Con un nombre como Turk, no estoy segura de a qué atenerme. Esto es lo que me encuentro: un chico con la piel cobriza y los ojos con forma de huevo, el pelo a lo mohawk, rapado a los lados de la cabeza y en la parte de arriba teñido de colores que van desde el negro en las raíces hasta el rubio platino en las puntas. Lleva pendientes de plata por todo el lóbulo de las orejas y en la ceja izquierda. Su ropa es negra y ajustada, pantalones largos y una camiseta sin mangas que deja a la vista unos músculos muy marcados. Lleva los brazos tatuados desde las muñecas hasta el pecho: dragones que escupen fuego por la boca y espadas de aspecto peligroso, mujeres semidesnudas y extrañas criaturas mitológicas.
Tiene el mismo tono saludable que Hunter: otro rebelde. Conduce una moto blanca con las ruedas cromadas y notas negras en el asiento. Solo he visto una moto así en internet, y jamás habría imaginado lo grandes que son. Me reconoce desde la ventana y me hace señas para que salga.
En la calle, el aire caliente del verano hace que me sienta como en una sauna. Turk me tiende un casco plateado y ladea la cabeza.
—¿Vas a subir?
Debe de estar bromeando.
—Por supuesto que no.
—Entonces, ¿te vas a quedar por aquí?
Ahí le ha dado. Tengo que volver a las Atalayas, y no puedo permitirme una góndola: el dinero que me quedaba estaba escondido en mi capa.
Turk me tiende el casco una vez más.
—Pareces una chica razonable, Aria. Deja que te lleve a casa de una pieza. Diría que esto no es para ti.
—¿Cómo funciona esa cosa? —pregunto con aire escéptico al tiempo que echo una ojeada a la moto. El motor tiene casi dos veces el tamaño de mi cabeza, los tubos han sido pulidos hasta brillar—. Parece demasiado grande para la mayoría de las calles.
Turk se ríe.
—Digamos que esta chupona está… mejorada. —Me guiña el ojo—. Para que disfrutes sobre ruedas.
—Vale —digo, cojo el casco y me lo pongo. Voy a subirme a la moto, pero solo hay un asiento… y él está sentado en él.
Turk se da una palmadita en el muslo.
—Sube, cariño.
Gimo.
—No hagas nada raro.
—No —repone Turk, y me tiende la mano—. No hay nada raro en todo esto.
Me aúpa y me acomodo entre sus piernas. Pulsa un botón y un manillar surge desde una ranura en la parte delantera de la moto.
Turk se inclina hacia delante, y sus brazos me rodean cuando coge el manillar.
—¿Lista? —pregunta, con los labios junto a mi oído; su aliento es cálido y dulce.
—Claro —contesto.
—Solo dime adónde vamos —dice.
Susurro las señas cuando Turk aprieta un botón diminuto y estallamos en llamas.
La moto de Turk está mejorada de verdad. Es mágica, incluso.
Nos inclinamos hacia delante en las calles estrechas, de una forma tan drástica que no tengo ni idea de cómo actúa la gravedad, tan rápido que no tengo tiempo de marearme, virando a la izquierda, luego a la derecha, saltando por encima del cemento resquebrajado, de la basura y las botellas hechas añicos, con un edificio tras otro fundiéndose en uno solo al pasar.
Pasamos zumbando junto a una flota de góndolas que permanecen amarradas hasta la mañana, dormidas en las aguas negras, con las proas atadas a los postes de las aceras. La moto es lo bastante estrecha para serpentear por un puente de piedra y lo bastante ligera para tomar curvas cerradas en los callejones.
La única interacción que se produce entre nosotros es el movimiento de nuestros cuerpos con la moto, la forma en que los brazos de Turk se ciñen en torno a mí. Cierro los ojos e imagino que es otra persona.
Y entonces nos detenemos.
El manillar se repliega, Turk se baja de la moto de un salto y aterriza con firmeza en el suelo. Yo me deslizo por un lado con menos elegancia y me quito el casco. Tengo el pelo empapado, pegado a la frente. Me paso los dedos por él mientras Turk me observa.
—¿Qué? —pregunto.
—Nada. Un placer conocerte, Aria.
Está a punto de volver a montarse en la moto cuando le detengo.
—Espera —le digo, al tiempo que apoyo mi mano en su brazo—. Necesito preguntarte algo.
—¿Sobre qué?
—Sobre Hunter. —Sonríe con complicidad, y por su expresión, ya se lo esperaba—. Sé que sois amigos —digo—, y…
—¿No sabes nada de él?
