se mueva.
Miro hacia el interior de los túneles desde el hueco. ¿Dónde están los místicos? ¿No han oído la alarma? ¿Por qué no viene nadie a luchar?
—Quédate aquí, Turk —le digo, y le dejo envuelto en la oscuridad del hueco. Él trata de retenerme, pero no tiene suficientes fuerzas. Me arrastro unos centímetros, protegida todavía por la columna, y asomo la cabeza.
Decenas y decenas de hombres se adentran en los túneles; las pequeñas luces se encienden a medida que avanzan. Algunos de ellos llevan uniforme, otros van de civil, pero todos tienen algo en común: van armados.
—¡Que no quede un solo místico con vida! —grita una voz ronca. Parece la de George Foster.
Busco a mi padre, a los Foster, a Hunter… a cualquiera que reconozca. Pero lo único que veo es un rostro sin nombre tras otro, habitantes de Nueva York con el cerebro lavado que guardan lealtad a mi familia.
Por un momento, siento lástima por ellos. Entonces pienso en Hunter. En Davida. En lo que me han hecho mis padres, lo que me han robado.
La lástima se desvanece, dejando otra cosa tras de sí: ira.
Respiro de forma regular y trato de prepararme para lo que está a punto de ocurrir. Al cabo de tan solo unos segundos, veo el primer fogonazo de luz verde.
Los místicos salen corriendo del otro extremo del túnel. Están más delgados que los hombres de las Atalayas, son menos fornidos, con los brazos enjutos y las piernas largas y flacas como consecuencia de la malnutrición y la vida en las Profundidades.
Pero entonces empiezan a brillar.
Yo solo he visto utilizar sus poderes a Turk, a Hunter, a Davida y a Lyrica, pero eso no es nada comparado con lo que veo ahora. Lo que está teniendo lugar aquí no es nada que haya vivido o con lo que haya soñado siquiera.
Los místicos alcanzan el andén en tropel, con cada centímetro de piel descubierta de color verde.
Desde sus manos se extienden rayos de todos los tamaños —finos, gruesos, cortos, largos—, tantos que, desde donde estoy, los haces parecen una colcha de retazos cosida por encima de la plataforma, como una especie de manta eléctrica.
La luz de los rayos es brillante, demasiado brillante. Así es como debe de ser estar en la superficie del sol, el mundo a tu alrededor incendiado con un resplandor sofocante que ves incluso con los ojos cerrados, que sientes que te abrasa la carne y los huesos, y las membranas de cada célula que compone tu ser. Y sabes que no sirve de nada resistirte, que vas a morir y a convertirte en un montón de cenizas que vuela al viento sin más.
Siento una oleada de alivio. Han oído la alarma. Los rebeldes han venido.
—¡Atacad!
Todo ocurre rápidamente, como en una película pasada a toda velocidad. Oigo el sonido constante de los disparos de las ametralladoras, de las balas que rebotan en los muros de los túneles.
Me protejo los ojos y los entrecierro: los místicos parecen envueltos en llamas. Un hombre pasa corriendo por mi lado, con todo el cuerpo encendido, seguido por dos mujeres que hacen girar unos lazos de luz chispeante que surgen de las puntas de sus dedos.
Casi inmediatamente, el suelo se ve salpicado de cuerpos humanos caídos, cercenados.
Más adelante, bajo un círculo rojo descolorido con la letra L en el centro, una joven mística con el pelo rizado y rebelde levanta las dos manos por delante de ella como si se rindiera.
Solo que no lo hace.
El aire que envuelve sus manos se arremolina, recogiendo polvo y convirtiéndose en un pequeño tornado que se alza desde el suelo.
Dos de los policías de la ciudad se miran entre sí.
—¿Qué de…?
Pero el tornado se traga sus voces. Crece cada vez más, rodeándoles con tal violencia que ni siquiera consigo ver qué está ocurriendo. Luego se oyen unos sonidos escalofriantes: un alarido y un golpe cuando salen volando partes del cuerpo en todas las direcciones.
Manos. Pies. Brazos. Piernas.
Y cabezas.
