Cuando me despierto a la mañana siguiente, espero hallarme en régimen de completo aislamiento.
Magdalena entra temprano en mi habitación para ayudarme a prepararme para el día. Normalmente, ella ayuda a mi madre, pero, desde el fin de semana, ha estado conmigo por las mañanas; me pregunto si es algo que ha pedido mi madre o si Davida se ha esfumado a propósito. No estoy segura de por qué iba a hacerlo, puesto que tenemos que hablar.
Estudio el rostro de Magdalena en busca de alguna señal extraña —un movimiento raro de la ceja, un brillo crítico en el ojo—, pero no parece consciente de lo que ocurrió anoche.
Abajo, mi madre va comiendo rodajas de manzana mientras lee. Alza la vista cuando entro en la cocina.
—¿Has dormido bien, cariño?
Asiento.
—¿Dónde está Kyle?
—Ha salido temprano con Danny para probarse un esmoquin nuevo —dice—. Hablando de eso, el próximo fin de semana tenemos cita para probarte el vestido.
Se me hace un nudo en el estómago. Lo último que quiero ahora es probarme el vestido de novia e imaginarme caminando hacia el altar.
Para encontrarme con el embustero de Thomas.
—Lo sé —contesto; aún no estoy preparada para revelar lo que he descubierto de la infidelidad de Thomas. Es un secreto demasiado grande para soltarlo en este momento; quién sabe exactamente para qué serviría. Además, si se lo cuento, me preocupa que de algún modo se vuelva en mi contra: mis padres podrían pensar que estoy dudando acerca de la boda y vigilarme más de cerca, quizá incluso asignarme un guardaespaldas. Y definitivamente no quiero eso.
Incluso a primera hora de la mañana, mi madre va perfectamente maquillada —una leve sombra azul en los párpados, colorete en polvo en las mejillas— y con el cabello peinado en un exquisito moño francés.
—Bien, entonces. Quizá añada una cita en el spa, ¡podemos convertirlo en un día de chicas!
Me doy cuenta de que no tiene ni idea de lo de anoche. Lo que significa que Kyle debe de haber mantenido la boca cerrada. Me siento aliviada, pero también tengo miedo: si no les ha contado lo de Turk a mis padres es que tiene pensado encargarse del asunto en persona.
—¿Está Davida? —pregunto.
—Ha salido a hacer unos recados. —Mi madre mira su antiguo reloj de pulsera—. Deberías darte prisa para ir a la oficina, Aria. Una Rose nunca florece tarde.
En el trabajo intento no llamar la atención.
Paso la mayor parte del día con la cabeza gacha en mi cubículo, esforzándome por no cruzarme en el camino de Benedict. Thomas me llama dos veces, e ignoro ambas llamadas. Me escribe «Contéstame, por favor» al TouchMe. Quiero seguir ignorándole, pero sé lo importante que es esta boda para nuestras familias, así que contesto «Estoy bien, solo ocupada, hablamos luego», y espero que me deje en paz el resto del día.
Luego busco información en internet acerca de Violet Brooks.
De cuarenta y nueve años, hija del fallecido Ezra Brooks, Violet parece la representante mística perfecta. Lleva años luchando para incrementar los derechos de los místicos y ha participado en varios comités auspiciados por el gobierno, tanto en Nueva York como en Washington D. C.
Sin embargo, la mayor parte de Estados Unidos teme a los místicos: solo habitan en las ciudades más importantes, así que muy poca gente del Medio Oeste ha llegado a ver siquiera a un místico alguna vez. Desde la Conflagración, de la cual se culpó a los místicos, se les ha considerado terroristas en su propio país.
Violet Brooks está intentando desesperadamente cambiar esa imagen. Resulta interesante que ninguno de los artículos que la retratan mencione que tiene un hijo.
Cuando acabo con los artículos sobre Violet Brooks, empiezo a leer sobre los drenajes en sí. Pero nadie da detalles acerca de cómo es el proceso en realidad. El único que hace referencia a ellos los plantea como «euforizantes» para los místicos, «quienes están deseando ceder sus poderes en beneficio de todo el mundo, tanto místicos como no místicos». No me creo ni una palabra.
Normalmente hago una pausa para comer en la cafetería de una de las plantas inferiores, pero hoy me quedo y me como el sándwich que me ha preparado Magdalena. La mayoría de los demás cubículos se encuentran vacíos; la planta está silenciosa, casi escalofriantemente desierta.
