6

Una vez que han llenado seis viales con mi sangre, tenemos que trasladarnos a otra habitación.

—Acompáñame —me indica una de las enfermeras, una mujer rechoncha que lleva una bata blanca ajustada y el cabello rubio peinado hacia atrás en una sobria coleta.

La sigo hasta una habitación más grande con una enorme máquina rectangular. Todo es blanco y estéril. Me siento sucia en comparación. Llevo un camisón verde azulado atado de forma holgada a la espalda. Voy descalza.

Ayer vi cómo mi padre mataba a un hombre, y aún no hemos hablado. Mi madre se niega a discutirlo, y anoche mi padre se fue directo a la cama cuando llegamos a casa. Cuando me he levantado esta mañana, ya se había ido.

—El médico estará listo en un momento —me dice la enfermera, que cierra la puerta tras de sí, dejándome sola.

Con mis pensamientos.

Siempre he sabido que mi padre era peligroso. No llegas a ser el cabeza de una familia que controla medio Manhattan sin derramar una gota de sangre. Pero hasta ahora siempre se había preocupado por mantenerme al margen de sus trapos sucios. Cada vez que cierro los ojos, veo al gondolero desplomándose hacia atrás. El pobre hombre… No había hecho nada malo, pero perdió la vida porque yo estaba cansada y sudando, porque dije que había hecho algo que él no había hecho.

Sigo viendo la cara del hombre una y otra vez en mi cabeza. Es culpa mía, y me siento fatal. Sé que mi padre es capaz de matar de nuevo, y me niego a ser la causa. A partir de ahora, haré lo que sea para evitar que haga daño a otras personas, incluso si eso significa someterme a su voluntad.

—Me alegro de verte, Aria.

Alzo la vista. El doctor May ha entrado en la habitación. Pasa por delante de mí y la enfermera lo sigue como un perrito. Mi madre, que está junto a la puerta, lo observa todo con inquietud.

El doctor May abre un cajón lleno de guantes de látex y coge un par. Luego saca unas gafas de montura metálica del bolsillo de la bata de laboratorio. Hoy es raro ver gafas, la mayoría de la gente se somete a cirugía para corregirse la vista en cuanto puede. Pero él es anticuado y, bueno, viejo. Como la sala de reconocimiento, todo en él es blanco: los finos mechones de pelo en su cabeza, la palidez grisácea de su piel, su bigote y, por supuesto, su ropa.

—Aria —dice—, ¿cómo te encuentras?

Podría contestar de tantas maneras a esa pregunta…

—Bien.

El doctor May chasquea los dedos y la enfermera se acerca a él a toda prisa con una carpeta, evitando todo contacto visual.

—Tu madre me ha dicho que todavía sufres una leve pérdida de memoria.

—No es leve. —Noto el áspero camisón del hospital contra mi espalda—. Es muy grave —contesto, preguntándome si el doctor May podría borrarme la imagen del rostro de mi padre cuando apretó el gatillo. Sacudo la cabeza y me recompongo.

—Ya lo creo. El cerebro trabaja de formas misteriosas. Pero hay algunas cosas que pueden ayudar a reducir el misterio. —Se dirige hacia la máquina gigantesca que hay en el otro lado de la habitación. Es larga y estrecha, como un ataúd, con un extremo abierto. Junto a ella hay una larga camilla plateada, y me hace un gesto para que me tumbe. Obedezco, y él prepara una jeringuilla, de la que sale un chorrito de un líquido claro cuando la prueba.

Detrás de él hay una pared llena de instrumentos médicos, expuestos como trofeos: escalpelos de distintas longitudes; jeringuillas, algunas tan gruesas como mi muñeca, otras tan finas que casi son invisibles. Hay instrumentos que ni siquiera sabría nombrar, bisturís y ganchos metálicos, y cosas que agarran, se contraen y expanden, que cosen… Una colección terrorífica.

—¿Para qué es esa aguja? —pregunto.

