22

Me despierto en mi habitación con un punzante dolor de cabeza.

Es lacerante, desgarrador, como si alguien me estuviese golpeando la cabeza con un puño de hierro. Y no se reduce a mi cabeza; el dolor sube y baja por mis brazos, repta por mis piernas. Me araña la piel, haciendo que me sienta en carne viva, y cansada y agotada.

Bajo la vista: todo parece normal. Llevo mis pantalones de pijama de franela favoritos, y las cortinas están ligeramente descorridas, con lo que entran algunos rayos de luz. Intento tragar saliva, pero tengo la boca seca, así que me dispongo a coger el vaso de agua que suelo tener en la mesilla.

Es entonces cuando me doy cuenta de que estoy esposada a la cama.

Y como si eso no fuera suficiente, mi madre se cierne sobre mí.

—Gracias a Dios —dice, y se inclina para pulsar uno de los botones de la pared—. Le diré a Magdalena que te traiga un poco de zumo de naranja.

—¿Cuánto tiempo llevo durmiendo? —pregunto aturdida. Trato de incorporarme, pero las esposas me lo impiden. Tengo un cardenal en la parte interna del brazo, donde deben de haberme inyectado una intravenosa.

—No mucho —contesta mi madre, al tiempo que toma asiento en uno de los sillones enormes junto a mi armario—. Solo unos días. Te hemos sedado.

Siento que se me salen los ojos del shock.

—¿Que habéis hecho qué?

Mi madre se arregla la chaqueta rosa claro de Chanel.

—Eres demasiado melodramática, Aria. —Aprieta los labios—. Nos has hecho pasar por tantas cosas…. Todo aquello por lo que tu padre y yo nos hemos esforzado… por lo que tus abuelos lucharon… Gracias a Dios que están muertos.

Llaman a la puerta. Mamá pulsa el botón para abrirla, y entra Magdalena cargada con una bandeja que deposita a los pies de mi cama.

—Aquí está, señora… —dice, más para mi madre que para mí; luego se marcha.

Mamá alza las cejas.

—¿No vas a comer? Debes de estar hambrienta.

—¿Cómo? —Levanto los brazos. Las esposas tintinean contra el barrote metálico de la cama.

—Pronto te las quitaremos. —Mamá coge el vaso de zumo de naranja, mete una pajita en él y me la acerca a los labios.

Doy un sorbo de mala gana; el líquido frío y dulce me alivia la garganta.

—Así, así —dice ella, y me acaricia el pelo con la otra mano. Se le engancha la alianza en algunos nudos.

—¡Ay! —me quejo al tiempo que me aparto.

Ella suelta el vaso; el zumo se derrama y empapa la almohada y las sábanas.

—¡Mira lo que estás haciendo! —me grita mi madre—. ¡Magdalena!

—¡No quiero a Magdalena —grito a mi vez—, y tampoco te quiero a ti! Déjame en paz, ¡eres horrible! —Los recuerdos se agolpan en mi mente, me acuerdo de que mi padre me obligó a presenciar cómo ejecutaban a Hunter. Miro a mi madre con la expresión más fría que puedo adoptar—. Estabas ahí y no hiciste nada. Vosotros lo matasteis.

—Estás delirando —replica mi madre, pero su rostro acusa el efecto de mis palabras: tiene la mandíbula ligeramente tensa, y asoman las arrugas que ha tratado de ocultar con tanta cirugía—. Yo no he hecho tal cosa.

Bajo la voz y hablo con tanta calma como puedo.

—Tú ya no eres mi madre —le digo—. Y antes acabo con toda esta familia que casarme con Thomas.

Por un segundo le tiembla el labio inferior. Luego se recompone y extiende el brazo hacia la mesilla. Coge una larga jeringuilla plateada y un frasco de un líquido claro. Vacía el contenido de este en la jeringuilla, y me agarra el brazo.

Trato de apartárselo.

—¿Qué estás haciendo?

—Estate quieta —dice, mientras localiza una vena. Luego me pincha.

Siento que me invade una oleada de calma. La sangre se me condensa, me pesan los párpados. La cara de mi madre es lo último que veo antes de volver a quedarme dormida, y creo que la veo reírse.

Sueño.

Blanco. Mucho blanco. Como si hubiesen tendido una sábana recién lavada por encima de toda la ciudad, un lienzo de color hueso, esperando a ser llenado.

