—¡Los místicos acabarán con todos nosotros! —grito, aferrándome a Thomas por mi vida y señalando al hombre de piel amarillenta.
—¡Corten!
En cuanto las cámaras dejan de grabar, un equipo de maquilladores se me acerca corriendo para secarme el sudor de las mejillas.
Thomas sigue rodeándome con el brazo, y yo contemplo la escena del crimen.
El ataque rebelde de anoche destruyó un rascacielos entero. Los explosivos fueron detonados desde el interior; estallaron hacia arriba, penetrando a través del edificio desde las Profundidades hasta las Atalayas. Por suerte, estaba ocupado en su mayor parte por locales comerciales; los únicos que vivían allí eran los pobres de las Profundidades, y al parecer recibieron un aviso y evacuaron la zona. Dado que ya era de noche, en las Atalayas todo el mundo estaba ya en sus casas. La explosión fue más que nada un despliegue de fuerza.
Por desgracia, las paredes de treinta plantas cayeron en uno de los puentes de conexión, cortando los cables y aplastando a cinco miembros de una familia que regresaba a casa después de cenar.
—Aria… —El director del anuncio se acerca con paso despreocupado hasta el puente en perpendicular al dañado donde estamos Thomas y yo.
—¿Sí?
El director, Kevan-Todd, se rasca la cabeza rapada y frunce el entrecejo.
—Tu miedo no me ha parecido creíble.
Me retiro la mascarilla que me veo obligada a llevar para protegerme del polvo de los escombros, que aún se está asentando. Desde la distancia nos observan mi madre y algunas autoridades, quienes estiran el cuello para ver si hay algún problema. Me gustaría decirle que eso es ridículo. Hay un actor llamado James que finge ser místico y que lleva el cuerpo completamente cubierto de base de maquillaje para parecer enfermizo, y a Kevan-Todd le preocupa que yo no resulte creíble. Pero sé que el anuncio es importante para la campaña, así que me preparo para otra toma.
Thomas me aprieta la mano, intentando reconfortarme.
—Lo siento —le digo—. Supongo que estoy nerviosa.
—¿Por qué no finges que la cámara es tu mejor amiga? —sugiere Kevan-Todd—. Y que simplemente estás manteniendo una conversación informal.
Alzo una ceja.
—¿Una conversación informal sobre una explosión?
Thomas deja escapar un suspiro.
—Aria.
—Vale, vale —digo, y vuelvo a colocarme la máscara—. Me esforzaré.
Kevan-Todd hace un gesto con la cabeza al resto del equipo.
—De acuerdo, chicos. Toma nueve. Y arreglemos las bolsas de los cadáveres, ¿vale? Queremos que parezcan cuerpos reales, no donuts desinflados.
Uno de los hombres se dirige rápidamente a un grupo de bolsas negras y las golpea en los lados para que parezcan más llenas. No estoy segura de qué contienen, pero las personas que murieron de verdad anoche ya están en el crematorio. Más tarde, sus cenizas se esparcirán por los canales, que es lo que hace la mayoría de la gente con sus seres queridos.
—Yyy… ¡acción!
Las cámaras recorren los restos del edificio y el puente hasta enfocar a Thomas.
—Soy Thomas Foster —dice con tono profesional—, y esta es mi prometida, Aria Rose. Anoche una explosión mística se llevó las vidas de una familia inocente. Nuestras familias se han unido para poner fin exactamente a este tipo de infames ataques terroristas. Si sale elegido alcalde, mi hermano, Garland, luchará para mantener las Atalayas a salvo. Para mantenerles a ustedes a salvo.
Hace una pausa, y espero a que continúe. Kevan-Todd mueve las manos con gesto desesperado y me doy cuenta de que casi pierdo mi pie.
—¡Los místicos acabarán con todos nosotros!
Luego me desvanezco en brazos de Thomas.
—¡Corten! —grita Kevan-Todd. Me dirige una sonrisa poco entusiasta—. Bueno…, ¡ha quedado bordado!
Thomas se quita la mascarilla.
—Buen trabajo, cariño. —Me besa en la mejilla—. Voy a por un poco de agua. ¿Quieres?
—Claro —contesto, distraída por los gritos procedentes del puente de enfrente, donde un montón de adolescentes se han reunido para ver el rodaje.