—Exacto.
—No hay mucho que saber.
—¿Qué se supone que significa eso?
Turk se encoge de hombros.
—Hunter es un tío misterioso. Si quiere contarte algo, te lo contará. Si no quiere, no lo hará. —Turk sostiene el casco que me ha dejado bajo un brazo—. Pero hazte un favor: deja las cosas como están. Olvídate de él.
Olvidar. Algo que aparentemente se me da bastante bien.
—Bueno…, gracias por traerme —digo en voz baja.
—El placer ha sido mío —contesta Turk. Se sienta a horcajadas sobre la moto, deja el casco en su regazo para tener las dos manos libres y enciende el motor—. Ten cuidado. ¿Sabes lo que estás haciendo?
Miro el PD, a unos pasos de mí. Por la pregunta, está claro que sabe que le he indicado el camino al edificio del apartamento de Thomas y no al mío. Por supuesto, vivimos en lados opuestos de la ciudad, así que no hacía falta ser neurocirujano para deducir que voy en la dirección equivocada. Pero al menos Turk no trata de impedírmelo.
—Estoy bien. Gracias. —Señalo el casco—. ¿No vas a ponértelo? —grito por encima del rugido del motor.
Turk sonríe con satisfacción.
—Por supuesto que no. —Se señala la cresta mohawk, que de algún modo ha permanecido intacta a pesar del trayecto—. No quiero despeinarme.
Y desaparece, dejando tras de sí una nube de chispas que se desvanecen enseguida.
Thomas se sorprende de verme. Lo cual es de esperar, puesto que es alrededor de medianoche.
—Aria… —Lanza una mirada irritada al sirviente que me ha hecho pasar.
—Han anunciado a la señorita Rose por el interfono, señor. He imaginado que había concertado una cita con ella.
Me recuerda al ayuda de mi padre, Bartholomew: el mismo pelo blanco, los mismos rasgos insulsos.
—Yo no he hecho tal cosa, Devlin —contesta Thomas. Esta noche lleva el cabello alborotado, sin gomina. Me gusta más así—. Deberías haberte dado cuenta.
—Lo siento, señor. —Devlin baja la cabeza.
Thomas está lejos de ir vestido apropiadamente: lleva unos pantalones de pijama de lino y tiene la camisa desabrochada. Se cruza de brazos para ocultar su pecho. Aunque no es la clase de pecho que haya que ocultar: hombros anchos y pectorales esculpidos cubiertos de un leve vello. Su estómago es plano y duro. Thomas tiene más músculos y es más atlético de lo que imaginaba.
Debo de haberme quedado mirando fijamente, porque se me acerca y me levanta la barbilla con los dedos para que desvíe la vista de su abdomen a su cara.
—¿Qué estás haciendo aquí, Aria? —Suena casi preocupado.
—Yo… quería verte. —Lo cual en parte es cierto, pero no por las razones que doy a entender.
Agradezco el aire frío de su apartamento después del calor asfixiante que hay en el exterior, pero tengo los pantalones y la camiseta empapados de sudor, y estoy empezando a tiritar.
Thomas frunce los labios.
—¿Saben tus padres que estás aquí?
—Por supuesto que no. —Tiendo una mano para tocarle el bíceps—. ¿Y qué más da? Antes no nos preocupaban, ¿no? —He ido levantando la voz, pero no puedo evitarlo—. Tenemos que hablar, Thomas. —Miro a Devlin—. Solos. Es importante.
Thomas permanece callado, su rostro resulta impenetrable. Entonces interviene Devlin:
—¿La registro, señor?
Doy un paso atrás.
—Estás de broma, ¿no? ¿Por qué iba a llevar algo peligroso?
—No para hacerme daño a mí —explica Thomas—. Para hacerte daño a ti misma.
Tardo un segundo, pero lo entiendo. Le preocupa que lleve Stic encima.
No me queda otra alternativa. Devlin me cachea, presionando sus manos contra mis brazos, mi torso y mis piernas. Luego me pasa un escáner de mano por cada centímetro del cuerpo. El insistente pitido me provoca ganas de golpear a alguien. No me he sentido tan humillada en toda mi vida. Thomas ni siquiera tiene la decencia de registrarme él mismo.
Por fin, Devlin declara:
—Limpia.
—Eso te lo podría haber dicho yo —replico con un gruñido.
