Solo hay una persona con la que puedo hablar, una persona con la que quiero hablar.
Hunter.
La proa de la góndola avanza velozmente por Broadway cortando las aguas del canal; olas diminutas ondulan la superficie a ambos lados de nosotros. Hace un calor sofocante, y todavía me da vueltas la cabeza a causa del caos de la fiesta de Bennie. Resulta remarcable que Thomas haya conseguido desviar mi atención de una chica que ha ardido literalmente ante mis ojos, pero el caso es que lo ha hecho.
Quiero sentirme herida, sentirme increíblemente desolada por sus actos… verse con Gretchen Monasty a mis espaldas. ¿Desde cuándo lo ha estado haciendo? Pero, la verdad, ¿cómo voy a enfadarme con Thomas por besar a otra persona cuando yo he hecho exactamente lo mismo?
Me sorprende lo fácil que me ha resultado escapar, y me confunde que hasta ahora nadie haya detectado mi movimiento en la Red, pero no me quejo. No tengo destino: he venido a las Profundidades para buscar a Hunter, aunque no tengo forma de ponerme en contacto con él. De modo que le he pedido al gondolero que me lleve al Bloque, y a partir de ahí ya me las arreglaré.
Dejamos atrás edificios altos y oscuros, pasamos por debajo de puentes arqueados y nos cruzamos con otras góndolas y taxis acuáticos. No sé el tiempo que llevamos navegando cuando veo las agujas que flanquean el canal principal. Nunca había visto que la energía que contienen actúe de esa forma: se enciende y se apaga de forma vibrante, la intensidad de la luz aumenta y disminuye al ritmo de una especie de música invisible. Miro al gondolero para ver si nota algo extraño, pero él no aparta la vista del frente.
De repente, el trozo de metal con forma de corazón que llevo colgado del cuello empieza a transmitir calor contra mi piel. Me lo saco por fuera del vestido y brilla.
Irradia una luz dorada. Lo sujeto entre las palmas de las manos y trato de abrirlo, pero sigo sin encontrar una junta o un seguro. Vuelvo a metérmelo por dentro antes de que el gondolero se dé cuenta; noto el calor que desprende contra mi piel.
¿Qué es? ¿Y por qué reacciona así ahora? Frank acababa de consumir Stic cuando lo ha cogido. Me pregunto si la sobrecarga de energía que fluía por su sistema lo ha activado de algún modo.
Algunas agujas se iluminan a medida que nos acercamos, mientras que la luz de otras se atenúa hasta casi apagarse. El guardapelo palpita como si hubiera un corazón humano atrapado en su interior. Pienso en cuando cronometré las ráfagas de color en la agujas desde mi ventana. Descubrí que el patrón de la luz —blanco, amarillo y verde— era diferente en cada aguja, pero eso entonces no me decía nada. No pude averiguar qué significaba cada patrón.
Pero ahora, por el modo en que reacciona el guardapelo…
«Sigue las luces», me dijo Tabitha.
Vale, Tabitha, estoy atenta.
—¿Perdone? —llamo al gondolero.
Este levanta la cabeza.
—¿Podemos seguir todo recto, por favor?
El hombre señala a la izquierda.
—Pero el Bloque está en esa dirección, señorita.
—Lo sé —le digo—, pero he cambiado de opinión. Todo recto, por favor.
Me obedece y seguimos en línea recta. Más adelante el canal se bifurca: a la derecha, las agujas parecen contener una luz verde brillante intermitente. La temperatura del guardapelo aumenta y el pulso interior parece acelerarse. A la izquierda, las agujas parecen apagarse, la luz se atenúa hasta un blanco suave.
—Gire a la derecha —indico.
El gondolero obedece sin pronunciar palabra.
Pasamos por una serie de edificios destartalados con marquesinas hechas pedazos y muelles aún más hechos pedazos. Hay un grupo de gondoleros que fuman mientras esperan a los pasajeros con los botes amarrados a los pilotes. Nos miran y hablan entre ellos.
