7

Después de cenar, Thomas le promete a Klartino mil dólares si nos deja a solas para besarnos.

Estamos los tres de pie en el exterior de la estación de tren ligero que está situada cerca del puente nordeste de mi edificio. Klartino asiente.

—De acuerdo, te espero en el vestíbulo —me dice—. No tardes demasiado.

Thomas me coge de la mano y tira de mí para apartarme de la luz, hacia el extremo del andén. Tengo la espalda contra la pared de cristal de la estación. Al otro lado solo se extiende el vacío. Parece que nos hallemos suspendidos por encima de la ciudad.

En esto es en lo que estoy pensando cuando Thomas me besa: en el oscuro descenso a las Profundidades justo al otro lado del cristal, en la larga caída de la que Hunter me salvó.

Por el bien de nuestro matrimonio, espero para ver si siento algo, pero la voz que me decía que le quiero ha desaparecido. Al menos de momento. Solo son labios que se tocan. No hay chispa.

—¿Ocurre algo? —pregunta cuando me aparto. Noto sus manos calientes, demasiado calientes, contra mis hombros.

Me libero. Sus ojos castaños permanecen abiertos con gesto preocupado; tiene la boca manchada de carmín. Un mechón color chocolate se le riza en la frente.

—No —digo, al tiempo que le limpio los labios con el pulgar. Le echo el cabello hacia atrás. Las sombras nocturnas juegan sobre su rostro; está incluso más guapo que en el restaurante—. Es solo que… Debería irme. Estoy agotada.

Una parte de mí espera que Thomas insista en que me quede con él, en el calor abrasador, para decirme que no soporta vivir un solo segundo sin mí, aunque sospecho que eso no va a ocurrir.

Él se limita a asentir y me toca la frente con dos dedos.

—Vete a dormir, Aria. Ha sido un día muy largo. —Da media vuelta y desaparece en el interior de la estación.

Cruzo el andén lentamente hasta el puente que lleva hacia el apartamento de mi familia. En la distancia veo a una figura salir con sigilo por la puerta de atrás del edificio, la misma puerta que utilicé yo anoche. Reconozco la capa inmediatamente: es Davida.

¿Qué está haciendo?

Davida parece dirigirse al centro. Pese a que Klartino me está esperando en el vestíbulo, decido seguirla. Voy unos pasos por detrás, por un puente que transcurre paralelo al suyo, pero me esfuerzo por mantener el ritmo.

Las sombras de los edificios me impiden verla con claridad, pues zigzaguea dentro y fuera de las zonas de luz. Me están matando los pies, y los arcos de los puentes hacen que resulte más difícil correr que si simplemente avanzara por suelo llano. Malditos tacones.

Dejo cuatro o cinco edificios atrás, luego llego a la Setenta y dos y cruzo en la intersección, en dirección este. Davida lleva un ritmo endiablado, y con cada paso aumenta la distancia entre nosotras. El único modo de que pueda alcanzarla es echando a correr.

Justo cuando me estoy decidiendo, me veo sobresaltada por una explosión de luz amarilla verdosa y un fuerte ruido: una central eléctrica a mi izquierda.

Hay cuatro hombres trabajando; sus manos sucias manipulan diversas herramientas. La central eléctrica es un edificio con forma de prisma con los lados iridiscentes, uno de los distintos rascacielos triangulares distribuidos por la ciudad para proporcionar energía a la red de suministro. Hay una trampilla abierta que deja expuesta una maraña de tubos: tuberías de cristal grueso y serpenteante llenas de energía mística verde brillante. La energía gira y palpita como si tuviese vida propia.

Uno de los hombres, que tiene el cabello rubio rojizo y la barba manchada, se detiene y me ve. Doy un paso atrás. Él apaga su taladro y los demás le imitan.

Cuatro pares de ojos me miran sin pestañear.

Me reconocen, y la piel pálida y hundida de sus rostros me deja helada. Místicos drenados. Están por todas partes.

Observo los puentes que me rodean y no veo a nadie. No hay nadie alrededor salvo esos hombres de aspecto lamentable y yo. He perdido a Davida.

Me doy la vuelta inmediatamente y me dirijo a casa.

—¿Qué tal la cena? —me pregunta mi madre, sentada en el sofá de cuero negro del salón. Se acaba de limpiar la cara, y aún tiene el pelo mojado de la ducha. Lleva una gruesa bata rosa y da sorbitos a un vaso de tubo. Todas las cortinas están echadas, y las luces del techo, atenuadas.

