Al día siguiente, en el trabajo, me recuesto en mi asiento y observo a los de arriba —dos docenas de hombres y mujeres— pasar junto a mi cubículo y subir a una reunión de emergencia en la sala de conferencias de mi padre. Lo más probable es que sea para discutir el intento de asesinato fallido. Patrick Benedict sale precipitadamente de la habitación que tiene la puerta de acero inoxidable, e intercambiamos una mirada cuando pasa.
Aguardo un sonido familiar sin siquiera darme cuenta: el clic del seguro de la puerta al cerrarse tras él. No llega a producirse.
El atentado contra Violet Brooks ha salido en todas las noticias: esta mañana temprano se ha confirmado que uno de sus guardaespaldas perdió la vida; ella y el resto de su equipo salieron ilesos.
Me levanto de mi cubículo justo cuando mi TouchMe vibra: Kiki. Dejo que salte el contestador. Ya le debo media docena de llamadas. ¿Qué es una más?
Los pocos que no tienen la nariz pegada a sus TouchMe están ocupados arriba. Puede que nunca tenga una oportunidad mejor.
Del modo más despreocupado posible, me acerco a la fuente de agua y cojo un vaso. Luego, al cabo de un momento, me acerco paseando a la puerta de acero: está entreabierta medio centímetro. Apoyo la mano en ella y estoy a punto de abrirla cuando…
Noto un golpecito en el hombro.
Me vuelvo y descubro a Elissa Genevieve, que me hace bajar la mirada.
—A ver —dice con tranquilidad—. Permíteme. —Luego se inclina por mi lado, empuja la puerta y entramos.
No sé qué esperaba realmente.
¿Una oficina secreta en la que Patrick escondía archivos importantes acerca de mí, de Hunter o incluso de Violet Brooks y su padre, Ezra Brooks? ¿Planes de asesinato colgados de las paredes con chinchetas? ¿Un armario lleno de armas de energía mística de largo alcance? ¿Registros de vídeo de todas las cámaras de las Atalayas y las Profundidades, con el paradero de todos los ciudadanos en cada momento del día?
Lo que hay aquí no tiene nada que ver con eso.
Sigo a Elissa por un largo pasillo. Taconeamos sonoramente sobre el suelo de azulejos, y mi respiración es tan dificultosa que puedo oírla. Al final del pasillo hay una puerta blanca que se abre a un tramo de escaleras. Descendemos una planta, y hay otra entrada, esta vez con un escáner de retina; Elissa acerca el ojo; la puerta se desbloquea, y me mete prisa para que pase antes de que se cierre.
Dentro, las luces del techo son tan brillantes que tengo que entrecerrar los ojos. Tres de las paredes están cubiertas con largas cortinas blancas. La cuarta es de un metal negro azulado. En medio de esta hay una puerta muy parecida a la que acabamos de franquear.
Elissa se acerca a la pared del otro extremo y aparta las cortinas a un lado. Silbo: tras ellas, docenas de tubos de cristal están fijados a la pared. Son más o menos tan gruesos como mi muñeca, cubren toda la longitud de la pared, y desaparecen en el suelo y el techo, de modo que resulta imposible ver dónde empiezan o terminan. ¿Miden un metro y medio o ciento cincuenta?
Me acerco a la pared de enfrente y tiro de las cortinas: más tubos. El suelo es de mármol blanco, y en el centro de la habitación hay un gran trono de metal semejante a una vieja silla eléctrica, de las que se utilizaban para ejecutar a los criminales. Hay correas que cuelgan desde el asiento, los brazos y las patas de la silla. No quiero ni pensar para qué tendrían que atar a alguien a esa cosa.
—¿Dónde estamos?
—Esta —Elissa abarca la habitación con los brazos— es una de las habitaciones en las que Patrick, bajo las órdenes de tu padre y George Foster, drena el poder de los místicos que viven en el Bloque Magnífico.
—Oh. —De repente, los bonitos tubos de cristal adquieren una apariencia siniestra, cruel. Me acerco un poco más y acaricio uno de los tubos con los dedos; puedo ver que están forrados con una fina capa de algo plateado y brillante.
—Mercurio. —Elissa señala la sustancia plateada—. El único elemento lo bastante fuerte para contener la energía mística.
El mercurio destella bajo las luces.
—Es bonito.
—Bonito, sí, pero también volátil —dice Elissa—. Manejarlo es bastante peligroso.
—¿Adónde van todos los tubos?
—A diferentes lugares. —Elissa hace un gesto hacia una hilera de tubos—. Algunos van a estaciones transformadoras, donde la energía se trata y se filtra directamente a la red energética de la ciudad. Las agujas que ves por todas partes: ahí es donde se queman los desechos energéticos de ese proceso y se liberan en el aire.