Más adelante una aguja en particular palpita de forma exagerada, y el guardapelo que llevo al cuello empieza a vibrar.
—Por aquí —le señalo al gondolero—. Quiero decir, a la izquierda, por favor.
Enfila un estrecho canal lateral. Aquí el agua roza peligrosamente las puertas y ventanas de las primeras plantas de los edificios, lo que demuestra cuánto han crecido las aguas a lo largo de los años. Más arriba hay lámparas de luz mística alineadas en los edificios.
Observo las lámparas, que parpadean de una forma que no entiendo pero que me veo empujada a seguir. Doy unas indicaciones rápidas al gondolero —a la izquierda, luego a la derecha, luego a la izquierda otra vez—, y la vía fluvial por la que navegamos se abre a un canal más grande. La góndola coge velocidad, y enseguida avanzamos muy rápido. El viento me azota el cabello en todas las direcciones, y el guardapelo emite un zumbido contra mi piel.
Las agujas nos conducen cada vez más al sur, hasta que finalmente el guardapelo se calma y me invade una sensación de alivio.
—Hemos llegado —aseguro, sin saber adónde. Saco unas monedas de mi bolso y se las tiendo al gondolero.
Él detiene la góndola junto al embarcadero más cercano. Me bajo y me pongo en camino.
No tengo ni idea de adónde voy. Avanzo por el pavimento resquebrajado y cruzo un pequeño puente; esta parte de la ciudad está más destartalada que el Bloque, si cabe. Los escaparates se encuentran apuntalados con tablones y el número de edificios de apartamentos parece haber disminuido. El horizonte está marcado por vacíos: los lugares en los que los edificios han sido derribados y desmenuzados hasta no dejar ni rastro. Y entonces me doy cuenta de que el agua que veo más adelante no es un canal, sino el océano.
Aparece el perfil vago de los puentes de Manhattan y Brooklyn.
Debo de estar en el extremo sur de la ciudad, en la zona que solía conocerse como el puerto marítimo de South Street. Busco una aguja y diviso una a media manzana. Su punta brilla en la noche, la luz se arremolina en su interior con un resplandor plateado.
El guardapelo parece despertar a medida que avanzo.
Debo de ir en la dirección correcta.
Hay poca gente en las calles, y nadie va vestido como yo —para una fiesta en las Atalayas—, así que trato de fundirme con las sombras por delante de los locales cerrados. Paseo por la acera como si estuviese en mi casa. Me cruzo con una pareja que camina agarrada del brazo, con varios sintecho que duermen en el suelo junto a sombreros boca arriba, con la esperanza de que caiga algo de cambio, y con un adolescente no mucho mayor que yo, que me susurra «¿Stic?» al pasar.
Entonces me llama la atención una figura.
Unos treinta metros por delante de mí, alguien vestido con una capa oscura con capucha camina con paso acelerado en la misma dirección que yo. La figura mira alrededor con aire misterioso y pasa por debajo del poste cuya luz he visto arremolinarse hace tan solo unos momentos.
Cuando la luz le ilumina el rostro, ahogo un grito.
Es Davida.
Seguramente habrá venido, razono, para traer comida a su madre. Pero no… Si ese fuera el caso, no se encontraría en esta zona en absoluto. Su madre debe de vivir en el Bloque, con los demás místicos registrados.
Entonces, ¿qué hace Davida tan al sur?
Siento la tentación de gritar su nombre, pero me preocupa que salga corriendo. En lugar de eso, la sigo por la calle hasta una boca de metro de hierro fundido. A ambos lados hay unas esferas verdes montadas sobre unos pies; tienen prácticamente toda la pintura desconchada. En algún momento debió de haber una escalera que descendiera hasta el metro, pero, cuando el sistema se inundó, el ayuntamiento selló los túneles, impidiendo la entrada.