—Relájate —dice el doctor May, al tiempo que me coge del brazo. Noto el tacto como de talco de su guante contra mi piel—. Haces muchas preguntas.

—¿No puedo hacer preguntas?

Me mira y se ríe. Al menos creo que se ríe, el sonido es forzado y estridente. Poco natural.

—Claro que puedes —responde—. Solo que yo no tengo por qué contestarlas.

Entonces me clava la aguja en una de las venas de la parte interior del codo.

Cuando termina, desecha la aguja, se alisa el bigote con dos dedos y garabatea unas notas en una gruesa carpeta de papel manila.

Después prepara otra aguja rápidamente, esta vez con un líquido azul, y me pincha de nuevo. Y luego otra. Y otra. Cada vez resultan más dolorosas.

—Estas inyecciones te ayudarán en tu recuperación —explica el doctor—. Ahora, Aria, vamos a deslizarte ahí dentro para obtener algunas imágenes claras de tu cerebro. Lo hicimos después de la sobredosis, pero, ahora que tu organismo ha tenido tiempo de eliminar el Stic, quizá obtengamos resultados diferentes. ¿Cómo suena eso?

—Vale. —Quizá la prueba explique qué está pasando dentro de mi cabeza—. Ah, doctor…

—¿Sí?

—Ayer creo que empecé a recuperar un recuerdo de Thomas… pero fue extraño.

—¿Extraño por qué?

Le miro para evaluar su reacción.

—Estaba recordando algo que Thomas y yo hicimos juntos, pero todos los detalles del recuerdo (su aspecto, los sonidos, los olores) estaban como… apagados. Como si le hubiera ocurrido a otra persona. O formara parte de un vídeo malo.

El doctor May parece desconcertado. Intercambia una mirada rápida con mi madre.

—Me alegro de que me lo hayas contado. —Su nerviosismo me inquieta. Si de verdad quisiera que recobrase la memoria, estaría entusiasmado por que haya recordado a Thomas. ¿No? En lugar de eso, parece… preocupado. Asustado, incluso.

La cuestión es por qué.

Entonces vuelve a su mesa y prepara una inyección más. Tarda un momento en encontrar un sitio para pincharme; se me está empezando a poner todo el brazo derecho morado.

Tras la inyección, el doctor May entrega la jeringuilla vacía a la enfermera.

—Ahora Patricia va a accionar la máquina. Una vez termines, te acompañará a mi despacho, donde podemos discutir los próximos pasos de tu recuperación. Tú solo túmbate, Aria, y relájate.

Que me relaje. Como si fuera tan fácil.

Cuando me veo deslizada en el interior, primero se produce un zumbido, luego un golpeteo rítmico, como si alguien diese con un martillo en un lado de la máquina.

Pam, pam, pam. El doctor May intercambiando miradas con mi madre. Pam, pam, pam. Mi padre dispara a un hombre en la cabeza. Pam, pam, pam. Thomas, su corazón bajo la palma de mi mano. Pam, pam, pam. Me está entrando sueño. Pam, pam, pam. La moto de Turk. Pam, pam, pam. Hunter me toca y me cura el corte del brazo. Pam, pam, pam. ¿Qué me pasa? ¿Qué ha ocurrido con mi vida? ¿Tendré algún control alguna vez?

Pam, pam, pam.

Pam, pam, pam.

Pam, pam, pam.

—No ha sido tan malo, ¿verdad? —me pregunta Patricia cuando me saca de la máquina y veo la luz de nuevo.

Permanezco inmóvil un momento; luego balanceo las piernas a un lado de la camilla.

Gruño. Qué sabrá ella de lo que es malo.

—¿Cuánto tiempo he dormido?

Mira el reloj de la pared.

—Unas tres horas.

Sacudo la cabeza. ¿Tres horas?

—No te preocupes —dice—, es un procedimiento largo.

¿Qué pueden haberme hecho para tardar tres horas? Todo el asunto tiene algo oscuro, pero sé que luchar contra mi padre o con cualquiera a quien tenga en nómina es peligroso. Me siento muy sola. Observo a Patricia apagar la máquina.