Me dirijo al lavabo cuando veo que Benedict sale de su despacho acompañado por mi padre. Me escondo tras uno de los cubículos y asomo la cabeza solo un poco. Los dos caminan hacia la puerta de acero inoxidable, y esta se abre. Por un momento se oye un pitido agudo. Luego se deslizan en el interior y la puerta se cierra con un ruido seco.
Nunca había visto a nadie usar esa puerta. Ni siquiera estaba segura de que hubiera algo detrás.
Voy al lavabo y luego me termino el sándwich. Alrededor de media hora más tarde, veo que Benedict se encuentra en su despacho, rodeado por un grupo de asistentes, no hay peligro. Imagino que mi padre debe de estar con él, así que avanzo lentamente y con cuidado por el pasillo, asegurándome de que nadie me vea, y me acerco a la puerta.
No hay escáner, ni ningún sitio donde introducir una tarjeta. ¿Cómo han entrado?
Me quedo mirando la puerta metálica brillante unos momentos más, tratando de comprender cómo funciona, hasta que oigo que alguien se acerca, y me escabullo de vuelta a mi escritorio.
Aunque no parece que pueda trabajar demasiado. Lo único que hago es pensar en Hunter.
Al principio creí que le habría pedido a Turk que fuese porque no quería verme. Pero ¿y si no era el caso…?, ¿y si algo le impidió acudir en persona? ¿Y si se había metido en problemas con los suyos por venir a verme?
Después del trabajo cojo el tren ligero de vuelta hacia mi edificio. Aunque, en vez de irme a casa, cruzo uno de los puentes al PD más cercano y rezo porque nadie me esté rastreando. Espero en las sombras hasta que pasa la hora punta; luego me acerco al escáner, preparada para bajar.
Solo que cuando coloco la mano en él, la señal que hay encima de la terminal de PD parpadea en rojo en lugar de en verde.
se lee en la pequeña pantalla adyacente al escáner. Esto no me había ocurrido nunca. Inmediatamente se me revuelve el estómago. Han bloqueado mi acceso a la Red.
¿Ha sido cosa de mi padre? ¿O de Benedict, por lo ocurrido con las fotos? ¿O de algún supervisor de la Red que se ha dado cuenta de mis frecuentes viajes a las Profundidades? Quienquiera que sea el culpable, encontrar a Hunter ahora resulta más imperioso todavía. Tengo que advertirle: si alguien sabe a donde he estado yendo, sabrán a quién he ido a ver.
Me encamino de vuelta a casa a toda prisa, manteniendo la cabeza gacha. Estoy a punto de entrar en mi edificio cuando de pronto caigo en la cuenta de que aún llevo los guantes de Davida en el bolso. Si hacen lo que Lyrica dijo, debería poder utilizarlos para viajar sin ser detectada. Iré hacia el puerto por el centro y encontraré a Hunter. Mis padres tienen entradas para la ópera esta noche, y no me estará esperando nadie.
Saco los guantes y deslizo mis manos en su interior. Inmediatamente noto que las puntas entran en calor y cobran vida. Regreso a la estación de tren ligero.
Dentro, una ráfaga de aire fresco impacta contra mi piel. Toda la zona de espera no parece mayor que una manzana de las Profundidades, y la cruzo rápidamente para ponerme a la cola de la gente que espera para viajar hacia el centro.
Me encuentro en las terminales en apenas unos segundos. Estoy a punto de acercar mi mano al escáner cuando noto un nudo en el estómago. Esto tiene que ser ilegal. ¿Y si me pillan? «Oh, bueno —pienso—, allá va.»
Apoyo la mano en el escáner y observo cómo el láser lee las huellas de los guantes. Aparece un nombre en la pantalla de arriba:
y me dirige a la Terminal Tres. Las puertas se abren, invitándome a subir.
Casi suelto una exclamación de alivio. ¡Los guantes han funcionado!
Me deslizo en el interior del vagón. Sin embargo, justo cuando las puertas se cierran, veo a dos hombres corpulentos vestidos con traje negro correr entre la multitud, señalándome. Deben de haber sido enviados para seguirme cuando se me ha denegado el acceso al PD. Llevan placas de algún tipo, que enseñan fugazmente a medida que se abren paso hasta el escáner.
Se les concede el acceso y suben a un vagón que sigue directamente al mío.
—Por favor, indique su destino —me dice la voz electrónica. Si digo «Puerto de South Street», los hombres sin duda me seguirán. Tengo que librarme de ellos.
—Calle Setenta y dos —suelto, y el vagón arranca y se adentra en la noche.
