Debería irme a casa.
Tengo tanto que procesar… Thomas, mis padres, el doctor May. Pero me distraigo: me llegan sonidos procedentes del interior del Bloque. Me levanto la gorra y me esfuerzo por atisbar por encima del muro de ladrillo que rodea la zona: por los aires ascienden chispas de colores como fuegos artificiales. ¿Qué está pasando?
Fragmentos de luz azul y roja y rosa hienden la niebla, entrecruzándose, deslumbrantes. Los colores hacen que la zona resulte más hospitalaria; me siento atraída hacia ella. El rugido de una multitud me llena los oídos, una mezcla de risas, gritos y aplausos. Está ocurriendo algo de carácter increíblemente festivo.
Pero ¿qué?
Me seco el sudor de las palmas de las manos en los pantalones. Con unas carreras rápidas, decididas, estoy en uno de los puentes. El muro que rodea el Bloque es enorme e imponente, pero alguien ha hecho un agujero para atravesarlo y, así de sencillo, estoy dentro. Ni escáneres ni sensores dactilares. Supongo que a la gente aquí no le preocupa que intenten entrar en el Bloque cuando tantas personas se mueren por salir.
A diferencia del resto de las Profundidades, donde al menos se puede caminar por una parte del pavimento de la ciudad, la mayor parte del interior del Bloque está cubierta de agua. Para cruzarlo y, al mismo tiempo, permitir el acceso de las góndolas, se ha alzado un laberinto de pasarelas de acero. Las barandillas están mugrientas y resbaladizas, pero me agarro a ellas de todos modos, pues me da miedo perder el equilibrio.
La pasarela es lo bastante ancha para permitir el paso de tres o cuatro personas. Me alejo lentamente de la entrada del Bloque, hacia… no sé. Hay otras pasarelas en paralelo a la que estoy recorriendo; parecen llevar al centro mismo del Bloque, aunque no tengo ni idea de qué hay en el centro. Deduzco, sin embargo, que es allí donde se está llevando a cabo la celebración, de donde procede la luz.
Alzo la vista hacia las ventanas de las casas, aunque parecen desiertas. Los edificios del Bloque están construidos sobre pilotes, lo bastante altos para salvar el agua, y continúan en la distancia. Varias personas pasan por mi lado arrastrando los pies, sin prestarme atención. Luego alguien me coge del brazo y me atraviesa una oleada de energía, como si me estuvieran electrocutando.
—¡Ahhh! —exclamo, dando un salto atrás y liberándome. Me vuelvo para echar a correr, pero la mano me coge de nuevo. «Oh, Dios. Voy a morir.»
La figura lleva una capucha que le cubre el rostro. Lo único que alcanzo a ver son las chispas de sus ojos cuando se inclina hacia mí y me dice:
—No deberías estar aquí. —Luego se retira la capucha y descubro que es Hunter.
Suspiro de alivio. Está incluso más guapo de lo que lo recordaba. Su cabello, del color de un rayo de sol, está alborotado, y se lo peina hacia atrás con las manos. Debajo de la capa lleva una camiseta ajustada azul marino con cuello de pico y unos vaqueros rasgados. Sus ojos azules brillan en la oscuridad.
—¿A ti qué te importa adónde voy? —La pregunta surge con mayor dureza de lo que pretendía.
—No me importa. La verdad es que no. —Se muerde el labio inferior y aparta la vista. Sé que está mintiendo. Esto, en lugar de cabrearme, en cierto modo… me halaga. Recuerdo a Turk diciéndome lo críptico que es Hunter, lo difícil que puede resultar comprenderle.
Miro hacia delante, al interior del Bloque.
—¿Adónde vas? —le pregunto.
Levanta una ceja.
—¿Adónde vas tú?
—A casa.
—¿A través del Bloque? —Está claro que no le parece una buena idea—. Déjame ayudarte. Creo que no te vendría mal un guía turístico.
—Puedo hacerlo sola.
Hunter niega con la cabeza.
—No pienso arriesgarme. Venga, vámonos. —Vuelve a ponerse la capucha, me coge de la mano (siento un cosquilleo delicioso) y nos vamos.
Al principio me sorprende su sigilo —Hunter se mueve como un gato y, con la capucha tapándole la cara y las manos en los bolsillos, prácticamente se funde con la noche—, pero, después de todo, es un rebelde. Está acostumbrado a esconderse, a desaparecer. No me extraña que no le hayan atrapado y que no esté en la cárcel.
