—¿Crees que debería ponerme este collar? —me pregunta Kiki al día siguiente mientras sostiene una hilera delicada de perlas de agua dulce—. ¿O este? —En el collar que sostiene en la otra mano destaca un rubí birmano rodeado de diamantes rosados y blancos.
—Cualquiera —digo—. Me gustan los dos.
—Bueno, son tuyos, así que tiene sentido. —Kiki suelta una risita rápida y acaba escogiendo las perlas—. ¿No estás emocionada?
¿Emocionada? No exactamente. Me siento demasiado culpable para estar emocionada.
Estoy comprometida con Thomas y aun así dejé que me besara otro chico. Y le devolví el beso. ¿La peor parte? Ni siquiera es un chico normal y corriente: ¡es un rebelde místico! Si Davida se lo cuenta a alguien, estoy muerta. No puedo ni imaginar qué haría mi padre, o qué significaría para las elecciones. He traicionado a mi familia, he traicionado a Thomas, y lo peor de todo… ha sido alucinante. Por un momento no me preocuparon mis recuerdos, ni la política, ni lo que nadie esperara de mí.
—Estoy…, sí…, emocionada —contesto.
Esta noche es la fiesta de Bennie; casi preferiría no haber confirmado que iría. Lo último que me apetece ahora es salir con un puñado de chicos de las Atalayas.
Y con Thomas.
—Bah, solo estás nerviosa porque habrá fotógrafos —dice Kiki—. No te preocupes, si te sientes incómoda ante las cámaras, mándamelos a mí. ¿Para qué están las mejores amigas?
Kiki se da una vuelta en medio de mi habitación. Lleva un vestido ajustado en la cintura y de falda acampanada, y destella por todas las lentejuelas y cristales cosidos al corpiño.
—Quería ponerme algo que tuviera un factor uau real —dice—. Por eso escogí el amarillo. Cuando entre en la fiesta será como «¡Pam! Aquí estoy».
Me río.
—Siempre tienes que hacer una entrada salvaje. Acuérdate de mi cumpleaños de hace dos años…
—¿Cuando me vestí como un bebé? —chilla Kiki—. La gente casi se muere. O deberían haberlo hecho. Nadie más podría haber conseguido un pañal de alta costura.
—Qué ridiculez. —Le hago un gesto para que me abroche el vestido. Esta noche he elegido un vestido Halter color lavanda con un lazo fino que se ata alrededor de la cintura y una falda larga y plisada.
—Eh, Aria, ¿qué es esto? —me pregunta Kiki.
Sostiene el guardapelo que creía haber guardado en el fondo de mi joyero.
—¡Cuidado! —Se lo quito de la mano. Miro el corazón de plata, luego cierro el puño en torno a él—. Es… hummm… de mi abuela.
—Oh —susurra Kiki—. ¿Por qué no te lo pones? Es bonito. ¿Qué tiene dentro?
—Nada. Y no voy a ponérmelo. —Odio mentir a Kiki más de lo que lo he hecho ya, pero no me imagino diciéndole: «Lo encontré misteriosamente, pero no tengo ni idea de cómo abrirlo».
Kiki mueve las cejas.
—Entonces, ¿me lo prestas? Es tan mag…
No puedo dejar que lo lleve: ¿y si nota algo mágico? Jamás podría explicarme.
—¿Sabes?, voy a ponérmelo. —Lo cierro en torno a mi cuello e introduzco el corazón en el vestido.
—Vale —dice Kiki mientras se arregla el rímel delante del espejo—. Como quieras.
Llaman a la puerta. Presiono el panel de la pared y la puerta se repliega. Fuera está Davida con los brazos en jarras. No hemos hablado en todo el día, y me pregunto qué piensa de mí.
—Quería asegurarme de que eras consciente de la hora, Aria.
Miro el reloj. Técnicamente, la fiesta ha empezado hace diez minutos.
—No pasa nada, Davida —dice Kiki, haciendo un gesto con la mano—. Llegaremos elegantemente tarde. Es lo que hacen todas las celebridades.
—Kiki. —Davida hace una pequeña reverencia.
—Vale —digo, tratando de evitar cualquier torpeza—. Estamos listas en un minuto.
Davida asiente y se marcha por el pasillo.
—Dios, mira que es fría y rara esa chica. —Kiki saca una polvera de su bolso y se retoca la frente—. Ya sé que te gusta y eso, pero tiene aproximadamente la misma personalidad que un maniquí. Y los maniquís no están vivos.
