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Escapar no resulta fácil.

Un simple hecho: cada uno de los escáneres dactilares que accionan las puertas de las Atalayas está conectado a una red electrónica de seguridad. El lado oeste de esa red se encuentra bajo la supervisión del séquito de mi padre. Un sistema monitoriza la localización de cada individuo, y los operadores centrales reciben una alerta cuando ciertas personas de alto estatus —entre las cuales me incluyo yo— hacen cualquier movimiento.

Debido a la estrecha vigilancia de la Red, puedo viajar por las Atalayas sin guardaespaldas. Los tenía cuando era pequeña, pero, al cumplir los dieciséis, mi padre me concedió la libertad. O al menos toda la libertad que puedes tener cuando estás siendo monitorizado constantemente.

—Un verdadero Rose puede arreglárselas solo —me dijo.

Aunque estoy segura de que se arrepintió de sus palabras cuando empecé a escaparme a hurtadillas con Thomas. Cuando quiera que pasara eso.

Justo antes de mi accidente, Kyle dejó caer que el ascensor de atrás, el de la cocina, funciona sin escáner dactilar —solo se requiere una contraseña, que también me dio— y que lleva directamente al entresuelo del edificio. Mis padres y sus socios lo utilizan cuando quieren que sus actividades ilícitas permanezcan fuera del control de la Red.

Que es exactamente como quiero que permanezca mi actividad esta noche.

Con la capa que me regaló Davida por mi cumpleaños el año pasado, bajo las escaleras lentamente, cruzo la planta principal de nuestro apartamento y cojo el ascensor de atrás. Contengo el aliento mientras se cierra la puerta.

Cuando se abre, me encuentro en una habitación iluminada de forma siniestra: es la entrada del servicio. El suelo es de un color plateado prístino salvo por un camino negro que conduce al exterior. Avanzo lentamente, con cautela, con la esperanza de que no haya ningún sensor invisible o cámaras ocultas. Espero a que se active alguna alarma o que los guardas de seguridad irrumpan en la habitación y me detengan.

Nadie lo hace.

Fuera empiezo a sudar incluso antes de haber cruzado el puente que conecta nuestro edificio con el vecino. Me mantengo en las sombras mientras paso a toda prisa por delante de la estación de tren ligero, cuyo techo de cristal brilla con fuerza contra el cielo casi negro. No puedo coger el tren. Localiza a los pasajeros. En lugar de eso, debo hacer el camino más largo hasta el East Side para asegurarme de que no se informa a mi padre de mi paradero.

Unas manzanas más abajo hay un Punto de Descenso. Mientras que los trenes ligeros operan exclusivamente en las Atalayas, los PD son como ascensores a las Profundidades. Ninguno de mis conocidos utiliza los PD, solamente los habitantes de las Profundidades y los místicos que trabajan en las Atalayas. ¿Por qué alguien iba a querer bajar al nivel de los canales a menos que fuera absolutamente necesario?

Pero ese esnobismo es algo de lo que puedo sacar provecho: los PD se sirven de una versión antigua del escáner dactilar, tecnología lenta y obsoleta que no interactúa bien con el nuevo software de las Atalayas. De modo que resulta menos probable que alguien sea capaz de rastrearme.

Coloco la mano en el escáner y las puertas se abren.

El interior del PD está mucho más sucio de lo que imaginaba. Por suerte, no tengo tiempo para inspeccionarlo de cerca antes de descender.

A pesar de haber pasado toda mi vida en Manhattan, solo he estado una vez en las Profundidades, en una excursión bajo vigilancia con la Academia Florence. Recuerdo el terrible hedor, la gente sin una casa que llamar suya y sin comida con la que llenar el estómago. Todo y todos estaban sucios y resultaban repugnantes. Nos dijeron que las Profundidades estaban llenas de gente que mataría por cualquier cosa que llevásemos en los bolsillos.