Nos adentramos en el Bloque sin apenas hablar. Miro hacia arriba; a cada lado hay casas místicas destartaladas con tejados que parece que puedan desplomarse en cualquier momento. El agua negra verduzca que pasa por debajo desprende un olor salado insoportable. Noto una leve pendiente. Debemos de haber caminado un kilómetro y medio, aunque no sé hacia dónde nos dirigimos.
Los gritos procedentes de más adelante parecen oírse cada vez más fuertes.
—Vamos —dice Hunter, mirando por encima del hombro—. Tortuga.
—¡No soy lenta!
—Eres como un caracol. Si estuviésemos en Francia, se te comerían.
—Oh, por favor…
Y cuando menos me lo espero, se acaba la pasarela. De repente mis pies pisan una superficie blanda: una masa de tierra que sobresale del agua. Calculo que estamos en uno de los puntos más altos del Bloque.
—¿Qué es esto?
Hunter baja la vista.
—Hierba.
¡Ah! He leído acerca de esto en la escuela, en las Atalayas no existe. Me detengo, me agacho y acaricio los flecos verdes y marrones con las manos.
—Aria.
Me vuelvo hacia él con brusquedad.
—¿Sí?
—Si te gusta la hierba, los árboles te van a encantar.
Enseguida levanto la cabeza: hasta donde me alcanza la vista hay tierra, más tierra de la que he visto nunca, salpicada de árboles, árboles vivos. ¡Árboles! Son delgados y de aspecto enfermizo, y no se parecen en nada a las plantas exuberantes de los invernaderos de las Atalayas, pero ahí están. Me sorprende que nadie en las Atalayas parezca saber de la existencia de todo esto.
—¿Sabes?, no siempre ha sido así —dice Hunter.
Caminar junto a él hace que me sienta protegida. No puedo evitar fijarme en los músculos de sus brazos, que ejercen presión contra las mangas de algodón de su camiseta.
—¿Así cómo? —le pregunto.
—Tan destartalado y hecho polvo. El Bloque solía ser bonito: el núcleo de la ciudad.
Miro a mi alrededor y arrugo la nariz.
—¿Qué ocurrió?
—Evidentemente, has oído hablar de Ezra Brooks —dice Hunter.
—¿De quién?
Hunter deja caer la mandíbula.
—Bueno, sabes lo de la Conflagración, ¿no?
Pienso en lo que he aprendido en la Academia Florence.
—Por supuesto. Fue un ataque contra la ciudad. Ahora es un día de duelo por los cientos de vidas que se perdieron a causa de la bomba mística.
—Ezra Brooks murió en la Conflagración. Era el representante que los místicos habían escogido para las elecciones frente al hombre de tu familia y el de los Foster. Ezra trató de convencer a las autoridades de que pagaran por las obras de restauración para devolver al Bloque su antiguo esplendor. Cuando murió, el gobierno abandonó el plan y lo convirtió en el único sitio en el que los místicos podían vivir legalmente, en la parte más indeseable de todo Manhattan.
—¿«Indeseable»? Pero aquí hay suelo firme —respondo—. En las Atalayas no hay nada parecido.
—Cierto. Pero piensa que aquí hace mucho más calor que ahí arriba. Nadie que no se vea obligado a hacerlo querría vivir en las Profundidades. Además, no hay tanta tierra.
Miro alrededor. Resulta triste que todo esto permanezca oculto, pero supongo que tiene sentido.
—Y ese tal Ezra Brooks… ¿era un místico?
—Sí. La verdad es que era un gran hombre —me explica Hunter al tiempo que pasamos por un conjunto de chabolas, que tienen las ventanas abiertas y desnudas, y a cuyos tejados les faltan tablillas de madera y refuerzos de pintura.
Pienso en los pósters de campaña que he visto de camino a la casa de Lyrica.
—¿Era familia de Violet Brooks?
—Claro —dice Hunter—. Su padre.
Me detengo. Más adelante hay una ventana de la que sale luz; veo a una familia —un hombre y una mujer jóvenes con un niño— sentada a la mesa, cenando.
—En la explosión no solo murieron no místicos, ¿sabes? —dice Hunter—. Nosotros también perdimos a mucha gente: inocentes que no habían hecho nada malo.
