La góndola motorizada avanza rápidamente por las ondas del agua del canal de Broadway. Este es uno de los canales más anchos que he visto en las Profundidades: está lleno de góndolas que pueden navegar de un lado al otro sin temor a chocar, además de un puñado de taxis acuáticos, más grandes.
Doblamos por un canal significativamente más estrecho y oscuro. Si hay números en las paredes de estos edificios más viejos, entre los ladrillos rotos y la pintura desconchada, no los distingo. Aquí no hay postes de luz, solo farolillos de luz mística, y están lejos y son escasos. La mayoría de las entradas al nivel del agua se vienen abajo y están marrones a causa del tiempo. Adheridas a la parte baja de estos edificios, algas de un verde amarillento se enredan como el pelo después de la ducha, flotando en el agua en grandes matas.
El gondolero se detiene al fin junto a un muelle desvencijado de madera y arroja un cabo hacia uno de los postes. Tira de la cuerda y acerca la góndola. Le pago y en un momento estoy en el muelle. Antes de que pueda darle las gracias, ha recogido el cabo y ha salido.
Por encima de mí, algunos apartamentos tienen luz, y puedo ver cuerdas de ropa tendida a través del canal, las camisetas interiores ondean al viento. En los espacios entre los altos edificios, el resplandor de las agujas en torno al Bloque Magnífico palpita en un lenguaje que me resulta incomprensible.
Pienso en Tabitha —«Sigue las luces»—, y me pregunto cómo se supone que voy a hacerlo cuando ni siquiera soy capaz de encontrar la dirección que me dio para ver a Lyrica: el número 481 de la avenida Columbus.
Hay carteles de campaña en los muros de ladrillo. Están mezclados con grafitis cargados de odio: las palabras FOSTER y ROSE aparecen tachadas o cubiertas de obscenidades. Me encasqueto la gorra, decidida a que esta vez no me reconozcan.
Los vagabundos parecen formar parte de las calles del mismo modo que los edificios. De todas las edades, desde niños pequeños hasta abuelos, todos tienen los mismos rostros envejecidos, la misma mirada cansada, la piel apelmazada por la suciedad. No son místicos, así que ¿por qué nadie se ocupa de ellos?
—¿Perdida, señorita? —me pregunta una mujer.
Asiento.
—¿Sabe dónde está la avenida Columbus? ¿Concretamente el número 481?
La mujer me lo señala. Le doy las gracias y me dirijo hacia allí.
Sé que debo de estar acercándome al Bloque cuando me doy cuenta de que los carteles electorales han cambiado. Estos carteles no los han estropeado. Una mujer de pelo rubio me mira desde ellos, sonriendo. Parece de la edad de mi madre, y va vestida con una chaqueta azul marino y una blusa blanca y almidonada. Su rostro irradia inteligencia y amabilidad. VOTA POR EL CAMBIO, dice el póster. VOTA A VIOLET.
De modo que esta es Violet Brooks. La mística que se presenta contra Garland. Hay algo en ella que me resulta familiar, aunque no tengo ni idea de por qué.
Finalmente la callejuela se abre a una carretera donde una serie de puentes cruzan el ancho canal y llevan a lo que debe de ser el Bloque Magnífico. El canal rodea el Bloque como un foso alrededor de un castillo, y por detrás de un muro de piedra descomunal asoman pisos de alquiler de aspecto endeble.
Ahora veo los números en los edificios. Acelero el paso, secándome el sudor de la frente. Número 477. Ladrillos que tiempo atrás quizá fueran rojos están marrones a causa de la suciedad. El número 479 es un edificio con una marquesina raída azul y blanca. Y el siguiente debería ser el 481…
Solo que el número que aparece es el 483. ¿Qué está pasando aquí?
Subo el escalón hasta la puerta de madera —parece a punto de venirse abajo con solo uno o dos golpes con los nudillos— y me asomo a la ventana que hay al lado. Al principio no logro ver nada, así que limpio un pequeño círculo con la mano, la suciedad me impregna los dedos inmediatamente. El interior se encuentra completamente vacío, anegado hasta la altura de la rodilla. Nadie en casa.
Vuelvo al 479. La puerta se halla oculta tras una verja de hierro. En la verja hay un timbre con un botón de bronce. Lo pulso. Quizá hubo un 481 en algún momento, pero está claro que ya no está por aquí. ¿Me dio Tabitha la dirección equivocada?