Por suerte, los mantienen controlados, y la zona en la que nos encontramos está protegida, pero puedo oír sus gritos:
—¡Aria! ¡Te queremos!
—¡Thomas es muy sexy!
—¡Quiero casarme con los dos!
Tengo que reírme porque me muero de vergüenza. Siempre he estado en el ojo público, pero nunca me había sentido como una celebridad. Dos chicas sostienen pancartas hechas a mano en las que se lee:
Me halaga y me preocupa a un tiempo que nuestra historia de amor sea para la gente de las Atalayas más importante que una explosión. Más que la muerte.
Me vuelvo hacia Thomas para averiguar qué piensa él de toda esta atención, pero se ha alejado para charlar con unas chicas que tienen pases VIP y le tienden sus TouchMe para que les firme un autógrafo electrónico.
Mi madre se me acerca y me da una palmadita en el hombro.
—Has estado… bien, Aria. —Alarga el cumplido como si pronunciarlo le resultase físicamente doloroso—. El anuncio debería estar listo para emitirse hacia finales de semana. Vamos a ponerlo en las Profundidades, para asegurarnos de que lo vea toda la gente que sea posible.
Pocos pobres pueden permitirse un televisor propio, de modo que la ciudad ha instalado pantallas gigantescas abajo, en algunas áreas de tráfico denso, para los anuncios del gobierno. Supongo que esas pantallas también emitirán el anuncio.
—Me voy a Olive and Pimentos para una prueba —continúa mi madre—.Ya han acabado mi vestido para la cena de ensayo. O eso me han dicho. —Pone los ojos en blanco—. Con esa gente nunca se sabe. ¿Te gustaría acompañarme?
Echo una mirada hacia Thomas, que sigue firmando autógrafos. Garland y él se van pronto a una reunión de estrategia electoral, y preferiría no tener que quedarme sola con mi madre.
Sobre todo cuando tengo intención de escabullirme de nuevo a las Profundidades.
—La verdad es que le he prometido a Kiki que iríamos a comer juntas.
—Preferiría que no lo hicieses —dice con un movimiento brusco de la cabeza—. No hay nadie para acompañarte; Klartino y Stiggson están trabajando con tu padre.
—Pero no necesito una carabina.
—Eso era antes —replica mi madre.
—¿Antes de qué?
Ladea la cabeza.
—¿De verdad necesitas que te lo recuerde, Aria? ¡Antes de que te escaparas después de sufrir una sobredosis!
—Lo siento, mamá. De verdad. —Le dirijo una mirada suplicante—. Además, ¡Kiki y yo hemos quedado para planear la boda! —Resulta sorprendente lo fácil que es inventar historias para mi madre—. Me ha prometido ayudarme a escoger a mis damas de honor… Dios sabe que no recuerdo lo suficiente para saber quién debería acompañarme.
Mi madre me apoya la palma de la mano en la mejilla.
—Pobrecita… Probablemente pasar un rato planeando la boda es justo lo que necesitas. —Echa un vistazo alrededor, como si se convenciese a sí misma de que no acecha ningún peligro, luego sonríe con cariño—. Está bien, pero asegúrate de llegar a tiempo para la cena con el gobernador. ¡Ya sabes que tu padre odia que sus hijos lleguen tarde!
Al parecer, tengo que fingir entusiasmo por los planes de boda más a menudo. Me siento mal por mentirle, pero tampoco demasiado mal. Le doy un beso en la mejilla, luego me despido rápidamente de Thomas y me voy directa hacia el tren ligero, diciendo adiós con la mano hasta que los pierdo de vista.
Y entonces me dirijo al Bloque Magnífico.
El gondolero se acerca a uno de los postes de amarre azules y blancos que salpican las orillas de los canales, y el bote se detiene automáticamente.
—Hemos llegado, señorita —dice el viejo, que arroja un cabo alrededor del poste y arrastra la góndola contra la acera elevada.
Si me reconoce, no lo menciona. Me he cepillado el pelo para taparme la cara todo lo posible, pero aún llevo el vestido del rodaje: jersey amarillo con incrustaciones de cristal de Swarovski, un grueso cinturón turquesa con hebilla de plata y sandalias de tacón alto que se atan en los tobillos. Me preocupa un poco que me sigan el rastro, pero hasta ahora he tenido suerte. O nadie se ha molestado en comprobar los historiales de tránsito de PD en las últimas horas, o tengo mi propio ángel guardián en la Red.