Aunque… Elissa Genevieve me contó que su equipo estaba buscando un acceso a los túneles del metro para atrapar a los rebeldes. Y que todas las entradas están bloqueadas por escudos místicos. No puede ser absolutamente imposible entrar, ¿verdad?
Davida avanza de una sombra a la otra hasta que se sitúa delante de la boca del metro. Se coloca justo debajo de una de las esferas e inclina la cabeza. Cubierta de negro, resulta prácticamente invisible. Estira el brazo, toca uno de los pies, y la esfera de arriba brilla con luz verde por un momento, luego recupera su estado normal.
Y entonces Davida empieza a hundirse.
Todo ocurre muy rápido: veo cómo desaparecen sus piernas y luego su torso, y finalmente su cabeza se desvanece en el cemento, como si el suelo no fuese sólido y bajo el pavimento acecharan unas manos de gigante que tiraran de ella.
Espero un segundo y compruebo si alguien más ha sido testigo de esta viva exhibición de magia. Pero al parecer estoy sola. La calle se encuentra silenciosa, casi demasiado silenciosa.
Me acerco a hurtadillas a la entrada y examino la acera. Piedra sólida. Piso con fuerza en el lugar en el que Davida se ha visto absorbida. No ocurre nada. Agarro el mismo pie que ha cogido ella, pero la esfera no se ilumina.
La entrada misma está cerrada con cemento y sellada con una cubierta de metal. Le doy una patada y lo lamento al instante. La plancha es completamente maciza, y ahora me duele el pie. «Bien hecho, Aria. Esos zapatos eran caros.»
Pienso un momento. He visto a Davida encender la esfera al tocarla. ¿Por qué no ha funcionado cuando lo he hecho yo? «Ella es una mística —me digo—. Yo no.»
Me seco el sudor del cuello con el dorso de la mano. Puede que yo no sea mística, pero está claro que este guardapelo tiene algún tipo de poder.
¿Y si…?
Doy unos pasos y afianzo los pies justo donde se ha colocado Davida, debajo de la esfera más alejada de la entrada. Me quito el guardapelo. Noto un hormigueo en el estómago, pero de todos modos acerco el corazón de plata al pie: en cuanto las dos piezas de metal entran en contacto, la esfera de lo alto se enciende con una luz verde.
Y entonces el cemento y la cubierta de metal se funden bajo mis pies.
La caída es rápida. Siento como si me estrujaran las piernas; se me desinfla el pecho; me duelen los brazos como si me estuvieran clavando decenas de agujas. Tengo calor por todo el cuerpo. Levanto la cabeza y veo desaparecer las Profundidades. ¿Y si caigo en el vacío o me quedo atrapada? Ya tengo el cuello a la altura del pavimento, respiro todo lo hondo que puedo y cierro los ojos.
Lo atravieso.
Golpeo el suelo y abro los ojos. He caído sobre unas escaleras. Por encima de mí, el techo de cemento se ondula, como un charco después de tirar una piedra dentro. Estiro el brazo y lo toco. Al principio es sólido, pero luego se aleja fluyendo de mi mano.
Bajo las escaleras tambaleándome; estas acaban en un andén que da a un túnel a oscuras. A mi alrededor, las paredes están cubiertas de pequeños azulejos de colores, y hay farolillos encendidos con luz mística a ambos lados. Esto no es una estación abandonada; resulta evidente que este sitio es un escondite activo para gente que no quiere ser encontrada.
Gente no, pienso. «Rebeldes místicos.»
Me estremezco ante la idea. Recuerdo el anuncio que rodé en los escombros que dejó una de sus explosiones. Sería ingenua si creyera que todos son tan agradables como Hunter. Si es que Hunter es agradable. ¿Quién sabe qué quiere de mí?
¿Dónde me he metido? Aunque no hay vuelta atrás… solo puedo avanzar. Encontraré a Davida y ella me lo explicará todo.
