«Hunter es capaz de atravesar las paredes.»
Y de atravesar los tejados.
Esto es lo que estoy pensando cuando nos precipitamos a través del suelo de la azotea de mi edificio.
No se oye más que un susurro, como cuando me encontré al otro lado de la entrada del metro en Seaport. Noto un hormigueo y un ligero cambio en la presión del aire, pero no tengo la sensación de estar haciendo nada supuesta y físicamente imposible: penetrar una capa sólida de metal y cemento.
Y aun así lo estoy haciendo. Magia.
Caemos con ligereza y parecemos volver a solidificarnos en medio del aire.
Cuando nuestros pies tocan el suelo, abro los ojos: estamos de pie en medio del salón de mis padres, Hunter se agarra a mí como si su vida pendiera de ello.
Mi madre está sentada en el confidente, con las piernas cruzadas, la boca completamente abierta del susto. Erica Foster se halla sentada al borde del mismo junto a ella, y Thomas se encuentra de pie junto al mueble bar, bebiendo lo que parece un bourbon con hielo. Garland está charlando con su mujer, tiene la mano apoyada sobre el hombro de esta; hace una pausa en medio de la frase y nos mira a Hunter y a mí.
—¡Aria! —Mi madre se tira el martini encima—. Por todas las Atalayas, ¿qué…?
Antes de que pueda decir nada más, mi padre, Klartino y Stiggson irrumpen en la habitación. Benedict les sigue unos segundos por detrás.
—¡Cogedle! —grita mi padre, y uno de sus secuaces dispara a Hunter.
Hunter no tarda más que un segundo en reaccionar y volvemos a descender, hundiéndonos hasta el piso de debajo de nuestro ático.
Esta planta también pertenece a mi padre.
—Hay hombres armados en la habitación de al lado —le digo a Hunter, haciendo un gesto hacia el otro lado del sobrio salón, que da a uno de los dormitorios, donde sé que a veces duermen sus guardaespaldas.
—¿Dónde está la salida? —pregunta.
—Arriba —contesto—. Esto también es parte de nuestro apartamento. Mi padre es el dueño de todo esto.
Oímos el ruido de pasos pesados por encima de nosotros; suena como si hubiese un ejército corriendo por los pasillos.
—Vamos —dice Hunter, agarrándome de la mano—. Tendrán que coger el ascensor. Podemos sacarles ventaja.
—¡Esto es una locura!
Oigo el pitido del ascensor. Hunter me besa apasionadamente.
—Podemos parar en cualquier momento, Aria. Me rendiré. Solo dime cuándo.
—Nunca —contesto, apretándole la mano con aún más fuerza—. Vamos.
Con una llamarada de energía, Hunter tira de mí a través de la pared. Por un instante siento como si me estuvieran estrujando todo el cuerpo. Luego salgo libre al otro lado, en el pasillo, y me tambaleo hacia otro apartamento por detrás de Hunter.
Tiene la mano sudorosa, pero no me atrevo ni a plantearme soltársela.
Al final del pasillo, me coge de nuevo y nos precipitamos por el suelo como si fuésemos un edificio en un fiesta de derrumbamiento, ¡bum!
Y a través de otro, y otro, hasta un apartamento desierto.
Siempre aterrizamos con suavidad sobre nuestros pies; de algún modo, Hunter es capaz de controlar nuestra densidad.
La pared más cercana está pintada de verde oscuro y decorada con cuadros de marco dorado, mientras que la pared del otro extremo es toda de cristal, con cortinas metálicas plateadas que parecen enmarcar el cielo.
—Vamos —dice Hunter; tira de mí por los pasillos, abre la puerta principal y mira a derecha e izquierda.
En el panel del ascensor, los números iluminados van descontando plantas.
—Vienen hacia aquí —digo—. Estos ascensores solo funcionan entre las plantas de mi familia.
—¿Dónde están los ascensores exprés? —me pregunta Hunter.
Señalo al otro lado: a una pared con una pintura enorme de Manhattan que la cubre de lado a lado.
—Ahí. Van directamente desde el ático hasta la planta baja.
—Buena idea —contesta Hunter. Me coge y me acuna entre sus brazos.
—¿Hunter? —digo, mirando los números iluminados por encima de su hombro—. Están aquí.
El ascensor emite un pitido.
—¡Yijaaa! —exclama Hunter, introduciendo la cabeza en la pared. Cuando las puertas se abren, salta a través de esta…
Hasta el ascensor exprés.
Nos estrellamos contra la pared del fondo del ascensor, lo que deja atónito al pasajero solitario que lo ocupa, uno de los secuaces de mi padre. Bizwick, así se llama, forcejea para sacarse una pistola del cinturón.
Hunter le da un puñetazo al hombre, que se golpea la cabeza contra la pared y cae a la moqueta, inconsciente.
Le doy un beso a Hunter en la mejilla.
—Buen trabajo.