»Después de la Conflagración, las autoridades emprendieron los drenajes y nos obligaron a todos a vivir en el Bloque. —Hunter se detiene al ver que sigo mirando a la familia—. Esos son los Terradill, Elly y Nic. Tienen un niño de unos cinco meses. Nic tiene una góndola con varios hombres más, así es como se gana la vida.
—¿Son amigos tuyos?
Hunter se para a pensarlo.
—¿Amigos? En realidad, no. Pero todos conocen a todos en las Profundidades. Somos una comunidad bastante unida.
Hunter va señalando las casas de otras familias místicas, la mayoría posee sus propias góndolas, y se gana la vida de manera independiente, o trabaja para el gobierno en las Profundidades, conduciendo taxis acuáticos, recogiendo la basura, dedicándose al mantenimiento de edificios o a otros trabajos mundanos. Por la forma en que habla de ellos parece que los conozca bien a todos.
—Cuanto más adentro esté la casa, más cerca del Great Lawn, más dinero tiene la familia. —Echa un vistazo a mi bolso y a mis zapatos—. Aunque eso es relativo, claro. Ya sabes, ni siquiera se acerca a la cantidad de dinero que tiene la gente de las Atalayas.
Intento sonreír: Hunter está eludiendo la cuestión de que mi familia es una de las razones por las que sufre toda esta gente, por las que todos viven en unas condiciones tan terribles, sin dinero ni comida suficientes. De repente se me revuelve el estómago.
—¿Y tú dónde vives? —pregunto para cambiar de tema—. ¿Dentro, de donde viene el ruido?
El volumen de los sonidos —la música y el alboroto, y los gritos alegres de los niños— ha ido aumentando a medida que nos adentrábamos en el Bloque.
Hunter no contesta.
—Vamos —dice—. Hay un PD a unos cientos de metros de aquí, justo fuera del Bloque.
—Espera —replico cuando se dispone a cogerme de la mano. Nuestros dedos se tocan y mi mano vibra con energía.
Él se aparta.
—Perdona. Se me olvida lo peligroso que puede ser tocarte para ti, no estoy acostumbrado a tratar con…
—¿No místicos?
Hunter esboza una sonrisa.
—Iba a decir chicas. Pero sí, claro. No místicos.
Noto cómo me ruborizo; gracias a Dios está oscuro y no puede verme.
—Bueno, no lo sientas. Ten cuidado. —Por primera vez en mucho tiempo me siento relajada, a pesar de hallarme en esta parte de la ciudad extraña y peligrosa. Puede que tenga algo que ver con lo que me ha dicho Lyrica, pero también sé que tiene mucho que ver con Hunter, con lo cómoda que me hace sentir—. Todavía no estoy preparada para volver a casa.
El rostro de Hunter se ilumina.
—¿De verdad?
Justo en ese momento oímos lo que suena como el estallido de un cohete en miniatura en el cielo.
—¿De dónde viene todo ese ruido?
—De la feria —contesta Hunter—. No pasa a menudo, pero es un gran acontecimiento. Todo el mundo se suelta la melena y se olvida de sus preocupaciones. Bueno, por una noche.
—¿Qué es una feria?
Hunter parece impresionado.
—¿En serio? Bueno, vamos. No podemos dejar que te vayas del Bloque sin pasarlo bien un rato.
La feria es lo más animado que he visto nunca. Es una especie de fiesta de derrumbamiento, pero, en lugar de celebrar la destrucción, aquí todo el mundo parece celebrar la vida.
Hunter me conduce por un laberinto de casetas en las que los místicos venden sus objetos: baratijas diminutas, y muñecas y zuecos de madera, hileras de bollos y magdalenas, y caramelos y bombones, vestidos hechos de un tejido fino que ondea al viento, y gorros, guantes, cinturones y decenas de cosas más.
Por mi lado pasan místicos con platos de masa frita y las manos cubiertas de azúcar glasé.
—¡Mira! —Señalo un tanque lleno de agua, en el que un místico espera sentado a que le tiren. Está empapado, lo que me hace pensar que ya se ha sumergido. A unos metros, un grupo de chicos lanzan bolas diminutas a la palanca del tanque con la esperanza de volver a hundirlo.