Los edificios de la ciudad pasan a toda velocidad, se desdibujan y surgen con un parpadeo en cada punto de tránsito. Aparecen y desaparecen; aparecen y desaparecen. El tren se detiene en la Setenta y dos, y se abren las puertas. Cuando estoy saliendo a la estación, otro vagón entra titilando justo detrás del mío. Las puertas se abren y bajan los dos hombres de negro.
Esto confirma mis temores. Han sido asignados para seguirme.
Antes de que las puertas tengan oportunidad de cerrarse, vuelvo a entrar a toda prisa en el vagón del que acabo de salir.
—¡Eh! —chilla una mujer con sobrepeso que lleva varias bolsas de la compra—. Estaba esperando: ¡ese es mi vagón!
—¡Lo siento! ¡Ya no!
—Corrección —digo—. Calle Cuarenta y dos.
Los matones tratan de subirse a mi vagón; las puertas se cierran justo cuando uno de ellos mete la mano dentro. Oigo el sonido del hueso al romperse; luego las puertas vuelven a abrirse por unos segundos. Puedo ver las caras de los hombres claramente a través del cristal: son dos de los ayudantes de nivel inferior de mi padre, Franklin y Montgomery.
Franklin me maldice; retira la mano y las puertas vuelven a cerrarse. El tren pasa a toda velocidad por unas paradas más y llego.
Me bajo en la Cuarenta y dos, consciente de que es probable que los hombres me sigan muy de cerca. Corro por la zona de espera, empujando a la gente, casi tiro al suelo a una señora mayor. Oigo «¡Cuidado!», «¡Eh!», «¡Mira por dónde vas!».
Me salto la cola entera de gente que se dirige a la parte alta y corro hasta un vagón que va en la dirección contraria.
—¡La cola empieza aquí, guapa! —dice alguien, pero le ignoro y muestro mis huellas; esta vez el escáner lee los guantes y arriba aparece el nombre
Las puertas del vagón acaban de abrirse cuando oigo a un hombre que grita:
—¡Ahí está! ¡Detenedla!
Es Montgomery, que corre hacia mí. Franklin le sigue solo unos pasos por detrás.
Pasan a grandes zancadas por encima de los niños y alrededor de los bancos, pero aun así son demasiado lentos: me apresuro a subir al vagón de tren ligero y presiono el botón de Cierre de Puertas, al tiempo que anuncio «Calle Noventa y seis».
Montgomery sigue en la terminal, golpeando el puño contra la pared mientras yo me alejo parpadeando.
Me palpita el corazón. ¿Adónde voy? ¿Qué hago?
Me bajo en la parada de la calle Noventa y seis, después cambio de dirección, corro por la zona de espera para coger un tren al centro, empujando de nuevo en la cola hasta que llego al escáner. Luego salto a otro vagón. Gracias a Dios tengo los guantes de Davida.
Observo otro tren que parpadea al entrar en el lado opuesto de la estación con Franklin y Montgomery en su interior. Franklin corre hacia mí como si quisiera retorcerme el pescuezo.
Golpeo las puertas, que se cierran, y me dirijo al centro.
Tengo que apretar los puños para que dejen de temblarme las manos.
En la siguiente estación, salgo de nuevo del vagón a toda prisa, corro por el andén y presiono otro panel táctil con la mano. En esta ocasión soy «Gustav Larsson». Mi nuevo tren pasa silbando hacia la parte alta de la ciudad cuando otro vagón del centro parpadea al cruzarse en su camino. ¿Van los secuaces de mi padre en él? No puedo asegurarlo.
Vuelvo a cambiar de tren cerca de la calle Canal, esta vez como «Terri-Lynn Postlewait». Una vez dentro, me agacho para no ser vista hasta que el coche se aleja. Quizá no se paren a preguntarse por qué ha salido un vagón vacío hacia Battery Park. Quizá piensen que he abandonado el tren ligero y me he dirigido hacia un PD. Quizá solo estén demasiado cansados para perseguirme, tan cansados como yo.
Finalmente llego al andén de Battery. El mío es el único coche y, cuando se cierran las puertas, digo «¡Union Square!» y salto al exterior antes de que se cierren conmigo dentro. Luego corro alocadamente hacia las escaleras del andén, a menos de diez metros.
Si los hombres de mi padre me están siguiendo, necesito estar fuera de la vista antes de que lleguen.
Siempre he pensado que corría mucho, pero parece que tarde horas en salvar la distancia hasta las escaleras. Cuando estoy a unos tres metros, oigo el chirrido agudo de otro tren a punto de llegar.
Desesperada, me tiro al suelo y me deslizo hasta la escalera justo cuando otro vagón se detiene en la estación con el sonido retumbante que produce el aire desplazado.