Llegamos a la primera planta; el ascensor emite un pitido, y salimos. Nadie espera que aparezcamos por el lado del ascensor exprés. En lugar de eso, veinte hombres armados vigilan atentamente la escalera.
Antes de que nadie pueda gritar siquiera, Hunter ha tirado de mí a través de la pared del edificio. Estamos en una especie de corredor de acceso de muros de cemento junto a los ascensores. Hunter se inclina a través del muro siguiente, luego me coge, tira de mí y estamos fuera, en la pasarela que rodea mi edificio.
Estamos solos.
—Corre —me dice Hunter, apremiándome hacia el puente plateado que une este edificio con el del otro lado de la calle. Me agarra la mano y corremos por el arco, giramos y alcanzamos la estación de tren ligero.
Nos detenemos en las sombras al otro lado para recuperar el aliento.
—No puedo más —digo, respirando con dificultad. Tengo la camiseta empapada de sudor, y me escuecen los ojos.
Desde aquí puedo ver a los hombres de mi padre, que salen en tropel del edificio y se apresuran en nuestra dirección, con las armas sujetas contra el pecho. Dentro de la terminal, un grupo de espectadores nos mira preguntándose sin duda a qué viene tanto jaleo. Es imposible que consigamos coger un tren.
—¡Alto! —gritan varios hombres armados—. ¡O disparamos!
—¿Y ahora qué? —pregunto. No tenemos adónde ir.
—Nos vamos a mojar un poco —contesta Hunter. Salta a una de las barandillas del andén, tira de mí para que suba con él y me envuelve entre sus brazos.
Y saltamos.
He oído hablar de gente que practica la caída libre. Saltan de un avión en movimiento sujetos por un arnés. Caen varios cientos de metros; luego se abre un paracaídas y planean por el aire hasta que aterrizan de forma segura en el suelo.
Tengo entendido que es divertido. Pero no me imaginaba haciéndolo. Me da pánico.
Caer con Hunter es como imagino que será practicar la caída libre, solo que sin paracaídas.
No paro de gritar en todo el descenso.
El viento me corta la respiración y se lleva mi grito, me sube la falda hasta la cintura y me pone el pelo en la cara. Los dedos de Hunter se hunden en mis hombros; me sujeta contra él, y parece que descendamos hasta la muerte como si fuésemos una sola persona. Ocurre tan rápido que ni siquiera tengo tiempo de decir «Te quiero».
Y entonces, como cuando me ha llevado a través de las paredes, es como si nos volviésemos más ligeros, menos densos, y el aire se filtrase a través de nosotros.
Para cuando alcanzamos el canal que pasa por debajo, estamos cayendo más o menos a la misma velocidad que un globo que ha perdido la mitad de su helio.
Amerizamos con tal lentitud que apenas rizamos el agua.
El agua está más fría de lo que imaginaba. Y nos hundimos más de lo que esperaba. Tardo un momento en recordar que no sé nadar. Me entra agua en la nariz, tengo la boca llena del líquido turbio, y no hay aire por ninguna parte.
Entonces Hunter me empuja hacia arriba, y salimos a la superficie del canal. Me lleva nadando hasta un embarcadero y me levanta como si fuese una pluma, luego sube a mi lado.
—Aria… —dice.
—Has dicho que nos mojaríamos un poco —farfullo—. Estoy empapada.
—Te he mentido. —Se echa a reír—. No tenemos mucho tiempo. Tu padre y sus hombres probablemente estén cogiendo un PD mientras hablamos.
Asiento y me pongo en pie. Noto la garganta áspera y veo borroso, pero estoy bien. Algunos gondoleros charlan ociosamente en una cafetería cercana, fumando sin prestarnos atención.
Hunter observa una de las góndolas vacías, luego me ayuda a subirme a bordo. No hago preguntas. Salta detrás de mí, desamarra la barca del muelle, enciende el motor y salimos. Hemos recorrido varios metros antes de que los gondoleros se den cuenta de lo que ocurre.
—¡Eh! —grita uno de ellos, al tiempo que echa a correr blandiendo los puños en el aire—. ¡Volved aquí!
—¡Lo siento! —grito a mis espaldas—. ¡Le compraré una nueva en cuanto esto haya acabado!
Luego me despido con la mano y miro a Hunter. Estallamos en carcajadas, no podemos evitarlo. Atravesar paredes, saltar cientos de pisos hasta las Profundidades.
—¡Esto es una locura! —le digo mientras me escurro la falda.
Ha oscurecido. No veo ni oigo a mi padre, pero sin duda nos sigue de cerca con sus hombres.
Viajamos hacia el sur, perdiéndonos entre algunos de los canales más pequeños de Broadway, girando tantas veces como podemos.
Justo cuando estoy segura de que los hemos perdido, oigo las lanchas.
—Están usando embarcaciones policiales. —Hunter hace un gesto hacia el motor de la góndola—. Esto no es competencia para ellos. Nos alcanzarán en cuestión de minutos.
Señalo un muelle más adelante.