—Vamos —dice, al tiempo que me hace un gesto para que la siga—. Te llevaré con el doctor.

Caminamos tranquilamente por un largo pasillo, pasando por otras salas de reconocimiento cada pocos metros. Miro la moqueta blanca mientras avanzamos.

El despacho del doctor May tiene una placa en la puerta:

Imagen

Patricia la señala, luego vuelve sobre sus pasos por el pasillo. Llamo con suavidad, pero no hay respuesta. Así que apoyo el oído contra el cristal opaco; para mi sorpresa, oigo voces al otro lado. Afianzo la mano contra la pared y escucho.

—De verdad, Melinda, yo no me preocuparía tanto…

—¿Cómo puedes decir eso —replica mi madre— cuando la última vez fue un desastre?

—Esta vez será distinto —contesta el doctor May—, esta vez será…

De repente, la puerta desaparece y caigo al interior del despacho. Debo de haber apretado el teclado táctil sin querer. Aterrizo con las manos y las rodillas en el suelo enmoquetado. Luego me levanto y me sacudo la bata del hospital.

El doctor May y mi madre me miran como si estuviese trastornada. Me encojo de hombros y digo:

—Lo siento.

—¡Aria! —exclama mi madre, con expresión horrorizada—. ¿Has oído hablar de llamar a la puerta? Ni que te hubiese criado una manada de lobos.

—Por favor, siéntate. —El doctor May señala una silla libre. Tiene el escritorio abarrotado de fotos de familia y una pila de expedientes peligrosamente cerca del borde—. Los resultados del examen se descargan al instante en mi TouchMe —añade, avanzando por la pantalla con el dedo—. Y, por lo que veo, tienes un cerebro precioso. —Sonríe sin mostrar los dientes. Creo que es un intento de reconfortarme.

¿Qué se supone que debo contestar a eso?

—Perfecto. Un cerebro precioso —repito.

—Estoy seguro de que la amnesia remitirá con el tiempo —prosigue el doctor May—. Los efectos del Stic todavía no se conocen del todo, puesto que la energía de cada místico es tan singular como una huella dactilar. ¿Sabías que los místicos tienen los corazones de diferentes colores?

Lo sabía, pero hasta ahora no había imaginado lo raro que sería, por ejemplo, un corazón amarillo. Aunque, ¿no somos todos de muchos colores por dentro: arterias rojas y venas azules y músculos rosados? Puede que un corazón amarillo no sea tan extraño…

—El Stic no es más que energía mística destilada. Los efectos varían dependiendo de quién provenga —explica el doctor May—. Nos resulta imposible saber qué ingeriste con exactitud. Por suerte, no parece que haya daños irreversibles. —Apaga la pantalla y junta las manos encima del escritorio. Le miro y me froto la parte interior del codo, que me duele por los pinchazos—. Sé que ha sido difícil para ti, Aria, pero tengo esperanzas de que en breve te encuentres mejor. Las inyecciones de hoy te ayudarán.

—Gracias, doctor May —dice mi madre, que parece satisfecha. Aunque yo no estoy convencida.

De repente le tiendo la palma de la mano abierta, esperando que la coja con la suya. Pese a que no me ha cogido de la mano en años. Pese a que no estamos tan unidas.

En lugar de eso, se pone en pie y besa al doctor May con suavidad en la mejilla, con cuidado de no dejar ningún rastro de carmín.

—Es un verdadero alivio —asegura—, ¿a que sí, Aria?

Cierro los dedos en un puño, asiento y digo:

—Sí. Un verdadero alivio.

Esa noche, busco el vestido perfecto en mi armario. Nunca le he prestado demasiada atención a la ropa que tengo, pero, después de ayer, no puedo dejar de pensar en las Profundidades y en cómo, en comparación, todo lo que hay en mi casa es tan… caro.

