16

—¡La chica estalló literalmente en llamas! —exclama Kiki.

Estamos desayunando a la mesa de mi cocina el lunes por la mañana. El domingo pasó en un suspiro. Afortunadamente, el sábado por la noche volví sana y salva a casa a través de la fisura. Tuve que abrir las ventanas de una patada y sin querer rompí el seguro, pero, por lo demás, ni un rasguño.

Davida no apareció en todo el domingo; cada vez que iba a su habitación o trataba de encontrarla para preguntarle por qué había desaparecido en los túneles, no se la veía por ninguna parte. Mi madre y yo hablamos acerca de la decoración de las mesas para la boda y nos decidimos por un arreglo floral para los centros de mesa (rosas, sin sorpresas). Garland y su mujer, Francesca, vinieron a cenar y charlamos sobre las elecciones, para las que no queda más que un mes. Thomas no vino; sin duda estaba demasiado avergonzado por lo que había ocurrido la noche anterior.

El tono de la velada fue sombrío. A mis padres les preocupa que Violet Brooks tenga posibilidades reales de ganar las elecciones, ¿y luego qué? Tanto Garland como Francesca se mostraron agradables, pero me gustaría que fueran más allá.

—Estoy increíblemente emocionado por vuestra boda, Aria —me dijo Garland, al tiempo que esbozaba una sonrisa fugaz, de un blanco resplandeciente, y cogía la mano de su mujer—. El día que me casé con Franny fue el día más feliz de mi vida.

—Oh, Garland, qué bonito… —replicó Franny.

Me recordaron a unos jóvenes Jack y Jackie Kennedy, solo que menos interesantes. Y menos católicos.

Esta mañana —lunes 18 de julio—, Kiki se ha presentado sin avisar, justo después de que mi padre se marchara temprano a una reunión en el centro. Ya me he vestido para el trabajo, con una falda de tubo azul marino y una blusa blanca con botones de perla. Todavía llevo el guardapelo alrededor del cuello; ahora que sé que tiene algún tipo de poderes, estoy demasiado nerviosa para quitármelo. En la otra habitación, Kyle se está comiendo una tortilla de clara de huevo y brécol mientras ve la tele solo.

—¿De verdad? —pregunto—. ¿Estalló literalmente en llamas?

—Bueno, vale, quizá no fue tanto «estallar en llamas» como… chisporrotear. —Kiki le da un mordisco a una manzana—. Yo estaba allí, por supuesto. Lo vi con mis propios ojos. No me puedo creer que viera a alguien sufrir una sobredosis ahí mismo, delante de mis narices. Estoy tan traumatizada… —añade, llevándose la mano a la frente.

No estoy segura de por qué miente Kiki acerca de haber sido testigo de la sobredosis, pero le encanta ser el centro de atención. Tampoco hace falta ponerla en evidencia. No hace daño a nadie.

La imagen de la chica en llamas es difícil de olvidar: su cuerpo convulsionándose de forma descontrolada bajo el efecto de las drogas, su piel carmesí ardiendo por combustión espontánea.

—Bueno, la cuestión es que está muerta y yo lo vi. Me pregunto si voy a tener que hacer terapia —dice Kiki.

La miro de reojo.

—Vale, más terapia de la que ya hago —agrega—. También me encontré con Thomas. —Alza una ceja—. Me dijo que te habías ido temprano porque no te encontrabas bien. ¿Ya estás mejor?

Hummm. Tiene sentido que Thomas no le contara lo de Gretchen. Yo quiero contárselo, claro, pero aún no he decidido qué hacer al respecto. ¿Informar a mis padres y cancelar la boda? ¿Fingir que no ha ocurrido?

Hasta que lo decida, es mejor que me lo guarde para mí.

—Sí, estoy bien. ¿Qué hora es? —Dejo la cucharilla antes de acabarme la avena, ya no tengo hambre—. No quiero llegar tarde.

—Las ocho y media —dice una voz desde el vestíbulo. Davida camina hacia mí con expresión severa. Lleva el pelo peinado hacia arriba, el uniforme negro y, por supuesto, los guantes—. Aria, ¿puedo hablar contigo un momento?

Antes de que pueda responder, Kiki se interpone:

—No, Davida, no puedes.

Me reiría si el tono de Kiki no fuese tan serio.

—¿Qué te pasa, Kiki? —pregunto.

