La puerta de mi habitación silba al cerrarse detrás de Franklin y mi padre.
Davida se apoya en la pared, parece preocupada.
—Aria, tenemos que hablar. Ahora.
Me siento en el borde de mi cama, y Davida se sienta a mi lado. Me quito la toalla de la cabeza y la arrojo al suelo.
Nos quedamos sentadas mirándonos un momento, sin pronunciar palabra. Luego las dos nos echamos a llorar y nos abrazamos.
Davida suelta abruptamente:
—¿Le quieres?
—¿A Thomas? —contesto—. No lo sé… creo que no.
Los ojos castaños de Davida están llenos de lágrimas.
—No, a Thomas no. A Hunter.
Pienso en la noche de la azotea. ¿Qué debe de haber pensado Davida de mí, engañando a mi prometido? Por supuesto, no sabe nada de Thomas y Gretchen, pero eso no significa que lo que hice estuviera bien.
—Hay tantas cosas que no puedo explicar… —digo, intentando aclarar mis sentimientos—. Ni siquiera conozco a Hunter, no de verdad, y aun así hay algo entre nosotros, algo que hace que me sienta como si le conociera desde siempre. —Me entra hipo, luego sonrío—. Probablemente suene ridículo, pero… mis sentimientos por Hunter son reales. De eso no me cabe la menor duda. —Me seco algunas lágrimas de los ojos—. ¿Es amor? No lo sé. Quizá. Me gustaría que lo fuese.
Me sorprende mi propio arrebato, y me siento un poco avergonzada. Miro a Davida, esperando que me asegure que no estoy loca. O quizá que me diga que sí que estoy loca y que deje de ver a Hunter, que arregle las cosas con Thomas, que…
—Entonces os protegeré a los dos —contesta Davida—. Todo el tiempo que pueda.
Ha dejado de llorar, aunque sus ojos están llenos de algo incluso más triste: una pena indeleble o alguna otra emoción oscura. Parece a punto de decir algo más, pero entonces parpadea y se mete algunos de sus mechones negros detrás de las orejas, apartando la vista.
—¿Estás bien? —La cojo por el hombro.
Davida traga saliva.
—Lo estoy. Lo estaré. Mientras tú estés a salvo, y seas feliz.
Me coge la mano y se la lleva al regazo, donde la sujeta con fuerza. Sus guantes son suaves y tersos al tacto, y me recuerdan lo que ha ocurrido esta noche, y cómo la seguí el otro día hasta las Profundidades.
—Tengo que preguntarte algo —digo, apretándole las manos—, y necesito que me digas la verdad: ¿qué estabas haciendo por el puerto? ¿Habías ido a ver a tus padres?
Davida desvía la mirada y estudia la moqueta de mi habitación. Al final, asiente.
—Pero ¿por qué no viven tus padres en el Bloque? —Empieza a temblarle el labio inferior—. Puedes contarme cualquier cosa —añado—. Lo sabes, ¿verdad?
Davida respira hondo con un estremecimiento, y de repente parece tan joven… como la niña a la que siempre he conocido. Veo de nuevo a la pequeña de once años llena de vida a la que solía perseguir por el apartamento, la que me trenzaba el pelo con rosas y velos de novia, y me leía cuentos por la noche cuando mi madre estaba demasiado ocupada.
—Tú me cubres a mí —le digo—, y yo te cubro a ti. Siempre.
Y con eso, Davida aparta sus manos de las mías y empieza a quitarse los guantes.
Retira lentamente el satén negro, enrollando el guante de su mano derecha hacia abajo hasta quitárselo completamente, y luego centra su atención en su brazo izquierdo.
Doy un grito ahogado.
No hay cicatrices por ninguna parte. Tiene la piel hasta los codos rosada y sedosa, como el resto de su cuerpo.
Levanta la vista, sonríe con los labios apretados y se encoge de hombros.