Cuando salgo del PD, compruebo que las Profundidades son exactamente como las recordaba: húmedas y bochornosas, ruidosas y peligrosas. El agua baña suavemente los cimientos de los edificios en una banda sonora constante mientras avanzo por las aceras elevadas. Paso por delante de una hilera de casas de piedra arenisca y tiendas cuyas ventanas tienen tanta mugre que no veo ni un asomo de mi reflejo. Todo es más oscuro aquí abajo. No sé adónde me dirijo, pero me esfuerzo todo lo que puedo por no levantar sospechas. Enjambres de personas se mueven de un lado al otro, los rostros ocultos por la bruma que se alza del agua caliente del canal que cubre las calles.

Prácticamente puedo saborear el agua salada en el aire sofocante. La gente pasa por mi lado, charlando en voz alta, ajena a mí. Hay algo innegablemente emocionante en todo esto: encontrarme en un lugar en el que no debería estar entrada la noche, ver a gente real vivir sus vidas sin que se den cuenta de mi presencia.

Mezclarse entre la gente sienta bien.

Se me acerca una jorobada con el cabello ralo.

—¿Tiene unos peniques, señorita? —Saco algo de cambio y lo deposito en la palma arrugada de su mano.

Resulta extraño tener dinero real. En las Atalayas, todo se paga mediante el escáner dactilar, y las facturas pasan directamente al banco. Por suerte, he venido preparada, he cogido las monedas que he ido guardando durante años.

Llego a una suave colina, donde las viejas calles se alzan por encima de las aguas y se puede caminar. Esquivo una bolsa negra de basura y salto al pavimento, luego cruzo a la orilla del agua, donde los gondoleros esperan a los clientes fumando pacientemente sentados en sus barcas.

Hace años el gobierno instaló góndolas motorizadas en los canales. Las manejan los gondoleros; así es como se mueve la mayoría de la gente en las Profundidades. Una vez que alcance el East Side, subiré en PD y encontraré la forma de llegar a la residencia de Thomas. Puede que no tenga su número de teléfono, pero la dirección de los Foster es de dominio público.

El único problema real es qué decir cuando llegue.

«¿Por qué le has hablado a Gretchen de mí?» resulta demasiado acusatorio, mientras que «Cuéntame todo lo que sepas acerca de lo que me ocurrió» es demasiado… exigente. Tengo que jugar bien mis cartas.

Aunque si Thomas sabe algo, y me quiere, ¿por qué no iba a estar dispuesto a ayudarme?

Varias chicas de mi edad pasan por mi lado a toda prisa, riendo y gritando. Llevan sencillos vestidos grises, de un blanco sucio y azul marino ajado. Por el tono saludable de su piel, deduzco que no son místicas, me da la impresión de que pertenecen a la clase baja que vive en las Profundidades. Son los pobres y oprimidos de la ciudad de Nueva York, una población de millones cuyos votos a mis padres antes nunca les habían importado y, gracias a Violet Brooks, ahora les aterroriza perder.

—¿Cuánto? —le pregunta una a un gondolero.

—¿Adónde vas?

—Al East Side —contesta la chica—. A Park Avenue.

El gondolero levanta la mano mostrándole los cinco dedos. La chica salta a bordo.

Hago un gesto a un gondolero y avanzo con cautela por el pavimento resquebrajado. Me subo a una de las barcas y me siento con cuidado de no caer al agua. Hace tanto calor que tengo la sensación de que se me va a cocer la piel en cualquier momento; quiero retirarme la capa del todo, pero tengo miedo de que me reconozcan y me delaten.

—¿Adónde, señorita? —El gondolero parece joven, no mucho mayor que yo, tiene el rostro dulce y el pelo rojizo y alborotado.

—East Side —le digo, como la otra chica—. A la Setenta y siete con Park.

Asiente y pone la góndola en marcha. No hay remos ni palas, solo un timón electrónico diminuto. Tardamos unos minutos en alejarnos del resto de las góndolas, pero luego avanzamos velozmente por los canales y serpenteamos a través de las Profundidades. Me asomo por la borda y observo el agua oscura. Parece todo menos refrescante: es de un marrón verdoso sucio y desprende un olor agrio que me revuelve el estómago.

El ruido se propaga por los canales a medida que avanzamos: risas, música, unos gritos que al principio me alarman pero que poco a poco me doy cuenta de que proceden de dos chiquillos que juegan en la calle.