Kiki se tira del dobladillo del vestido de algodón a rayas.

—Le he prometido a tu padre cuando entraba que te acompañaría al trabajo y me aseguraría de que llegabas puntual —contesta—, y no pienso defraudarle.

Kiki le da un último bocado a la manzana, luego me arrastra hasta el vestíbulo. Tengo el bolso en la mano y, antes de que me dé cuenta, he salido por la puerta.

—Odio cómo te mangonea —dice Kiki, golpeteando impaciente con el pie mientras esperamos el ascensor—. Deberías deshacerte de ella de una vez por todas.

Por alguna razón, esta mañana la manía que Kiki le tiene a Davida me saca de quicio, más de lo habitual. Además, me cabrea que no me haya dejado hablar con Davida de ninguna manera cuando necesito preguntarle por lo ocurrido la otra noche.

—¿Sabes?, la verdad es que no te incumbe cómo trato yo al servicio.

Kiki se estremece como si le hubiese dado una bofetada. El ascensor emite un pitido y las puertas se abren.

—Vamos —dice—. Algunos de nosotros tenemos sitios en los que estar.

En el trabajo parece que no consigo hacer nada bien.

Accidentalmente me derramo el café en la blusa y tengo que salir corriendo al baño para intentar limpiarlo antes de que deje mancha. Me quedo con una camiseta blanca y fina mojada justo por debajo del pecho derecho. Qué vergüenza.

Entonces, como estoy tan alterada por la mancha, le hago algo al TouchMe de mi mesa —he debido de tocar el botón equivocado en la pantalla— y el monitor se queda en blanco. Me veo obligada a esperar a que venga alguien del servicio técnico para reiniciar el sistema entero.

—No se preocupe —me dice el chico, Robert. Parece aproximadamente de mi edad, quizá unos años mayor—. Enseguida podrá volver al trabajo, señorita Rose.

Me vibra el teléfono mientras espero a que Robert acabe. Es Thomas. Es la quinta o sexta vez que llama desde el sábado por la noche. Dejo que salte el buzón de voz. No estoy de humor para hablar con él, no después de la fiesta.

Gretchen Monasty.

Pienso en la fiesta de derrumbamiento, cuando se mostró tan maleducada. ¿Thomas ya estaba liado con ella entonces, o es algo más reciente?

El teléfono vibra de nuevo: Thomas me ha dejado un mensaje.

El sonido de su voz me encrespa.

«Aria, soy yo. Tenemos que hablar. Me importas tanto… No quiero que te lleves una impresión equivocada. Llámame, por favor. Te echo de menos.»

El mensaje termina. Vuelvo a escucharlo. «No quiero que te lleves una impresión equivocada.» ¿Qué impresión podría llevarme?

Pulso «Borrar» y me quedo mirando el teléfono, con incredulidad. Pillé a mi prometido engañándome. ¿No se supone que debería estar llorando, desolada, incapaz de salir de la cama o de mover un solo músculo?

Por extraño que parezca, lo único que siento es… alivio.

¿Quién es este chico con el que se supone que estoy a punto de casarme? ¿De verdad le conocía? ¿O toda nuestra relación ha sido una farsa? Y aun así… El guardapelo. Las cartas. ¿De quién son, si no son suyas?

—Señorita Rose… —dice una voz, devolviéndome al presente. Es Robert, esboza una sonrisa tímida de pie delante de mí.

—¿Sí?

—Todo arreglado —me asegura—. Que tenga un buen día.

Le veo dirigirse al ascensor, pasar por el escáner corporal y entrar. La puerta se cierra y pienso: «Genial. De vuelta al trabajo».

Apenas acabo de sentarme cuando se acerca Patrick Benedict y da un puñetazo sobre mi mesa. Sus ojos castaños hoy parecen más oscuros de lo habitual; su rostro huesudo es una combinación de rasgos angulosos y piel casi translúcida, tan fina que puedo ver las venas azules de su frente. Está encorvado, y tiene los ojos inyectados en sangre, como si hubiese pasado la noche en vela. Lleva el pelo engominado hacia atrás y con la raya a un lado, y mete los labios hacia dentro, como un perro a punto de pelear, dejando al descubierto sus dientes blancos de tiburón.

—¿Has pasado un buen fin de semana? —me pregunta.