Quizá estén mirando hacia arriba, hacia lo alto, y no me hayan visto. Seguramente a estas alturas ya saben lo de los guantes.
Bajo las escaleras lentamente, para no hacer ruido, pero no demasiado lento, y estoy fuera de la vista, bajo el último escalón, en unos segundos.
Oigo un gorjeo agudo —el gemido de preaceleración del coche en el que he viajado— luego el suave pop cuando se aleja parpadeando hacia la parte alta. Lo sigue el sonido de dos pares de pies que golpean el andén, un grito de «¡Maldita sea!» y luego el siseo de las puertas de un vagón al abrirse, los motores calentándose, y el pop de nuevo cuando este se aleja acelerando hacia Union Square.
Dejo escapar un suspiro cansado de alivio. Me gustaría hacerme un ovillo en las escaleras y recuperar el aliento, pero no puedo permitirme arriesgarme: si Franklin y Montgomery averiguan que me he deshecho de ellos, podrían volver sobre sus pasos. Necesito llegar a casa. Rápido. Avisar a Hunter tendrá que esperar.
En casa, me quito la ropa, me doy una ducha caliente y me froto la piel hasta que se me pone roja. Aprieto el guardapelo entre los dedos y me pregunto cuáles son sus poderes. ¿Cómo voy a encontrar a Hunter?
Me seco, me pongo mi albornoz blanco y me envuelvo el pelo con una toalla.
Es entonces cuando mi padre entra como un vendaval en mi habitación.
Todavía lleva puesto el esmoquin, pese a que la ópera no acaba hasta dentro de una hora y no esperaba que mi madre y él volvieran a casa hasta después de medianoche. Lleva el pelo engominado hacia atrás, las mejillas afeitadas y suaves, y está increíblemente guapo, salvo por los ojos, rojos de ira.
Directamente detrás de él se encuentra Franklin, que lleva la camisa empapada de sudor. Respira con dificultad y me señala directamente con un dedo torcido.
—¡Nos hemos vuelto locos persiguiéndola! —dice—. Hemos tenido que seguirla por toda la ciudad mientras saltaba de un tren ligero al otro. Montgomery y yo no teníamos ni idea de cómo lo hacía, su nombre no aparecía por ninguna parte. Debe de haber utilizado algún tipo de… magia.
Franklin exagera la persecución: en su versión he saltado de una decena de trenes, he viajado por toda la ciudad y me he puesto en peligro a mí misma corriendo por los puentes de los andenes. No puedo evitar sonreír un poco, lo cual hace estallar a mi padre.
—Te doy un poco de libertad, ¿y la utilizas para jueguecitos?
—¿Jueguecitos? —Me sorprende lo enfadada que estoy—. ¡Tú eres el de los jueguecitos!
Mi padre me da una bofetada. Me escuece, pero ni de cerca tanto como saber que es capaz de pegarme.
—Di adónde ibas. ¿Tienes algún tipo de sustancia mística?
Ejercito la mandíbula unos segundos, luego me ajusto el cinturón del albornoz alrededor de la cintura. Los guantes están escondidos debajo de mi cama; espero que no los busque.
—No tengo ni idea de qué está hablando tu perro. He estado aquí toda la noche. Y no tengo tales sustancias.
—Chorradas —replica Franklin—. ¡Te he visto! ¡Y Montgomery también!
«Muéstrate segura», me digo.
—Debes de haberme confundido con alguien —contesto, señalando la toalla que llevo en la cabeza—. Acabo de salir de la ducha.
Mi padre mira a Franklin de reojo; estoy segura de que empieza a albergar una sombra de duda acerca de la historia de su ayudante.
—Mírale, papá —Hago un gesto hacia Franklin—, está todo rojo y sudado y desorientado. Probablemente haya tomado Stic. El que tiene sustancias es él, no yo.
Está claro que mi padre no sabe qué decir.
Alguien llama a la puerta y vemos a Davida de pie en el umbral, con su uniforme.
—Si me permite, señor Rose —interviene—, Aria lleva aquí toda la noche. La señora Rose me ha pedido que estuviera pendiente de ella, y lo he hecho.
Siento una oleada de alivio que me recorre el cuerpo. Davida no está enfadada conmigo por el incidente de la azotea con Hunter. Me está cubriendo.
Mi padre parece más confundido que otra cosa. Sacude la cabeza y asegura:
—Más te vale estar diciendo la verdad. Buenas noches, Aria.
Luego se lleva a Franklin de mi habitación arrastrándolo por el cuello.