A la mañana siguiente, me despierto antes de que Davida venga para ayudarme a bañarme y vestirme. Tengo la barbilla irritada de anoche, y las rodillas magulladas, pero, por lo demás, estoy bien. Más que bien, en realidad, me alegro de experimentar algo que no sea la sensación paralizante de haber perdido la memoria.
Thomas.
Me han enseñado a despreciarle durante toda mi vida, pero la verdad es que parece… agradable. Preocupado. Sensible. Si no recupero la memoria, quizá pueda aprender a quererle de nuevo.
Me levanto de la cama, voy al baño y me echo agua en la cara. Por suerte, he heredado la piel suave de mi madre y los grandes ojos castaños de mi padre. Frunzo los labios en el espejo y debo reconocer que tengo bastante buen aspecto para haber estado a punto de morir.
Encuentro mi bolso y lo sacudo para sacar el guardapelo. Le doy la vuelta en mis manos. No parece tener nada de extraordinario. La mayor parte de su superficie es suave, con hendiduras diminutas en una especie de diseño en espiral. No tiene cierre. Es completamente sólido.
Tal vez no sea ningún guardapelo, solo un corazón veteado.
Saco la nota. La miro un momento. Luego devuelvo el guardapelo y la nota al bolso, y lo guardo en el armario. «Recuerda…»
Después me siento con mi TouchMe. Mis padres me lo habían confiscado después de la sobredosis, pero me lo devolvieron anoche antes de la fiesta.
Avanzo por las distintas aplicaciones hasta el correo. Hago una búsqueda por «guardapelo», aunque no sale nada. Entonces busco en los mensajes por fecha, empezando por los más recientes. Varias notas de felicitación por la graduación y el compromiso, pero eso es todo, nada de Thomas o Kiki, o alguna de las otras chicas de la Academia Florence que se graduaron conmigo hace alrededor de dos meses. Y tampoco hay ningún mensaje de texto, la memoria está prácticamente vacía.
Llaman a la puerta. Davida. Cruzo la habitación, hundiendo los pies en la mullida moqueta gris, y presiono el teclado táctil.
—¿Puedo pasar? —pregunta cuando la puerta se corre automáticamente.
—Por supuesto —contesto, y dejo el TouchMe.
Como de costumbre, Davida lleva su uniforme negro: camisa de manga larga con cuello enorme, pantalones ajustados, zapatos planos inmaculados y guantes negros y finos.
Los guantes son su toque personal. Los lleva desde siempre, o al menos desde que tenía once años. Fue entonces cuando sufrió un trágico accidente en la cocina del orfanato en el que se crió. Nunca le he visto las manos, pero, cuando era pequeña, Kyle me hizo tener pesadillas al hacerme imaginar su aspecto: «tejido cicatrizado hasta la mitad del antebrazo, la piel marmórea y rígida y brillante, como las manos de un monstruo de película».
—Veo que te has levantado temprano —dice Davida. Lleva el pelo, oscuro, recogido en un moño impecable. Con diecisiete años, mi misma edad, Davida tiene el tipo de rostro con el que suelen soñar las chicas: ojos grandes color avellana, pómulos altos, labios que predominan en la mitad inferior de su cara. A diferencia de la mayoría de la gente en las Atalayas, mis padres se niegan rotundamente a contratar a místicos; Davida y el resto de nuestro servicio pertenecen a la clase baja no mística—. Por si te apetece, Magdalena ha puesto una cafetera.
Magdalena atiende principalmente a mi madre, y prepara el café más fuerte que el resto de los criados, demasiado fuerte para mi gusto.
—No, gracias, Davida.
La observo mientras se dispone a hacerme la cama. Se inclina, recoge el extremo del edredón con una mano y lo alisa con sus dedos enguantados.
—¿Qué tal te encuentras?
Últimamente he oído esa expresión tantas veces que me entran ganas de gritar. Aunque viniendo de Davida supone un alivio. Técnicamente es mi sirvienta, pero nunca hemos mantenido una relación ceremoniosa. Al ser de la misma edad, no tardamos en hacernos amigas. A mis padres no les importa que nos llevemos bien o que pasemos tiempo juntas mientras ella haga su trabajo y sepa cuál es su papel en las labores del hogar.
—No estoy segura. Me siento físicamente bien, pero… bueno, estoy un poco confusa.
Davida me mira con los ojos entrecerrados.
—¿Qué te ha pasado en la barbilla?
