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—Solo. Taza grande.

La camarera asiente hacia el chico y luego me mira. El pequeño local no tiene carta. Es el tipo de sitio por delante del cual podría pasar perfectamente sin pararme: discreto y oscuro por fuera, con las palabras JAVA RIVER en la marquesina.

El interior, sin embargo, está lleno de luz y sonido. Hay un puñado de mesas con bancos repletas de todo tipo de gente. La mayoría son familias, pero también hay personas que comen tarta y beben café a solas. Las paredes son de color crema, y están cubiertas de fotografías enmarcadas de cadenas montañosas.

—Lo mismo —digo.

La camarera, una chica con el pelo negro y rizado y un piercing en la nariz, asiente y se marcha sin prisa.

Vuelvo a centrar mi atención en el chico místico que me ha salvado.

—Gracias —digo—. Por… cargar conmigo.

Su rostro carente de expresión me hace sentir como una idiota. Nadie me había llevado en brazos desde que era un bebé. Sin duda, ningún chico de mi edad. Y sin duda, ningún místico.

Pero cuando me ha cogido en brazos y me ha alejado de esa escena terrible, no he podido oponer resistencia. Me he limitado a cerrar los ojos, descansar la cabeza en su hombro y relajarme. Me ha gustado la sensación de poder confiar en alguien, aunque solo fuera a lo largo de unas cuantas avenidas.

El místico sigue impasible. Lleva puesta la capucha, que le cubre el cabello y hace que parezca que vaya de incógnito. No es perfecto. Ahora me doy cuenta. Tiene la nariz ligeramente torcida, como si se hubiese metido en una pelea y nunca se la hubiese hecho examinar como es debido por un médico; tiene una cicatriz de dos centímetros justo por encima de la ceja izquierda. Una barba de tres días le cubre las mejillas. Tiene un aspecto duro, justo lo contrario que Thomas, que siempre va bien peinado y tiene la piel suave. Este chico místico es completamente distinto.

Tiene la clase de rostro que te coge por sorpresa. Antes, en la calle, pensaba que era una cosa, guapo de un modo convencional, como la porcelana o los diamantes de colores que mi madre guarda en la cámara de seguridad de la familia. Pero ahora veo que es prácticamente lo contrario, un rostro de facciones demasiado duras para ser bello, demasiado misterioso. Es el tipo de cara que te absorbe, que te hace querer renunciar a todo lo que conoces, a todo lo que eres, solo para captar su atención.

Resulta peligroso, el rostro, el chico. Y no solo porque se trata de un místico… aunque eso ya supone peligro suficiente.

Ya me tiene atrapada. No estoy segura de si es atracción o miedo. O ambas cosas.

El místico parece tranquilo. Si no lo supiera, nunca imaginaría que acababa de verse envuelto en una pelea. Lleva una camiseta roja y vaqueros, y una chaqueta hecha de tela de sudadera. Irradia salud, y por eso llama la atención aquí, entre otros místicos a los que les han drenado sus poderes.

Normalmente, aquellos a los que les han despojado de su energía tienen un aire enfermizo que he visto en fotografías o del que me han hablado en la escuela y, ocasionalmente, he visto en persona. Por supuesto, se les drena la energía para protegernos a nosotros de otra revuelta como la de la Conflagración del Día de la Madre. Sin su energía no pueden hacer daño a nadie, y la gente que vive en las Atalayas está a salvo.

—¿Dónde estamos? —le pregunto.

—En el Java River —dice al tiempo que señala la pared, en la que aparece el nombre pintado.

—Eso ya lo sé —contesto. Echo de menos mi capa; me gustaría esconderme entre sus pliegues. Nadie parece prestarme demasiada atención, pero siento que todos los ojos están puestos en mí. En nosotros. Quizá solo esté paranoica—. Pero ¿dónde estamos? —Me vuelvo hacia la ventana. Hacia el exterior.

Él se recuesta en su asiento.

—Ah. Estamos cerca del Bloque Magnífico —dice como si nada.

Se me abren los ojos de par en par.

—¿Estamos cerca del Bloque?

—Sí —contesta—. Cerca. No dentro. No te preocupes, estás a salvo. —Me mira de un modo extraño—. ¿Dónde creías que estábamos?

No puedo responder a esa pregunta, aunque sin duda no se me había pasado por la cabeza que estuviésemos tan cerca del Bloque. Esperaba que la zona que lo rodeaba estuviese más… deteriorada y, sorprendentemente, no lo está. La gente aquí se parece mucho a mí. Parecen…, bueno, normales.

—Este es uno de los únicos sitios en los que se nos permite entrar fuera del Bloque —dice—. No es legal de por sí, pero los propietarios son bastante decentes. Todos los demás restaurantes y tiendas tienen escáneres de control en la entrada para mantener a los místicos fuera.

—¿Incluso a los que ya no tienen poderes?

Asiente.

—¿Por eso me has traído aquí?

—Claro. Y porque me gusta el café.