El tornado desaparece de repente tras hacer saltar a los hombres en pedazos. El dedo de alguien aterriza cerca de mi pie, el hueso blanco completamente descarnado.
Aparto la vista para no vomitar.
Es entonces cuando veo a un místico con el pelo enmarañado y la barba recortada desplegar su energía desde las puntas de los dedos. Funde los rayos en uno hasta que forma una especie de espada, que corta el aire y parte a uno de los hombres de mi padre en dos.
Detrás del hombre de mi padre, otro prepara su rifle para disparar; me veo incapaz de gritar, incapaz de reaccionar de otra forma que no sea quedarme boquiabierta.
El místico se vuelve justo a tiempo, y utiliza la espada de luz para cortarle la mano al hombre.
Esta cae al suelo, con los dedos aún sujetos al arma.
El hombre grita de dolor, pero entonces el místico de barba coge impulso con la espada y le corta también la cabeza.
Más adentro en el túnel, dos místicos, un hombre y una mujer, se colocan el uno junto al otro y pasan un brazo por la espalda del otro. Los dos extienden su brazo libre y dejan escapar diez haces de energía verde, cada uno de la punta de un dedo, cada uno tan brillante —y mortal— como un rayo de tormenta.
—¡Dispara! —le grita uno de los hombres de mi padre a su compañero—. ¡Acaba con los dos!
La mística recibe un disparo en la pierna.
Veo cómo se le dobla la rodilla, pero entonces le hace un gesto de asentimiento al otro místico.
Y empiezan a girar.
Los haces de luz unidos alcanzan a los hombres, cortando sus cuerpos en pedazos. La carne chisporrotea al quemarse, y desprende un humo de un blanco cegador en el aire. El humo y la sangre están por todas partes, y los pedazos de cuerpo caen en cascada al suelo.
Una vez han completado un círculo, los místicos se detienen y sus rayos se repliegan. La mística que ha recibido el disparo se toca la pierna, se cura, y ambos se preparan para luchar de nuevo.
El olor acre de los cuerpos que se queman y la cordita de los disparos lo inunda todo. El aire está cargado del polvo de los azulejos pulverizados, y el hedor metálico de la sangre dificulta la respiración.
Siento que me ahogo.
Vuelvo corriendo al hueco. Cojo aire con fuerza. Turk sigue apoyado en el muro, los ojos vidriosos pero abiertos. Respira, al menos.
De repente me veo arrojada contra la pared cuando un místico emerge a través de ella. Me mira, sorprendido. Tiene bigote y debe de tener la edad de mi padre.
—No se me habría ocurrido pensar que habría una chica aquí —dice, recuperando el aliento.
—Supongo que eres capaz de atravesar las paredes.
Asiente.
—Bueno, manos a la obra otra vez —dice al cabo de un momento, y se precipita a través del muro del túnel que tengo delante, desapareciendo en una nube de humo y luz verde.
El espacio en el que nos encontramos se está llenando de un aire tóxico. En unos minutos no creo que pueda respirar aquí dentro.
Miro a Turk, que sonríe.
—¿Estás bien para caminar?
—Eso creo —dice. Sus mejillas parecen haber recobrado el color, aunque el sudor resbala por ellas hasta el suelo—. Me curo bastante rápido.
—Pues salgamos de aquí.
Le cojo de la mano y le ayudo a levantarse, y juntos salimos arrastrándonos del hueco.
La encarnizada batalla se prolonga en el andén, extendiéndose hasta túneles alejados. Por lo que puedo ver, el túnel está lleno de líneas serpenteantes de luz verde que refractan en los muros y el ruido ensordecedor del fuego de las ametralladoras.
Delante de mí, a la derecha, hay un tramo de escaleras que desciende hasta las vías inundadas. Es el único lugar que se me ocurre para escondernos.
Turk y yo bajamos a trompicones por las escaleras. Al principio, solo nos mojamos los pies.
Luego los tobillos.
Y luego el agua nos llega hasta los muslos.
—Espera —le digo. Tiene que haber una escalera a una pasarela por aquí cerca. Solo que está demasiado oscuro para verla.