—Niños —dice el gondolero con una risita—. No paran quietos ni un momento.

Doblamos una esquina y los espacios llenos de agua entre los edificios se abren de repente a una gran extensión de cielo azul oscuro, casi negro. El Bloque Magnífico, lo recuerdo de aquella excursión de hace mucho tiempo. Esta es la zona en la que los místicos registrados están obligados a vivir. En realidad, el Bloque dista mucho de ser magnífico: oscuro y lóbrego, con pisos de alquiler de aspecto poco sólido uno encima del otro, como montones de naipes que se asoman al exterior desde detrás de un muro de piedra.

Hace años, este lugar se llamaba Central Park. He visto cientos de fotos de cuando era verde y exuberante y estaba lleno de árboles. La gente venía aquí desde todos los rincones de Manhattan para jugar, hacer picnics y huir de la ciudad. Pero eso fue antes del calentamiento global, antes de que los mares creciesen y cubriesen el parque bajo casi diez metros de agua sucia. Antes de que fuera amurallado y designado reserva mística. Las partes que permanecen por encima del agua tienen una pátina de suciedad espectacular, pero resultan prácticamente invisibles para el resto de la ciudad gracias a los altos muros de piedra y a las puertas herrumbrosas que sellan la zona.

La división resulta bastante clara: los místicos dentro del Bloque, todos los demás fuera.

Una vez que dejamos el Bloque atrás, vuelven a alzarse los edificios y, tras cruzar varias calles más, el gondolero se detiene junto a una acera elevada. Lanza un cabo por encima de un poste y empuja la barca de manera que esta araña suavemente la pasarela.

—Hemos llegado, señorita —me dice.

Le entrego unas monedas y me ayuda a levantarme de mi asiento.

La noche es ahora más oscura, salvo por un tenue brillo crepuscular procedente de las numerosas agujas místicas de la ciudad. Permanezco entre las sombras, donde resulte difícil verme el rostro. La gente de las Profundidades odia tanto a los Rose como a los Foster. A muchos de ellos les encantaría verme muerta.

Aquí, en el lado Foster de la ciudad, la gente utiliza extrañas aceras que se han ido alzando como montículos empinados a lo largo de los años a medida que crecía el agua. Pero las construyeron los ciudadanos, no el ayuntamiento, y se han ido desgastando, por lo que resulta difícil caminar por ellas.

Llego a Park Avenue y descubro que la terminal de PD se encuentra en realidad al otro lado del canal. Pero a una manzana escasa hay un puente peatonal, no me costará cruzar. Levanto la vista y veo las torres resplandecientes: la residencia de los Foster. Estoy a punto de subir los escalones del puente cuando un grupo de adolescentes rebotados me bloquea el paso.

Son cuatro chicos —todos de espalda ancha y fuerte, vestidos de negro y gris— y dos chicas, que permanecen de pie a un lado, casi imperceptibles en las sombras de un edificio abandonado que se está desmoronando. Tienen los rostros pálidos, la mirada apagada, las mejillas hundidas y la piel cerúlea, como si no hubiesen comido en días.

En la marquesina que hay por encima de sus cabezas se lee BROWERS. Se trata del escaparate de alguna tienda, aunque, a juzgar por las telas de araña del cristal hecho añicos que eran las ventanas, el local lleva años cerrado.

El chico más alto, que tiene el cabello de color óxido y los ojos sin brillo, comenta con aire despectivo:

—¿Qué estás mirando? —Da un paso hacia delante y los demás chicos se me acercan por detrás. Las chicas se limitan a mirarme fijamente.

—¿Te han cortado la lengua? —pregunta otro.

Todos se echan a reír. Vuelvo a pensar en lo feliz que sería la gente de las Profundidades si nos viese muertos a mi familia y a mí, y me tiembla el pulso.

—Me gustaría pasar, por favor —digo, en un esfuerzo por sonar educada. Me doy cuenta al instante de que ser educada no es lo más apropiado. Ser educada me señala como a alguien de las Atalayas.