¿Estaba esperándome?

Klartino se ha marchado —después de regañarme en el vestíbulo por hacerle esperar tanto— y yo no imaginaba una conversación con mi madre.

—Bien —miento.

Arquea una ceja.

—¿Solo bien?

—Agradable —me corrijo—. Ha sido muy agradable.

—Me alegro. —Cruza las piernas—. Deberías acostarte, Aria. No olvides que mañana por la mañana grabas un anuncio para la campaña.

—¿Qué?

—¿No te lo ha contado Thomas?

—No. —Estrujo mi bolso, pensando en el guardapelo del interior—. No lo ha hecho.

—Ha habido una explosión a primera hora de la noche en el Lower East Side. Una… «demostración» organizada por esos malditos rebeldes.

—¿Ha habido una explosión? —pregunto, impresionada.

Ella da vueltas al líquido en su vaso.

—Sí. Necesitamos aprovechar el momento. Vamos a grabar unos anuncios contigo y con Thomas en el lugar del siniestro, y también uno de Garland trabajando con los bomberos. Los pobres idiotas de las Profundidades puede que piensen que se están haciendo un favor al apoyar a esa… mística…, pero no podrían estar más equivocados. Y nosotros no vamos a permitir que gane.

—¿Cuánta gente ha muerto?

Mi madre da un trago a su bebida.

—¿Acaso importa? Esos idiotas creen que están poniendo a los pobres de su parte, pero lo único que consiguen es recordar a la opinión pública lo peligrosos que son los místicos. Los rebeldes no se detendrán nunca. Hay que exterminarlos.

Me he quedado sin palabras, paralizada. Al menos podría fingir estar triste por la gente inocente que ha perdido la vida. Empiezo a subir las escaleras para irme a mi cuarto.

—¿No olvidas algo? —pregunta mi madre.

Ladeo la cabeza, confundida.

Mueve las pestañas arriba y abajo.

—¿El beso de buenas noches?

Me obligo a besarla en la mejilla. Tiene la piel fría como el hielo.

—Buenas noches.

—Ah, Aria, ¿te importaría decirle a Davida que baje? Necesito que me ayude con unas cosas.

No puedo hacerlo, claro, porque Davida no está. Lo último que quiero es meterla en problemas.

—Hummm, le he pedido que salga.

Mi madre parece verdaderamente sorprendida.

—Sí, quería que… me arreglase el cierre de una pulsera. —Aprieto los labios—. Se me ha roto.

Mira su reloj de pulsera.

—¿Le has hecho salir tan tarde? Son más de las diez.

Es poco plausible, lo sé, pero no se me ocurre más que asentir y esperar que me crea.

Sorprendentemente, lo hace.

—Me alegro de que por fin hagas uso del servicio como debes. Ya era hora. Pronto llevarás tu propia casa. —Se acaba la bebida de un largo trago—. Dile a Magdalena que baje entonces. Y no hagas ruido, tu padre ya está durmiendo.

En lo alto de las escaleras me espera Kyle de brazos cruzados.

—Eh —le digo—, ¿qué estás haciendo?

—Me voy a casa de Bennie —contesta.

Trato de pasar por su lado, pero es como una barricada con camiseta azul marino y vaqueros. Lleva el pelo perfectamente alborotado, como si se hubiese esforzado muchísimo delante del espejo para aparentar que no se ha esforzado en absoluto. Personalmente, me gusta la idea de que, después de todo el tiempo que llevan saliendo juntos, aún quiera impresionar a Bennie.

—¿Has mandado a Davida a hacer un recado? —me pregunta—. No me lo creo. Es como si Kiki se fuera de rebajas.

—Me da igual si me crees o no —le digo—. Muévete.

No lo hace.

—Nunca le pides a Davida que haga nada por ti. Apenas molestas a Magdalena siquiera. ¿Por qué ahora?

—Le pido que haga miles de cosas.

—No —insiste—. No lo haces. ¿Dónde está?

—Como le he dicho a mamá, ha llevado a arreglar mi pulsera.

—¿Qué pulsera? —Kyle se me acerca un paso.

Tardo demasiado en contestar, y se echa a reír.

—Te estoy vigilando —susurra antes de hacerse a un lado.

No miro atrás cuando paso junto a él.

En lugar de cambiarme de ropa, espero a que Kyle se vaya. Luego entro a hurtadillas en la habitación de Davida.