Echo un vistazo a lo que debía de ser una zona de espera para la gente que cogía el metro. El suelo está lleno de mugre y erosionado a partir de donde, en algún momento, debió de estar completamente anegado. Camino hasta el borde del andén. Las vías del metro están llenas de agua turbia de color marrón. Los túneles parecen extenderse en una larga línea continua, pero el único modo de recorrerlos es a nado.
Entonces veo una franja de hormigón unos centímetros por encima del nivel del agua. No alcanzo a ver hasta dónde llega, pero no tengo otra opción. Así que echo a andar por el túnel, adentrándome en la negrura.
No consigo ver a Davida, aunque oigo pasos por delante de mí y supongo que es ella.
Piso el agua caliente y poco profunda salpicando levemente. El suelo se inclina hacia abajo, de modo que el agua es cada vez más profunda. Otro paso y me hundo hasta las pantorrillas. Si sigo por esta ruta, tendré que nadar a braza.
No, gracias. Voy palpando el muro y alzo la vista: hay solo luz suficiente para distinguir unos travesaños clavados en el hormigón: una escalera metálica. Chapoteo hacia ellos, subo y pronto me encuentro en una cornisa por encima del túnel. Mis zapatos ya están destrozados; me los quitaría de una patada, pero quién sabe qué puedo pisar.
Avanzo, y una bombilla encastrada en la pared parpadea. La cornisa conecta con, ahora puedo verlo, una red de pasarelas metálicas. Estos en absoluto son los túneles inundados y abandonados de los cuales nos hablaban en la escuela. Alguien ha invertido mucho trabajo en este lugar, mucho trabajo místico. Esto no podría haberlo hecho nadie más.
Doy un paso más. Otra luz se enciende con un parpadeo, y la que he dejado atrás se apaga. Debe de haber una serie de luces, todas se activarán con sensores. Lo que significa que cada paso que doy puede alertar a alguien de mi presencia.
Más adelante veo luces que se encienden y se apagan, deben de ser de Davida.
Acelero el paso siguiendo las pasarelas que recorren los túneles inundados y finalmente llego a un pasadizo abovedado. A ambos lados, todo aparece plagado de luz. Aquí hay montones de farolillos, muchos más que en los túneles, y desprenden una luz verde brillante, pero de algún modo el color resulta suave, no me abruma.
Parece que me he topado con algún tipo de intersección. Abajo hay un cuadrado llano de tierra, por encima del nivel del agua pero más bajo que las pasarelas.
Aunque los túneles siguen extendiéndose en líneas paralelas, tanto a mi derecha como a mi izquierda se han ahuecado partes de la tierra, lo que hace posible viajar de un túnel a otro sin tener que hacerlo por encima del nivel del suelo. Es probable que algunos de los rebeldes improvisen sus casas en estos túneles. Lo que significa que podrían estar en cualquier parte, vigilándome. Listos para atacar.
Necesito desaparecer de la vista.
Paso la pierna por encima de la barandilla, con la idea de saltar al suelo, donde está un poco más oscuro, pero se me engancha el vestido y me quedo atascada. La tela se ha quedado atrapada en una pequeña púa de metal. Tiro de ella adelante y atrás, vuelvo a subirme a la pasarela y trato de liberarme sin rasgar el vestido, pero fracaso estrepitosamente.
La falda se me desgarra desde el dobladillo hasta la cadera con un sonoro ruido y en el proceso acabo haciéndome un corte en la pierna.
—¡Au! —grito, luego me tapo la boca con la mano y rezo por que no me haya oído nadie. La sangre mana del corte inmediatamente, una línea roja en lo alto de la pantorrilla.
La noche va de mal en peor.
De repente, desde las sombras más adelante, se oyen golpes sobre la pasarela. Suena como una manada de elefantes.
Me han oído.
Las luces se encienden y se apagan, parpadeando con tal rapidez que resulta imposible saber quién o qué se me está viniendo encima. Hasta que la luz incide sobre una cabeza familiar de cabello dorado.
Hunter.