Escojo un minivestido rosa de cintura alta con una orla de cuentas en el dobladillo. ¿Por qué tiene tanto dinero mi familia? Nunca le he encontrado mucho sentido: mi madre no trabaja y, claro, mi padre recibe los sobornos de las autoridades de la ciudad, pero eso no explica la fortuna demencial que los Rose han amasado a lo largo de los años, ¿verdad? No creo que me haya molestado jamás en pedir detalles.

Me miro en el espejo y me arreglo el pelo. Me obligan a salir con Thomas. Y con una carabina. Al parecer, a pesar de que anoche Thomas llamó a mis padres y dejó que su criado me cacheara, esperan que se me vea en compañía de mi prometido por el bien de las elecciones. Esperan que sea feliz. Solo se me ocurre tener fe en que lo de anoche fuera un error desafortunado. Que Thomas se viera, como dijo, cogido con la guardia baja por mi visita y no pensara con claridad. Que todavía podamos enamorarnos. De nuevo.

Siento como si unos titiriteros se hubieran apoderado de mi cuerpo. Estoy muy cansada, incluso mientras me visto, siento cómo tiran de los hilos por encima de mi cabeza: el doctor May, mi madre y mi padre, Thomas. Nadie se acerca lo suficiente como para tocarme; me manipulan desde arriba.

—No olvides sonreír —me dice mi madre cuando estoy a punto de salir de casa con Klartino—. Nunca se sabe cuándo van a sacarte una foto, Aria.

—Lo haré. —Aprieto los dientes y sonrío hasta que me duele la cara.

Mi madre pone los ojos en blanco y se marcha por el pasillo que lleva al estudio de mi padre. Aparte de que no he tenido guardaespaldas desde hace más de un año, Klartino no sería exactamente mi primera elección como carabina. Tiene las manos pequeñas y gordas, y una expresión avinagrada en la cara; lleva todo el lado derecho del cuello cubierto con un tatuaje verde de un tigre que sostiene una rosa entre los dientes. Adorable.

Pero supongo que, después de la bromita que les gasté anoche, ahora mismo no soy precisamente la favorita de mis padres. Y la verdad es que Klartino resulta bastante intimidante. Me pregunto cómo se deshicieron Stiggson y él del cuerpo del gondolero. Si le importa algo que un hombre muriera justo delante de él.

Probablemente, no.

Vamos a cenar al Purple Pussycat, una réplica de los bares clandestinos de los años veinte. El restaurante pertenece a la familia de Thomas y se encuentra en lo alto de un edificio en espiral de la Quinta Avenida. Tiene los techos altos y las paredes forradas con paneles de caoba oscura, suelos negros resplandecientes y varias barras dispuestas en los rincones de la sala. Hombres y mujeres beben a sorbos cócteles elaborados, los hombres vestidos con trajes elegantes, camisas almidonadas y corbata, las mujeres con vestidos a medida que dejan los brazos y las piernas al descubierto, y zapatos de punta que seguro que les estrujan los dedos.

Klartino permanece unos pasos por detrás de mí cuando me acerco a la maître, una chica de poco más de veinte años que lleva tatuada la estrella de cinco puntas de los Foster en la parte interior de la muñeca izquierda. Me acompaña a la mesa en la que Thomas ya está sentado.

Se pone en pie cuando me acerco. Está elegante con camisa blanca y pantalones de sport negros; completan el atuendo una corbata estampada y una americana azul marino. Lleva el pelo más como en la fiesta de compromiso que como en su apartamento: engominado y con la raya a un lado. Veo flashes —paparazzi— y me doy cuenta de que es una foto cuidadosamente preparada. Somos la pareja ideal: elegantes hasta la perfección, animando a la gente de las Profundidades a votar a Garland Foster en las elecciones en lugar de a la candidata mística, Violet Brooks.

Los comensales inclinan la cabeza y susurran acerca del futuro matrimonio y su potencial para unir el East y el West Side de Manhattan contra la amenaza mística.

Sonrío —como me ha ordenado mi madre— y oculto la amargura que me produce hacerlo.