—El agua parece fría —dice Hunter frotándose los brazos—. ¿Quieres uno? —Hace un gesto hacia una caseta llena de animales de peluche, de los que mi madre nunca me permitía tener cuando era pequeña: ositos con lazos en el cuello, jirafas y monos, y otros animales exóticos que encontrarías en un zoo.
—Claro —contesto—. Pero aquí no tengo crédito, y no me quedan casi monedas…
Hunter se burla de mí.
—Aria, no puedes comprarlos y punto.
—¿No?
—No. —Hace un gesto a la señora de la caseta, que asiente y le pasa cinco aros de plástico, todos de diferentes colores. Parecen pulseras baratas y demasiado grandes. La luz de la feria ilumina el rostro de Hunter—. Tienes que ganarlos.
—¿De verdad?
—Sí. —Hunter flexiona sus bíceps—. Toma, aguanta estos. —Me tiende cinco de los aros y se queda uno—. Ahora quédate ahí y observa cómo trabaja un maestro.
Hunter mira la hilera de botellas de refresco vacías. Cada una vale un número determinado de puntos, cuantos más puntos obtengas lanzando el aro a la botella, más bonito será el peluche que ganes.
Estira el cuello y gira la muñeca: el aro se eleva desde su mano y golpea la botella de refresco en el centro con un clinc, sin acertar en el cuello, y cae al suelo.
—¡Oh, no! —Hunter me mira avergonzado—. Eso no ha sido culpa mía, ¿sabes? Era un aro malo.
La mística de la caseta se echa a reír.
—Por supuesto —digo—. Defecto de fábrica. —Me deslizo un aro azul por la muñeca—. Toma, prueba con este.
—Gracias. —Hunter observa la botella del centro, que equivale a mil puntos: el premio más alto.
—Voy a por ti. —Echa la mano hacia atrás y tira el aro. Imprime demasiada fuerza en el tiro: el aro golpea la botella y luego cae al suelo cerca del primero.
—¡Te juro que esto se me da bien! —exclama Hunter. Me echo a reír tontamente, y él también lo hace—. De verdad.
—Te creo. Pero ¿y si me dejas probar a mí?
Hunter ladea la cabeza.
—¿Eh?
Me quito el aro verde de la muñeca.
—Observa y aprende.
Miro la misma botella del centro y giro la muñeca adelante y atrás, practicando. No quiero un tiro demasiado fuerte, pero tampoco demasiado flojo. Echo el brazo hacia atrás y suelto el aro: este sale volando y cae directamente en la botella.
—¡Oh, Dios mío! ¡He ganado! —Salto arriba y abajo, y Hunter me envuelve con los brazos. Inmediatamente me congelo, tiesa como un palo, y Hunter se aparta, avergonzado.
—Lo siento.
—No pasa nada —digo—. No te preocupes.
Hunter recoge los aros del suelo y yo devuelvo los que no hemos usado. La mística de la caseta me guiña el ojo.
—¿Cuál, señorita?
Estoy estudiando la selección de animales de peluche cuando, con el rabillo del ojo, veo a una niña —de no más de seis o siete años— mirando con anhelo una jirafa naranja a unos pasos. Tiene la cara y las manos sucias, y la tela beige de su vestido está desgastada.
—Esa —digo al tiempo que señalo la jirafa.
La mística me la entrega.
Hunter le da una palmadita a la jirafa.
—Buena elección, Aria. Parece muy sana.
La niña me está mirando y me acerco a ella.
—¿Cómo te llamas?
Se queda callada.
—No pasa nada —le dice Hunter, como si conociera a la niña; aunque, en realidad, es probable que así sea—. Puedes decírselo a Aria. Es mi amiga.
—Julia —contesta la niña en voz baja.
Le tiendo la jirafa.
—Bien, Julia, la he ganado para ti.
Esboza una leve sonrisa.
—¿De verdad?
—Por supuesto. —La veo coger el animal de peluche con indecisión—. ¿Cuidarás bien de ella?
Julia asiente enérgicamente.
—Sí. Te lo prometo.
Hunter le limpia un poco la cara a Julia.
—Probablemente deberías volver ya con tu madre, ¿no? Apuesto a que te está buscando.
Julia mira a Hunter y luego a mí.
—Gracias. —Se introduce corriendo en la multitud con el peluche acunado entre sus brazos.
—Eso ha sido muy amable —dice Hunter. Me mira de un modo tan intenso que puedo sentir cómo me ruborizo.