Veo el líquido verde que gira en su interior: el mismo que contienen las agujas de la ciudad. Energía mística drenada.
Pienso en el discurso de Violet Brooks, en el que dijo que la ciudad ya tenía suficiente energía mística para funcionar durante años y años, y aun así siguen drenando a místicos a diario.
Ya sé que el propósito de los drenajes es controlar a los místicos. Pero entonces se me ocurre otra razón: la energía mística se está utilizando para crear —y vender— Stic.
Inmediatamente me vienen a la cabeza las palabras de Tabitha: Manhattan tiene una de las poblaciones de místicos más grandes del mundo, y ese Stic se está vendiendo de forma ilegal aquí. ¿Cuánto ganan mis padres y los Foster con su venta? ¿Es de verdad por esto por lo que no se detendrán ante nada, para mantener el control de la ciudad, la fuente de sus beneficios? ¿Para controlar la granja en la que crían místicos a los que explotar?
Es repugnante. Esta sala me repugna. No es más que una cámara de tortura.
—¿Por qué me has traído aquí? —le pregunto a Elissa—. ¿Por qué no me has denunciado?
—No voy a maquillártelo, Aira. Eres una chica lista. Con el tiempo habrías acabado averiguándolo. —Camina lentamente hasta el centro de la habitación y coloca las manos en el respaldo de esa silla siniestra—. Ya sabes que soy una mística reformada. Lo que no sabes es que soy una agente doble. Estoy trabajando con los rebeldes. Si Violet Brooks pierde las elecciones, voy a ayudar a derrocar a tus padres y a hacer todo lo que pueda para destruir estos lugares. Son perversos.
¿Elissa? ¿Agente doble?
—¿Por eso has sido tan amable conmigo?
Ella suspira.
—Tú no eres como el resto de tu familia, Aria. No eres codiciosa ni cruel. Tú quieres lo mejor para esta ciudad, lo sé. Y yo necesito tu ayuda.
—¿Mi ayuda? ¿Y qué puedo hacer yo?
—Sé que has estado en contacto con algunos rebeldes —dice—. Tengo mis fuentes. No te he denunciado. De hecho, te he ayudado, eliminado las alertas rojas del sistema informático que han saltado cuando has accedido a los PD en las Atalayas. He guardado tu secreto.
Ahora tiene sentido por qué no me han denunciado por escabullirme a las Profundidades. Sí que tengo un ángel guardián en la Red: Elissa.
—Pero recientemente —continúa— Patrick ha empezado a sospechar. Ha asignado a otra persona, un empleado llamado Micah, para monitorizar la Red sin que yo lo supiera, y se te ha denegado el acceso al PD. Fue Micah quien envió a los hombres de tu padre en tu busca el otro día, los que te persiguieron. —Me sorprende que esté al corriente de eso, pero no la interrumpo—. Desde entonces, Patrick ha estado vigilándote en persona, intentando descubrir si eres capaz de acceder a los túneles de los rebeldes.
—¿Sabe lo de los túneles?
Se sienta en la silla con aire informal.
—Por supuesto. Tu padre y los Foster saben lo de los escondites de los rebeldes desde hace años, pero no han sido capaces de encontrar un punto de entrada. Se necesitan poderes místicos para franquear las barreras que han erigido los rebeldes, y todos los místicos legales que habitan por encima han sido drenados.
—¿Incluida tú? ¿Y Patrick? ¿No conserváis parte de vuestros poderes?
Suspira de nuevo.
—Pero sigo sin tener acceso a los túneles. No puede entrar cualquier místico con energía, la mayoría necesitan una llave maestra de algún tipo. De ese modo los rebeldes están a salvo de Patrick y de tu padre… y de mí. Sin todos mis poderes, no tengo forma de advertirles de lo que está por venir. —Hace una pausa—. Sé que tu padre está planeando algo que podría acabar con todo el movimiento clandestino. Será una masacre, y todo aquello por lo que ha luchado Violet Brooks acabará.
Quiero creer a Elissa, pero ¿alguien es quien dice ser? Davida, Hunter, Thomas… ¿Y ahora esto?
—¿Por qué iba a creerte?
Elissa baja la vista a su reloj.
—Ven. Lo verás.
Se levanta y corre las cortinas. Luego me hace un gesto para que me esconda tras el juego de cortinas que queda frente a la silla. Desaparecemos justo cuando Benedict entra en la sala. Se oye un pitido agudo cuando abre la puerta, y el seguro hace clic tras él. Debe de acabar de salir de la reunión de emergencia de mi padre. Atisbo a través de una rendija, y le observo coger una bata de laboratorio de un gancho de la pared y ponérsela encima del traje.