—¿Te gustaría? —repite el chico alto con voz chillona. Suelta una risotada—. ¿Qué has venido a buscar? ¿Stic? —Saca un vial lleno de pastillas de un verde eléctrico—. Buen material. Te lo juro. Dos por cincuenta.

Stic. Una parte de mí siente curiosidad por las pastillas. Quiero ver cómo es una de cerca; quizá me ayude a reavivar mi memoria. Pero no confío en estos chicos.

—No —contesto. A la mierda la educación. Tengo que mostrarme dura—. Ahora dejadme pasar.

Uno de los chicos se hace a un lado. Con las prisas por dejarlos atrás, se me resbala la capucha justo cuando una aguja cercana parpadea con energía. La luz me ilumina el rostro, y las dos chicas ahogan un grito.

—¡Aria Rose! —exclama una de ellas.

—Qué pasada… —susurra la otra—. No puede ser.

—No, os equivocáis —digo al tiempo que vuelvo a subirme la capucha.

—Te reconocería en cualquier parte. —Llama a uno de los chicos—: ¡Darko!

Me apresuro a subir las escaleras, pero es demasiado tarde: alguien sube a toda prisa por detrás de mí. Me quitan la capa de un tirón y me veo rodeada de chicos.

—Mira lo que tenemos aquí —dice el pequeño llamado Darko. Le da un codazo al alto y sonríe—. ¿No deberías estar en la cama, cariño? ¿Sabe papá que estás aquí abajo?

Intento alcanzar mi capa, pero él se la arroja a una de las chicas, que suelta un chillido y se la echa sobre los hombros.

—Oh, mírame —le dice a su amiga—, soy Aria Rose. ¿No me veis glamurosa, con todos mis trapitos de lujo?

—Déjame a mí —replica la otra y le arrebata la capa—. Oh la là! Soy Aria Rose. Tan guapa. Tan importante. Bla, bla, puaj.

Todos se ríen. Yo trato de mantener la calma, pero todo en mi interior me grita que está a punto de ocurrir algo terrible.

—Muy gracioso —contesto—. ¿Me dejáis pasar ya? Alguien… Me están esperando. Vendrán a buscarme en cualquier momento.

—¿«Alguien»? —pregunta Darko, enseñando los dientes—. ¿Te refieres a tu novio? ¿Eres consciente de que es una rata? ¿De que son todos unos animales?

El chico alto me coge de la muñeca.

—Vuestras familias son las culpables de que mis padres no tengan dinero. De que apenas tengamos para comer. —Se saca algo largo y plateado de debajo de la camiseta—. ¿Alguna vez has sufrido por el hambre? ¿Tienes idea de lo doloroso que es?

Trato de zafarme de un tirón, pero los otros dos chicos me inmovilizan. El alto va retorciéndome el brazo lentamente. Me roza la piel rosada desde el codo hasta la muñeca con el trozo de metal dentado, sosteniendo el filo por encima de una de mis venas. Estoy temblando.

—Por favor —le digo.

Se pasa la lengua, gruesa y húmeda, por los labios.

—¿Por favor, qué?

—Por favor, no me hagas daño.

Ladea la cabeza, con un aire casi desconcertado. Luego hunde el metal profundamente en mi brazo.

Grito al ver cómo la sangre se derrama desde mi brazo hasta formar un charquito en la palma de mi mano.

Tira del metal y lo sostiene en alto para que lo vea a la luz. Mi sangre es negra a lo largo del filo.

—Huy. —Se ríe—. Se me debe de haber resbalado.

Cierro los ojos, rogando por que pare el dolor. Voy a morir aquí. Voy a morir por idiota.

Una ráfaga de viento me azota las mejillas.

Abro los ojos y todo ha cambiado.

El chico alto que me ha pinchado cae al suelo, y la presión que sentía en los brazos ha desaparecido. Un rayo de luz verde, de algo más de medio metro de longitud y tan delgado como uno de mis dedos, pasa silbando junto a mí. La luz hiende el aire con un zumbido, y un sonido metálico muy agudo resuena en mis oídos.

Entonces veo un segundo rayo de luz, idéntico al primero. Se conecta con contundencia al cuello de otro chico, el que tenía los ojos de color óxido, quien sale disparado hacia atrás y cae al suelo.