—No ha sido para tanto. —Aparto la vista—. ¿Qué es eso? —Señalo una máquina grande y ruidosa que parece producir montones de pelusa rosa.
—Algodón de azúcar —dice Hunter, y me da un codazo juguetón—. ¿Quieres?
—No, ¡tiene una pinta horrible!
—¿Estás de broma? ¡Está delicioso! —grita y vuelve a cogerme de la mano. La sacudida esta vez es menos impactante, más manejable. Me pregunto si está haciendo algo con su cuerpo para que sea así o si me estoy acostumbrando a él.
Dondequiera que mire veo gente animada. Es la primera vez que veo a místicos drenados que parecen felices. Siguen teniendo un aspecto débil, con la palidez que, ahora me doy cuenta, es consecuencia de los drenajes; incluso los niños tienen círculos oscuros bajo los ojos, y la piel pálida, blancuzca. Pero a nadie parece importarle. Todos sonríen y ríen y se persiguen unos a otros. Hay juegos por todas partes, ¡y luces! Hay tantas luces… es como algo sacado de una película, el modo en que los azules, y los verdes, y los morados, y los rojos quedan capturados en el interior de farolillos de papel que se alinean por las casetas, bombillas diminutas que cuelgan de los árboles como en Navidad.
—Esta es la única parte del Bloque que no se inundó —me explica Hunter—. Por eso aún quedan hierba y árboles.
La hierba es verde en su mayor parte, aunque tiene parches resecos de color amarillo y marrón; aun así, cuando caminas por ella resulta tan suave que me dan ganas de quitarme las zapatillas y correr descalza por el césped.
—¡No tiene nada que ver con caminar por las Atalayas! —grito por encima del ruido de la feria.
Los árboles aquí son altos y alargados, con ramas nudosas que se curvan y hojas que se extienden en un baldaquín por encima del Great Lawn. En la distancia, el agua se ha estancado en medio de algunas de las zonas más bajas del suelo, creando pequeñas lagunas de un verde azulado salpicadas de nenúfares. Un gran puente de hierro cubierto de musgo y hiedra enredada atraviesa un canal más grande que pasa al otro lado del césped.
En el horizonte se ven la ciudad —los cimientos de los altísimos rascacielos— y montones de rocas en las que descansan las parejas, recostadas y contemplando el cielo.
Hunter se ríe.
—¿Te lo estás pasando bien?
Con la luz, Hunter resulta deslumbrante, y por un momento me olvido de respirar.
—Aria, ¿te encuentras bien?
—Estoy bien —digo con un gesto de la mano.
Caminamos por un pasillo de casetas improvisadas, y luego giramos en la esquina. En su favor, he de decir que a Hunter se le da bien lo de mantenerme alejada de las multitudes.
—Creo que necesito un descanso —digo.
—Espera. —Hunter vuelve a cogerme de la mano—. Conozco el sitio perfecto.
Me conduce lejos de la feria, a través de una arboleda y hacia lo que parece una montaña a escala reducida.
—¿Dónde estamos? —pregunto.
Sonríe.
—En el castillo de Belvedere. Se construyó hace tiempo, a finales del siglo XIX. Tiene algo, ¿verdad?
La estructura que tengo ante mí parece sacada de un libro de historia: la fachada está hecha de piedra de varios tonos de gris, y hay una torre en la esquina que acaba en punta cónica. El castillo es enorme, se alza por encima del Great Lawn, donde se encuentra la feria. Se halla semioculto en una cantera, y tiene ventanas con arco de estilo gótico y muros de parapeto que brillan con luz tenue como ojos atentos. Hay algo espeluznante y majestuoso a un tiempo en él: una regresión a otro tiempo, a otro siglo, en el corazón del Bloque; una joya oculta entre tanta desesperación.
—Se está viniendo abajo —me dice Hunter—. Es muy peligroso. Pero a veces me gusta venir aquí y sentarme a pensar. —Se vuelve hacia mí—. Probablemente te parezca una estupidez.
—En absoluto —contesto.
Nos quedamos ahí de pie, el uno junto al otro, observando el castillo durante unos momentos.
—Hunter, hay algo que necesito preguntarte. Me gustaría saber…
—Escúpelo, Aria. —Se alborota el cabello y me mira con sus poderosos ojos azules—. ¿Qué es?
—¿Qué se siente al tener poderes místicos? —pregunta.