—Aria, —Lleva una camiseta negra que le marca los músculos, y unos vaqueros grises y estrechos—, ¿qué demonios haces aquí?
—Yo también me alegro de verte.
Pestañea.
—Lo siento. Quería decir… hola.
—Hola.
Sonríe con vacilación.
—Pero, en serio, ¿qué estás haciendo aquí?
—Te estaba buscando —digo atropelladamente.
Me coloca las manos sobre los hombros y me atrae hacia él para abrazarme.
—Este sitio no es seguro para ti —susurra—. Vamos.
Hunter retrocede y me coge de la mano. Esta vez su roce no enciende más que una pequeña chispa en mi interior. Es una chispa electrizante, por supuesto, pero no la sacudida salvaje y el zumbido que sentí la primera vez que nos tocamos. Es más como una sensación de calidez, de confort. Debe de haber aprendido a controlar mejor su energía.
Me conduce por la pasarela. Giramos a la izquierda y recorremos otro túnel.
—¿Dónde estamos? —pregunto.
—Después de la Conflagración —me explica—, todos los místicos se vieron obligados a registrarse ante el gobierno y a someterse a los drenajes. Pero algunos se negaron y cavaron en estos viejos túneles, que estaban inundados y eran peligrosos. —Hunter sonríe y experimento otro tipo de calor—. Digo «estaban» porque los místicos despejaron la mayor parte de los túneles abandonados. Fueron décadas de trabajo, y se cobraron vidas. Pero gracias a su trabajo los túneles están aquí para aquellos de nosotros que queremos escapar a los drenajes. Los «rebeldes» nos hemos estado ocultando aquí desde entonces.
La luz se ha ido intensificando a medida que Hunter hablaba, y de repente el túnel se abre a otra estación de metro. Es como la estación que he visto al caer a través del suelo, solo que esta se encuentra mejor conservada. Habitada. Las paredes están cubiertas de mosaicos. Veo andenes con bancos en los que los pasajeros solían sentarse a esperar los trenes, torniquetes relucientes y un tren con vagones de verdad.
—Uau —exclamo, mientras dejo que Hunter me ayude a bajar de la pasarela al andén.
Acaricio el lateral de un plateado vagón de metro con las manos. El metal resulta frío al tacto. Las ventanas han sido tapadas, y pese a que el metro es viejo y poco atractivo, especialmente comparado con el tren ligero, no puedo evitar sentirme impresionada. Me hace añorar unos tiempos más sencillos, unos tiempos sin místicos ni Fosters ni Roses.
—Esto es lo que utilizaba la gente para moverse por la ciudad. —Una amplia sonrisa cruza el rostro de Hunter; parece alegrarse de poder compartir un poco de historia conmigo.
—¿Dónde están los escáneres dactilares?
Hunter se ríe y señala hacia uno de los torniquetes.
—No había escáneres. La gente compraba unos billetes que introducía en una ranura, y las barras del torniquete giraban.
Yo también me río.
—¿Había que pagar para viajar en metro? Es ridículo.
—Es verdad —me contesta, y apoya una mano en mi espalda. Casi me derrito cuando me toca, y la energía de las yemas de sus dedos parece tranquilizarme.
No siento que corra ningún peligro con él.
—¿Recuerdas que en la feria me preguntaste dónde vivía? Bienvenida a mi humilde morada, señorita Rose —dice, haciendo una reverencia como un actor al final de una obra.
—Vaya, gracias —respondo al tiempo que inclino la cabeza.
Me río nerviosa, lo que hace que Hunter también se ría, más fuerte esta vez. Está tan guapo cuando se ríe que me resulta casi insoportable. Entonces apoya la mano en uno de los vagones y la puerta se abre.
—¿Desea pasar a tomar el té? —me pregunta, adoptando un acento británico.
—Me encantaría.
Hunter extiende el brazo y entro en el vagón. Casi me desmayo de la impresión.