Por el tono de su voz, sé que en realidad no tiene ningún interés en saberlo. Aparto la vista un segundo y me doy cuenta de que la mayor parte de la planta nos observa, asomando las cabezas por encima de los cubículos.

—¿Qué quieres decir?

Benedict espera un momento, luego se inclina por encima de mí y abre su cuenta de correo en mi TouchMe. En segundos, consigue enseñarme una serie de fotos de cuando Stacy sufrió la sobredosis el sábado por la noche. Alguien debió de sacar fotos con el móvil en la habitación. La mayoría son mías, con un espejo lleno de nítidas rayas de Stic al fondo, mi cuerpo inclinado por encima de la chica mientras sufre la sobredosis.

—Un ciudadano muy preocupado me las ha enviado esta mañana —me dice Benedict—. ¿Tienes idea de cómo podría afectar esto a las elecciones si salen a la luz? Tu estupidez está poniendo en peligro todo aquello por lo que tu familia lleva años trabajando.

—Pero yo no hice nada malo —replico.

Benedict niega con la cabeza.

—Una imagen vale más que mil palabras. ¿Aún no te has enterado de que hay gente que haría cualquier cosa para sacar ventaja?

«¿Gente como tú?», me dan ganas de contestarle, pero me contengo.

—Tu familia es uno de los objetivos principales, Aria. Fuimos capaces de mantenerte al margen del ojo público durante tu primera sobredosis. —Aprieta los labios con fuerza—. Dudo que seamos capaces de hacer lo mismo si sufres una segunda.

Cierro los puños y los escondo a mi espalda. Sé que nunca consumí Stic. Lyrica me lo confirmó. Está pasando algo más; solo que no sé de qué se trata.

De momento.

—¿Qué hacemos ahora? —le pregunto con un gesto hacia la pantalla—. Quizá podamos explicar a la prensa que traté de salvarla. Yo no estaba tomando drogas.

Benedict cierra su correo.

—Ya nos hemos encargado de ello. Hemos rastreado el mensaje hasta un adolescente del East Side. Hemos encontrado las imágenes digitales antes de que las enviasen a la prensa sensacionalista.

Me siento aliviada inmediatamente.

—Oh, bien, gracias…

—No he hecho esto por ti, Aria. —Benedict entorna los ojos, lo que le hace parecer más malvado que antes—. Lo he hecho por tu padre. Ni siquiera voy a hablarle de esto, de este incidente, porque está ocupado concentrándose en las elecciones. —Se inclina un poco más hacia mí—. Que es en lo que tú también deberías concentrarte. —Se endereza—. Esto es precisamente lo que no deberías estar haciendo: hacerme perder el tiempo con mocosos cuando hay trabajo importante que hacer, cuando…

—Basta, Patrick —le interrumpe una voz femenina.

Levanto la vista, y ahí está Elissa Genevieve. El cabello rubio y sedoso ondea por debajo de sus hombros, y va vestida con unos elegantes pantalones grises, zapatos negros de tacón y una blusa lavanda con el cuello abierto.

—Aria lo ha entendido. ¿Verdad? —me pregunta a mí.

Asiento.

—Sinceramente, Patrick, no creo que sea necesario que acoses a la pobre chica.

Benedict está claramente impresionado porque Elissa haya salido en mi defensa. La mira a ella, luego a mí, y se frota los ojos.

—Bien —dice, y se va.

Una vez ha desaparecido en el interior de su despacho, Elissa se vuelve hacia mí.

—Gracias —logro decir.

—Para eso estamos —contesta Elissa, apretándome el hombro—. Aunque tiene razón, Aria. La gente de esta ciudad te tiene en un pedestal. Sé que eso a veces puede significar mucha presión, pero es la que te toca.

Me doy cuenta de que Elissa está intentando ayudarme, aunque no sabe por lo que estoy pasando ahora mismo. Así que me limito a responder:

—Lo entiendo. —Y vuelvo al trabajo.

Esta noche espero a Hunter.

No quiero que piense que me he arreglado demasiado para verle, así que cojo un vestido naranja sin mangas de mi armario y me calzo unos zapatos planos color canela. Me cepillo el pelo y me lo retiro de la cara, me pongo crema hidratante en las mejillas y una fina capa de brillo en los labios.

Impaciente, presiono el teclado táctil de la pared. Las cortinas se separan y veo una sombra en mi balcón. Abro las puertas con facilidad, enseguida noto el aire caliente en la cara y dirijo la vista hacia…

¿Turk?