Apostaría por lo primero.
A la luz del día todo resulta muy diferente en las Profundidades: el agua es más sucia y marrón, el hedor —como de pescado podrido— peor de lo que recuerdo y, por extraño que parezca, la gente está más alegre. Las calles y las aceras elevadas están repletas de hombres y mujeres que se apresuran de un lado al otro con bultos bajo el brazo y niños de la mano. Salto de la barca a unos escalones resquebrajados. Hace tanto calor que podría freír un huevo en mi piel.
—Gracias —digo, y dejo caer unas monedas en la mano del gondolero.
Unos pasos más allá veo la marquesina del Java River y entro.
Suena la anticuada campanilla de la puerta. La gente se vuelve para mirar, luego siguen con sus tazas de café y sus platos de dulces. La imagen me reconforta: las mesas grandes con bancos a los lados y las fotografías enmarcadas en las paredes, el expositor de cristal lleno de repostería junto a la caja registradora, la camarera con el piercing en la nariz que nos atendió a Hunter y a mí la otra noche.
Me siento a una de las mesas vacías.
—¿Qué te pongo? —me pregunta la camarera.
—Agua. —Y antes de que se vaya, añado—: Y tengo una pregunta.
—¿Sí? —dice, golpeteando el suelo con el zapato—. No tengo todo el día.
Me aclaro la garganta.
—Estuve aquí la otra noche, con un chico. —Me mira sin comprender—. Un chico llamado Hunter. Tiene… hummmm… el pelo más o menos rubio. Y pinta de duro, pero es muy atractivo. No en plan modelo, pero… ya sabes, con un aire…
Al cabo de un momento, la camarera pone los ojos en blanco y dice:
—No recuerdo a ningún tío así. Y tampoco me acuerdo de ti.
Luego se va.
Yo me levanto y la sigo. Sin embargo, desaparece en la cocina, así que le pregunto lo mismo a la mujer de la caja registradora.
—Estuvimos aquí la otra noche —repito, tratando de atraer la atención de la mujer mayor, la que lleva el pelo enredado y cuya piel está cubierta de manchas de la edad.
—No, no es verdad —dice la mujer mientras limpia el mostrador con un trapo—. Si sabes lo que te conviene, te marcharás ahora mismo. Y no vuelvas, ¿me oyes?
—No lo entiendo —contesto—. Solo estoy buscando algo de información acerca del chico con el que estaba. Hunter. Dónde puedo encontrarle.
La mujer aprieta los dientes.
—Te lo acabo de decir, chica. No te he visto nunca, ni a ningún chico llamado Hunter. ¿Entendido? Ahora largo. —Señala la puerta del local—. Largo.
Fuera, me seco la frente con un pañuelo bordado y busco una góndola disponible.
La acera elevada se encuentra a apenas unos pasos del canal. Hay gente sentada comiendo bocadillos, balanceando los pies por encima del agua. Bajo la calle, en uno de los muelles, hay una fila de hombres y mujeres que esperan al taxi acuático, una embarcación que transporta a cerca de cincuenta personas y navega por algunos de los canales más grandes. Es más barato que una góndola, pero no puedo permitirme que alguien me reconozca entre tanta gente. No llevo mucho tiempo aquí; aún tengo tiempo suficiente para volver a casa, ducharme y prepararme para la cena.
Por un momento experimento una sensación de calma; las Profundidades dan menos miedo durante el día. Percibo los colores de los edificios: rosa apagado y azul pálido, gris y marrón y blanco. Algunos están decorados con columnas, ahora viejas, y con capas de suciedad, o esculturas de rostros de querubines, que se caen en pedazos. Casi resultan encantadores.
Camino por la acera, lejos del muelle, y miro algunos postes de amarre que sobresalen del agua, con la esperanza de que haya algún gondolero, pero no veo a ninguno. Un grupo de niños andrajosos se abre paso a empujones y casi me tiran al suelo.
—¡Eh, mirad por dónde vais! —grito, pero no parece que nadie me oiga. O que le importe.