—Nadie de las Atalayas me ha visto nunca sin guantes —dice. Sé que está nerviosa por cómo le tiembla la voz—. Como te conté, la tela bloquea la tranmisión de mis poderes, para que pueda pasar inadvertida. Pero no soy la única que no está registrada. Mis padres tampoco lo están. No viven en el Bloque, Aria. Viven bajo tierra.
Una cosa era pensar en Davida como en una huérfana, o como en una mística cuyos padres estaban enfermos. Pero saber que su familia trabaja activamente contra la mía me resulta demasiado perturbador. Me acerco a la ventana, aparto las cortinas y dejo que mi mirada se pierda en la noche. Pienso en Hunter en la feria, en cómo me describió los distintos poderes que tienen los místicos.
—¿Cómo son tus poderes? —pregunto—. ¿Qué es lo que puedes hacer tú?
Davida se pone en pie.
—Es mejor que no lo sepas.
—Me debes eso al menos —digo, suplicante.
Davida baja la cabeza.
—Levanta las manos —me indica— y cierra los ojos.
Doy un paso hacia ella y extiendo los brazos, con las palmas de las manos hacia arriba. Luego cierro los ojos. Davida me roza con las puntas de los dedos y mi piel empieza a emitir un zumbido. Siento un tirón, como si algo en mi interior —mi sangre, mis órganos, mi alma— estuviera siendo arrancado a través de mis poros.
El tirón cede y se estabiliza, dando paso a una vibración cálida que no resulta del todo desagradable. Solo extraña. Cada brizna de pelo de mi cuerpo parece tener vida, y la energía chisporrotea en el aire a mi alrededor.
—Abre los ojos —me dice Davida.
Cuando lo hago, me veo: mi cabello castaño y ondulado, todavía húmedo por la ducha, mis ojos color avellana, los iris atentos moteados de verde, y la curva de mi nariz y el ángulo marcado de mis mejillas, mi mandíbula y mis labios y mis dientes blancos, blancos.
Davida es exactamente igual que yo.
—Puedo tomar prestada la apariencia de alguien —me explica. Lo único en ella que no me pertenece es su voz—. Transformarme a mí misma y a otros. En eso consiste mi don.
Vacilante, extiendo las manos y la toco, recorriendo con el dedo desde sus sienes hasta su barbilla, lentamente, lentamente, y desciendo por su cuello hasta su clavícula. Es mi cuerpo. Qué extraño.
Se oye un crujido fuera, en el balcón. Una masa de color, y Davida vuelve a ser ella misma; el cambio se produce tan rápido que es sorprendente. Corre a mi cama y se pone los guantes de nuevo.
Me acerco a las puertas, las abro y salgo descalza al balcón. No hay nadie.
—Falsa alarma —digo—. Demasiados místicos de visita últimamente. Supongo que estoy de los nervios.
Davida sale detrás de mí y examina el balcón. Señala una pequeña pastilla verde colocada entre dos losas.
—Un místico no tomaría Stic. —Davida sostiene la pastilla a la luz, luego se la guarda en el bolsillo—. Solo alguien que necesitase un incremento de energía para llegar al balcón. Alguien te está espiando. O al menos lo intenta.
Me empuja de vuelta al interior y cierra las puertas detrás de nosotras.
—No vuelvas a abrirlas —me ordena, poniendo el seguro—. Lo digo en serio.
A la mañana siguiente, Thomas se presenta sin avisar para acompañarme al trabajo.
—No tienes por qué venir conmigo, de verdad —le digo cuando salimos de mi edificio.
Es la primera vez que le veo desde la fiesta de Bennie. Stiggson, uno de los hombres de mi padre, nos sigue de cerca, a solo unos pasos de distancia. Klartino y mi padre han salido unos minutos antes que nosotros.
—No seas tonta. Estaba esperando tener un momento a solas contigo. —Thomas se saca un ramo de rosas blancas de detrás de la espalda—. Bonitas, ¿eh?
Las observo.