En alguna parte por detrás de nosotros, un místico arroja su energía justo a una distancia suficiente para que la luz verde nos permita ver… ¡ahí! Hay una escalera de acero a solo unos chapoteos.
Empujo a Turk por delante de mí, y le hago subir primero. Luego asciendo por los travesaños, agradeciendo salir del agua, y me sacudo la ropa una vez estamos en la pasarela.
—¿En qué dirección? —le pregunto a Turk.
Señala, y echamos a andar. Al principio reina el silencio, pero al cabo de dos o tres minutos empiezo a oír voces. Gritos, en realidad. Lo que significa que la batalla se ha propagado hasta aquí abajo.
Descendemos por la pasarela, que llega hasta una estación de metro abandonada, como donde vive Hunter, solo que aquí no hay vagones de metro. Uno de los sucios muros ha saltado por los aires, con lo que se ha creado un nuevo túnel.
Más adelante, veo otros destellos de luz verde, y los gritos cobran volumen.
—Quizá deberías esperar aquí —digo, cogiendo a Turk del brazo—. Estás herido.
Le quita importancia.
—No tan herido tanto para no luchar. —Se descubre el pecho para que pueda ver que ha dejado de sangrar—. Vamos, Aria.
Nos metemos en el túnel que funciona como un puente, conectando con otro que se extiende en paralelo a este.
Avanzo a gatas. Al otro lado, donde antes no podía ver, los místicos disparan rayos de energía desde ambos lados de las pasarelas, incluso colgados de las escaleras. Los policías gritan de dolor cuando los rayos les alcanzan, reduciéndolos a cenizas con pequeñas explosiones de luz y calor.
Esta parte está mucho menos inundada. Debemos de estar en un terreno más alto: solo hay una capa de agua turbia, marrón, que no sobrepasa las rodillas.
Luego oigo una respiración… una respiración que no es ni de Turk ni mía. No estamos solos.
—¿Hola? —digo—. ¿Quién anda ahí?
Una figura surge de las sombras. La reconozco inmediatamente: cabello oscuro peinado por detrás de las orejas, un rostro estoico y atractivo… y unos ojos familiares.
Violet Brooks.
Turk da un paso hacia mí.
—¿Aria Rose? —pregunta ella—. ¿Eres tú?
Asiento.
—¿Qué estás haciendo aquí?
Casi rompo a llorar al verla. Parte del maquillaje pálido y enfermizo que lleva se le ha corrido por el sudor y le resbala por las mejillas, el cuello y los brazos, dejando al descubierto su piel saludable. Se parece tanto a Hunter… incluso su voz tiene una cadencia familiar.
—Yo… Hunter… Él…
—Esto es demasiado peligroso para ella —dice, volviéndose hacia Turk—. Protégela. Sácala de aquí con vida.
Turk asiente.
—Lo haré, Violet.
Ella me besa en la frente, prolongando el contacto de sus labios con mi piel por un momento. Luego se vuelve y echa a correr, dejando el pasadizo y adentrándose en el túnel.
Inmediatamente arrasa con tres de los hombres de mi padre, dejando escapar rayos de las puntas de sus dedos que los envuelven en un brillante abrazo. La piel y los músculos de sus cuerpos parecen fundirse y desprenderse de los huesos, dejando a la vista esqueletos que chacolotean al dar contra el suelo.
Una vez que se han ido, por fin veo a Elissa.
Está hundida hasta las rodillas en el agua del túnel con una ametralladora, disparando a los místicos a derecha e izquierda, con el rostro contorsionado por la concentración. Al principio no ve a Violet, y Violet lo aprovecha y echa a correr.
A medida que su cuerpo cobra velocidad, su piel empieza a brillar: de un verde claro a un verde oscuro a un color tan electrizante que no puedo mirarla directamente.
Me protejo los ojos y veo cómo Violet sube el muro del túnel corriendo. Salta a la pasarela y de ahí al techo, da una vuelta en el aire y luego cae como una bola de cañón directamente sobre Elissa.
¡Pam!