—¿Eso es lo que quieres saber? —Parece ligeramente aliviado.
Pienso en Lyrica, y en Turk, y en quienquiera que me haya borrado los recuerdos de la cabeza.
—Sí —contesto—. Ya sé que es ilegal y todo eso, pero siento curiosidad.
Hunter apoya la espalda contra un árbol y se mete las manos en los bolsillos.
—Para mí… es normal, supongo. Nunca he conocido otra vida.
—Pero ¿cómo es? —me acerco a él. Estamos a unos centímetros el uno del otro—. Cuando me curaste, y cuando me tocas… yo siento algo. ¿Tú también lo sientes?
Asiente.
—Cada místico tiene un tipo de poder distinto. Imagino que son como personalidades. No hay dos iguales. Alcanzan la madurez alrededor de los trece años.
—¿Cuál es el tuyo? —pregunto—. ¿Curar?
—La mayoría de los místicos tienen la capacidad de curar —me explica—, forma parte de nosotros. Mis poderes no tienen mucha utilidad, supongo. Los adquirí cuando tenía doce años, un año antes que la mayoría de mis amigos. Por ejemplo, puedo atravesar las paredes.
—¡¿Puedes atravesar las paredes?! ¡Enséñamelo!
—Ah, así que ¿ahora soy alguna especie de bicho raro al que puedes mangonear para divertirte?
Sus palabras hacen que me sienta horrible.
—No, no quería decir eso, para nada. Lo siento…
—Aria, ¡estoy bromeando! —Se saca las manos de los bolsillos y se las frota—. Relájate. ¿Quieres verme pasar a través de algo? No hay problema.
El árbol en el que estaba apoyado Hunter es grueso y gris, con la corteza desmenuzada y ramas como garras. El tronco tiene unos dos metros de diámetro, tal vez tres veces el tamaño de Hunter.
Él avanza lentamente, y su figura desprende un tenue resplandor verde. Entonces, como si no hubiese árbol alguno, pasa directamente a través de él. Por un segundo, Hunter se vuelve translúcido, casi invisible; oigo un ligero zumbido y aparece en el otro lado. El resplandor se desvanece como la imagen persistente cuando miras al sol y apartas la vista. Magia.
—¡Ha sido increíble!
—Gracias, gracias —dice, haciendo una reverencia—. Estoy aquí toda la noche.
Y atraviesa el mismo árbol de nuevo. Sucede tan rápido que no puedo ver realmente lo que ocurre o cómo vuelven a ordenarse sus partículas. Simplemente lo hacen.
—Extraordinario —me sorprendo diciendo—. Resulta difícil de creer.
—Vamos, no me digas eso —repone Hunter—. Vas a hacer que me ruborice.
—¿Qué otro tipo de poderes hay?
—Esto no te interesa de verdad, ¿no? —me pregunta con aire escéptico, ladeando la cabeza—. Solo estás siendo amable.
—No, no seas tonto —replico—. Es fascinante.
Echa a andar hacia el castillo. Le sigo, pasando por encima de hojas y raíces y ramas caídas.
—Algunos místicos pueden adoptar la apariencia de otra persona —me explica, conduciéndome por un tramo de escaleras de piedra—. Así puedes tener un aspecto completamente distinto. Pero al final se pasa. Otros místicos pueden utilizar su energía para influir en el tiempo, o incluso en el aire que les rodea. —Espera a que le alcance—. Conozco a una chica que puede desatar un tornado —dice—, y a alguien que puede prender fuego —Chasquea los dedos— con hacer esto.
—¿Puedes volar? —pregunto—. He oído decir que los místicos vuelan.
Hunter niega con la cabeza.
—Un mito. Los únicos que pueden volar son los pájaros. Bueno, y Superman.
—¿Y qué hay de respirar debajo del agua?
—Yo no puedo —dice—, pero mi amigo Marty sí. Aunque solo durante unas horas.
—¿Horas?
Hunter se ríe.
—Sí.
—¿Qué más?
—Todo tipo de cosas —continúa Hunter de manera informal, contando con los dedos—. Los místicos pueden curar heridas, como ya sabes. Crear luz. Manipular el agua. Algunos místicos son capaces de crear ilusiones o transformar un sólido en un líquido. Algunos tienen fuerza y velocidad sobrehumanas. Otros pueden usar sus poderes para levantar barreras mágicas, que llamamos escudos, para proteger zonas en las que no pueden entrar los no místicos.