—Vale, ya basta —digo, empujando a Kiki hacia la puerta—. Nunca te ha gustado, ni siquiera cuando éramos más pequeñas.
Kiki carraspea.
—Tengo mis razones.
—¿Y qué razones son esas?
—Se comporta por encima de su clase social. Se toma demasiadas libertades contigo, piensa que es tu amiga…
—Es mi amiga.
Kiki parece impresionada.
—No, Aria. No lo es. Es tu criada. —Su voz es firme y segura—. Y deberías comprender la diferencia.
Sale de mi habitación. Pienso en lo que acaba de decir, luego cojo mi bolso, apago las luces y dejo que la puerta se cierre detrás de mí.
Bajamos del tren ligero y me encuentro inmediatamente cegada por los flashes de los fotógrafos.
—¡Aria! ¡Aquí!
—¡Hacia aquí, señorita Rose!
—¿De quién es el vestido?
—¿Dónde está Thomas?
Los ruidos de las cámaras y de la gente gritando mi nombre resultan apabullantes. Por suerte, a mi lado tengo a Kiki, que se empapa de todo.
—¡Encantada! —dice ella, y—: Enchantée! —Me coge de la mano y me conduce a la alfombra roja, que empieza en el puente adyacente a la estación y continúa hasta el mismísimo edificio en el que vive Bennie.
—Esto es un montón de alfombra roja —observa Kiki—. Probablemente han dejado países enteros sin alfombra roja solo para que nuestros pies no toquen el suelo.
—Bennie se ha superado de verdad —digo—. Pensé que iba a ser una… pequeña fiesta.
—Lo pequeño es para la gente de las Profundidades —dice Kiki, y hace una pausa para atraerme junto a ella y posar para un fotógrafo—. Hazlo a lo grande o hazlo a lo grande, de verdad, no hay otra opción. Eso es lo que digo yo.
Supongo que debería haber sabido que esta fiesta causaría un gran revuelo. Es el primer acontecimiento en ochenta años al que asiste toda la élite joven de Manhattan. Estará todo el mundo, sin importar la filiación política: Foster o Rose, chicos de ambos lados de la isla. La fiesta del derrumbamiento del American palidece en comparación.
—Vamos —digo, abriéndome paso a empujones a través de la multitud de paparazzi.
—¡Aria, enséñame esa sonrisa! —vocea uno—. ¡Estás preciosa!
—¿Y yo qué soy? ¿Un cero a la izquierda? —vocea Kiki en respuesta—. Algunas personas son tan maleducadas… —me dice a mí—. Estoy lista para entrar.
Nos pavoneamos hacia los seguratas y accedemos al interior, donde Thomas me ha dicho que me encuentre con él.
El apartamento de Bennie está decorado de forma extravagante, como si se tratara de una discoteca. Largas guirnaldas de luces diminutas cuelgan del techo, extendiéndose por toda la primera planta en diferentes colores —rojo, azul, verde y blanco— y proyectando su reflejo en las paredes blancas.
Kiki y yo atravesamos el vestíbulo hasta el salón, que está lleno de gente: las chicas con caros vestidos de fantasía, los chicos con trajes oscuros y corbatas finas, algunos ligeramente más informales, con camisetas de llamativos estampados gráficos debajo de las americanas.
—Uau —dice Kiki.
Las recargadas cortinas están descorridas y cubiertas de cristales, lo que hace resaltar las vistas de la ciudad. También se ha retirado la cara araña del techo y en su lugar se ha instalado una bola de discoteca. Al moverse, la luz incide en los cristales y se refleja en mil direcciones distintas.
Los sirvientes, vestidos con una indumentaria moderna —monos rojos y negros a los que les faltan círculos de tejido al azar y les deja la piel al descubierto—, sostienen bandejas con bebidas y aperitivos. Aunque el aire acondicionado está a tope, empiezo a notarme colorada. La música parece salir de todas partes. Los bajos hacen que el suelo palpite con fuerza, como si tuviera pulso propio, tan alto que lo noto hasta en los huesos.
Reconozco a algunos de los chicos de la Academia Layton, el colegio masculino privado al que fue Kyle. Aunque hay un montón de chicos a los que no reconozco: partidarios de los Foster o estudiantes universitarios a los que no he visto nunca.
—¡Aria! —Varias chicas de la Academia Florence se acercan corriendo y me besan en la mejilla. Las saludo pero no me quedo a hablar con ellas.
Thomas me ha dicho que vendría con unos amigos del instituto. ¿Dónde están?