Davida vive en el ala del servicio de nuestro ático, en el segundo piso, en el lado opuesto a mi habitación.

No he estado en la habitación de Davida en meses —quizá años—, pero su pulcritud no me sorprende. Los muebles son sencillos, y la decoración, prácticamente inexistente: paredes blancas, alfombra gris, una cama estrecha y una cómoda alta. Tiene un armario pequeño y una ventana que da al Hudson. Lo único que parece personalizado es la costura de las cortinas. Me acerco para verla mejor: estrellas diminutas de hilo plateado, lunas y planetas de diseño intrincado en rojo y azul.

¿Dónde guardaría Davida algo personal, como un diario?

Escudriño entre la ropa de su armario. La mayoría son variaciones de su uniforme, aparte de varias camisetas sosas que se permite llevar en su día libre.

No es que no confíe en Davida. Es solo que… bueno, tengo mis sospechas. Suciedad de las Profundidades en las puntas de sus guantes, y ahora esto: escabullirse en medio de la noche. ¿Qué es lo que no me está contando?

Busco a tientas debajo de la cama y me araño el pulgar con el borde afilado de una caja metálica. La cojo por los dos lados y tiro de ella hasta que queda completamente a la vista. La caja es lo bastante larga para contener un rifle, como los que guarda mi padre en una caja de cristal en su biblioteca. Hay dos cierres. Los abro, levanto la tapa y echo un vistazo al interior.

Dentro están algunos de los regalos de cumpleaños que le he hecho a Davida a lo largo de los años: una aMuseMe con sus canciones favoritas descargadas, muñequitas de porcelana diminutas con las caras maravillosamente grabadas, un montón de collares y anillos con gemas, un lector electrónico con algunos de mis libros favoritos…

Y guantes.

Decenas y decenas de guantes, todos negros, pulcramente doblados y apilados de dos en dos. Parecen sin estrenar: impecablemente limpios y planchados, sin pliegues ni arrugas.

Cojo un par y los examino: están unidos por un cierre metálico muy pequeño, que abro. Resultan extraños al tacto, suaves y resistentes a un tiempo, como si pudieses pasar un cuchillo por la palma y el material no fuera a rasgarse. Lo más raro, sin embargo, son las puntas, cada una de las cuales está decorada con espirales casi imperceptibles que no había visto hasta ahora.

Deslizo la mano en el interior de uno de ellos, y se me ajusta a la perfección. Flexiono los dedos y las espirales de las puntas empiezan a calentarse inmediatamente, sumiendo todo mi cuerpo en un calor sutil e inexplicable.

Estiro la mano y lo miro: ¿qué es esto?

Me arranco el guante y vuelvo a colocarlo junto a su pareja. Quizá me los quede un tiempo; hay tantos pares que Davida no se dará cuenta de que falta uno.

Luego lo dejo todo como estaba y me voy.

De vuelta en mi habitación, pongo los guantes y mi bolso a buen recaudo en la parte posterior de mi armario.

Después de un baño caliente, me pongo un camisón de franela desgastado y apago las luces. Luego pulso un botón para descorrer las cortinas y veo aparecer lentamente la ciudad. Las agujas místicas desprenden destellos de color. Las observo detenidamente, esperando que su oscilación me tranquilice y me duerma: del blanco al amarillo y al verde.

El cambio de colores es tan rápido que resultaría fácil pasarlo por alto. Pero llevo años mirando esas agujas.

Finalmente me deslizo bajo el edredón, cierro los ojos y espero que me venza el sueño.

—Ven —me dice, al tiempo que me coge de la mano, y caminamos bajo la luz de la luna, lejos de los ruidos del canal principal, hasta una calle apenas lo bastante ancha para que andemos uno junto al otro.

Los edificios se reflejan en el agua. Corremos por un puente diminuto. Él va por delante de mí, el viento le azota el cabello.

—¡Espera!

—No hay tiempo. Nos están siguiendo.

Se vuelve hacia mí. Espero ver la cara de Thomas… aunque no lo hago. No veo más que un círculo oscuro, oculto por un velo de bruma.

—¿Thomas? ¿Eres tú?

—Estoy aquí. —Extiende la mano y me atrae hacia sí—. No te preocupes.

Trato de apartar la niebla con las manos de forma frenética. Pero, cuanto más me esfuerzo por verle, más oscuro se vuelve, hasta que apenas está ahí, hasta que no es más que una sombra.