Me siento absolutamente derrotada. He hecho todo este camino y he arriesgado tanto con la esperanza de que Lyrica pueda ayudarme… Y ahora es como si ni ella y ni siquiera su casa existieran.
Paso por delante de los edificios una vez más y apoyo los dedos en el espacio en el que debería estar el 481. El ladrillo resulta áspero bajo mis dedos. Con el índice dibujo una línea imaginaria y suspiro.
Y entonces los edificios empiezan a despegarse.
No se produce ningún sonido, en realidad, apenas un leve gemido cuando los ladrillos comienzan a separarse suavemente, con lentitud, hasta que aparece otro edificio mucho más pequeño, de aspecto más acogedor. Nadie, ni siquiera los vagabundos de los alrededores, presta ninguna atención. Me pregunto si pueden ver siquiera lo que está ocurriendo.
El pequeño edificio tiene las paredes de estuco naranja y dos grandes ventanas en la fachada. Ambas están iluminadas con velas rojas que parpadean contra el cristal.
Se abre una puerta metálica, y de pie, en el interior, hay una mujer que no puede ser más que Lyrica.
Abre la boca y puedo ver que le faltan varios dientes, sus encías son más negras que rosadas.
—¿Has llamado? —pregunta.
La casa huele maravillosamente bien, a canela.
Sigo a Lyrica por un pasillo zigzagueante, dejamos atrás una escalera de madera y accedemos a un salón a la izquierda. Las paredes están adornadas con tapices orientales, y hay farolillos chinos de papel amarillos y azules colgando del techo. En las paredes pintadas se ve lo que parecen jeroglíficos esbozados a carboncillo.
Lyrica, que lleva una bata de seda bordada, me hace un gesto para que me siente.
—No te he visto antes —dice, al tiempo que toma asiento enfrente de mí.
Posee una belleza extraña: lleva el cabello gris recogido en trenzas delgadas con cuentas de colores e hilos de oro entrelazados. Tiene la piel del color del caramelo y suave en su mayor parte; las únicas arrugas son unas patas de gallo que se extienden desde las comisuras de sus ojos y algunas líneas de expresión alrededor de la boca.
Yo todavía estoy bajo la impresión de la magia que he presenciado.
—¿Cómo has…?
—Este lugar está protegido —explica Lyrica—. De los que me han perseguido. No todo el mundo puede acudir en busca de mi ayuda. —Me mira a los ojos con intensidad—. Solo aquellos que la necesitan de verdad.
—Yo la necesito de verdad.
Asiente en señal de acuerdo.
—¡Por supuesto! ¡Estás aquí! ¿Cómo te llamas?
—Beth —contesto. Me incomoda mentir, pero quiero que me ayude, y dudo de que nadie de las Profundidades quiera ayudar a la hija de Johnny Rose. Me quito la gorra y la dejo a mi lado.
—Beth —repite Lyrica lentamente, como si nunca hubiese oído ese nombre—. ¿Por qué has venido en busca de mi ayuda?
—Mis recuerdos… —digo—. Parece que los he… olvidado.
Lyrica enarca sus gruesas cejas.
—¿Cómo se pierden los recuerdos, hija?
Le hablo a Lyrica de la sobredosis, de que me desperté sin ningún recuerdo de mi relación con Thomas. De mi visita al médico y de las extrañas sensaciones que siguieron, de que de repente me sentí enamorada de Thomas, y luego se me pasó con la misma facilidad. Le hablo del sueño que he estado teniendo, del chico cuya cara no puedo ver. De las cartas de amor.
—Solo quiero recordar que le amo antes de que nos casemos —me encuentro diciendo—. Y no tengo adónde más ir.
Lyrica, que no me ha quitado ojo en todo el tiempo que he estado hablando, mira una esfera de cristal que cuelga del techo. Al cabo de un momento, sus ojos parecen iluminarse, y la esfera de repente gira con luz.
—¿Puedo tocarte? —Se acerca a mí, solo nos separan unos centímetros—. Es como mejor trabajo.
—Sí, si te sirve de ayuda.
Extiende los dedos y se inclina hacia delante. En cuanto me toca las sienes, una sacudida de energía me recorre el cuerpo. Se dispara por mis piernas y brazos, y me empuja violentamente hacia atrás.