Me asombra lo diferentes que son todos los poderes místicos entre sí.
—La energía mística puede actuar como potenciadora —me cuenta Hunter mientras caminamos, subiendo por las rocas hacia el castillo—, lo cual básicamente significa que si un metal está cubierto de energía mística, no hay nada que pueda romperlo salvo otro metal cubierto de energía mística. —Se detiene un momento—. Un arma de fabricación mística es mucho más que peligrosa.
—¿Hay algo que no puedan hacer los místicos? Quiero decir, aparte de volar.
Hunter se queda pensativo y se rasca la barbilla.
—Ningún místico puede devolver la vida a alguien.
—Eso espero. Daría… miedo.
—Probablemente estoy haciendo que suene más glorioso de lo que es. —Hunter recupera el equilibrio en una roca irregular, luego salta a otra. Le sigo—. Muchos de nosotros tenemos poderes realmente insignificantes. Conozco a una chica, Nelly, cuya mano actúa como una plancha de vapor. Genial contra las arrugas, pero poco más. Y un tipo llamado Enrico que puede hacer malabares con bolas de luz del tamaño de huevos. Tititiri… —Hunter pone los ojos en blanco y me río.
—¿Por qué son tan diferentes todos los poderes?
Hunter se encoge de hombros.
—Independientemente de cuál sea el poder, no significa que un místico tenga más o menos energía en su interior. Todos los místicos arden como el fuego. —Juguetea con el botón de su camiseta—. Bueno, hasta que se les drena.
Antes de que me dé cuenta, estamos al pie del castillo, bajo un enorme arco de piedra. Desde aquí puedo ver la feria entera, los colores y las luces, el Bloque Magnífico encendido por la fiesta.
—Esto es precioso —me veo diciendo.
Creo que oigo a Hunter decir «Tú eres preciosa» por lo bajo, pero tiene la vista puesta en otra parte, arriba, en la torre.
—¿Sabes?, todas esas cosas que te he contado… los místicos ya no pueden hacerlas. Por los drenajes. Solíamos ser grandes personas que ayudaron a construir esta ciudad. Ahora míranos: reducidos e impotentes. Esta feria, esta pizca de entusiasmo… no he visto a nadie tan feliz en todo el año.
«No es justo», me encuentro pensando. No quiero ser parte de este problema: quiero ayudar a solucionarlo.
—Pero ¿cómo podemos estar nosotros seguros de que si los místicos mantuvieran sus poderes no se rebelarían contra las Atalayas y matarían a todo el mundo? Quiero decir, mira la Conflagración: los místicos hicieron estallar un edificio y murieron cientos de personas.
Hunter me mira con aire burlón.
—Aria, ¿es eso lo que crees que ocurrió?
—Por supuesto que eso es lo que ocurrió. —Mi tono es tan seguro que no puedo evitar pensármelo dos veces—. ¿No?
—La bomba estaba hecha de energía mística —reconoce Hunter—, pero fue fabricada por místicos que traicionaron a los suyos, que trabajaban para el gobierno. Era la excusa que los no místicos necesitaban para tomar medidas enérgicas contra los místicos por todas partes. Ellos son los culpables: unos pocos individuos. No toda la población mística.
Me siento como si me hubiesen asestado un golpe en la cabeza.
—¿Qué tipo de persona sería tan horrible?
Pienso en mis propios padres. En lo que Lyrica me ha contado. Si son los responsables de manipular mis recuerdos…, ¿son acaso mejores que los místicos que traicionaron a los suyos?
Noto que se me humedecen las mejillas, y me doy cuenta de que estoy llorando.
—Aria, no llores. —Hunter me coge de la mano para reconfortarme, pero me atraviesa una sacudida de energía. Retiro mi mano—. Lo siento. Deja que vuelva a intentarlo —dice—. Tengo que averiguar cómo hacerlo sin hacerte daño.
Lentamente vuelve la palma hacia arriba. Está esperando que coloque mi mano sobre la suya, pero me da miedo. Entonces le miro a los ojos y lo siento: Hunter no va a causarme ningún daño. Sostengo mi mano en paralelo a la suya, para hacerle saber que no pasa nada. Una ráfaga de aire nos envuelve, poniéndome el vello de los brazos de punta.