No estoy segura de qué esperaba, pero está claro que esto no: el vagón de metro es una casa de verdad. Había imaginado que los rebeldes vivirían en medio del caos, que dormirían en tiendas de campaña, en el suelo o acurrucados junto a cubos de basura con fuego, sucios y desesperados.
Pero el interior de este vagón de metro ha sido transformado en un apartamento. No en el apartamento de mis padres, por supuesto, aunque sí en uno confortable a pesar de todo. Distingo una cocina con un rincón para desayunar, y un hornillo y armarios. Contra una de las paredes se extiende un sofá largo, con cojines de aspecto mullido, y hay estanterías metálicas llenas de libros: teatro y novela, y recopilaciones de historias de Manhattan. Una guitarra de color turquesa descansa en un soporte junto al sofá; recuerdo que Hunter me dijo que le gustaba la música aquella primera noche, en el Java River.
—Mi piso de soltero —dice.
—Es una maravilla —contesto.
Me acerco a una foto de él con su madre. Hunter tendrá unos diez años; los dos sonríen, aparentemente despreocupados. Esto es lo que me encanta de las fotografías: la capacidad de capturar un momento en el tiempo al que no podrás volver nunca.
—Aria, estás sangrando —me dice Hunter.
Bajo la vista hasta mi pierna; tiene razón. El corte parece más profundo y más serio que antes, y un reguero de sangre me ha manchado la falda y la piel.
—No te muevas. —Hunter me presiona la pierna con la mano.
Veo que el resplandor verde rodea su mano, y noto como si me hubieran puesto una lámpara de calor sobre el corte. Mi piel parece chisporrotear y arder, y experimento un dolor agudo por un momento, luego el resplandor desaparece y todo vuelve a la normalidad. Adiós corte.
Hunter va hasta la pila y moja una toallita. La escurre y luego se arrodilla en el suelo y me limpia la sangre de la pierna con suavidad. Sube desde mi tobillo hasta la pantorrilla con delicadeza, frotando en pequeños círculos, dejándome casi sin aliento.
Retira la toalla y me besa con suavidad en el punto en el que se hallaba el corte. Me sostiene la mirada con esos ojos del color del océano, que brillan de placer.
—Mucho mejor —dice, se levanta y arroja la toallita al fregadero.
Sigo de pie en medio del vagón cuando me pregunta:
—¿Cómo has conseguido bajar hasta aquí? Todas las entradas están cerradas con láminas de metal místicas.
—He seguido a alguien —le digo, lo cual es verdad… más o menos—. Esa persona ha abierto algo, y he podido pasar. Estaba ansiosa por hablar contigo.
Alza una ceja.
—¿Va todo bien?
Me siento en el borde del sofá. Por dónde empezar…, ¿por la chica que ha sufrido una sobredosis de Stic en la fiesta? ¿Por la sobredosis de Gretchen que ha sufrido Thomas? ¿Por Davida merodeando por el puerto de South Street como una espía?
En lugar de eso, vuelvo las tornas.
—¿Por qué no te registras y ya está? ¿No sería… más fácil?
Hunter se pone tenso.
—¿Más fácil? Mira, Aria, si me registro, entonces tendré que someterme a los drenajes. —Hace una pausa—. ¿Tienes idea de lo que duele eso?
Pienso en Tabitha, que me habló de las luces, y en la madre de Hunter, ambas místicas registradas.
—La verdad es que no. Quiero decir, un poco.
Se queda inmóvil.
—Te conectan a una máquina horrible y te pegan cables por todas partes. Entonces te succionan la vida, o casi. Toda tu energía, todo lo que te hace ser quien eres, y lo guardan en unos tubos de cristal. Me han contado que el dolor es como si te rajaran cada centímetro de la piel con cuchillos.
—No lo sabía —digo, y de repente siento una culpa demoledora. Mi familia hace eso.