—¿Sabías que en la Guerra de las Rosas entregar a alguien una rosa blanca era una señal de traición, como una advertencia de que poco después esa persona sería asesinada? ¿Estás tratando de decirme algo?
—Buf, Aria, por supuesto que no —contesta Thomas. Su sonrisa flaquea cuando tira las flores al suelo—. ¿Qué te pasa?
—¿Que qué me pasa a mí?
Intenta cogerme de la mano, pero me aparto y me pongo unos pasos por delante de él en uno de los puentes plateados que destellan a la luz del sol de la mañana. El aire es bochornoso. Permanecemos en silencio unos momentos, luego él me detiene en el exterior de la estación de tren ligero.
Se saca una cajita de terciopelo rojo del bolsillo.
—Toma. Quizá esto te anime.
Cojo la caja y la abro. En su interior está el anillo de compromiso más bonito que he visto en mi vida. La piedra central, un diamante rosa con forma de óvalo, está rodeada de rubíes y diamantes blancos diminutos.
El anillo me devuelve la mirada desde la lujosa cajita, burlándose de mí.
—Ha tardado más de lo que esperaba, pero el joyero por fin ha acabado de grabarlo. —Saca el anillo y me muestra la parte interior: «Aria & Thomas» aparece grabado de forma tenue. Luego me lo desliza en el dedo. Quiero protestar, pero Stigsson nos está mirando—. Siento lo de la fiesta —dice—. No es lo que piensas. Espero que no se lo hayas contado a nadie.
Me río.
—¿Qué es, entonces? —pregunto, sin alzar la voz—. Y no, no lo he hecho. Pero no por ti; me da igual lo que hagas, Thomas.
—Ella se me echó encima —dice Thomas—. Tienes que creerme, Aria. Nunca te engañaría. Te quiero…
—No —le interrumpo, extendiendo una mano—. No digas eso. No lo sientes.
—Pero sí lo siento —contesta con urgencia—. Te quiero, Aria.
—Si realmente me quisieras no me habrías engañado. El amor no funciona así.
Thomas deja caer los hombros con gesto de derrota.
—¿Qué tengo que hacer para convencerte de que te estoy diciendo la verdad?
Pienso un momento.
—Mis cartas.
—¿Eh? —dice Thomas, confundido.
—Tráeme las cartas de amor que te escribí. Quiero verlas.
Thomas se frota la frente.
—Aria, ¿de qué estás hablando?
—Cartas de amor; las encontré en mi habitación.
Espero una respuesta. ¿Conoce la existencia de las cartas? Si es capaz de enseñármelas, bueno…, eso cambiaría las cosas. Pero si no, solo se confirmará mi sospecha de que nuestra relación fue inventada de principio a fin por mis padres. De que probablemente ni siquiera nos conocíamos antes de la noche de nuestra fiesta de compromiso.
Thomas me mira frunciendo el ceño.
—No… no las tengo. No las guardé.
—Oh. —Decido darle otra oportunidad—. ¿Cómo me llamabas en las cartas? ¿Con qué nombre te referías a mí?
Thomas me toca la frente con la mano.
—¿Estás enferma? ¿Tienes fiebre?
—No —replico, apartando su brazo. Aunque no hubiera conservado las cartas, si las hubiera escrito, sabría que me llamaba Julieta—. ¿Eres camello? —Me sorprende haberlo preguntado siquiera, pero ya lo he soltado.
—¿Qué? —Abre los ojos horrorizado—. ¿De… de qué estás hablando?
—¿Eres camello? —repito—. ¿Traficas con Stic o cualquier otra cosa?
Sacude la cabeza violentamente.
—Por supuesto que no.
—Entonces, ¿por qué me dijeron en la fiesta de Bennie que sí?
Thomas abre la boca, pero no pronuncia una sola palabra.
—No sé —dice al final—. Pero quienquiera que te lo dijera… estaba mintiendo.
Cierro el puño.