—Es el protocolo, Aria. No es nada personal —se excusa Thomas—. Devlin, por favor, acompaña a Aria a mi dormitorio. Estaré allí en un momento. —Se vuelve hacia mí—. Mis padres han asistido a un acto benéfico. Tengo que llamarles y comprobar a qué hora van a volver a casa para que no te encuentren aquí. No quiero que te metas en líos.
Devlin vuelve a inclinar la cabeza y se dirige hacia el vestíbulo.
—Por favor, señorita, sígame. —Una vez estamos lo bastante lejos, me susurra—: Siento lo del escáner, señorita.
La casa de los Foster es más elegante que la nuestra: líneas sencillas y limpias, muebles modernos de diseño. No hay moqueta por ninguna parte, ni suelos de madera. En lugar de eso, todas las habitaciones tienen azulejos de colores claros. Por primera vez en mi vida, echo de menos las mesitas auxiliares antiguas de mi madre, los jarrones tubulares y las gruesas cortinas.
Hay pinturas místicas enmarcadas en negro por toda la casa; los colores se arremolinan como si la pintura tuviese vida propia, moviéndose solo lo justo para que las imágenes nunca sean exactamente iguales durante más de unos segundos.
Me detengo un momento a examinar una —un óleo del perfil de la ciudad— y observo cómo el cielo se oscurece desde el gris hasta el azul y el negro, y luego de vuelta hasta el negro de nuevo. Es impresionante, de verdad.
Podría quedarme horas mirándolo, pero avanzo.
La habitación de Thomas está prácticamente vacía: contiene una cama grande sobre una tarima negra en la pared del otro extremo, un escritorio con su TouchMe y una silla que parece más impresionante que cómoda. Hay dos pósters de películas —Un rey en Nueva York, de Charlie Chaplin, y La gata sobre el tejado de zinc, con Paul Newman—, y tres ventanas grandes desde las que se ve la silueta de los edificios del East Side. Las paredes son blancas; el suelo es negro. Hay una lámpara gris con el pie metálico encima de la mesilla de noche.
Devlin me deja sola en la habitación. Al cabo de uno o dos minutos, empiezo a fisgonear.
Presiono el teclado táctil que hay junto a su armario y escudriño entre su ropa: decenas de pantalones y camisas y trajes y corbatas, poco atrevidos en lo que se refiere a estilo y color. Más apropiados para hombres de la edad de nuestros padres que para un chico de dieciocho años que prácticamente acaba de terminar el instituto.
Luego me dirijo al cuarto de baño, donde rebusco por los armarios. Nada raro que declarar, salvo por un frasco de pastillas místicas para el dolor de cabeza como el que Kiki lleva siempre encima. Salgo del baño y miro en su mesilla: una aMuseMe, unos auriculares y un vaso de agua. Thomas es ordenado. Limpio. No parece esconder nada.
No estoy segura de qué busco exactamente: mi habitación la han dejado limpia, pero tiene que haber alguna prueba de nuestro amor a la que él se haya aferrado.
Entonces oigo voces que se acercan susurrando. Devlin y Thomas. Me vuelvo hacia la puerta, esforzándome por parecer inocente.
Thomas entra en la habitación, presiona un panel que hay en la pared y la puerta se cierra dejando a Devlin fuera. Mi prometido se pone una bata de franela a cuadros que coge del armario sin pronunciar palabra y se la ata alrededor de la cintura. Hoy no se ha afeitado, y da la impresión de ser más duro que en la fiesta de anoche. Más natural. Más peligroso.
Me preparo para que siga regañándome. En lugar de eso, suspira y se deja caer en la cama. Da unas palmaditas a su lado.
—Hola —dice en voz baja.
—Hola —contesto, y me siento junto a él.
—Perdona por lo de antes. Me has pillado con la guardia baja.
—No merezco que me traten así, Thomas. No he hecho nada malo.
Da un resoplido.
—Ah, ¿no? No me dijiste que tomabas Stic.
—Lo siento —digo—. De verdad. No recuerdo por qué lo hice, aunque debió de haber un motivo. Pero esa no soy yo. Sabes que no…, ¿verdad?
Se acerca un poco.
—Quizá estabas disgustada por algo. Solo lamento que no sintieras que podías compartirlo conmigo. Necesito ser parte de tu vida, Aria. Vamos a casarnos. No podemos guardarnos secretos el uno al otro. —Me atrae hacia sí. El gesto me resulta torpe.
—¿Gretchen Monasty es amiga tuya?
Noto cómo se tensa el cuerpo de Thomas.
—¿Por qué?