—Vamos —dice Kiki. Coge dos bebidas de una de las bandejas y me tiende una. La huelo y arrugo la nariz.
Kiki no parece inmutarse por la cantidad de alcohol que hay en su vaso. Da un largo trago.
—Veamos quién más ha venido.
El salón de Bennie se abre a un comedor rectangular, donde se ha instalado el dj. La mesa está cubierta por un equipo estéreo tan grande que la cubre por completo; la pared con los retratos de la familia queda prácticamente tapada por los altavoces.
—¡Dale! —le dice Kiki al dj cuando pasamos junto a él.
Cuanto más nos adentramos en el apartamento, más empieza a oler a alcohol y a sudor. Hay tanta gente que casi resulta imposible caminar.
—¡Vamos, tíos! —exclama Kiki, al tiempo que empuja a alguien por la espalda con la mano y tira de mí hacia la multitud.
Me siento completamente apretujada, la gente me empuja por todos lados, riendo y cantando al son de la música.
La escalera que lleva al segundo piso está a solo unos pasos. Hay un gorila custodiándola: con un poco de suerte, eso significa que arriba no estará tan abarrotado.
Más allá de las escaleras, veo a Kyle, que sostiene una bebida y habla con su amigo Danny. Parecen estar manteniendo una conversación seria.
—¿Dónde está Bennie? —grita Kiki por encima de la música.
—No sé —digo, preguntándome por qué no está con Kyle—. ¿Dónde está Thomas?
Lentamente nos alejamos del centro de la pista de baile. Saco mi teléfono y envío un mensaje a Thomas:
¿Dónde estás?
—Ese es el problema —dice Kiki. Señala a un grupo de chicos que colapsan el pasillo.
No están intentando llegar a ninguna parte, se limitan a beber y a reír en un corro. Dos de ellos se están lanzando uno de los jarrones egipcios de la madre de Bennie entre ellos.
—¡Eh, venga! —Kiki está chillando, pero su voz se mezcla con la música y parece perderse en el aire. Me tapo un oído con la mano libre, ya me están pitando.
—¿Podéis moveros, chicos? —grito. Varias chicas a mi lado intentan empujar, pero no hay a donde ir—. ¡Chicos! ¡Moveos!
—¡La señorita ha dicho que mováis esos culos! —chilla Kiki al tiempo que les tira su bebida encima.
Ya sea por la ducha de ginebra o por el sonido de su voz, el caso es que funciona. El mar de gente empieza a abrirse. Por todas partes me adelantan chicos que se dirigen al estudio de Bennie y a algunas de las habitaciones de invitados que hay en la parte de atrás. También hay gente que intenta pasar por nuestro lado en sentido contrario, desde el estudio hasta la pista de baile.
Kiki y yo nos dirigimos hacia las escaleras. Me doy cuenta de que el grupo de chicos no tiene buen aspecto. Están sudando y la mandíbula les cuelga un poco, y tienen la piel cenicienta, casi verde. Están ta enfebrecidos que resplandecen. Uno de ellos se inclina sobre el jarrón que ha estado tirando y vomita.
—¿No ves nada raro?
—¿Raro? No. ¿Triste? —Kiki se queda mirando el fondo de su vaso de plástico—. Por supuesto. No me puedo creer que haya malgastado mi bebida en esos idiotas. Necesito otra. ¿Quieres?
Niego con la cabeza.
—Estoy bien, gracias. Voy arriba.
—Vale. —Kiki echa la vista atrás, hacia la pista de baile—. Nos vemos en la habitación de Bennie. Eso si consigo otra bebida antes de… buf…, no sé… ¿de que cumpla los sesenta y cinco? —Se echa el pelo hacia atrás y se marcha.
Al pie de la escalera, le doy mi nombre al gorila; comprueba que estoy en la lista y me deja subir. Arriba hay un pasillo lleno de puertas. La habitación de Bennie es la última a la izquierda, pero la primera puerta está ligeramente abierta, y oigo voces. Me asomo y veo a un puñado de jóvenes sentados en círculo.
Entonces alguien me ve.
—¿Quién anda ahí?
—Hola. ¿Está Bennie?
—Stacy, ¿quién es? —pregunta la voz de un chico.
Stacy se hace a un lado y prácticamente todos se me quedan mirando boquiabiertos.
—Aria Rose —dice el chico, que ahora veo que es rubio, lleva el cabello con la raya a un lado y tiene los ojos de color verde claro—. ¡Entra! —añade—. ¿Qué pasa?