—¿Por qué iba a mentirme alguien sobre eso?
Permanecemos juntos en silencio. Thomas se mete los pulgares en el cinturón y se queda increíblemente quieto, con aire de chico perdido. Yo niego con la cabeza y le empujo al pasar por su lado para entrar en la estación, con Stiggson pisándonos los talones.
—No me llames hasta que tengas una respuesta —le digo.
Cuando Stiggson no mira, me quito el anillo y me lo guardo en el bolso.
Esa noche, después del trabajo, la cena y una sesión con una diseñadora que me ha envuelto en muestras de tela y me ha cogido todas las medidas, espero noticias de Hunter que no llegan. Estoy empezando a volverme loca de preocupación, así que decido escabullirme a las Profundidades.
Kyle ha salido con Bennie, mis padres están en una sesión de estrategia política con los Foster y yo estoy sola en casa. No me ha llegado ni un solo mensaje de Thomas. Esa noche, Violet Brooks va a hablar en un mitin multitudinario en el Bloque Magnífico. En el trabajo he visto los detalles en los informativos; todo el mundo cuchicheaba acerca de ello. Asistir será peligroso, pero seguro que Hunter está allí. E ir es mi mejor oportunidad para verle.
Me visto con ropa oscura y holgada, y me pongo una capa con capucha a pesar del calor. Me peino el cabello hacia delante de modo que me cubra la mayor parte de la cara, y espero que no me reconozcan. Estoy a punto de dirigirme a hurtadillas hacia el ascensor de atrás cuando noto que me tocan el hombro.
Me doy la vuelta. Es Davida. Va vestida con su uniforme, además de una capa fina; muy parecida a la que me hizo a mí, la que perdí la primera vez que fui a las Profundidades.
—¿Adónde vas? —pregunto.
—Voy contigo.
—¿Qué? No. Es demasiado peligroso.
—Se adónde vas, Aria. Y estarás más segura si te acompaño. —Hace una pausa—. Nada de secretos, ¿recuerdas?
Asiento. Davida sabe la verdad acerca de lo mío con Hunter, y yo sé la verdad sobre ella.
—Bien. Además —Le sonrío ligeramente—, no me vendrían mal unas cuantas indicaciones.
Engañamos al escáner de un PD con un par de guantes cada una, luego cogemos una góndola hasta el Bloque Magnífico. Desembarcamos cerca de donde vive Lyrica y cruzamos varios puentes, pasamos por varias vías de agua y nos adentramos en el Bloque.
—Por aquí —dice Davida.
Resulta mucho más fácil avanzar por estas calles con ella a mi lado. Se asegura de que nos mantengamos alejadas de la luz, ocultas entre las sombras… a salvo. Si alguien me reconoce, esta noche precisamente, bueno… quién sabe qué podría ocurrir.
Entramos en el Bloque y me quedo sorprendida por la belleza del mismo: por las pasarelas caminan decenas y decenas de hombres y mujeres, portando unos recipientes tubulares llenos de luz mística.
—Toma. —Davida me pasa un tubo de un hombre que se encuentra detrás de nosotras. Lo sostiene delante de su cara; el tubo emite un tenue brillo blanco que juguetea con sus rasgos.
Miro hacia delante, hacia todas las luces y las personas que avanzan en dirección al Great Lawn. El resplandor procedente de los tubos asciende en el cielo nocturno, se refleja en las chirriantes pasarelas metálicas y centellea sobre la superficie del agua oleosa que pasa por debajo.
Avanzamos a un ritmo lento a medida que la multitud crece. Al final alcanzamos el espacio abierto en el que estaba instalada la feria; solo que ahora se ha montado un escenario, en torno al cual se congregan miles de personas.
—Esta noche no solo han venido místicos. —Davida me conduce a un punto del césped desde el que tendremos una buena visión de Violet—. También están los pobres que viven en otras zonas de las Profundidades; en realidad, la multitud está formada sobre todo por no místicos, lo cual es bastante bueno. Necesitamos todo el apoyo que podamos conseguir.
