13

Una voz en mi cabeza me grita: «¡Corre!».

—Tengo que irme —le digo a Hunter.

—¡Aria, espera!

Pero le ignoro y me voy. Vuelvo a cruzar la feria y el Great Lawn, salgo del Bloque y me dirijo al PD al que Hunter tenía pensado llevarme antes. Ni siquiera echo la vista atrás hacia Hunter y su madre para ver la expresión de asombro de sus caras.

Hunter no solo es un místico ilegal, un místico no registrado, sino que su madre es Violet Brooks. Se presenta a la alcaldía y ataca a mi familia.

«¿Qué estoy haciendo?»

Si les cuento a mis padres que Violet tiene un hijo rebelde —un hecho que ha conseguido ocultar a los medios—, lo utilizarán para difamarla y asegurarse de que Garland gana las elecciones. Pero ¿es eso lo que quiero, que los Rose y los Foster continúen gobernando la ciudad, que los místicos sigan siendo esclavizados y maltratados?

No creo que mi familia actúe correctamente. O que sea justa. Pero sigue siendo mi familia.

No estoy segura de poder ocultarles un secreto tan grande.

De vuelta en casa, introduzco el código de acceso, cojo el ascensor de atrás hasta el ático y salgo en la cocina de mi familia. El apartamento está a oscuras, con todo apagado. Las puertas del ascensor se cierran con un leve sonido metálico y espero unos segundos para asegurarme de que no he despertado a nadie.

Satisfecha, subo las escaleras sigilosamente, con el menor ruido posible, con cuidado de no molestar a Kyle o a alguno de los criados. Me imagino que mis padres ya se habrán acostado también.

Aunque es probable que esté dormida, me voy directa a la habitación de Davida. Necesito hablar con ella ahora, y no puedo arriesgarme a que mañana mi madre la mande a hacer recados antes de que tenga oportunidad de preguntarle. Golpeo en la puerta con suavidad. Al cabo de un momento, esta se abre.

—¿Aria? —susurra Davida. Lleva un sencillo camisón de algodón blanco, el pelo negro suelto alrededor de los hombros.

Entro en la habitación y espero hasta que las puertas se cierran detrás de mí. Tengo la espalda pegajosa por el sudor, las rodillas débiles de correr para salir del Bloque. Mi cuerpo está agotado del viaje de vuelta a las Atalayas, pero de algún modo me siento completamente despierta.

—¿Qué pasa? —me pregunta, frotándose los ojos por el sueño.

Cruzo la habitación y me siento en el borde de su cama. Entonces decido sacar los guantes. Davida abre los ojos como platos. Dejo los guantes negros sobre la colcha color crudo y la miro con expectación.

—Bueno, supongo que ahora ya lo sabes todo —dice Davida.

Levanto las manos.

—¡No sé nada!

—Chissst. —Davida se apresura a sentarse a mi lado—. Vas a despertar a Magdalena y a los demás.

—Quiero la verdad, Davida. Toda. ¿Por qué guardas estas cosas mágicas? —Señalo los guantes encima de la colcha—. ¿Quién eres?

Davida se encoge y se vuelve para que no pueda verle la cara. Lo último que quiero es disgustarla, pero quiero respuestas… no, necesito respuestas.

—Vale —dice, todavía de espaldas. Hago un gesto para ponerle una mano en el hombro, pero ella se aparta antes de que pueda tocarla—. Soy una mística —confiesa a la pared.

—¿Qué?

—Ya me has oído —contesta—. Soy una mística.

No puede ser verdad.

—Davida, te conozco desde que eras pequeña. Te encontraron en un orfanato en las Profundidades. Eres pobre, sí, pero no eres una mística. Tus padres murieron cuando…

—Mis padres no están muertos, Aria. Están vivos. —Davida se pone en pie y empieza a pasear por la habitación—. No lo sabe nadie. Los místicos, incluso los que están registrados, son ciudadanos de segunda clase. Mis padres querían que creciera y tuviera una vida mejor. De modo que me dejaron en un orfanato y mintieron. Allí había otra mística, una mujer llamada Shelly, que me enseñó a ocultar mis poderes para no tener que registrarme. Los guantes me ayudan a eso: cuando toco a la gente, no pueden sentir mi energía. Es mejor que la gente piense que soy una huérfana con horribles cicatrices que un bicho raro místico.

»Cuando tus padres me acogieron, estaba tan feliz por tener una casa que juré que mantendría mi verdadera identidad en secreto. Y tú y yo nos llevábamos tan bien que nunca quise decepcionarte. No he tenido mucho contacto con mi familia a lo largo de los años, pero hace unas semanas recibí una carta que decía que mi madre se está muriendo. No puede permitirse ver a un médico, así que he estado llevándole comida y medicinas.