Con cuidado me toca de nuevo: primero solo con un dedo, siguiendo el contorno de mi palma. La sacudida inicial cede paso a una sensación cálida, lo que me hace sentir como un montón de galletas recién salidas del horno. Hunter concentra su mirada, cierra los labios con fuerza mientras presiona las yemas de sus dedos contra las mías, una por una, hasta que unimos nuestras manos.
Estudio las líneas de su rostro, la curva de su cuello, y me doy cuenta de que nunca me he sentido tan cerca de nadie en toda mi vida. Me siento como si estuviese completamente desnuda.
Hunter me acaricia con dulzura la mejilla con la otra mano. Puedo sentir el calor de su aliento en mi cuello.
—Así está mejor, ¿verdad?
Trato de hablar, pero no me salen las palabras. Estoy nerviosa, bullendo por dentro.
Él retira su mano y da un paso atrás.
—Háblame de tu familia —me pide.
—¿Mi familia? ¿Qué pasa con ella?
—Tus padres. ¿Cómo son?
Hunter me conduce por el castillo, más allá de las columnas, que se caen a pedazos. Nos sentamos, apoyándonos en uno de los muros, y contemplamos la noche. La luz de la feria y de las agujas cercanas se refleja en una de las lagunas que hay por debajo del castillo, lo que hace que toda la zona brille tenuemente.
—No hay mucho que contar —le digo—. Ahora mismo lo único que les importa son las elecciones. Tienen tanto miedo de que Violet Brooks gane que están convirtiendo mi vida en un infierno. Apenas puedo salir de mi habitación sin un interrogatorio. Y Thomas…
Me atraganto con su nombre. Al principio estaba enfadada conmigo misma por sufrir una sobredosis y perder los recuerdos de nuestra relación… Sí, había cosas que no tenían sentido —los flashes confusos de recuerdos, el guardapelo, que él no me regaló—, aunque nunca habían bastado para hacerme dudar de verdad de si le había querido alguna vez. Pero ahora que sé que no sufrí una sobredosis, que nunca he consumido Stic, ¿cómo voy a saber si nada de lo que me han contado de Thomas es cierto?
Y aun así están las cartas. La pasión era real. ¿Cómo encajan las cartas en lo que me ha contado Lyrica?
—¿Qué pasa con Thomas? —La voz de Hunter es áspera, como si estuviese conteniendo sus emociones.
—Estamos prometidos. No hay nada más que decir.
El silencio entre nosotros se prolonga, y me pregunto si me ha oído.
—¿Le quieres? —me pregunta Hunter al fin.
—¿Qué clase de pregunta es esa? No es asunto tuyo.
—Vas a casarte con él. —Hunter se mueve un poco, de modo que nuestras piernas casi se tocan—. Debería ser fácil de contestar. ¿Le quieres o no?
Suspiro.
—Es… complicado.
—Entonces ayúdame a entenderlo.
Trato de pensar en algo que decir, pero lo único en lo que puedo concentrarme es en la visión de la rodilla de Hunter junto a la mía.
—No puedo. Ni yo misma lo entiendo. —Miro el Great Lawn. Aquí me siento como en casa, con Hunter, a pesar de que el Bloque, las Profundidades, son lo más opuesto a las Atalayas que pueda imaginar—. ¿Y qué hay de tu familia?
Hunter se deja caer contra el muro del castillo.
—¿Qué pasa con ella?
—Tú sabes un montón de cosas de la mía, pero yo no sé nada de la tuya —digo—. ¿A qué vienen tantos secretos?
Hunter abre la boca para hablar, cuando el crujido de una rama reverbera en el aire. Se yergue y mira alrededor con cautela.
—Venga. —Me tiende la mano—. Vámonos.
Volvemos sobre nuestros pasos por el castillo y estamos a punto de bajar por la escalera de piedra cuando levantamos la cabeza y descubrimos a una figura amenazante delante de nosotros, iluminada desde atrás por la luz de la feria.
—Hunter, ¿qué haces aquí? —La voz es femenina, pero fuerte—. Me ha parecido verte en la feria y te he seguido hasta aquí. Si alguien te ve…
La mujer se detiene. Reconozco su rostro inmediatamente: Violet Brooks, la mística que se presenta a la alcaldía.
Me reconoce con un solo vistazo.
Hunter se vuelve hacia mí y traga saliva.
—Aria Rose —dice—, te presento a mi madre.