Echo un vistazo alrededor en busca de Hunter o Turk, pero no los veo. Me pregunto si la familia de Davida se encuentra aquí. Me ajusto la capa, asegurándome de ocultar mi cara y me echo la capucha ligeramente atrás para ver mejor el escenario.
La voz amplificada de Violet Brooks resuena en la noche.
—Ha llegado el momento de que seamos libres —está diciendo—, de que se nos trate como a iguales.
La multitud emite un rugido.
—No deberíamos ver nuestra fuerza vital drenada. ¡Deberían reverenciarnos por ella! Fuimos nosotros, los místicos, quienes ayudamos a construir Manhattan y sus ciudades hermanas, Los Ángeles, Chicago y Austin, e hicimos posible que la sociedad progresara a pesar de la subida del nivel del agua y los nefastos efectos del calentamiento global. Nosotros construimos las Atalayas. Nosotros curamos a los enfermos. Nosotros fabricamos el hierro y el acero de Damasco, los metales que sustentan el peso de la élite.
»¿Y cuál es nuestra recompensa? Drenajes obligatorios, que se verán incrementados si Garland Foster sale elegido. En las Atalayas nos miran como a baterías: objetos para cargar su ciudad. Nos miran y ven una fuente de energía barata. ¡Pero nosotros no somos baterías! ¡Nosotros somos personas!
Davida alza la luz que lleva en las manos; también la alzan algunos más.
—Está intentando motivar a los místicos registrados para que voten —me explica Davida—. Técnicamente, si estás registrado, tienes derecho a hacerlo. Si consigue ganarse a los pobres y que los místicos ejerzan su derecho, seremos más que la gente de las Atalayas. Pero normalmente nadie vota, porque las únicas opciones son…, bueno…
Me encojo de hombros.
—No te preocupes. Lo entiendo.
Violet continúa:
—Pero ahora tenéis una opción real: ¿escoger a otra de esas sanguijuelas que han dejado seca esta ciudad o a una mística, que comprende vuestro sufrimiento y sacrificio?
Violet Brooks alza las manos por encima de la cabeza, y la multitud prorrumpe en aplausos. Sencilla, con chaqueta y pantalón negros y camisa blanca, se ve menuda desde donde estamos. ¿Qué espera poder hacer para detener a los Rose y a los Foster? Pero el rugido ensordecedor de aprobación evidencia su poder: puede que sea pequeña, pero tiene el respaldo de miles de personas.
—Cuando salga elegida, ¡detendré los drenajes! Ya hay suficiente energía almacenada para un siglo entero: ahora nos drenan para mantenernos débiles. Porque nos temen.
»Manhattan, ha llegado la hora de que se produzca un cambio. Cuando salga elegida —continúa Violet—, los místicos dejarán de estar segregados. Ya no valdrá lo de que los ricos vivan arriba y los pobres abajo. Seremos una ciudad: unida por nuestro amor por Nueva York y por los demás.
La multitud grita y aclama en respuesta. Algunos chicos que deben de tener nuestra edad se suben a hombros de otros y ondean sus luces en el cielo. A mi lado, una mujer y su marido se abrazan sonrientes.
Y aquí, en este momento, rodeada por gente a la que no conozco y escuchando a Violet hablar acerca del futuro de Manhattan con igualdad de derechos para todos los ciudadanos, es cuando me doy cuenta de que quiero que Violet derrote a Garland y gane las elecciones… sin importar lo que eso signifique para mi familia. Me oigo vitorear a mí misma con todos los demás.
—Habla bien, ¿no crees? —me pregunta Davida.
—Claro. —Me acerco a ella, nuestros brazos se tocan—. Me alegro de que hayas venido conmigo. Tiene aún más significado escuchar esto contigo.
