26

Davida se encoge de dolor al verme.

Está esposada a una silla alta de metal que han empujado contra la pared del salón.

—No dice ni una palabra —explica mi padre.

—¿Quién la ha encontrado? —pregunta mi madre.

—Magdalena.

—Salía del edificio para hacer unos recados —explica esta en voz baja, como si la voz se le hubiese quedado atascada en la garganta—. Y la he visto merodeando por el puente de fuera. He venido y he informado de ello inmediatamente.

Miro a Magdalena. ¿Cómo ha podido?

Stiggson está detrás de Davida; lleva la camisa arremangada, lo que deja al descubierto sus tatuajes de colores. Tiene un cuchillo de plata en la mano; el filo destella. A su lado, Klartino sostiene un revólver negro resplandeciente.

Mi madre saca un pequeño adhesivo de su bolso, se lo coloca en la parte interna de la muñeca y suspira. Lo reconozco inmediatamente: un ansiolítico de extracto místico. Debe de estar muy alterada.

—No piensa decir una palabra —se lamenta mi padre, negando con la cabeza—. ¿Qué escondes, Davida? ¿Dónde has estado? ¿Eh? —Le veo doblar y extender los dedos—. ¡Habla, maldita sea!

—Sé qué le hará hablar —dice Stigsson y levanta la mano para exhibir el cuchillo.

Apoya el borde afilado contra la mejilla de Davida, que tiembla ante el contacto del metal con su piel. Parece más delgada de lo que recuerdo, demacrada. Todavía lleva el uniforme negro, con los guantes hasta los codos.

—Dinos adónde fuiste —continúa Stiggson— o tendrás una nueva cicatriz que ningún guante podrá cubrir. —Klartino sonríe con gesto de aprobación.

Davida permanece callada. Stiggson presiona el cuchillo contra su mejilla; le rasga la piel, y un fino reguero de sangre empieza a descender por su rostro, su cuello, hasta la blusa.

No puedo soportarlo más.

—¡Para!

Stiggson me mira, al igual que mis padres.

—Así nunca vais a conseguir que hable —digo—. Yo me he criado con ella. Nadie la conoce tan bien como yo. —No necesito más que unos minutos a solas con Davida para averiguar qué le ha ocurrido—. Dejadme hablar con ella en privado.

—Bajo ningún concepto —replica mi madre.

—Por favor. —Miro a mi padre—. Estoy segura de que puedo convencerla para que se abra. Pero la habéis asustado. Dejadme que hable con ella a solas. Diez minutos, como mucho. —Me escondo las manos a la espalda, para que mis padres no vean que me tiemblan.

Mi padre se queda pensativo unos segundos.

—Diez minutos —accede—. Pero no más.

Pese a que mi madre frunce el entrecejo, yo ya me dirijo a Davida. Klartino le suelta las esposas y la arrastra por el vestíbulo hasta mi habitación antes de que mi padre tenga tiempo de cambiar de opinión.

—¿Estás loca? —le pregunto una vez nos hallamos a salvo tras la puerta de mi habitación. Cojo un pañuelo de mi mesa y le limpio la sangre de la cara con él.

Stiggson hace guardia fuera, así que trato de hablar lo más bajo posible sin dejar de hacerme entender.

—Siéntate —le digo, señalando el borde de la cama.

Lo hace.

—¿Por qué has vuelto? ¡Es un suicidio, Davida! —Me paseo adelante y atrás, tratando de agotar parte de la energía contenida. Davida permanece en silencio, sin moverse—. ¿Te vas a quedar ahí callada?

—Yo… no sé qué decir. —La voz de Davida es más grave de lo habitual, más ronca—. Lo siento.

—Vas a tener que contarles algo. —Ladeo la cabeza hacia la puerta—. Conoces a mis padres: no descansarán hasta que sepan dónde has estado en todo momento desde…

Estoy a punto de decir «esa noche» cuando se me cierra la garganta. El agua oscura. El disparo. El sonido que hizo al caer…

—Aria…

Parpadeo e intento controlar la respiración, dentro y fuera, para calmarme.

—¿Por qué huiste? —le pregunto. Davida me mira y sus ojos reflejan un profundo dolor—. ¿Cuándo pensabas decirme que eras una espía? ¿Que estabas… prometida con Hunter?

No obtengo respuestas. Davida se limita a cerrar los ojos con fuerza para contener las lágrimas.

—Dijimos que nos contaríamos toda la verdad. —Me siento a su lado. El guardapelo me golpea el esternón—. Tú no lo hiciste.