Mis sueños salpican el lienzo de color, de todas las formas posibles y proporciones épicas, llenos de imágenes confusas; carruseles y algodón de azúcar; finos haces de luz verde de energía mística; algas marinas negruzcas que trepan por el costado de una góndola; el destello del mercurio en los tubos de la sala de drenaje; los movimientos vibrantes, líquidos, de la energía de las agujas; la expresión de decepción y enfado en los ojos de mi padre; el sonido de un disparo.

Pero sobre todo sueño con Hunter.

Sueño con el modo en que me rodeaban sus brazos, con la lluvia de suaves besos que me daba en el cuello.

Y entonces recuerdo que está muerto, y me despierto desesperada de dolor, gritando en medio de la noche.

Transcurren dos semanas. Al final me retiran la esposas y me permiten moverme, siempre que permanezca en los confines del apartamento. A mis amigas —Kiki, Bennie y las otras damas de honor— les han dicho que estoy gravemente enferma, y que me pondré en contacto con ellas en cuanto me encuentre mejor. Kyle básicamente me ignora, se encierra en su habitación o se queda en casa de Bennie.

Me han confiscado el TouchMe. Las únicas visitas que se me permite tener son los organizadores de la boda. Me hacen preguntas a las que me niego a contestar, con la esperanza de que la falta de respuesta retrase lo inevitable. En lugar de eso mi madre contesta por mí. Ella escoge la tarta (un pastel amarillo de tres pisos con ganache de chocolate decorado con rosas rojas de azúcar), y me toman las últimas medidas para el vestido. Mi madre proporciona una lista con sus canciones favoritas a un director musical, que ensayará con la orquesta.

No habrá despedida de soltera; parte de mi castigo, supongo, aunque no podría importarme menos. La boda se celebrará el fin de semana del Día del Trabajo, casi dos semanas después de las elecciones a la alcaldía del 21.

Thomas no viene a verme, lo cual agradezco. Llama alguna vez, pero siempre finjo estar durmiendo para evitar hablar con él. Su anillo acumula polvo en mi mesilla.

—No me puedo creer que se haya ido sin más —oigo que le dice mi madre a Magdalena un día cuando cree que no estoy escuchando. Está hablando de Davida, que está desaparecida desde la noche del asesinato de Hunter—. Prácticamente criamos a esa chica, ¿y se desvanece en el aire sin más? —Mamá se frota las sienes—. La gente es tan desagradecida…

En secreto me pregunto dónde está Davida, si ha informado a los rebeldes de lo que le ocurrió a Hunter. Espero que lo haya hecho, y que ellos puedan exigir justicia.

Una noche, Kyle se sienta a mi lado en el sofá del salón. Yo voy picando de un bol de fruta con un tenedor. El televisor está encendido, pero no presto ninguna atención.

Él junta las manos con una palmada. Le observo con el rabillo del ojo: lleva una camiseta azul marino y pantalones cortos a cuadros. No le dirijo la palabra.

Permanecemos sentados así, en silencio, hasta que habla.

—Lo siento, ¿sabes?

No contesto.

—¿Aria? He dicho que lo siento.

Niego con la cabeza.

—No te oigo. No hablo con gilipollas.

—Mira —dice, al tiempo que separa las manos y se las apoya en las rodillas—. En cuanto a ese místico…

—Hunter —le interrumpo, y siento un dolor en el pecho—. Se llamaba Hunter.

Kyle hace caso omiso.

—Soy tu hermano, quiero lo mejor para ti. Aunque ahora no lo creas, con el tiempo verás que hice lo correcto.

—Lo único que veré con el tiempo es que eres más traidor todavía —me encuentro diciendo—, y puesto que ya pienso que eres uno enorme, es mucho decir. —Me vuelvo hacia él. A pesar de lo que está diciendo, parece avergonzado—. Tomas Stic —añado mientras me levanto del sofá—. Lo utilizaste para saltar de tu balcón al mío y escucharme a escondidas. Así es como papá se enteró de que estábamos en la azotea. —Le miro a los ojos—. Tienes las manos manchadas con la sangre de Hunter. No pienso hablar contigo. Jamás.

Kyle me mira pasmado.

—Aria… —empieza, pero no espero a que termine.

Me arrastro hasta mi habitación, donde me dejo caer en la cama y me quedo mirando el techo de paneles metálicos.

Llaman a la puerta.

—Vete, Kyle —murmuro.

Vuelven a llamar.

—Te he dicho que te vayas.

Sin embargo, siguen llamando. Me levanto de la cama y pulso en el teclado táctil de la pared. La puerta se repliega.

—Kyle, déjame…

—No soy Kyle —contesta Thomas, que se aparece delante de mí con un ramo de rosas. Va vestido con pantalones de lino y una camisa roja de vestir, con el cuello ligeramente abierto. Lleva el pelo engominado hacia atrás, la frente despejada; me fijo en un pequeño lunar que no había visto antes—. ¿Puedo pasar?