—Los drenajes te dejan débil durante meses, tan débil que al principio apenas puedes caminar. —Me mira con una intensidad que me pone nerviosa—. Pero la cuestión no es el dolor. Se trata de todo. Nuestros poderes son como nuestra alma. Lo que tus padres, lo que tu gobierno, nos obliga a hacer nos está matando de forma lenta y segura. No pienso registrarme nunca, Aria. Nunca.
—Lo entiendo —repongo rápidamente—. De verdad.
Hunter se acerca a una de las ventanas cegadas.
—Además, tengo que guardar mis poderes en caso de que los necesite.
—¿De que los necesites para qué?
—Para curarte un corte en la pierna, por ejemplo —contesta—. O en caso de que mi madre pierda las elecciones. —Se acerca hasta donde estoy sentada y me apoya una mano en la rodilla. Su roce no se parece a nada que conozca; cada vez que su piel entra en contacto con la mía, solo quiero más, más, más.
—Probablemente te estás preguntando por qué no vivimos juntos —dice Hunter—. Mi madre y yo.
—Bueno, sí, pero…
—Los místicos no siempre han vivido de forma abierta —me explica—. Mi abuelo fue uno de los primeros en salir a la luz.
—¿No lo hacían?
Hunter niega con la cabeza.
—Mis antepasados se habían visto perseguidos desde el principio de los tiempos. Se nos ha llamado de todo, brujos, demonios… y se nos ha matado por ser quienes éramos. Se nos quemaba en la hoguera.
—¿Y qué ocurrió? ¿Qué cambió?
—Antes de la Primera Guerra Mundial, cuando muchísima gente emigró a Estados Unidos en busca de un cambio a mejor, de una nueva vida… centenares de místicos huyeron. La isla de Ellis nos recibió con los brazos abiertos. Al principio nos escondíamos, estableciéndonos aquí, pero con el tiempo nadie quería seguir escondiéndose. —Hunter cierra los puños con fuerza—. Fingir que eres alguien que no eres te agota la vida. Es peor incluso que los drenajes. —Relaja las manos, estirando los dedos—. Se produjeron algunas… demostraciones de nuestro poder aquí, en Estados Unidos, y llegó a oídos del presidente Truman. Él se manifestó a nuestro favor, acogiendo a los místicos a cambio de nuestra ayuda para construir las ciudades. Cuando empezó el calentamiento global…, bueno, éramos indispensables.
—Hasta la Conflagración —añado yo.
Ocurrió antes de que yo naciera, pero fue entonces —cuando se produjo la explosión— cuando la gente se dio cuenta de lo poderosos que eran exactamente los místicos, y de lo que podía ocurrir si ese poder se utilizaba para hacer el mal en lugar del bien.
Hunter asiente.
—Mi abuelo murió en la explosión. Mi madre ha seguido sus pasos, viviendo abiertamente, registrándose, tratando de cambiar el sistema, pero yo me negué a que me drenaran. Aunque no quería estropear su carrera política, así que me escapé, justo antes de la fecha prevista para mi drenaje, cuando mi energía estaba llegando a su punto más alto. Si alguien de las Atalayas preguntaba, mi madre les decía que no sabía dónde estaba. Al final la gente simplemente se olvidó de que existía.
—¿Y ella está de acuerdo con eso?
—Se preocupa por mí —dice Hunter—. Le gustaría que pudiésemos vivir juntos. Pero hay cosas más importantes.
—¿Como unas elecciones?
Hunter frunce el ceño.
—No lo entiendes, Aria. Estas elecciones son la primera vez que se nos toma en serio. Las clases bajas, los pobres no místicos, creen en mi madre y nos apoyan. Nadie se ha atrevido a cuestionar siquiera a alguien de las Atalayas desde la Conflagración, y ahora… podríamos ganar. Tú puedes ver cómo es la vida aquí abajo, ¿no crees que debería cambiar?
—Yo… yo… —Aparto la vista. ¿Cómo voy a decirle a Hunter que creo en su causa, cuando significaría la caída de mi familia?