Miro a mi alrededor. Los clientes del Java River parecen proceder de todas las clases sociales: hay chicas y chicos de mi edad que no parecen malos en absoluto. Un grupo de hombres jóvenes de cabello rubio rojizo ríen y juegan a las cartas junto a la ventana. Y en el otro extremo, media docena de ancianos dan sorbitos al café, ven la televisión y discuten acerca de lo que sale.

Sí, tienen la cara pálida; la piel, fina como el papel. Parecen débiles, fundamentalmente cansados como resultado de los drenajes. Pero estas personas no son los individuos amenazantes sobre los que me han estado advirtiendo toda mi vida: los místicos drenados y pervertidos que supuestamente pueblan las calles del Bloque Magnífico. Eso es lo que nos han enseñado en la Academia Florence. Lo que me han enseñado mis padres.

No parece justo: si se les drena, ¿por qué no pueden ir a donde quieran?

El chico parece estar leyéndome la mente.

—¿No es lo que esperabas?

—No, no exactamente.

La camarera viene con nuestro café y deja las tazas delante de nosotros. El chico toma un sorbo inmediatamente, pero yo remuevo el mío con una cucharilla, esperando a que se enfríe.

Permanecemos sentados así varios minutos. Debería marcharme. Es tarde y todavía tengo que buscar a Thomas. Aun así, hay algo en el místico que me obliga a quedarme.

Me aclaro la garganta.

—Gracias por salvarme. Y por… mi brazo.

Las palabras que no llego a pronunciar son: «por usar tu poder para curarme».

No las digo en voz alta, por miedo a quién pueda estar escuchando. Los rebeldes místicos son forajidos. Estas son las personas a las que persigue mi padre a diario. Si supiera que estoy en las Profundidades, sentada justo enfrente de un místico con plenos poderes…

—De nada.

Se inclina hacia delante. Sus iris tienen el contorno moteado de un azul más claro. Da un sorbo a su café.

—Me llamo Aria —digo, para romper el silencio.

—Como en la ópera. —Su voz es tan baja que apenas le oigo.

—Bueno, la verdad es que sí. A mi madre le encanta.

—¿Alguien en particular?

Entrecierro los ojos.

—¿Por qué? ¿Entiendes de ópera?

—¿Das por hecho que no?

—Bueno, es solo que…

—Soy un místico, así que evidentemente es imposible que tenga una pizca de cultura. —Su tono es cansado, con un dejo de amargura—. ¿Qué os enseñan ahí arriba? —Señala al techo, pero sé que se refiere a las Atalayas.

—Perdona, ha sido grosero por mi parte. Estoy segura de que tienes cultura, claro que la tienes. Es solo que he tenido un par de semanas malas, y ahora una noche realmente extraña. Lo siento. —Doy un buen trago al café—. Entonces…, hum, ¿cuál es tu favorita?

Me mira directamente a los ojos, y veo que se ablanda un poco. Luego la comisura derecha de sus labios se curva ligeramente, y acaba esbozando una enorme sonrisa.

—Te estaba tomando el pelo. Odio la ópera. —Se lleva la mano al corazón—. Tengo alma de rockero.

Se ríe como si estuviera disfrutando de verdad, y su rostro se ilumina por completo. Yo también me echo a reír; en realidad, no puedo parar. Me sienta tan bien… No recuerdo la última vez que me reí así.

—Rockero, ¿eh? —repito poniendo los ojos ligeramente en blanco, pero él sabe que me tiene atrapada. Puedo verlo en sus ojos—. Entonces…, ¿qué tocas?

Asiente levemente.

—La guitarra.

—Me encanta la música —digo, y trato de concentrarme en cualquier cosa: el suelo, la mesa, mi café, salvo en cómo huele él, como a humo y a sudor y a la sal de los canales—. Mis padres me hicieron dar miles de clases cuando era pequeña, piano, flauta, oboe, pero nunca se me dio bien.

El místico alza una ceja con aire divertido.

—Me cuesta creerlo.

—¿Cómo?

Me recorre de arriba abajo con los ojos y me siento prácticamente desnuda; me mira con tanta intensidad que noto cómo me da un vuelco el estómago.

—Pareces el tipo de chica que es buena en todo lo que hace.

Sé que lo dice como un cumplido, pero me lleva a pensar en la sobredosis. En haber fracasado de una forma tan estrepitosa. Perder mis recuerdos a causa del Stic y decepcionar a mi familia y a Thomas. La escena con Gretchen en la fiesta del derrumbamiento y las inminentes elecciones.

Niego con la cabeza.

—No en todo.

—No te preocupes por eso. Yo soy malo en cientos de cosas. —Me regala una sonrisa mientras resigue el borde de su taza con la yema del dedo. Resulta extraño que sus dedos tengan una apariencia tan normal cuando sé de qué son capaces.

—¿Por ejemplo?

—En la escuela —contesta—. Nunca se me dieron bien las matemáticas. Ni las ciencias. Ni nada, en realidad. Por eso la dejé.

De forma instintiva doy un grito ahogado.

—¿Dejaste la escuela?

Se ríe entre dientes.

—Hay cosas más importantes, ¿sabes? Al menos, para algunos.

—Supongo —contesto vacilante—. ¿Qué es importante para ti?