—¡Uaaa! —Salto del sofá. Lyrica parece sorprendida y junta las manos en el regazo—. No has sido drenada.
Lyrica me mira como si mi afirmación fuese lo más obvio del mundo.
—¿Y?
Vuelvo a sentarme, cerrando las piernas. «El contacto con un místico tiene el potencial de matar a un ser humano», me recuerdo a mí misma.
—Ve con cuidado. Por favor.
Lyrica me pide que cierre los ojos. Vuelve a apoyar sus dedos en mis sienes; siento la misma sacudida inicial, pero esta luego se desvanece hasta ceder a una calidez amortiguada que fluye a través de mis extremidades.
A medida que su energía recorre mi cuerpo, en mi mente se fracturan y arremolinan flashes de memoria: imágenes de amigos y familiares, de Thomas, de mis padres, de Hunter y Turk y los místicos drenados de las Profundidades, y de mi sueño con el chico misterioso.
—Abre los ojos —me ordena Lyrica, y levanto las cejas.
Tiene las manos extendidas por delante de ella, y un brillo verde emana de las yemas de sus dedos. Me recuerda a Hunter, cuando peleó con los chicos que estaban intentando hacerme daño, cuando me curó la herida con solo tocarme. La luz parece lo suficientemente sólida para tender la mano y tocarla, pero me da miedo lo que podría ocurrir si lo hago.
Justo cuando empiezo a acostumbrarme a esta extraña visión delante de mí, Lyrica cierra los dedos. El brillo desaparece, y su rostro parece bañado por la calma.
—¿Te apetece una taza de té? —me pregunta de repente.
—Sí, claro —contesto.
Se dirige a la parte posterior de la habitación, cruza un umbral oculto por cortinas de color champán que caen desde el techo, y vuelve con dos tazas de cerámica. Me tiende una: en el fondo se amontonan trocitos de hojas del té y ramitas diminutas, dando vueltas en el agua.
—Espera —dice, y mete el dedo en mi té. Observo cómo el agua empieza a calentarse y a burbujear—. No te preocupes —añade—. Me he lavado las manos.
—¿Puedes calentar el agua con el dedo? —pregunto. La verdad es que tampoco me sorprende, está claro que sabe hacer magia.
Lyrica se ríe entre dientes.
—Estás pensando que esto tampoco es tan útil, ¿no? Este mismo dedo, hija, puede atravesarte la piel, el cráneo y abrasarte el cerebro en cuestión de segundos. —Se da cuenta de mi expresión de horror—. También puedo tostar un panini presionándolo entre las manos. Te sorprendería lo útil que resulta. —Da un sorbo a su té y yo la imito. Está bueno, sabe como a naranja y menta.
—Entonces —digo—, ¿has visto algo…, bueno, interesante? En mi cerebro, quiero decir…
Lyrica deposita su taza encima de la mesa.
—Voy a ser directa contigo. Es lo mejor. —Inhala de forma exagerada, y algunas velas parpadean en el pasillo—. Alguien ha manipulado tus recuerdos. Pero quienquiera que lo haya hecho ha dejado su trabajo inconcluso.
¿Manipular mis recuerdos?
—¿Qué quieres decir? —pregunto.
—Fuiste al médico y te operaron. ¿Me equivoco?
—No fue una operación exactamente. —Pienso en la visita al doctor May—. Pero pasé por una máquina y me pusieron una serie de inyecciones. Sí que recordé un poco después, pero los recuerdos eran… extraños.
Pienso también en aquella cena con Thomas, en la extraña voz en mi cabeza, en la intensa sensación de estar enamorada de él, de desearle. Luego pienso en cómo se desvaneció esa sensación. Pienso en cuando estuve en la habitación de Thomas, en la historia que me contó acerca de nosotros juntos en una góndola. En cómo empecé a visualizar una imagen en mi cerebro…, aunque solo era una imagen distorsionada. Los colores no encajaban, y nada resultaba natural.
—Pero eso ha ocurrido recientemente —digo—. Aun así me faltan recuerdos como consecuencia de la sobredosis. No entiendo la conexión entre ambas cosas.
—Quizá solo crees que has ido una vez al médico, o que te han operado una vez —puntualiza Lyrica y aprieta sus labios agrietados—. Aquí abajo a eso lo llamamos «magia manipuladora». Cuéntame más cosas de esa sobredosis.