Ahora más que nunca siento un peso enorme sobre mis hombros desnudos.

—Aria, estás preciosa —me dice Thomas, y me besa la mejilla.

Cierro los ojos, preguntándome cuánta fuerza necesitaré para soportar el «hasta que la muerte nos separe».

—Cualquier cosa por un Rose —susurro, repitiendo el viejo dicho de devoción de mi abuela.

—¿Cómo? —dice Thomas.

De repente, algo se remueve en mi interior, un recuerdo, una emoción, no estoy segura. Es casi como si una voz en mi cabeza me susurrase «Quieres a Thomas Foster». Aunque en el fondo no me lo creo, si no fuera verdad, ¿por qué iba a estar pensándolo? Mi cuerpo y mi mente parecen completamente desincronizados.

Las inyecciones de esta mañana, la máquina… quizá sí que han funcionado y estoy recuperando la memoria. Vuelvo a mirar a Thomas: estoy tan confundida que me inclino y aprieto el dobladillo de mi vestido durante demasiado tiempo, con lo que me dejo señales de las cuentas en las palmas de las manos.

—No, ¡tú sí que estás guapo! —digo, y de repente tengo hipo.

—¿Aria? —dice Thomas.

—Estoy bien —respondo—. De verdad… hip… que estoy bien.

Klartino me ofrece un vaso de agua, y lo acepto.

—Gra… hip… cias.

Thomas me sobresalta al cogerme del hombro… lo cual es bueno en realidad, porque consigue que se me pase el hipo. Noto el calor de su palma en mi piel. No puedo negar su atractivo sexual, lo dulce y refinado que es. ¿Casarse con él sería lo peor del mundo? Ahora mismo todo el restaurante nos está mirando: me apuntan decenas de ojos, y un puñado de cámaras me sacan fotos.

—Deberíamos sentarnos —le digo.

Thomas asiente.

—Buena idea.

Hago un gesto a Klartino para que se acerque; encorva su ya de por sí encorvada espalda y acerca su oído a mis labios.

—Puedes marcharte —le susurro.

Él niega con la cabeza.

—Tu padre me ha dicho que debo permanecer junto a ti en todo momento.

—¿Puedes al menos sentarte en otra mesa? —Arrimo mi silla hacia la mesa y me coloco la servilleta en el regazo. Si mi relación con Thomas tiene que permanecer bajo vigilancia, puede hacerlo bajo vigilancia a distancia.

Klartino llama a la camarera, que lo conduce a una mesa con un ángulo de visión directo a la nuestra.

—Espero que la comida sea buena —murmura el guardaespaldas.

Cuando devuelvo mi atención a Thomas, veo que está inmerso en la carta.

—¿Ves algo que te guste? —le pregunto.

Me mira y deja escapar un silbido tenue.

—Sí que lo hago.

Su mirada se entretiene unos segundos, como si encontrase algo especialmente atractivo en mi cara. Me estremezco a pesar de que no tengo frío. Un chico guapísimo —un chico con el que estoy a punto de casarme— me está haciendo un cumplido, está flirteando conmigo. Puedo vivir con eso, ¿no? Soy una Rose. Puedo hacer algún sacrificio por el poder.

Entonces, ¿por qué de repente aparece el rostro de Hunter en mi cabeza?

Thomas pide la cena para los dos, pero parece que no puedo concentrarme en lo que le está diciendo al camarero. En lugar de eso, oigo la extraña voz de nuevo: «Quieres a Thomas Foster». Es distante, como si existiera completamente fuera de mi cuerpo. Cierro los ojos e imagino que me veo a mí misma desde arriba, que observo a una chica enamorada de su prometido.

—¿Por qué llamaste anoche a mis padres?

Thomas levanta la vista de su copa.

—¿Qué?

—Mis padres. Anoche. Los llamaste… ¿Por qué? ¿Querías que me metiera en un lío?

Sacude la cabeza.

—Claro que no. Los llamó Devlin, no yo. No tenía ni idea que lo había hecho hasta que aparecieron.