—Mira, no importa. No debería habértelo preguntado. —El tono de Hunter se suaviza—. Sé a qué has venido, Aria.
—¿Lo sabes?
—Quieres preguntarme por la fisura hasta tu balcón.
—Oh —digo, extrañamente aliviada. Hunter no sabe que mis sentimientos por él son como una droga que no debería tomar…, sentimientos que apenas soy capaz de reconocer ante mí misma, ya no digamos ante él.
—Pero eso no puedo decírtelo —continúa Hunter—. Hay cosas que te pondrían en peligro si las supieras, y quiero que estés a salvo. Tienes que confiar en mí.
—Casi no te conozco —replico.
—Eso no significa que no puedas confiar en mí. —Baja la voz pese a que estamos solos—. Los rebeldes están tan divididos como vuestros estúpidos Rose y Foster arriba. Lo siento, no me refiero a ti. Sin ánimo de ofender.
—No me ofendes —susurro.
—Mi madre dirige una coalición pacífica, pero otros rebeldes se están preparando para una guerra. Probablemente ya sabes lo de las demostraciones, que estalló un edificio y murió una familia, pero no son nada comparado con lo que ocurrirá si mi madre pierde las elecciones. Se producirá una revuelta. Y yo estaré luchando con ellos.
Me he quedado sin palabras. ¿Una guerra? ¿Y Hunter estará luchando contra mis padres?
—Si alguien te ve aquí abajo, tendremos problemas —continúa Hunter—. Razón por la cual, pese a que me encantaría que lo hicieras, no puedes quedarte. —Se inclina y creo que va a besarme en los labios. Cierro los ojos, expectante, pero lo único que percibo es un leve beso en la frente—. Eres una chica increíblemente especial, Aria, pero es demasiado peligroso que estemos juntos. Tienes un prometido y una vida que no tiene nada que ver con la mía. Vuelve a las Atalayas —añade, al tiempo que se aparta—, donde estarás a salvo.
Sus palabras me hieren el alma. ¿Cómo puede pasar alguien de ser tan amable a tan frío en segundos?
—No parecía importarte estar conmigo cuando me besaste en la azotea —digo, procurando evitar que me tiemble la voz—. ¿Qué puede haber ocurrido desde entonces? ¿Has cambiado de opinión porque es complicado?
Hunter se me queda mirando en silencio.
Me levanto.
—Los tíos sois tan… idiotas. Pensé que eras diferente, pero eres igual que Thomas. Y que mi padre.
—¿Qué se supone que significa eso?
—Significa que solo miras por ti mismo.
Hunter se coloca delante de mí, a apenas un centímetro de mi rostro.
—No tienes ni idea de qué estás hablando, Aria. Estás tan lejos de la verdad que es una locura.
—Entonces demuéstramelo.
Por un segundo, creo que Hunter va a cogerme entre sus brazos para besarme. Pero entonces adopta una expresión melancólica.
—Tienes que irte, de verdad.
Da un paso atrás y alza la mano en el aire. Se concentra por un momento; luego, en medio del vagón de metro, se abre un círculo de energía, como aquel en el que desapareció la otra noche. La abertura del círculo vibra, la energía gira y asciende como las llamas de un fuego.
La fisura de vuelta a las Atalayas, a casa.
«Si quiere que me vaya —me digo—, me iré. Pero no sin despedirme.»
Me adelanto rápidamente y planto mis labios en los suyos. Le beso febrilmente, como si se avecinase el fin del mundo y no quedase nada salvo nosotros, juntos, y esta apasionada expresión final de deseo.
El guardapelo cobra vida contra mi pecho, abrasándome la piel. Doy un paso hacia la fisura encendida y meto una mano. La piel me cosquillea y me arde; siento que algo me empuja hacia el interior, lejos. Miro atrás, por encima del hombro, a Hunter.
—Ven a mi balcón el lunes por la noche —digo—. Te estaré esperando.