Es en ese momento cuando advierto que los rayos de luz proceden de un chico. Debe de tratarse de algún tipo de energía mística, lo que significa que es un rebelde. Alguien que no ha sido registrado por el gobierno, que ha conservado sus poderes de forma ilegal.

Las chicas retroceden y se dan media vuelta; puedo oír sus zapatos golpear el pavimento cuando echan a correr. Entonces oigo el silbido de los rayos místicos, tan verdes que casi resultan cegadores. Los restallidos místicos a mi alrededor me escudan de Darko, quien ha recogido el cuchillo del suelo y lo sacude en el aire a diestro y siniestro.

—¡Lucha como un hombre, no como un bicho raro! —grita.

El místico se limita a reírse y extiende los brazos en el aire. Los rayos se dirigen al cielo, proyectando un brillo verduzco sobre Darko y el otro chico que queda, y el público sin vida de los edificios que nos rodean.

Me quedo embelesada. Casi se me olvida que me sangra el brazo. La escena es tan magnífica que incluso Darko deja de amenazar con el cuchillo y alza la vista.

Es entonces cuando el místico ataca.

En un instante, dirige los haces del cielo al suelo. El sonido que emiten me recuerda a cuando Kyle y yo éramos pequeños y cazábamos luciérnagas en el tejado, las cogíamos entre las manos y nos las acercábamos al oído. El zumbido es tan sonoro que parece reverberar por todas las Profundidades. La luz arremete contra el pecho de Darko, que se ve arrojado a tres metros de altura y cuyos brazos y piernas se mueven violentamente. Luego cae, y puedo oír el sonido escalofriante de sus huesos al romperse.

El chico que queda tiene una expresión de horror en el rostro. Echa a correr, pero el místico le acierta en la espalda: se produce un ruido ensordecedor cuando el haz de luz alcanza su objetivo, y el chico cae al suelo con un golpe seco.

Hasta entonces no me había dado cuenta de que estaba conteniendo la respiración. Exhalo profundamente, me lleno los pulmones de aire y miro al místico, cuyos rayos se han retraído y que permanece de pie en medio de la calle con las manos metidas en los bolsillos y gesto indiferente.

Como si se tratase de cualquiera. Como si fuese normal.

Los rebeldes místicos son forajidos. Son peligrosos y deben ser delatados de inmediato. Lo sé por los mil anuncios del servicio público que he visto durante toda mi vida. Pero…

Este místico me ha salvado la vida.

Al cabo de un momento, me mira y pregunta:

—¿Estás bien? —Tiene la voz grave y tan dulce como la miel.

Me impresiona lo guapo que es. Los ojos de un azul claro, no tan oscuro como el océano, pero más intenso que el cielo. Un cabello que parece tocado por el sol, con reflejos más oscuros. Cejas espesas. Nariz recta. Mandíbula cuadrada, sólida.

—Me han herido —logro decir; de repente me quedo grogui.

—Déjame ver —dice—. Extiende el brazo.

Toma mi mano en la suya, y una especie de calor embriagador se extiende por mi cuerpo.

—No te muevas. —Me pasa los dedos por la herida. Su mano brilla desde abajo, como la llama interna de un tronco cuando se saca del fuego. Su resplandor ensombrece todo los demás: sus huesos, su piel, su ropa. Por un momento, parece hecho de luz.

Siento como si la piel me chisporrotease del calor. Cuando retira los dedos, veo que el corte está curado. Incluso la sangre ha desaparecido.

—Yo… yo…

Me sonríe. Es una sonrisa hermosa, tranquilizadora.

—De nada —dice. Se aparta el pelo de los ojos y se seca el sudor de la frente. Luego se oyen sirenas, y una mueca de preocupación cruza su rostro. Los cuerpos desparramados en el suelo empiezan a moverse—. Tenemos que salir de aquí antes de que se despierten. Ven conmigo. —Me rodea la cintura con su fuerte brazo y me atrae hacia sí.

De modo que hago lo que cualquier chica haría cuando un chico guapísimo le salva la vida en las sórdidas Profundidades de Manhattan: dejo que me saque de allí.