Casi se me para el corazón de la impresión.

—Lo siento mucho.

—Aria, sigo siendo yo —dice, pestañeando—. No te lo he dicho porque pensé que me odiarías. Siento haberte mentido, pero tú y tu hermano y tus padres sois lo más parecido a una familia que tengo. Me preocupaba que me echaran si descubríais la verdad.

Inmediatamente quiero decirle que mi familia la quiere y que no hay nada que pueda hacer para que eso cambie. Pero sé que no es verdad: en cuanto mis padres se enteren, pensarán que se ha aprovechado de ellos y Davida se quedará sin trabajo y sus poderes serán drenados.

Podría acabar en la cárcel incluso.

Davida se arrodilla delante de mí.

—¿Me odias? Por favor, dime que me perdonas. —Se le quiebra la voz y rompe a llorar.

Cojo un pañuelo de su mesita de noche y se lo doy.

—Por supuesto que no te odio —digo—. Siento que pensaras que debías ocultarme tu pasado. No quiero que haya más secretos entre nosotras. Tenemos que prometer que nos lo contaremos todo, ¿vale? Y te ayudaré en todo lo que pueda.

Davida se seca los ojos.

—Te quiero, Aria, lo sabes, ¿verdad? No resulta apropiado que lo diga, estoy segura, pero…

—Me da igual lo que resulte apropiado, Davida. Yo también te quiero —le digo, y me rodea con sus brazos enguantados para abrazarme—. No les diré nada a mis padres.

Una vez en mi habitación, me quito la ropa sudada y la gorra, y me doy una ducha. Me peino el cabello húmedo con los dedos y me lo recojo atrás con un lazo. Me pongo un camisón que mi madre me trajo el año pasado de París, de seda azul con un ribete de encaje blanco.

Estoy a punto de retirar el edredón cuando oigo un golpe en una de las ventanas. «El viento», me digo, pero el golpeteo se repite, con persistencia.

Corro las cortinas y ahí, recortado contra el cielo nocturno, está Hunter.

Parpadeo. ¿Estoy soñando?

Pero cuando abro los ojos, sigue ahí, sonriéndome y señalando el cierre de la ventana. Lo abro y corro los cristales a ambos lados. El aire caliente llena mi habitación inmediatamente.

—¿Qué estás haciendo aquí? —le susurro con aspereza—. ¿Estás loco?

—Estoy aquí para verte —dice, agarrándose con las manos a ambos lados del alféizar para mantener el equilibrio—. Y sí, estoy un poquito loco. Pero nada que no puedas manejar. ¿Por qué has salido corriendo antes?

Lanzo una mirada a la puerta de mi habitación.

—Podrías despertar a todo el mundo si te quedas. Dudo de que se alegren demasiado de que un místico se cuele a hurtadillas por mi ventana.

Hunter levanta las manos.

—No me estoy colando. Me has abierto la ventana. Eso cuenta como una invitación, ¿no?

—No —contesto—. No lo es.

—Mira —dice Hunter—, necesito explicarme. Solo déjame hablar contigo unos minutos y luego me voy. Te lo prometo.

Le miro fijamente y me sorprende lo familiar que me resulta su cara. Hay algo en él —su actitud relajada, quizá, o el modo en que me mira— que me hace sentir que puedo confiar en él.

—Vale. —Me subo las mangas del camisón—. Unos minutos, eso es todo.

—Gracias —dice Hunter mientras se abanica con su misma camiseta—. Maldita sea, qué calor. —Por un segundo, veo los músculos tensos de su estómago, su piel dorada. Luego extiende el brazo y dejo que me coja de los dedos y me ayude a salir al balcón.

—Tu tiempo empieza ya.

—No quiero hablar aquí —me dice—. Podrían oírnos.

Contemplo la ciudad: la vista desde aquí arriba es espectacular. La red de puentes colgantes y arcadas cubiertas que conectan los edificios queda envuelta por la luz procedente de las agujas; el cielo es de un azul oscuro, con nubes grises que recuerdan a las nubes de algodón de azúcar de la feria.

—¿Adónde quieres ir? —pregunto—. ¿A la Luna?

—No… —contesta Hunter, al tiempo que suelta mi mano—. Tengo una idea mejor.

Con cuidado, Hunter levanta una mano en el aire, y las puntas de sus dedos empiezan a irradiar el mismo verde brillante que vi cuando me rescató en las Profundidades. El resplandor se convierte rápidamente en rayos de luz que salen de las puntas de sus dedos, tan eléctricos que casi resultan cegadores.