Y entonces noto que alguien me toca el hombro.
Me vuelvo y me topo con una chica de más o menos mi edad de pie delante de mí. Tiene el pelo castaño cortado justo por encima de los hombros, los ojos del mismo color, y lleva un vestido que parece quedarle dos tallas grande. Tiene la piel pálida, casi blanca, y lleva la reveladora señal de los drenajes místicos: los círculos amarillos verdosos bajo los ojos.
—No estás loca. —Me coge del brazo y me conduce hasta un callejón desierto un poco más oscuro y fresco gracias a la sombra de los altos edificios—. Soy Tabitha. —Me tiende la mano.
Se la estrecho. Resulta sorprendentemente ligera. Frágil.
—Yo soy…
—Aria Rose —dice—. Lo sé. Trabajo en el Java River. Soy… amiga de Turk.
Abro los ojos al oír su nombre.
—Entonces, ¿me recuerdas?
—Mira, no puedo contarte mucho, pero puedo decirte dónde encontrar a Hunter. —Alza su delgado brazo y señala al otro lado del callejón. En la distancia distingo una aguja mística por encima de los edificios. Incluso durante el día, resulta extraordinariamente brillante—. Sigue las luces —añade crípticamente en un susurro.
Me quedo esperando a que se explique, pero no lo hace.
—¿Qué quieres decir? —pregunto—. Las luces están sobre postes. No llevan a ninguna parte.
Tabitha echa un vistazo alrededor, nerviosa.
—Lo hacen si sabes interpretarlas —dice—. No son fijas. ¿La forma en que palpitan? ¿Todos los colores? Significa algo.
Me acuerdo de anoche, cuando observaba las luces parpadear desde la ventana de mi habitación.
—¿Me estás diciendo que existe un patrón? El funcionamiento de las luces… ¿no es aleatorio?
Tabitha asiente con vehemencia.
—Las agujas contienen energía mística, la cual está viva: puede hablar a aquellos que saben escuchar.
—Sin ánimo de ofender, pero no entiendo qué tiene eso que ver conmigo. O con Hunter.
—Nuestra energía es parte de la forma en que nos comunicamos —dice Tabitha—. De cómo decimos a la gente cosas que no pueden pronunciarse en voz alta. —Estira el cuello para comprobar que no nos haya visto nadie—. Normalmente, dos místicos pueden comunicarse sin hablar con solo tocarse. Yo ya no tengo esa habilidad, es lo que ocurre cuando nos drenan. Utilizan parte de esa energía para abastecer la ciudad y almacenan el resto en las agujas.
—¿Por qué drenan más energía de la que necesitan?
Encoge sus hombros huesudos.
—Poder. Y dinero. ¿Qué más hay?
—Dinero… ¿Qué quieres decir?
Tabitha ladea la cabeza.
—Stic, evidentemente. Manhattan tiene una de las poblaciones de místicos más grandes de Estados Unidos. El Stic se obtiene a partir de la energía mística drenada y luego se vende de forma ilegal por todo el mundo. —Me mira como si yo tuviese que saberlo—. Piensa en ello, Aria.
Pero no quiero. ¿A quién le importa si la gente vende Stic? A mí me han enseñado que los místicos son peligrosos, los enemigos mortales de los no místicos, y que su mayor deseo es matarnos a mí y a todo el mundo en las Atalayas. Me han enseñado que los místicos son los responsables de la Conflagración del Día de la Madre.
¿Qué hay de cierto en eso?
—Mira —prosigue Tabitha, que mira nerviosa por el callejón—. Olvídate de eso por ahora. Si logras comprender la energía, esta te mostrará cómo encontrar a Hunter.
—Pero yo no soy mística. No sé interpretar la energía de las agujas. ¿No puedes decirme dónde está?
Tabitha niega con la cabeza rápidamente.
—No —dice—. Los rebeldes me matarían si te llevara hasta ellos.
—¿Te matarían? Entonces, ¿por qué me estás contando esto?
—Porque —Baja la voz— puedo ver que le quieres.
Ahora me toca a mí negar con la cabeza.
—¿Hunter? No le quiero —replico—. Apenas le conozco. Voy a casarme… con otro.
—Entonces, ¿por qué lo estás buscando?