El grupo es pequeño. No reconozco a nadie y me pregunto por qué están en la lista VIP de Bennie. Son una extraña mezcla de pijos y alternativos. El chico que sabe cómo me llamo lleva una camisa rosa con el cuello levantado y unos pantalones de vestir ajustados. Pero Stacy va algo gótica, y varios chicos más llevan piercings y tatuajes. Me doy cuenta de que tienen el mismo aspecto enfermizo que los de abajo. ¿Qué le pasa a todo el mundo?
—Solo estoy buscando a Bennie —digo—. ¿Sabéis dónde está?
El chico da un trago a una petaca de metal.
—No —contesta, haciendo una mueca al tragar—. No la he visto. Me llamo Frank. —Me hace sitio en la alfombra—. Siéntate. —A su lado, un chico de pelo blanco se está fumando un cigarrillo; me lanza una mirada de aburrimiento y se aparta un poco también.
—Sabemos cuánto te gusta la fiesta —dice otro, que tiene tantos piercings en la cara que emite sonidos metálicos al hablar.
¿Fiesta? ¿De qué está hablando?
Los chicos se echan a reír. En la aMuseMe de alguien suena una canción de rock psicodélico que no reconozco. En el suelo, amontonadas en el centro del círculo, hay un montoncito de pastillas de un verde eléctrico, junto a un pequeño espejo con una pila de polvo blanco encima.
Una chica pelirroja con un collar de pinchos se inclina hacia delante y esnifa parte del polvo del espejo. Detrás de mí hay un chico y una chica sentados en un sofá de piel fuera del círculo, liándose e ignorándonos a todos. El televisor de pantalla plana está encendido y sin volumen, y algunos jóvenes más parlotean a gran velocidad: suenan como los actores de una película a cámara rápida.
—No, tío, no es así para nada —está diciendo uno de ellos mientras niega con la cabeza—. La quiero. La quiero quiero. Es solo que no se da cuenta.
—Eso es porque nunca la llamas —replica otro, que toma un poco del polvo blanco y se lo frota en las encías.
Frank está machacando una de las píldoras verdes y disponiendo el polvo en rayas finas. Y entonces me doy cuenta de lo evidente: todo el mundo va de Stic.
—¿De dónde has sacado eso? —le pregunto a Frank.
Una de las chicas se me queda mirando como si fuese un policía a punto de arrestarla.
Frank se ríe y continúa triturando la pastilla con los dedos.
—¿Por qué lo preguntas? ¿Thomas sigue sin soltar prenda?
Deja el resto de la pastilla en un espejo triangular delante de mí. Luego me mira de un modo extraño.
—Oooh, qué bonito —dice y extiende la mano para coger mi guardapelo, que se me ha salido del vestido. Cierra el puño en torno al corazón de plata.
Le aparto la mano: en cuanto nos tocamos, grito de dolor. Su piel quema como cuando metes el dedo en un enchufe. Se me contraen los músculos; me estremezco, mi cuerpo se pone tan rígido como una tabla, se me cierra la mandíbula con fuerza. Todos se ríen de mí.
Aunque solo dura un momento. Luego siento cómo se me vuelven a relajar los músculos.
Frank, que todavía sigue riéndose, se está haciendo una raya de Stic.
—Una mierda fuerte.
Le pasa el espejo a Stacy, que junta todo el polvo en una sola raya gruesa antes de acercar la nariz al espejo y esnifar.
Frank se levanta como un salvaje y coge una lámpara metálica que hay a unos pasos. La levanta en lo alto y luego la dobla como si fuese un trocito de cobre. La lámpara ha quedado partida en dos y Frank arroja los dos trozos al suelo. Algunos de los chicos aplauden. A él se le caen los mocos; no puedo evitar pensar en lo fuerte que es el Stic.
—¿Qué has querido decir con que Thomas no suelta prenda? —le pregunto.
Frank se limpia la nariz.
—¿Eso no deberías preguntárselo a él?
—¿Me estás diciendo que Thomas consume…?
Mi pregunta se ve interrumpida por Stacy, que cae al suelo. Se golpea la cabeza contra la madera con un ruido sordo y escalofriante, y empieza a sufrir convulsiones.
—¿Cariño? —dice Frank con cautela.
La frente de Stacy está perlada de sudor; al instante parece mojada y brillante. Y se le está poniendo la piel de un rojo vivo, muy vivo. Algo malo está pasando.