Al principio son cinco, cada uno como un sable extendido. Luego Hunter flexiona los dedos y los rayos se fusionan en una masa espesa que hiende el cielo. Echa el brazo hacia atrás como ha hecho antes en la feria, solo que esta vez está utilizando su energía y la apunta hacia el tejado de mi edificio.

La luz verde que mana de su mano es deslumbrante. Hunter la arroja alrededor de uno de los pilares de la azotea como si fuese una especie de cowboy de otro mundo, con las líneas y músculos de su rostro tensos mientras se concentra, su piel matizada por el resplandor.

Entonces me tiende la otra mano.

—¿Estás preparada?

—¿Preparada para qué?

Me guiña un ojo y me atrae con un gesto de los dedos.

—Vamos, Aria. Ten un poco de fe.

—¿Estás loco? No pienso… colgarme hasta la azotea contigo, o lo que sea que tienes planeado.

—¿Por qué no?

El rayo parece asegurado alrededor de la columna de la azotea. Pero, en serio, ¿cómo podría aguantarnos a los dos? Todo lo que envuelve a Hunter resulta improbable. Y aun así, todavía no me ha fallado.

—Está bien —digo.

En cuanto nuestros dedos se tocan, experimento una descarga que hace que me hierva la sangre y se me dispare por todo el cuerpo como si me hubiese caído un rayo.

—¡Hunter! —grito, pero sus ojos son apenas dos rendijas, y está concentrado en mi mano. La sacudida de electricidad remite rápidamente, dejándome con una especie de rumor cálido que me eriza la piel.

—Lo estoy intentando —dice él—. Quiero que estés segura conmigo. Siempre.

Me atrae hacia sí para abrazarme; nuestros pechos encajan como piezas de un puzle. Le rodeo el cuello con los brazos y me aferro a sus hombros.

—Sujétate —dice.

—Oh, lo haré. No te preocupes.

Y entonces noto que nos movemos.

Hunter deja el balcón de un salto. Por un segundo, parecemos congelados en el aire, como si el tiempo se hubiera parado.

Y entonces caemos.

Me da un vuelco el estómago, como si descendiésemos directos a las Profundidades. Trago aire, pero eso no me hace más que toser. Cierro los ojos con fuerza: si voy a morir, no quiero verlo.

Pero luego noto que ascendemos a toda velocidad por el cielo como si fuésemos montados en las nubes. Abro los ojos. Se me acelera el corazón, podría salir catapultado de mi caja torácica en cualquier momento.

—Aria —susurra Hunter—, mira.

Contemplo las Atalayas; nos encontramos suspendidos en el aire, el viento se mueve a nuestro alrededor.

—Uau —consigo decir.

Estamos rodeados de un azul casi negro. Las fachadas de cristal de los rascacielos relumbran como piedras preciosas. Las agujas giran de forma majestuosa, y la rejilla plateada de los puentes de las Atalayas es como una red de luz que se extiende sobre la ciudad.

Y entonces el tejado del edificio donde vivo está tan cerca que Hunter me grita:

—¡Salta!

Y lo hago, soltándome de él y saltando a la azotea. Se me doblan las rodillas, pero no me caigo. Me enderezo. Desearía no ir vestida con un camisón finísimo.

La luz se desvanece de inmediato, y Hunter cae conmigo en la azotea.

Le lleva un minuto recuperar las fuerzas. Se dobla sobre sí mismo y respira hondo.

—Ha sido increíble —digo, prácticamente incapaz de hablar.

—¿Eso? —dice Hunter con indiferencia, frotándose las manos en los vaqueros—. Bah, solo un truco barato, de verdad. —Se encoge levemente de hombros—. Pero me alegra que te haya gustado.

—Me ha encantado.

La azotea está prácticamente vacía. Veo varios atomizadores para refrescar el aire y paneles de cristal ahumado para proteger la zona del patio. Hay algunos muebles de jardín para aquellos que soportan el calor y un pequeño invernadero de cristal cerca del otro extremo, donde mi madre cultiva sus propias rosas.

—Bien, entonces —dice Hunter.

Por un momento, parece reflexivo. Me gusta cómo las sombras de la noche definen aún más sus rasgos y esculpen su mandíbula; cómo el azul de su camisa resalta el azul de sus ojos, que centellean de entusiasmo; cómo su nariz y sus labios y sus dientes interactúan en perfecta armonía.

De repente sus brazos me rodean y me atraen hacia su pecho. Incluso a través del tejido de mi camisón, el contacto con él me produce un hormigueo en la piel. Estar con Thomas no tiene nada que ver con esto…, lo que quiera que sea esto.

Entonces recuerdo las maravillosas cartas que me escribió Thomas y me siento culpable.