—Es complicado. —Aparto la vista, preguntándome hasta dónde debería revelarle—. Tuve un accidente. Y ahora se supone que voy a casarme en un mes y no recuerdo a mi prometido. He estado teniendo sueños extraños. Pensé que quizá Hunter podría ayudarme.
Tabitha escucha en silencio. Luego se inclina hacia mí y dice:
—No necesitas a Hunter para que te ayude con eso.
—¿No?
—No. Necesitas a Lyrica.
—Lo siento… ¿Quién?
—Lyrica. —Tabitha escupe una dirección—. Si alguien puede ayudarte, es ella. —Se vuelve y añade—: A estas alturas ya se habrán dado cuenta de que me he marchado. Tengo que irme. —Un acceso de tos sacude su cuerpo flacucho—. Espera a que oscurezca, luego sigue las luces. Confía en mí. Encontrarás tus respuestas.
Esa noche, durante la cena, me comporto como una verdadera dama, como siempre, como me han enseñado.
Kyle me mira y pone los ojos en blanco al otro lado de la mesa, y ni siquiera entonces me río. Me comporto mejor que nunca. Escucho en silencio mientras mis padres discuten sobre política con el gobernador.
—Johnny, ¿de verdad crees que esa mística, la tal Violet Brooks, tiene alguna posibilidad? —pregunta el gobernador.
Mi padre permanece callado, luego contesta:
—Sí.
La palabra resulta mortífera viniendo de sus labios. ¿Qué ocurriría si Violet ganase las elecciones, si parte del dominio de mi padre en la ciudad disminuyera? ¿Todavía querrían mis padres que me casase con Thomas?
Después del plato principal —costilla de cordero, espárragos frescos y puré de patatas con wasabi—, el gobernador Boch me pregunta por qué he estado tan callada.
—Siempre has ido bastante parlanchina —dice.
Finjo bostezar.
—Perdone. Solo estoy cansada.
—Aria ha filmado un spot de campaña esta mañana —interviene mi madre—. Ha estado impresionante. —¿Está intentando ser amable?—. ¿Qué tal tu comida con Kiki? —añade, jugueteando con uno de sus anillos, un rubí engastado en oro amarillo. Nada en mi madre es sutil: la blusa que lleva esta noche tiene un ribete de pieles en las mangas. Solo alguien como mi madre llevaría pieles en una de las ciudades más calurosas del mundo.
—Ha sido divertido. Hemos escogido a las damas de honor para la boda. Son cinco. —Tendré que pedirle a Kiki que me cubra. Y que me ayude a dar con los nombres.
—Es maravilloso, querida.
Kyle está ocupado escribiéndole un mensaje a alguien; tiene el teléfono oculto en el regazo. Mi padre se limita a mirarme fijamente con sus ojos oscuros.
—¿Tienes alguna pregunta acerca de las elecciones que pueda ayudar a responder? —pregunta el gobernador Boch antes de dar un sorbo a su copa de vino. Se ha bebido prácticamente una botella él solo, tiene los labios manchados de morado oscuro—. Me encantaría hacerlo.
—La verdad es que tengo una —contesto. Mi padre enarca sus espesas cejas—. ¿Por qué se drena a más místicos de lo necesario para abastecer la ciudad?
El gobernador escupe el vino que se estaba bebiendo y se atraganta casi asfixiado.
Kyle se inclina hacia él y le golpea en la espalda.
—Despejado —dice Kyle en voz alta.
—¡Aria! —exclama mi madre—. ¿Qué clase de pregunta es esa para un gobernador?
—Una legítima —replico—. ¿No?
Mi padre levanta su cuchillo de la mesa y me apunta directamente con él.
—Basta, Aria. —Espera un momento, y luego vuelve a depositar el cuchillo con fuerza sobre la mesa—. ¿Qué piensas hacer hasta la boda? Pasarte todo el verano por ahí alicaída haciendo preguntas ridículas? Te queda un año entero antes de empezar la universidad. ¿Qué planes tienes?
Prefiero no contestarle. El silencio resulta ensordecedor.
—¿Y bien? —insiste.
—Podría buscar trabajo —me oigo decir.
—Aria, en serio. —Mi madre deja escapar una carcajada.