La luz del exterior destella en su cresta. Sus ojos son oscuros y de aspecto metálico, y una sonrisa juguetea en su rostro anguloso. Lleva una camiseta amarilla sin mangas, y las líneas de sus tatuajes acentúan sus músculos definidos, reptando alrededor de sus brazos como serpientes.

—¿Me has echado de menos? —me pregunta.

Sacudo la cabeza y doy un paso atrás.

—¿Qué… qué estás haciendo aquí?

Turk salta al interior y cierra la ventana tras de sí.

—Qué calor hace ahí fuera —dice, secándose la frente—. Gracias por invitarme a pasar.

—No lo he hecho.

Turk se deja caer en la silla que hay delante de mi escritorio. Mira alrededor de mi habitación y silba.

—Bonito sitio —dice.

—En serio —replico, al tiempo que me cruzo de brazos—, ¿dónde está Hunter?

—La historia de mi vida —murmura Turk—. Hunter, Hunter, Hunter. ¿Sabes?, yo soy un tío bastante apañado.

—Eso parece —repongo, con un gesto hacia el balcón—. ¿Has utilizado la fisura para llegar aquí? ¿Cómo funciona? ¿Cómo te has saltado todas las medidas de seguridad de las Atalayas? —pregunto, pensando en toda la gente que monitoriza la Red durante el turno de noche—. ¿La fisura no puede detectarse? ¿O es… invisible?

Turk se rasca la barbilla.

—Haces muchas preguntas.

—Hablo en serio —insisto.

—¿Quién crees que diseñó esas denominadas medidas de seguridad? —se mofa Turk al tiempo que se levanta de la silla y se pasea por la habitación—. ¿Quién crees que diseñó todas las Atalayas? Los místicos. Nosotros construimos la ciudad entera. —Señala hacia mi ventana, hacia los edificios que nos rodean—. ¿Medidas de seguridad? ¿La Red? No son nada. Si fuera necesario, podemos hacer que toda la Red se venga abajo.

—Entonces, ¿por qué no lo habéis hecho? —le pregunto.

—No estamos buscando una guerra, Aria. Nosotros queremos ganar las elecciones de forma justa.

—¿Quiénes son «nosotros»? ¿Hunter y tú?

Turk niega con la cabeza.

—Todo el mundo. Todos los místicos drenados del Bloque y los rebeldes que viven bajo tierra. No queremos nada más que lo que tenéis vosotros, Aria. Solo queremos que se nos trate de manera igualitaria, como a seres humanos.

Pero ¿son seres humanos? La magia que son capaces de hacer, los poderes que tienen, no son naturales. Después de ver la sobredosis de Stacy, lo que el Stic hizo a su cuerpo, saber que el contacto con Turk o Hunter tiene el potencial de matar en un solo instante…

—¿En qué estás pensando? —me pregunta Turk con suavidad.

«No —me digo—. Esa es una forma terrible de pensar. Yo no soy mis padres.» Pienso en Davida, en Hunter. Quiero que se trate de forma justa a todo el mundo.

—Estoy confundida —le digo—. Ya no sé qué pensar.

—No tienes que decidirlo todo en este preciso instante —contesta Turk, abriendo mucho los ojos—, pero un día de estos tendrás que escoger un bando. Espero que escojas el correcto.

—Yo también lo espero.

Turk se mete las manos en los bolsillos de los vaqueros.

—Hunter no ha podido venir. Evidentemente. Por eso me ha enviado a mí en su lugar, no quería que pensaras que te estaba dejando plantada.

—Oh, gracias. —Me siento decepcionada. No me había dado cuenta de cuánto quería, necesitaba, ver a Hunter hasta ahora.

—De nada —contesta Turk.

Turk está a punto de decir algo más cuando se abre la puerta.

—¿Aria? ¿Con quién estás hablando?

Turk y yo nos quedamos paralizados.

Kyle se detiene en medio de la habitación cuando ve a Turk. Todo su cuerpo se pone en tensión; se le marcan las venas del cuello y la frente, y tiene las mejillas como un tomate. Parece que acabe de ver un fantasma. Nunca he visto a Kyle tan enfadado.

—¿Qué demonios…? —Kyle se vuelve hacia mí, luego de nuevo hacia Turk—. ¿Quién eres tú? ¿Qué estás haciendo en la habitación de mi hermana pequeña?