—¿Por qué has venido? —Bajo la vista y ahí está: el tatuaje de Hunter. Una supernova. Trazada con tinta negra. Por el modo en que está sombreada, el centro parece una bola incandescente con esquirlas que estallan hacia fuera.

Me aparto ligeramente para poder mirarle a los ojos.

—Estabas en el balcón la noche de mi fiesta de compromiso, ¿verdad?

No contesta.

—¿Me estás espiando?

—«Espiar» tiene una connotación tan sucia… —dice Hunter, que me acaricia la espalda con la palma de la mano—. ¿Qué hay de «tenerte vigilada»?

Estamos tan cerca que puedo percibir los latidos de su corazón. Nunca he sentido nada parecido a lo que siento entre sus brazos, tan seguros, a salvo.

—¿Por qué no me has hablado de tu madre, de quién es? ¿Por eso me vigilabas? ¿Para controlar a la competencia?

—No. Quizá. —Hunter desvía la vista—. Creí que no me hablarías si lo supieses.

—Tu madre se opone a todo aquello en lo que creen mis padres —contesto—. Pero yo no soy mis padres.

—Aria —me susurra al oído.

—¿Sí?

—Bésame.

Unimos nuestros labios con suavidad, y siento que estoy viva, ardiendo, que puedo hacer cualquier cosa en el mundo. Sé que es porque él es místico, pero hay algo más que eso. Algo acogedor y familiar, algo seguro y que me atrae irresistiblemente en el contacto con sus labios, en la caricia de su lengua en la mía. Nuestra pasión es como lo que describían mis cartas de amor: es como volver a casa, al fin, cuando ni siquiera sabía que me había marchado.

Me suelta el lazo del pelo, lo deja caer al suelo y me pasa los dedos por el cabello, aún húmedo de la ducha. Hay algo tan familiar en él… podría ser nuestro primer beso o el número cien. Todo esto es demasiado, y me aparto para recobrar el aliento.

—Uau —dice Hunter, que inhala hondo—. Sencillamente… uau.

Doy un paso hacia el borde de la azotea, mirando la caída. Tengo millones de mariposas en el estómago. Me calmo y veo el balcón de mi dormitorio.

—Una pregunta —le digo—. ¿Cómo llegaste a mi balcón? No hay forma de entrar desde las Atalayas.

—Hay una fisura —contesta Hunter. Habla en voz baja pero firme, como si le preocupara que todo esto de la magia y la energía y las fisuras me matara del susto… cosa que prácticamente consigue—. Desde donde vivo yo hasta donde vives tú, hasta tu balcón.

—¿Qué es una fisura?

Hunter hace una mueca.

—Es como… un atajo. ¿Sabes que la pantalla de tu TouchMe tiene un acceso rápido a los programas que utilizas mucho? Es como eso, pero para viajar de un lugar a otro. A lugares a los que normalmente no podrías ir sin… problemas.

—¿Es así como llegaste al balcón en mi fiesta de compromiso?

Hace un gesto de dolor al oír la palabra «compromiso», pero asiente.

—¿Cualquiera puede usar esa fisura?

—No —dice Hunter, secándose la frente con el dorso de la mano—. Está protegida por un escudo místico. Nadie sabe que existe excepto yo. Y Turk.

Estoy a punto de preguntarle por qué iba a existir una fisura desde donde él vive hasta mi balcón cuando Davida aparece en la azotea. Pasa junto al invernadero cuando me ve, y viene directa hacia mí.

—Aria —dice—, he estado buscándote por todas partes. Tus padres acaban de llegar de una fiesta que se ha alargado. Preguntan por ti.

—Oh —digo, sin saber qué responder. Pensaba que estaban en la cama.

Veo que Davida intercambia una mirada con Hunter, y se produce un cambio claro en ella, su cara refleja una mezcla confusa de emociones.

Se conocen.

Hunter extiende su mano de nuevo: aparece la familiar luz verde, con la que teje una plataforma, moviendo sus manos con ademanes rápidos, tensos y circulares. El resplandor de los rayos dota a Davida de un tono verde y enfermizo.

Hunter salta a la plataforma y esta oscila hacia abajo, desde la azotea hasta mi balcón. Una vez allí, alza un brazo, y se forma un círculo de un verde brillante, del tamaño del cuerpo de una persona. Sale de la nada, de pliegues invisibles en el cielo.

Debe de ser la fisura.

Hunter me lanza una mirada breve e intensa con aire desesperado. Estoy a punto de decir algo, lo que sea, de gritarle que no se vaya, cuando salta al interior del círculo. Este se contrae en un punto con un pop y desaparece.