—Te estoy retrasando. Para ahí y huye. Irás más rápido sin mí.
—Ya te perdí una vez. —Hunter niega con la cabeza—. No pienso perderte de nuevo.
—¿Qué? ¿Qué estás diciendo?
Hunter detiene la barca junto al muelle y amarra el cabo alrededor de un poste. Me iza a la acera elevada y sube junto a mí. Luego se saca el guardapelo del bolsillo de los vaqueros.
Justo entonces se oyen truenos procedentes de las nubes grises de tormenta. Un rayo hiende el cielo y, antes de que me dé cuenta, me caen gotas en la ropa ya empapada.
Hunter me conduce lejos de la calle, hacia un callejón oscuro. Las barcas de la policía han conectado las sirenas, que ululan en la noche, cada vez más alto y más cerca.
Ahora las sirenas resultan casi ensordecedoras.
—Lo reconocí en cuanto me lo enseñaste. Es un guardapelo de captura —me explica—. Estas cosas son extremadamente raras y poderosas. Utilízalo con cuidado, y solo cuando estés sola.
—Pero ¿cómo? —Busco una explicación en su rostro, aunque no consigo verlo. Sus rasgos están ocultos por un velo de oscuridad. Trato de empujarle hacia la luz, bajo una farola, pero tengo los pies pegados al empedrado roto.
—No lo sé —me dice—. Cada uno se abre de una forma dependiendo de lo que contiene.
Nos queda poco tiempo.
—Cógelo. —Deposita en mi mano el guardapelo, que palpita como si tuviese vida propia, desprendiendo un leve resplandor blanco—. Siento haberte puesto en peligro.
—Volvería a hacerlo —le digo—. Una y mil veces.
Me besa, con suavidad al principio, y luego con tal fuerza que me cuesta respirar. La lluvia cae por todas partes, empapándonos y salpicando en los canales que serpentean por la ciudad, oscura y calurosa. Su pecho se agita contra el mío. El sonido de las sirenas —y los disparos— reverbera entre los edificios anegados, que se caen a pedazos.
Mi familia se está acercando.
—Vete, Aria —me suplica—. Antes de que lleguen.
Pero ya oigo los pasos detrás de mí. Las voces me zumban en los oídos. Unos dedos se me clavan en los brazos y me apartan de él con brusquedad.
—Te quiero —dice con dulzura.
Y entonces se lo llevan. Yo grito, me resisto, pero es demasiado tarde.
Un grupo de hombres surge de la nada y nos rodea. Alguien me agarra de los brazos y me los retuerce a la espalda. Chillo y pataleo, intentando liberarme, pero me sujetan con demasiada fuerza.
—¡Hunter! —grito.
—¡Aria! —me llama en respuesta, pero entonces su voz se ve amortiguada.
Le han amordazado, y Stiggson y Klartino le están diciendo algo. En la distancia me parece ver a Davida algo apartada, cerca de una de las góndolas. Me pregunto si puede verla alguien más; pero las figuras corpulentas se encuentran mucho más cerca de mí, pendientes exclusivamente de Hunter.
Uno de los hombres cubre la cabeza de Hunter con una bolsa y le inmoviliza las manos a la espalda con un par de esposas plateadas. Se lo llevan a una de las góndolas de la policía que nos han seguido y lo arrojan bajo cubierta como si fuese parte del cargamento.
—¡Hunter! —grito.
Pero nadie responde a mi llamada.
Alguien cierra la escotilla y la barca se aleja del muelle, adentrándose en aguas más profundas. Oigo un crujido detrás de mí, como si alguien acabase de pisar una rama o un trozo roto de pavimento.
Vuelvo la cabeza.
Mi padre emerge de las sombras. Me apunta a la cabeza con el infame cañón de su revólver.
Algo estalla en mi interior.
—Te odio —le digo.
Da un paso adelante.
—Vas a presenciar esto. Te dará una lección.
Niego con la cabeza y cierro los ojos.
—Abre los ojos, Aria.
Obedezco a regañadientes.
La barca aminora la velocidad. Mi padre grita algunas órdenes; los hombres sacan a Hunter y forcejean con él hasta que consiguen ponerlo de pie. Le quitan la bolsa de la cabeza y veo que su rostro, ese hermoso rostro, me busca en vano. Uno de los hombres le apunta a la cabeza con su pistola.
—Nos ha costado daros caza —dice mi padre—, pero esta es la última parada. Te casarás con Thomas, nuestra familia se unirá a los Foster, y Garland ganará las elecciones. Así es como termina esta historia.
Levanta la mano en el aire; una señal.
Se produce un fogonazo y la seca detonación de un arma.
El cuerpo de Hunter se desploma hacia delante, golpea el costado de la góndola y luego se dobla y cae al agua con un chapoteo horrible.
Trato de chillar, pero me he quedado sin voz. Noto que se me ponen los ojos en blanco y me resbalo entre las manos de mis captores, cayendo de nuevo, esta vez en el olvido más absoluto.