Stacy no dice ni una palabra, solo gime. Se le retuercen los miembros y en segundos le tiembla todo el cuerpo. Se le arquea la espalda por encima del suelo mientras sus tacones golpetean contra la moqueta. Está sufriendo un ataque, echa espuma por la boca y le cae la baba por la barbilla.
Frank se pone de pie y empuja a los demás.
—¡Todos atrás!
Ahora parece que todo el mundo grita. La pareja que se estaba enrollando en el sofá de Bennie se abraza con fuerza, y algunas de las chicas han salido al pasillo dando alaridos. La piel de Stacy se pone más y más roja con cada segundo, tan roja que resulta doloroso mirarla, como la peor quemadura por el sol que haya visto nunca, como si fuese a cocerse viva.
Huele a chamuscado. Miro alrededor para ver si alguien se ha dejado algún cigarrillo encendido en la alfombra, y entonces caigo en la cuenta de que el humo proviene de Stacy. Está ardiendo literalmente.
Se mueve como un pez fuera del agua, dando golpetazos a un lado y al otro, alzándose del suelo para volver a caer. El humo es cada vez más denso y entonces…
Stacy estalla en llamas.
—¡Mierda! —Frank mira alrededor desesperadamente—. ¡Que alguien haga algo! ¡Ayuda!
Sin pensarlo, vacío mi vaso en el cuerpo de Stacy.
Entonces el chico que está a mi lado coge su bebida y tira el líquido sobre ella. El agua sofoca las llamas brevemente, aunque luego vuelven a alzarse. Otra chica le arroja su bebida —un cosmo, por lo que parece—, pero las llamas no hacen más que avivarse.
Yo corro al armario del rincón y rebusco en los cajones hasta que encuentro una manta de color verde manzana. La desdoblo y cubro el cuerpo de Stacy, sofocando las llamas mientras Frank ayuda a mantenerla en el suelo.
—Dios mío… —La chica con el collar de pinchos se abanica con las manos junto a mí—. ¡Dios, Dios, Dios!
Me alejo del humo. Me lloran los ojos, y cuesta ver. De repente, entran un montón de sanitarios en la habitación. No creo que les haya llamado nadie, pero en las Atalayas nunca hace falta: estoy segura de que hay una alerta por fuego en la Red. Una de las ventajas de que gran parte de la ciudad esté controlada electrónicamente.
Todos nos retiramos al pasillo mientras los sanitarios hacen su trabajo.
Son bastante eficientes. Mientras dos de ellos sujetan el cuerpo de Stacy a la camilla con correas, un bombero pulveriza la habitación con un extintor. Cuando se van, Frank sigue a la camilla, y me pregunto qué será de Stacy.
—Ha sido alucinante —dice uno de los chicos a mi lado.
Le empujo contra la pared.
—Cierra la boca, idiota —le espeto.
Está demasiado impresionado para contestar.
Abajo, la fiesta sigue en pleno apogeo, todos completamente ajenos a lo que ha ocurrido arriba. Siento tanto odio hacia esta gente —mi gente— que me asfixia. Kiki no está en la cocina, así que empiezo a abrir todas las puertas del apartamento de Bennie en su busca. A estas alturas, he desistido de localizar a mi prometido.
La primera habitación es una especie de despacho; hay una pareja durmiendo bajo los efectos de algo con las cabezas debajo de un escritorio. Luego encuentro la biblioteca del padre de Bennie, vacía salvo por su colección de libros y tres tíos que fuman marihuana de un pequeño bol de cristal. La siguiente es una gran sala para hacer ejercicio: montones de máquinas que probablemente no se utilizan nunca. Abro la puerta, enciendo las luces.
Y ahí está mi prometido, besando a una chica que no soy yo.
Thomas se encuentra de pie en medio de la habitación con una camisa azul claro con el cuello abierto. Lleva el cinturón desabrochado, y Gretchen Monasty tiene la mano metida en sus pantalones. Ella lleva la parte superior del vestido bajada, dejando a la vista su sujetador de encaje rosa.
Thomas alza la vista, tiene carmín en la barbilla. Su pelo oscuro está apelmazado, como si Gretchen llevase una hora pasándole los dedos por él. Su expresión no tiene precio: una mezcla de sorpresa, miedo, vergüenza y lujuria.
Empuja a Gretchen tan rápido que esta casi se cae al suelo.
—¡Aria! ¡No es lo que parece! —grita, pero yo ya he desaparecido.
He salido por la puerta y he cruzado el pasillo corriendo todo lo rápido que me permiten los tacones.