—La he visto hoy. En un derrumbamiento. Y te ha mencionado, y…, bueno, ha dicho que le habías hablado de mí, y me pregunto qué le dijiste. ¿Le has contado lo de la sobredosis?
Thomas parece ofendido.
—Jamás lo haría. Mis padres y yo acordamos mantenerlo en privado, por el bien de todos.
—¿Le dijiste alguna otra cosa?
—Claro que no —se apresura a responder Thomas—. Casi no conozco a esa chica.
Rememoro esta tarde, lo que Gretchen ha dado a entender. ¿Por qué iba a mentir? Luego miro a Thomas. ¿Por qué iba a hacerlo él?
—¿Te acercaste a mi bolso de mano en algún momento? ¿Al que llevaba anoche?
Thomas abre mucho los ojos al tiempo que me presiona en el hombro con la mano.
—Aria, ¿estás bien?
—Creo que sí —digo. Me doy cuenta de que ahora recela de mí, no se fía de mi salud mental. Necesito cambiar de táctica.
Le toco el pecho, a la altura del corazón, y percibo su latido. Respira de forma entrecortada. Tiene los ojos como platos.
—Tócame —digo de repente.
Tose.
—¿Qué?
—Tócame el corazón.
Su mano derecha se mueve lentamente, como si estuviera empapada de melaza, sus dedos se extienden de manera que puedo ver los espacios que quedan entre ellos. Con suma delicadeza, ejerce presión justo por debajo de mi clavícula.
—Más abajo —le indico, tirando de la camiseta para empujar su mano.
Sus dedos me rozan el pecho. Los dos temblamos, y estoy segura: no hemos hecho nunca nada parecido.
—Ahí —le digo—. ¿Notas eso? ¿Los latidos de mi corazón?
Traga saliva, mirándome fijamente.
—Sí.
—Cuéntame una historia —le pido, y cierro los ojos de nuevo.
—¿Qué quieres decir? —pregunta Thomas.
—Háblame de nosotros. Cuéntame algo romántico. Por favor. —Aun cuando no pueda recordar nuestra relación, quizá por el bien de mis padres, por Thomas, y por el amor a las Atalayas, pueda aprender a quererlo.
Trato de visualizar a Thomas en mi cabeza, en mi memoria. Su mano resulta deliciosamente cálida contra mi cuerpo, y la mía contra el suyo. Su pecho sube y baja bajo mi caricia.
Finalmente habla.
—Vale. Déjame ver. La primera vez que nos besamos fue en una góndola, de noche. No de noche; exactamente…, casi de noche. Al atardecer. Tú llevabas… hummm, un vestido rojo corto que te dejaba las piernas al descubierto. Habíamos quedado en nuestro sitio habitual cerca del Bloque Magnífico, y luego cogimos una góndola, que nos llevó por la ciudad. Yo bajé primero, pero la barca se balanceaba, y estuviste a punto de caerte al agua. Pude cogerte, y tú… prácticamente te derretiste en mis brazos. Me incliné hacia delante y te besé. Fue como en las películas: lento al principio, pero maravilloso. Los dos estábamos un poco acalorados, y el gondolero nos lanzaba miradas extrañas, pero nos reímos de él. Nos daba igual. Nos alegrábamos de estar juntos. No quería dejar de besarte nunca, Aria. Nunca.
Estoy a punto de decirle que no me acuerdo de aquello cuando de repente recuerdo algo y me quedo callada. Las imágenes de su historia empiezan a colorear la negrura de mi mente hasta que el momento cobra vida: estoy esperando a los pies de un edificio con una marquesina rota cerca del Bloque. Recuerdo correr para encontrarme con alguien —¿Thomas?— y caer en la góndola, exactamente como ha dicho.
Las imágenes se despliegan desde ninguna parte, pero son tan vívidas que es como si las viera en Technicolor. Resulta deslumbrante. Entonces mi recuerdo de Thomas se vuelve borroso. Sus rasgos se vuelven líquidos y se reordenan, la nariz se le alarga, los ojos se le ensanchan y tensan, sus labios se extienden en una sonrisa horripilante. Cuando se mueve, se produce un retraso, el resto de su cuerpo va microsegundos por detrás de su cabeza.
Sacudo la cabeza con fuerza, y todo se desvanece de manera progresiva.
Gris.
Blanco.
Mi mente es una imagen borrosa, y luego se queda en blanco.
Abro los ojos y estoy de vuelta en el dormitorio de Thomas, en su cama. Todavía nos estamos tocando, pero ahora su mano me parece pesada. Yo tengo la palma sudorosa, y la retiro de su pecho.