—No lo recuerdo —reconozco—. Fue una sobredosis de Stic. Me han contado que casi me muero, pero que los médicos consiguieron salvarme…
Me interrumpe sacudiendo la cabeza con vigor.
—Tú nunca has ingerido Stic —asegura—. Lo sé por la forma en que actúa tu cuerpo. Todo en tu interior habla, ¿sabes?, y acabo de hablar con tu cuerpo. He interpretado a tus órganos y a tu sangre, y no hay rastro de energía mística en ellos.
—¿Estás segura? Me dijeron…
—Quienquiera que te haya dicho eso te está engañando —dice Lyrica—. Supongo que has sufrido al menos dos intervenciones: la primera para borrar los viejos recuerdos y la segunda para introducir los nuevos.
Se me hace un nudo en la garganta. No sufrí una sobredosis de Stic. Mi pérdida de memoria fue consecuencia de un procedimiento médico.
Thomas. Por eso no recuerdo nada de nuestra relación.
—La eliminación de esos recuerdos concretos fue un éxito, pero la implantación de los nuevos… eso no. Por eso se produjo una segunda intervención —dice Lyrica—. Aunque, ahora que te veo, no creo que funcionase tampoco.
¿Qué fue exactamente lo que le dijo mi madre al doctor May? «La última vez…»
¿Por qué querría alguien borrar mis recuerdos simplemente para implantar los mismos unas semanas más tarde? ¿Y por qué me iban a mentir mis padres acerca de la sobredosis?
—¿Es posible que recupere esos recuerdos? ¿Los que me quitaron?
Lyrica aprieta los labios con gesto triste.
—No a menos que los guardaran cuando te los quitaron. Hay formas de contener recuerdos, plegarlos y guardarlos en caso de que se necesiten en el futuro. Pero eso no es medicina… es magia. Una magia complicada, además. —Coge su té y le da otro sorbo. Yo bajo la vista y me doy cuenta de que me he acabado el mío—. Pero es posible. Si encontrases el contenedor de esos recuerdos, podrías llegar a liberarlos. Aunque incluso ese es un procedimiento delicado. Y bastante peligroso.
Se me cae el alma a los pies. Esperaba que hubiese algún modo rápido, algún arreglo fácil.
—Pero mi pregunta es la siguiente —dice Lyrica, sus iris oscuros resplandecen con algo de otro mundo—: ¿qué tipo de recuerdos tenías lo bastante importantes para que alguien quisiera poner tu vida en peligro con tal de eliminarlos? ¿Y quién te haría eso?
El silencio que se cierne sobre la habitación resulta asfixiante. Conozco la respuesta a esa pregunta, pero no quiero pronunciarla en voz alta: «Mi familia está poniendo mi vida en peligro con tal de que olvide».
Sostengo la taza vacía. ¿Cuánto tiempo llevo aquí? ¿Horas o minutos? No tengo ni idea.
—Gracias por su ayuda. —Hurgo en mis bolsillos en busca de algo con lo que pagarle, y dejo el par de guantes a mi lado en el sofá—. No sé lo que cobra, pero…
—¿De dónde los has sacado? —me espeta Lyrica. Antes de que pueda detenerla, se inclina y coge los guantes de Davida—. ¿Los utilizas para viajar en tren sin ser detectada? ¿Es así como has llegado aquí, hija? ¿Quién te los ha dado?
—No tengo ni idea de a qué se refiere —digo, y se los quito sin más.
—Esos guantes están encantados.
¿Por qué habría de tener Davida guantes encantados? ¿Y de dónde los ha sacado?
—¿Ves las puntas? —Lyrica señala las curiosas espirales que descubrí la primera vez que vi los guantes—. Las puntas tienen miles de capas de huellas dactilares, de gente ficticia, de gente que murió hace años, de quienquiera que sea. Sus huellas están ahí, cosidas a la misma tela, y no pueden retirarse. Cualquiera que lleve esos guantes puede coger el tren o el PD y pasar por los escáneres sin ser reconocido. Te registras como otra persona, y tu identidad cambia cada vez que los utilizas.
»Ten cuidado con ellos, hija. —Vuelve la cabeza—. Es hora de que te vayas.
En la puerta, me toca el hombro.
—Adiós, Aria, y buena suerte.
Dejo el 481 sin mirar atrás. Solo cuando me he marchado me doy cuenta de que Lyrica ha sabido quién era yo desde el principio.