Al cabo de unos segundos se abre la otra puerta. Entra Stiggson con su típico atuendo completamente negro. Arrastra a una mujer que lleva las manos esposadas.
—¿Qué ocurre? —le susurro a Elissa.
Ella no contesta, pero se lleva un dedo a los labios y me hace un gesto para que siga mirando.
Benedict pulsa varios interruptores mientras Stiggson empuja a la mujer hasta la silla. Tiene el cabello rubio sin vida; los ojos, apagados.
—No —dice débilmente, con las comisuras de los labios hacia abajo.
Stiggson la ignora y la ata con las correas. Le introduce una férula protectora en la boca y le inmoviliza la cabeza con una serie de cintas que pasan por debajo de su barbilla y por su frente. Luego le retira las esposas y las deposita con suavidad en un contenedor.
Benedict abre las cortinas que tiene más cerca. Examina el muro y ajusta una serie de tubos y palancas. El sonido de algún tipo de máquina grande al ponerse en marcha llena la habitación. Aunque parezca imposible, las luces de la sala brillan todavía más.
Benedict se pone unas gafas y le tiende otro par a Stiggson, que se las coloca y retrocede hasta apoyarse contra la pared.
Desde el suelo emergen dos grandes discos negros a cada lado de la silla. Benedict pulsa otro botón, y entonces empieza.
La mujer parece iluminarse y brillar, como si estuviera ardiendo desde dentro. Finos filamentos de luz verde —como los que he visto fluir desde las puntas de los dedos de Hunter— brotan del pecho de la mujer. Serpentean y chasquean, y se mueven de un modo tan sinuoso que casi resultan hermosos. Las volutas de luz se superponen, constantemente en movimiento, hasta que forman una esfera cerrada alrededor de la mujer, una jaula tejida de luz.
Resultaría hermoso, si no fuera por los gritos de dolor. La mujer llora y gime apretando la férula de la boca. Yo me tapo los oídos con las manos, pero el sonido me llega de todos modos. Es el sonido de alguien siendo asesinado lentamente.
La habitación se llena de destellos de color. La esfera de luz empieza a desenmarañarse, y rayos como espaguetis brillantes se desprenden y se enrollan en los discos negros, desde los cuales son canalizados hasta dos tubos enormes de cristal llenos de mercurio.
Stiggson sonríe como si estuviera disfrutando de la vista. La expresión de Benedict resulta mucho más difícil de interpretar. Aterrorizada, me cojo del brazo de Elissa para no hacer ningún ruido.
Después de lo que parece una eternidad, Benedict pulsa una secuencia de botones y silencia la máquina.
La mujer se queda sin fuerzas.
Stiggson la recoge y se la echa al hombro como si fuera un saco de patatas. La deposita en una camilla cercana y cubre su cuerpo con una tela blanca, luego empuja la camilla hasta la puerta del otro extremo. Ese debe de ser el motivo por el que hasta ahora nunca he visto que entren ni salgan místicos: hay una entrada secreta a esta sala que no conozco.
Benedict mira alrededor, se sacude las manos y les sigue. Una vez se ha ido, salimos de detrás de la cortina.
Estoy temblando tanto que apenas puedo caminar, y tengo que acordarme de respirar.
—¿A quién le contamos esto? Hay que pararlo… ¡inmediatamente!
Elissa me apoya una mano en el hombro.
—No hay nadie a quien contárselo, Aria. El procedimiento que acabas de ver es legal y se lleva a cabo todos los días.
—Pero no puede ser. ¡Es horrible!
—Lo sé. Créeme, lo sé.
Entonces me siento estúpida, por supuesto que lo sabe. A ella también la han sometido a los drenajes.
—Lo siento mucho, Elissa. Siento lo que te ha hecho mi familia. A ti y a todos los místicos.
—No es culpa tuya, Aria —me dice—. Lo importante es lo que ocurra a continuación, lo que hacemos para compensar esto.
—Pero ¿qué puedo hacer yo? —pregunto; me tiembla la voz, no de miedo, sino de ira.
—Ayúdanos —contesta Elissa—. Ayuda a nuestra causa. Cuando llegue el momento, te daré un mensaje para que lo entregues por mí. Y ese momento será pronto, Aria. Entretanto, confío en ti. Guárdame el secreto.
—No se lo contaré a nadie, lo prometo —digo, mientras miro la silla metálica—. No te traicionaré.