Le observo con atención, sus rasgos perfectamente cincelados, y me pregunto si dice la verdad. En todo caso, parece preocupado. Ofendido, incluso.

—Vale —digo—. Te creo. —Thomas deja escapar un sonoro suspiro; parece aliviado—. ¿Cómo te ha ido el día? —pregunto. Es lo que mi madre le pregunta siempre a mi padre.

Thomas se relaja en su silla.

—Bien. Me ha ido bien.

—¿Qué has hecho?

—He acompañado a Garland a varias reuniones —explica de manera informal—. El alcalde quiere aumentar el número de drenajes por místico de dos a cuatro al año, y quería enseñarle a Garland el proceso.

—¿Más drenajes?

Thomas se encoge de hombros.

—¿Por qué no?

—¿Dos no son suficientes?

—No tengo ni idea —responde Thomas. Nos sirven el primer entrante, vieiras envueltas en beicon—. Pero debe de pensar que un mayor número de drenajes los mantendrá a raya. Lo último que queremos es que esos místicos se regeneren demasiado rápido y nos derroquen a todos con su magia de bichos raros. Además, están pensando en bajar la edad de drenaje obligatoria de los trece a los diez años.

—¿Diez? ¿No es un poco pronto?

Thomas se lleva una de las vieiras a la boca con el tenedor.

—Dicen que los poderes de un místico maduran a los trece años, pero ¿y si no son más que tonterías? Podría haber un montón de pequeños bichos raros poderosísimos por ahí. Tenemos que acabar con eso antes de que empiece, ¿no crees?

Lo dice de una manera tan despreocupada… No puedo evitar pensar en toda la gente del Java River, la mayoría de los cuales seguro que eran místicos. Ya parecían agotados a causa de los dos drenajes al año por mandato oficial; ¿cómo van acabar si la cantidad se dobla? ¿Si la edad se reduce? ¿Les hará enfermar… o llegará a matarlos?

—Quizá debería permitírseles conservar algunos de su poderes. —Me viene a la mente Hunter, el modo en que me presionó la muñeca con los dedos y me curó la herida inmediatamente—. ¿De verdad sería tan malo?

—¿Estás hablando en serio? —Thomas deja el tenedor en su plato—. Los místicos pusieron una bomba que arrasó gran parte del Lower Manhattan. ¿O ya has olvidado la Conflagración? Su poder es letal. Quieren matarnos, Aria. ¿Y tú propones que les dejemos conservar sus poderes?

Niego con la cabeza.

—No quería decir eso.

—Entonces, ¿qué querías decir?

—Quería decir que… probablemente no todos los místicos quieran matarnos.

Thomas suelta una carcajada, se ríe con ganas.

—No seas tonta, Aria. Nada les gustaría más a los místicos que vernos a todos muertos para poder controlar la ciudad. —Se inclina hacia delante—. Especialmente a ti.

El camarero nos retira los platos vacíos de los entrantes y nos sirve un digestivo —sorbete de manzana— antes del primer plato.

—¿Hace calor? —pregunto. Thomas niega con la cabeza—. Porque… tengo calor —añado, y me seco ligeramente la frente con la servilleta. También me pica mucho la piel… no, no me pica, sino que… siento un hormigueo, como si alguien estuviera hurgando en mi interior con un cable conectado a la corriente.

—¿Sabías —dice Thomas al tiempo que se limpia las comisuras de los labios con la servilleta— que los trabajadores místicos están intentando organizar algún tipo de sindicato? Mark Goldlit, del ayuntamiento, ha visto una de sus propuestas. Quieren vacaciones, ¿puedes creerlo? Y Violet Brooks apoya ese disparate. Si dejamos que se afiancen entre los votantes, pronto todos los pobres querrán tener voz en el gobierno, y entonces, ¿qué? Es terrible que a los místicos no se les pueda arrebatar el derecho al voto como se ha hecho con sus poderes. Entonces no tendríamos que preocuparnos por las elecciones.