El agua salta cuando sus cuerpos chocan, pero Violet rodea el cuello de Elissa con los brazos y la estrangula mientras esta lucha y se tambalea y dispara a ciegas la ametralladora. Las ráfagas traquetean contra el techo y los muros y el agua hasta que suelta el arma y tira de los brazos de Violet.
Con un grito, Elissa se deshace de Violet empujándola al suelo encharcado. Antes de que Violet pueda levantarse, Elissa se vuelve, saca una pistola de su cinturón y dispara a Violet en pleno pecho.
—¡No! —oigo gritar a alguien. Alguien a quien conozco. Alguien a quien quiero.
Hunter sale catapultado de una de las pasarelas. ¿Cómo ha logrado escapar de mi padre y de George Foster? Extiende los brazos y arremete contra Elissa con un rayo de energía que la deja aturdida.
Ella pierde el equilibrio y se cae.
—¡Mamá! —exclama Hunter al tiempo que corre hacia Violet. La saca del agua como si no pesase nada, buscando desesperadamente algún sitio al que arrastrarla.
—¡Hunter! —grita Turk—. ¡Aquí!
Hunter levanta la cabeza y nuestros ojos se encuentran. Su rostro se ilumina inmediatamente, aunque le han golpeado de una forma increíble. Empieza a tirar de su madre hacia donde nos escondemos Turk y yo.
Y entonces Elissa se levanta.
Parece suceder a cámara lenta: el modo en que alza el brazo, su sonrisa, un corte torcido en su rostro pálido. El modo en que una luz verde parece reunirse alrededor de su mano —debe de estar usando toda la energía que le queda—, el modo en que balancea el brazo hacia atrás como un pitcher a punto de lanzar.
Hunter está agachado sobre su madre y no puede verlo, no se da cuenta de lo que está a punto de ocurrir.
Antes de ser consciente de lo que estoy haciendo, he echado a correr. Estoy a poco más de cuatro metros, pero me parecen un abismo.
Mi pie derecho aterriza, y veo cómo el brazo de Elissa se acerca, veo ira en su rostro.
Mi pie izquierdo golpea el suelo y entonces estoy en el aire, arrojándome hacia el chico al que quiero.
Deja escapar un «¡Uf!» cuando me estrello contra él, y caemos en un caos de miembros cuando el eco de un disparo resuena en el túnel.
—Hunter… —susurro, palpándole el pecho para asegurarme de que está bien.
Tiene los ojos cerrados, pero no veo ninguna herida o sangre fresca. Debe de haberse desmayado. Le beso en los labios, pues sé que está bien, y como una estúpida me levanto.
Y entonces siento que se me enciende todo el cuerpo.
La energía verde estalla por todas partes a mi alrededor, cegándome. Estoy en llamas.
Un recuerdo: la primera vez de verdad que Hunter me besó. Sus besos contra los míos en el Great Lawn. Al principio fue un zumbido agudo que hizo que la boca me supiera a metal y todo el cuerpo me cosquilleara con electricidad. Se me erizó hasta el vello más fino de los brazos. Pero fue algo más. Fue calidez… no calor, sino calidez; fluía por mis arterias como lava y me calmaba. Hacía que cada color pareciera nuevo, como si antes de entonces solo hubiese estado viendo el mundo en tonos sepia. Tenía la vista clara, los sentidos en armonía con todo lo que me rodeaba: los pájaros que piaban en los árboles, los grillos que frotaban sus patas produciendo pequeñas sinfonías, incluso el olor de las cosas… el agua salada, el musgo sobre los árboles, los aromas de la tierra mojada. Por primera vez sentí que todo prometía. Y esa promesa me parecía la razón para estar viva.
Por fin sabía por qué estaba aquí, lo que se suponía que debía hacer: querer a Hunter. Esa consciencia me colmaba de una inmensa alegría y gratitud por haber encontrado a alguien a quien querer. Alguien que también quisiera quererme. Juntos, ofreceríamos algo al mundo que era más que nuestros yoes individuales. Juntos seríamos más fuertes; haríamos todo a nuestro alrededor mejor.
Y para eso es la vida: para amar, crear, unirse, armonizar.
Y para morir.
Caigo en una nada suave y negra como boca de lobo.