Parece pensativo por un momento.

—Los amigos. La familia.

—Eso está bien —digo, e inmediatamente me pregunto por qué me importa que compartamos valores. Tampoco es que vaya a volver a verle nunca.

—Y la igualdad —añade, luego coge su taza despacio y toma un largo sorbo.

Me pregunto si se supone que eso era una puñalada. Sabe quién soy, quiénes son mis padres, ¿no? Es imposible que un rebelde místico, o nadie de las Profundidades, apoye a los Rose o a los Foster. Los místicos llevan siglos menospreciándonos, aunque tampoco es que nos haya importado, mientras las cosas siguieran igual.

Aparto la vista. Debe de encontrarme despreciable, con toda mi fortuna. Lo cual me decepciona, porque… ¿por qué? Vuelvo a mirarle y puedo oír los latidos de mi propio corazón. En el fondo sé por qué. Solo que no quiero admitirlo.

Me gusta.

Noto la garganta áspera y reseca. Estoy comprometida. No puede gustarme. Ni siquiera sé cómo se llama. El rostro de Thomas aparece fugazmente ante mí: la viveza de sus ojos, su piel dorada. ¿Qué estoy haciendo aquí?

—Aria…

Levanto la vista.

—¿Sí?

—¿Estás bien?

«¡No!» Quiero gritar, pero él no tiene la culpa de que esta conversación sea la más cómoda que he mantenido en mucho tiempo, de que con solo mirarle me relaje.

—¿Vas a decirme cómo te llamas?

Se rasca la cabeza, confundido, como si hubiese estado esperando una pregunta mucho más profunda.

—Claro. Me llamo Hunter.

Espero a que diga algo más, pero no lo hace.

—Y, a ver…, ¿qué más necesito saber de ti? Somos prácticamente unos extraños.

Hay algo en la pregunta que le toca la fibra sensible. Se le tensan los músculos alrededor de la boca; adopta una postura rígida. El chico con el que he estado hablando de repente se convierte en alguien más tosco, más frío. Saca la cartera, coge algunos billetes y los deja encima de la mesa.

—No te ofendas —dice Hunter—, pero es mejor que las cosas se queden como están.

Luego saca su teléfono y aprieta algunas teclas, como si estuviese escribiendo un mensaje a alguien.

—¿En serio? —Me siento confundida por el repentino cambio en su tono: ¿en un momento nos estamos riendo, y al siguiente está distante, se marcha?—. Acaban de atacarme. Me has salvado la vida. No tenemos que ser amigos ni nada parecido, pero tampoco hace falta que seas tan… tan…

—¿Maleducado? —Levanta la vista, el azul impoluto de sus ojos sigue siendo sorprendente—. Mira, Aria, pareces una buena chica, pero, en tanto que estás a salvo, ya he cumplido con mi trabajo. Mi amigo Turk viene a recogerte para llevarte a casa. Espérale. —Entrecierra los ojos—. No vuelvas por aquí, ¿vale? Estás más segura en las Atalayas. Donde deben estar los tuyos.

Se levanta. El mero hecho de mirarle hace que se me acelere el corazón. Quiero que se quede, pero no hay nada que le ate a mí. Somos extraños de verdad el uno para el otro. La idea me produce dolor de estómago.

—Adiós, Aria —dice, y aunque demuestra determinación, puedo notar que le da pena.

Permanezco sentada sin moverme, paralizada por la tristeza. Aunque me está diciendo adiós, el modo en que pronuncia mi nombre me suena al hola más cálido que me hayan dirigido nunca.

Justo cuando está a punto de salir, veo el tatuaje diminuto en el centro de su muñeca izquierda.

Con la forma de una supernova.

—¡Espera! —me deslizo por el banco demasiado rápido y me caigo al suelo. Ahora todo el mundo me mira directamente.

—Señorita —pregunta alguien—, ¿se encuentra bien?

Me levanto, me sacudo y salgo corriendo al exterior. Miro alrededor desesperadamente, pero las calles están prácticamente vacías. ¿Cómo he podido dejar que se marche, otra vez?

Trato de regular mi respiración. No estaba alucinando, anoche había un chico en mi balcón y no era ningún invitado a la fiesta.

Era Hunter. Me ha salvado dos veces en dos noches.

Me quedo unos momentos parada bajo la marquesina de JAVA RIVER, con la esperanza de que vuelva. Luego me siento idiota por esperar. Soy Aria Rose. Vivo en las Atalayas y estoy prometida.

Thomas. Es a él a quien se supone que voy a ver esta noche, y no he pensado en él una sola vez desde que he visto a Hunter.

Cuando me doy cuenta de que Hunter no va a volver, regreso al interior; aún no han recogido la mesa. Detrás de la caja registradora, una mujer mayor con la piel grisácea carraspea en mi dirección. Lleva el pelo enredado y recogido en lo alto de la cabeza. Me siento a esperar a Turk.

¿Por qué me ha salvado si no quería tener nada que ver conmigo? Sin pensarlo, miro mi taza de café y me trago el líquido hirviente. Me estremezco. Me arde la garganta, y el corazón.