—Qué raro.
—¿Qué pasa? —pregunta, con gesto preocupado—. ¿Estás bien?
—La verdad es que no… —digo—. Me acaba de pasar algo. Algo…
Me interrumpe el sonido de un cristal al romperse. En la puerta están mis padres, con expresión escandalizada. Mi padre lleva un traje oscuro y tiene el cuello de la camisa abierto, y el nudo de la corbata, amarilla y azul, aflojado. Hay un vaso de agua hecho añicos en el suelo. He debido de tirarlo.
—Aria, vámonos. Venga —me espeta mi padre, y deja escapar un gruñido.
Thomas se incorpora y se aparta de mí.
Me vuelvo hacia él.
—¿Has llamado a mis padres?
De repente mi padre está junto a la cama y me coge por el hombro. Me clava los dedos; yo aúllo, luego ahogo mis gritos. No sirve de nada pelear: me han cogido. Me vuelvo hacia Thomas y le atravieso con la mirada.
Me siento increíblemente traicionada.
Mi padre me arrastra hasta el vestíbulo y salimos del edificio.
No hago preguntas cuando descendemos a las Profundidades en lugar de coger el tren ligero que atraviesa las Atalayas. Stiggson y Klartino, dos de los hombres de mi padre, caminan por detrás de mí; yo sigo a mis padres por una callejuela diminuta y repleta de basura hasta llegar a un canal ancho —Lexington Avenue— flanqueado de embarcaderos en los que esperan los gondoleros. Nos miran con curiosidad, sin duda sorprendidos por lo extraño de nuestra presencia allí.
Mi padre me habla por fin.
—¿Has cruzado con alguno de ellos?
Me fijo en los hombres.
—No. —No estoy segura de por qué pregunta, pero no puede ser por un buen motivo.
Avanzamos por el canal. Observamos a otro grupo de gondoleros. Ninguno me resulta familiar.
—Johnny, ¿para qué haces esto? —pregunta mi madre.
—Calla. —Se vuelve hacia mí, gruñendo—: ¿Alguno de estos hombres?
Niego con la cabeza.
Avanzamos por un puñado de calles, acercándonos al Bloque Magnífico y deteniéndonos cada vez que vemos a gondoleros. Me suda todo el cuerpo; la noche es sofocante. Me aprietan los zapatos. Lo único que quiero es irme a casa.
Al final, nos topamos con un gondolero que espera cerca de la orilla del canal. Mi padre se detiene, con Klartino y Stiggson a ambos lados.
—¿Es él?
Estudio al hombre. Lleva el pelo sucio y tiene las mejillas picadas de viruela. No es el chico pelirrojo con el que he viajado, pero tampoco pasa nada porque aguante el rapapolvo que mi padre pretende darle. De un modo u otro, a un gondolero no le va a importar, y la ira de mi padre solo va a empeorar cuanto más caminemos.
—Claro —digo, exhausta.
El gondolero parece perplejo.
—Señor, ¿qué quiere? No tengo dinero.
Mi padre se ríe, contento por primera vez en toda la noche. Klartino y Stiggson le siguen con risas amenazadoras. Mi padre me mira y dice:
—Escúchame y escúchame con atención, Aria. No sé a qué estabas jugando esta noche, pero se acabó la diversión. No vas a hacer nada que ponga en peligro este matrimonio. Nada. ¿Me oyes?
Su voz es chirriante y espeluznante, tiene el rostro desfigurado por la ira.
—Sí —consigo contestar—. Te oigo. Lo siento.
El cuerpo de mi padre se relaja con la disculpa.
—Buena chica —dice—. Entonces ya está.
Suspiro de alivio.
—Ah, y… Aria… —añade mi padre. Tiene las espesas cejas alzadas; las arrugas de su frente son delgadas y oscuras.
—¿Sí?
Se lleva la mano a la pretina del pantalón, retira una pistola plateada y, antes de que pueda pestañear, dispara al gondolero en la cabeza. El ruido es ensordecedor. Dejo escapar un grito agudo.
El hombre se desmorona como un muñeco, se desploma hacia atrás en el canal y se queda flotando en el agua. Sin necesidad de recibir órdenes, los guardaespaldas de mi padre cogen un remo y arrastran al hombre a la orilla. Se desharán del cuerpo más tarde, lo sé.
Mi padre le tiende el arma a uno de sus hombres, se limpia las manos y me dice tranquilamente:
—No vuelvas a escaparte de casa.