Estamos tan cerca que nuestras piernas se rozan; mi hombro desnudo hace frufrú contra la manga de algodón de su uniforme. Apesta a Profundidades: a niebla y a humo y a suciedad incrustada. Davida echa la cabeza hacia atrás, de forma que expone la curva de su cuello, y coge aire con dificultad.

Entonces la miro a los ojos; parecen más azules de lo que recuerdo. ¿Azules? ¿No son castaños? ¿De verdad he olvidado hasta eso?

Pero hay algo más: cuanto más la miro, más atisbo algo más allá de la tristeza, una capa de anhelo, de deseo. La observo, observo el dolor en su rostro, y recuerdo lo que es estar enamorada, notar ese revoloteo en el estómago, sentirme viva, como si cada poro de mi piel fuese un portal a mi alma.

Lentamente, retiro mi mano de la suya. Deslizo un dedo dentro del guante y se lo bajo. En cuanto mi piel entra en contacto con la suya, siento una sacudida; el guardapelo parece saltar alrededor de mi cuello. Un brillo amarillento emana del interior de mi blusa. Me meto la mano, lo saco y doy un grito ahogado.

La plata con forma de corazón resplandece, como si fuera una pequeña bola de magia. Palpita de forma regular en el centro de la palma de mi mano. La única vez que brilló así fue cuando Hunter lo tocó en la azotea. Antes de que le…

—Oh —dice Davida, que lo mira sobrecogida. Luego alza la vista hacia mí, y nuestras miradas se encuentran. Y ocurre lo más extraño: se inclina hacia delante, deja que su nariz roce la mía, y me besa.

Instintivamente, empiezo a apartarme, pero aunque Davida no me atrae, sus labios son suaves, de algún modo familiares. ¿Ha besado a Hunter alguna vez? Debe de haberlo hecho. Pienso en cómo mis padres me lo arrebataron, en cómo le quitaron la vida. Le añoro más de lo que puedo soportar.

Cierro los ojos e imagino que es él —Hunter—, que me da un último beso. Acaricio la nuca de Davida e imagino que es la de Hunter, que todavía está aquí conmigo. Que todavía tenemos una oportunidad.

Quizá sea porque el dolor aún me resulta muy patente, la pena muy profunda, pero en mi cabeza Hunter está aquí; estamos juntos, somos uno. Su boca es húmeda y cálida e increíblemente suave, como el terciopelo.

Se me sube la sangre a la cabeza y de repente me siento mareada. Noto como si mi corazón hubiese alzado el vuelo en mi pecho, rogándome porque me lo lleve lejos, muy lejos de este lugar.

Y entonces me echo a llorar; noto la presión en el pecho y las lágrimas se funden con el sudor en mis mejillas y mis labios. ¿Qué estoy haciendo? No estoy con Hunter. Él está muerto.

El tiempo que pasamos juntos fue muy breve, y aun así… Hunter era mi amor verdadero: atractivo y divertido, y temperamental y reservado, y tierno. Hay tanta gente que nunca encuentra el amor verdadero… Solía pensar en ello como en una tragedia, pero quizá la verdadera tragedia sea encontrarlo, saber que existe, saber que otra persona es capaz de volverte débil con solo tocarte, de hacerte reír con una palabra. Que es capaz de mirarte y comprender quién eres. Y que luego te lo arrebaten.

Me aparto y abro los ojos. Y al hacerlo estoy a punto de desmayarme.

Tengo a Hunter delante de mí.

Me mira como un cervatillo asustado, con los ojos brillantes y de mirada inquieta, el cabello rubio despeinado, una ligera barba incipiente y tan perfecto como lo recuerdo.

—¡Maldita seas, Davida! ¡No puedes ser él! —Recuerdo su don: puede adoptar el rostro y el cuerpo de otra persona.

—No lo entiendes…

—Entiendo lo suficiente —le espeto—. Y pronto lo entenderé todo.

Salto de la cama y, de espaldas a las ventanas, me arranco el guardapelo del cuello y lo sostengo en mis manos. Está tan caliente que chisporrotea, lo que hace que el sudor de mi piel se evapore y diminutas volutas de vapor asciendan en el aire.

La voz de Benedict reverbera en mi cabeza: «Esta noche, en privado, trágate el guardapelo. Los recuerdos atrapados en su interior se liberarán y se verán absorbidos por tu cuerpo. Pero recuerda, Aria: una vez lo hagas, no habrá vuelta atrás. Recordarás todo lo que has perdido.»

A punto de metérmelo en la boca, me parece enorme.

Vuelvo a mirar a Davida como Hunter, que no intenta detenerme. Se limita a asentir para alentarme a que lo haga.

«Allá va», pienso, inclino el cuello y me meto el guardapelo en la boca.