—¡Estoy hablando en serio! —replico. No he trabajado nunca, por supuesto, pero de repente me parece la manera perfecta de escapar de mis padres. Si tuviese un trabajo, tendría un motivo para salir de casa todos los días.
Kyle deja de escribir lo suficiente para intervenir.
—Lo único para lo que Aria está cualificada es para ir de compras y salir con Kiki. Y la última vez que lo comprobé, ninguna de las dos cosas era un trabajo.
—Ah, pero ¿tú has trabajado alguna vez? —replico—. Vamos, por favor…
—Sorpresa, Aria, te equivocas, como siempre —dice Kyle—. Trabajé para papá hace dos veranos. Era el ayudante de Huevos.
Papá se ríe entre dientes, pero mi madre nos chista para que nos callemos.
—Kyle, te he dicho que no le llames así. —Se vuelve hacia el gobernador, que parece confundido—. De pequeño, a Kyle le encantaba desayunar huevos a la Benedictina. Desde entonces se ha referido a Patrick Benedict como Huevos. —Se da unos toquecitos con la servilleta en las comisuras de los labios—. Es muy irrespetuoso —le dice mamá a Kyle—. Eres demasiado caballero para eso.
Me dispongo a objetar a que Kyle sea un caballero, luego decido apelar a mi padre.
—Si Kyle ha tenido experiencia laboral, ¿por qué no puedo tenerla yo? Haría cualquier cosa: repartir el correo, contestar al teléfono, lo que sea.
No sé mucho acerca de Benedict, solo que se trata de un místico reformado que ahora es un incondicional de los Rose y se dedica a algo relacionado con la regulación de la energía mística. Es el único místico con el que he visto a mi padre mantener una conversación, por no hablar de confiar.
—Pero, Aria —protesta mi madre—, ¿qué diría la gente? Además, tienes que pensar en la boda: ¡hay mucho que hacer!
—Para eso tenemos a un organizador de bodas —contesto—. En realidad, para eso tenemos a tres organizadores de bodas; deberías saberlo, los escogiste tú misma.
—Yo quería cuatro, pero no hubo manera de convencer a Johnny —le explica mi madre al gobernador—. Las bodas pueden resultar tan agotadoras… y odio los números impares.
—Yo no entiendo mucho de bodas, Melinda —dice el gobernador, que extiende ante sí su mano sin anillos—. Llevo soltero toda mi vida.
Mi madre da un sorbo rápido a su vino.
—Qué tragedia…
—Quizá si tuviera un trabajo —prosigo, con la cabeza gacha, fingiendo estar repentinamente triste—, no me preocuparía tanto por la boda. Y por mis problemas de memoria.
Es una treta sucia, lo sé, pero llegados a este punto estoy segura de que mis padres estarán dispuestos a hacer cualquier cosa si creen que con ello aceptaré el matrimonio.
A papá le tiembla el labio inferior, lo que significa que en realidad está considerando mi propuesta.
—Perfecto —concluye, después de lo que parece una eternidad—. Llamaré a Patrick por la mañana. Puede que te vaya bien tener que responder ante alguien para variar.
Mamá frunce el entrecejo, pero me da igual. Por primera vez en lo que me da la impresión de que ha sido siempre, le dedico a mi padre una sonrisa de verdad.
Y, para mi sorpresa, él me la devuelve.
Antes de irme a la cama me quedo mirando de nuevo por las ventanas de mi habitación, esta vez con nueva información acerca de las agujas místicas.
Siguen siendo un enigma. La energía se mueve a toda velocidad a través de ellas como una corriente eléctrica. Amarillo claro. Verde eléctrico. Los colores se funden en uno tan suavemente que parecen una corriente ininterrumpida.
Miro el reloj, luego de nuevo por la ventana, y me concentro en una aguja. Se produce un fogonazo amarillo, cuatro segundos. Un estallido blanco…, seis segundos. La onda del verde es la más corta…, dos segundos.
¿Qué significa?
Miro a la derecha, donde otra aguja descansa entre dos rascacielos a orillas del Hudson. Cronometro esta también. El ritmo de los cambios es más lento: el amarillo irradia durante diez segundos, luego el blando diez segundos más. No hay rastro del verde.
Tabitha me ha dicho que escuchase. Pero ¿qué se supone que tengo que escuchar?