Davida sonríe; se le curvan los labios hacia arriba y su rostro irradia felicidad. En cuanto lo hace, me doy cuenta de lo mucho que nos hemos distanciado estos últimos años. De cómo me gustaría que volviésemos a ser amigas.
—Yo también me alegro de haber venido —responde.
En el podio, Violet sigue en pie con gesto orgulloso, alzando los puños en el aire.
Y entonces se desploma en el suelo.
El ruido de la multitud es tan alto que al principio resulta difícil distinguir qué ha ocurrido, pero luego lo oigo con claridad: el sonido de disparos rasga el cielo.
—¡Agachaos! —empiezan a gritar, y entonces se produce una conmoción asfixiante cuando la gente a mi alrededor intenta desalojar la zona.
Los asistentes que hace solo unos momentos vitoreaban se han vuelto locos, casi parecen salvajes. La multitud corre en tropel en torno a nosotras, oprimiéndome el pecho y levantándome del suelo.
—¡Davida! —grito—. ¡Davida!
Se llevan precipitadamente a Violet Brooks del escenario, probablemente a un sitio seguro. Es lo último que veo antes de que se me caiga la capucha sobre los ojos. Gritos espeluznantes hienden el aire; suena como si estuviesen aplastando a la gente.
Caigo al suelo, me retiro la capucha para poder ver y comienzo a gatear. Miro alrededor desesperadamente en busca de Davida. ¿Dónde está?
La gente se precipita en su huida luchando por pasar a mi lado: hombres y mujeres reciben codazos en el estómago, puñetazos en la cara, empujones. En lugar de intentar marcharme de allí, retrocedo sobre la hierba, hacia una arboleda.
—¡Davida! —La diviso a unos metros; está bien, y parece haber tenido la misma idea que yo.
Un hombre la golpea en un costado al pasar corriendo por su lado. Ella se tambalea hacia mí, buscando mi mano. Se la cojo y tiro de ella, hasta los árboles.
La multitud avanza en tropel como animales en estampida. Resulta extraño observarlo desde fuera, la imagen de los rostros y los cuerpos se va fundiendo hasta que parecen una única masa sólida.
Recuperamos el aliento durante unos minutos mientras la multitud se va haciendo menos densa cada vez. La gente se levanta del suelo y echa a andar. Ya no hay gritos ni chillidos. Hay tubos caídos por todas partes, hechos añicos por el césped.
—¿Estás bien? —me pregunta Davida, que se limpia los guantes en las perneras del pantalón y se sacude la capa.
Tengo las muñecas y los codos doloridos, pero por lo demás estoy bien.
—Sí, ¿y tú?
Asiente.
—¿Has llegado a ver qué le ha ocurrido a Violet? ¿Está…?
—No lo sé —digo—. Espero que esté a salvo.
Yo podría haber perdido la vida esta noche. Y Violet Brooks por supuesto podría haber perdido la suya, si es que no lo ha hecho. Las únicas personas que querrían asesinarla son mis padres y los Foster.
Siento rabia al darme cuenta. ¿Mis padres son capaces de hacer cualquier cosa con tal de salirse con la suya? ¿No se detendrán ante nada, aunque dejen un rastro de cadáveres a su paso?
Me veo atormentada por la culpa. Por la ira. Si mis padres han intentado matar a Violet Brooks esta noche, Hunter correrá peligro si averiguan quién es. Ya me han hecho… algo a mí, a su propia hija. Mi padre no vacilará a la hora de matar a Hunter.
A Hunter se le da bien cubrir sus pasos, vivir como un rebelde sin ser capturado, incluso cuando está en las Atalayas. Hasta el punto de desaparecer de la Red. Pero ¿y si eso no es suficiente? Lo protegeré. Y protegeré a la gente de las Profundidades si puedo, a la gente pobre que quiere una vida mejor, a los místicos que quieren la igualdad.
Y por encima de todo, pienso cuando Davida me coge del brazo y salimos del Great Lawn, me protegeré a mí misma.