—No —replico cruzándome de brazos. Pese a que odio a Thomas, lamento no haberme lavado el pelo en los últimos días. En fin.

Thomas sonríe.

—Pero estoy aquí para disculparme. Otra vez. —Entra en la habitación de todos modos, pasa por delante de mí y deja el ramo encima de mi mesa—. Son para ti.

—Qué original… —digo al tiempo que me siento en el borde de la cama—. ¿Y bien? Puedes soltarlo; cuanto antes acabes de hablar, antes te irás.

—Aria —empieza Thomas al tiempo que se sienta a mi lado—, te estás equivocando en esto. Yo no soy el enemigo.

—Me mentiste. Y me engañaste con Gretchen Monasty.

Thomas sacude la cabeza.

—Gretchen no significa nada para mí.

—Aun así… ¿Sabes qué?, no importa —le digo—. No te quiero, Thomas. No recuerdo nada, y te has aprovechado de eso. Nunca he tomado Stic. Tú sí. El único motivo por el que vamos a casarnos es un plan político urdido por nuestros padres.

Thomas se echa hacia atrás.

—¿Y?

—¿Qué quieres decir con «Y»? —repongo alzando las cejas.

—Quiero decir que a quién le importa por qué nos casamos. Vale que quizá no nos enamorásemos como creías que lo hicimos. ¿Eres feliz aquí —Abarca la habitación con un gesto—, encerrada como una especie de prisionera? Sigues luchando contra tus padres, pero dirigen esta ciudad por una razón, Aria. Son listos.

—¿Adónde quieres ir a parar? —le pregunto.

—Lo que quiero decir —empieza Thomas— es que nosotros podemos ser más listos. Sí, tal vez quisieras a ese místico. Pero ¿te has parado a pensar en algún momento que yo podría querer otra cosa, a otra persona?

Me viene a la mente una imagen de Gretchen, los labios de Thomas pegados a los suyos.

—Nuestro primer beso, cómo nos conocimos… nada de lo que me has contado es cierto, ¿verdad? Ni siquiera me importa Gretchen. Eres un mentiroso, Thomas.

Él enarca las cejas.

—Hay cosas peores que mentir, Aria. Especialmente cuando mientes para proteger a alguien.

—¿Y a quién exactamente estás intentando proteger?

Niega con la cabeza.

—¿De verdad no lo entiendes? Estaba intentando protegerte a ti.

—¿A mí? Vas a tener que explicármelo, Thomas.

—A nosotros —aclara—. No eres la única de la que se espera que haga lo que le dicen sus padres. Así que, ¿para qué luchar? Cásate conmigo, y luego haz lo que quieras. No voy a vigilarte como tu padre. ¿Quieres salir a hurtadillas con un místico por ahí? Hazlo. A mí no me importa. Piensa en nuestra unión como en una transacción. Un modo de que sigamos siendo ricos y poderosos, de obtener lo que queremos. Pronto Garland dirigirá la ciudad, y después lo haré yo. ¿No quieres eso: ser la mujer del hombre más poderoso de Manhattan?

Aparto la vista. ¿Cómo se me pudo pasar por la cabeza que esas cartas emotivas, esas declaraciones de amor, pudieran venir de alguien como él? A Thomas le importan el dinero, el prestigio y la imagen. Solo alguien que me quisiese de verdad podría haber escrito esas cartas; no alguien resignado a un matrimonio de conveniencia. ¿O las cartas solo habían sido una parte más de toda esta farsa, colocadas para que creyera que las había escrito Thomas?

Esos recuerdos que tenía de nosotros juntos en las Profundidades, enamorándonos…, ¿eran de verdad de Thomas? ¿O solo me convencí a mí misma de que lo eran? ¿Todo esto forma parte de lo que sugirió Lyrica, que mis recuerdos han sido manipulados?

—Quiero casarme cuando esté enamorada —digo al fin—. Quiero pasar el resto de mi vida con alguien porque quiero, no porque tenga que hacerlo.

—No siempre conseguimos lo que queremos, Aria. —Thomas se encoge de hombros—. Hunter no lo hizo.

Le doy una bofetada.

—Yo no te escojo a ti.

Thomas se lleva la mano a la mejilla y me contesta con un gruñido:

—No es una opción. ¿No te lo han dicho tus padres? La boda se ha adelantado. Vamos a casarnos antes de las elecciones. Sé lista y acéptalo, si no, es posible que hagas que nos maten a los dos.