Turk no espera para contestar. Salta al balcón y abre la fisura: el círculo verde se extiende. Turk mira atrás por encima del hombro, guiña el ojo y se deja caer. Con un sonido como el de un latigazo, la fisura se contrae y va desvaneciéndose hasta desaparecer, como si nunca hubiese estado ahí.

Kyle sale disparado al balcón y da manotazos en el aire, como si hubiera algo a lo que agarrarse, pero el aire no es más que aire, caliente, denso y cargado de humedad.

Grita, con un rugido escalofriante, primitivo.

—¡Te encontraré!

Estoy asustada. Kyle siempre ha sido tranquilo. ¿Por qué reacciona así, como si fuera el fin del mundo?

—Quiero una explicación —me exige cuando vuelve a entrar en la habitación y cierra las puertas del balcón—. ¿Qué crees que estás haciendo, Aria?

—Nada —contesto, y me doy cuenta de lo ridículo que debe de sonar. Mi hermano ha entrado en mi habitación y ha visto a un chico de aspecto peligroso ahí de pie, que ha desaparecido en una fisura mística. Como respuesta, «nada» no es que sea suficiente…

—¿Te has estado viendo con un místico a espaldas de todos? —me pregunta Kyle, escupiendo las palabras como si fuesen veneno—. ¿A espaldas de tu prometido? ¿Cómo has podido?

—No, Kyle. —Me tiembla todo el cuerpo—. No es eso…

—¿Qué es entonces? ¿Tienes idea de lo que harían papá y mamá? ¿Estás loca, Aria? Estás jugando con fuego.

—No era nadie.

¿Cómo puedo explicar que Turk no significa nada para mí? ¿Cómo puedo explicar que es Hunter a quien… a quien quiero? Casi me río al pensarlo. Apenas conozco a Hunter. Quizá Kyle tenga razón. Estoy loca.

—Kyle —digo—, tú no lo…

—¿No lo entiendo? —replica, mirándome fijamente—. Esa gente no es como nosotros, Aria. Apenas son humanos. Te están utilizando, y eres demasiado tonta para verlo. Lo que estás haciendo es peligroso, y más que eso… es asqueroso. No puedo creer que te hayas rebajado a ese nivel. Exactamente igual que antes.

¿Se refiere a mi sobredosis? Kyle tiene el rostro tan desencajado que no estoy segura de si va a gritar de nuevo o a echarse a llorar. Estoy a punto de decirle que no sabe de qué está hablando, que para empezar nunca tomé Stic, cuando continúa chillando.

—¿No sientes ningún respeto por Thomas? ¿Por mí, por tu familia? —Casi se atraganta con sus palabras—. ¿Por ti misma? Un místico como ese, alguien sin drenar, podría matarte.

—¿Cómo te atreves a reprocharme palabras como «familia»? —le espeto—. A mi familia no le importo nada… ¡me obligan a casarme con alguien a quien ni siquiera recuerdo!

—¿Y quién tiene la culpa de eso? —me grita Kyle en respuesta—. Nadie te obligó a ser una adicta.

—Es que no lo soy.

—Demuéstralo —replica Kyle, enarcando las cejas—. Ah, claro, no puedes.

No sé por qué, pero en ese momento pienso en mi hermano cuando era pequeño. En cómo jugábamos juntos cuando no estaban mis padres, en cómo a veces nos quedábamos despiertos hasta tarde y nos colábamos en la cocina para comer polos de colores del congelador. En cómo, después de que mi padre le gritara, me metía en su habitación para consolarle mientras él lloraba, pese a que él es el hermano mayor.

Pero hace mucho que no reconozco a este Kyle.

—Eres igual que papá —le digo—. Te importan más el dinero y la política que yo. Estás demasiado ocupado besando culos para ver más allá de ti mismo.

En menos de un segundo, la ira de Kyle se convierte en una especie de profunda tristeza. No me contesta, en lugar de eso, aparta la vista y sale de la habitación.

La puerta se cierra tras él.

Todas esas cosas que me ha dicho, todos esos insultos terribles, ¿de verdad lo pensaba o solo estaba enfadado por haber descubierto una parte de mi vida a la que no tenía acceso?

¿Y qué ha querido decir con «Exactamente igual que antes»?