Estoy a punto de replicar algo mordaz cuando me contengo y, en lugar de eso, saboreo el sorbete y dejo que se deslice por mi garganta, entumeciéndola. Thomas es igual que su hermano. Que es igual que su padre. Que es, a grandes rasgos, como mi padre. Apoyar a los místicos sería una blasfemia. Sin embargo, tiempo atrás confiaba en Thomas, lo suficiente como para enamorarme de él. ¿Qué ha cambiado?

Ah, claro… sufrí una sobredosis. Me sobreviene una enorme oleada de culpa. El extraño comportamiento de Thomas probablemente se debe a mí. A que lo eché todo a perder y me olvidé de él. De nosotros. Probablemente no tiene ni idea de cómo comportarse conmigo.

Thomas toma un poco más de sorbete.

—Está bueno, ¿verdad?

Cuanto más habla, más retazos diminutos de… —¿de qué?, ¿de memoria?— cobran vida en mi cabeza: unos labios que me rozan la mejilla, una mano fuerte alrededor de mi cintura. Correr. Escondernos. El sabor salado del agua de las Profundidades.

¿Es mi pasado, que sale a la superficie? ¿Aflora lo que solía sentir por Thomas, lo que me hizo querer arriesgarlo todo —el afecto de mis padres, la preocupación de mi hermano, la compañía de mis amigos— para estar con él?

Lo que quiera que haya ocurrido esta mañana en la consulta del médico, lo que quiera que hubiera en esas inyecciones, está funcionando. Cuando miro a Thomas siento un cosquilleo en cada centímetro de mi piel, desde los dedos de los pies hasta la misma coronilla. Quiero saltar por encima de la mesa y arrancarle la corbata, lamerle el cuello, besarle la barbilla, los labios… Es extraño, sentir tal repulsión hacia sus palabras y tanta atracción hacia su cuerpo al mismo tiempo.

—Aria —Thomas empuja su vaso de agua hacia mí—, bebe. Parece que estés ardiendo. ¿Te encuentras mal?

Me trago el agua rápidamente.

—No, no. Estoy bien. —Miro a mi izquierda y veo a una pareja mayor que nos observa; la mujer se cubre la boca con la mano y susurra algo al hombre—. Solo necesito ir al lavabo.

Un camarero me indica la parte de atrás del restaurante, y avanzo todo lo rápido que puedo. El sudor me resbala por la espalda; tengo el pulso acelerado. Apenas puedo caminar.

¿Es esto lo que llaman amor?

Me echo agua fría en la cara. ¿Qué me está pasando? Me froto las mejillas con una toalla suave que me tiende la asistenta del baño, luego abro mi bolso.

Ahí, devolviéndome la mirada, se encuentra el guardapelo.

«Recuerda.»

Me lo pongo y me preguntó cómo reaccionará Thomas.

Pasamos el resto de la cena sin apenas hablar.

Bien.

—Thomas… —digo finalmente.

—¿Sí?

—¿Y si damos esquinazo a Klartino y nos vamos a las Profundidades? ¿Tú y yo solos?

Casi se atraganta con un trozo de carne.

—¿Perdona?

—Ya me has oído.

Thomas me mira de forma extraña.

—¿Estás loca? ¿Por qué iba a bajar yo a las Profundidades?

«Porque es allí adonde escapábamos juntos para ser felices y quizá podamos volver a sentirnos así», estoy a punto de replicar. Pero su expresión es tan áspera que no consigo que me salgan las palabras.

—No importa —digo, y me paso el dedo por debajo de la cadena que me rodea el cuello—. No has dicho ni una palabra de mi guardapelo.

Thomas baja la vista al corazón de plata que descansa a la altura de mi clavícula.

—No deberías llevar esas guarrerías —me señala—. Se parece a la basura mística que les venden a los turistas.

Mi prometido devuelve su atención a la comida. Lentamente me quito el guardapelo. Thomas no me lo regaló. ¿Quién lo hizo?