Estoy a punto de contarle lo de la caída cuando me doy cuenta de que su guante derecho ha dejado restos de hollín en el edredón. Ella también los ve e intenta limpiarlos con unas palmadas.
Es raro. Davida nunca ha sido otra cosa que impoluta. Hay algo que no me está contando, y ese tipo de hollín solo puede venir de un lugar.
—Davida, ¿has bajado a las Profundidades?
Justo en ese momento entra mi madre.
—Buenos días, Aria —dice—. Hola, Davida.
Davida se endereza.
—Buenos días, señora Rose.
—¿Lo son? —replica mi madre. Su voz hoy resulta especialmente chillona—. Aria, me has decepcionado muchísimo. Tenemos suerte de que los Foster tomaran demasiado champán anoche como para darse cuenta de tu comportamiento.
—¿Yo? ¿Qué hice?
—Saliste al balcón e ignoraste a la gente.
—Solo unos minutos…
—¡Era tu fiesta de compromiso! Lo único que consigues mostrándote distante es que la gente piense que no quieres casarte.
—Creí que me estaba mostrando amable —le contesto—, pero si estaba distante… quizá sea porque sigo sin recordar a Thomas. Ya te lo he dicho. Entenderás que me dé algo de vergüenza.
Mi madre se sienta en mi cama y me mira fijamente. Estoy cansada de tener que demostrar constantemente mi valía, mi lealtad a la familia y nuestras ambiciones políticas. Nunca es suficiente.
—¿Cómo se supone que voy a casarme con Thomas si ni siquiera lo conozco?
Mi madre agita la mano en el aire.
—Tonterías, Aria. Le quieres. Te escapabas a hurtadillas con él a las Profundidades, traicionaste todo aquello que representaba tu familia y te expusiste a la ira de tu padre… y a nuestra ruina. Es una lástima que tus propias malas decisiones no te dejen ver lo que antes tanto te apasionaba.
Me siento avergonzada inmediatamente. Mi amor por Thomas tiene que haber sido fuerte. Las Profundidades son un lugar oscuro y salvaje. Bajar allí resulta peligroso. No habría arriesgado mi vida por cualquiera.
—Pero, de verdad, ¿qué hay de malo en posponer la boda, aunque solo sea un mes más? —pregunto vacilante—. Para entonces puede que haya recuperado la memoria.
Mi madre aprieta los labios y pronuncia las siguientes palabras lentamente:
—Tu padre y yo hemos hecho todo lo posible para ayudarte a recuperar la memoria: hemos consultado a especialistas, hemos conseguido fármacos ilegales. Sé que solo han pasado dos semanas, pero nos estamos esforzando, y tus sentimientos no son lo único que está en juego.
«Dos semanas no es mucho tiempo», quiero replicar, pero da igual. El mensaje es claro: no importa que yo no recuerde. Voy a casarme con Thomas pase lo que pase. Me siento como si se tratase de una sentencia de muerte.
—Quizá si hablo con Thomas…, si paso algún tiempo a solas con él…
—Pasaste tiempo con él, Aria —me interrumpe mi madre—. Anoche.
—¡No estábamos solos! Era una fiesta enorme. —Si me he escapado a las Profundidades con él, y lo han aceptado, ¿por qué no podemos vernos solos?
—Una vez estéis casados… puedes pasar todo el tiempo que quieras con Thomas. Hasta entonces, concéntrate en recuperarte. —Mi madre junta las manos con una palmada y una sonrisa radiante reemplaza su ceño—. Mañana tienes cita con el médico, cariño —dice, y suena como una madre más cariñosa—. No olvides decirle que tu amnesia todavía tiene que mejorar. Todos queremos que recuerdes a Thomas.
Me besa en la frente y se va.
Contengo las lágrimas. Recordaré.
Davida posa una mano en mi hombro.
—Ven —dice—. Vamos a vestirte.
Kiki llega unas horas más tarde para llevarme a comer. Hemos quedado con la novia de mi hermano, Bennie Badino, para asistir a una fiesta de derrumbamiento.
—¿Puedo apuntarme? —pregunta Kyle, repantingado en un sofá del salón.
—Ni hablar —contesta Kiki, que aguarda de pie en la cocina con aire impaciente y un bolso Slagger balanceándose de su brazo. Lleva una falda del color de las mandarinas maduras que le llega hasta las rodillas y una camiseta beige sin tirantes ajustada a la altura del pecho, con el escote bajo y de pico—. Es una comida de chicas. Si vinieses con nosotras, sería… una comida de chicas con un chico.
—Puedo ser una chica —dice Kyle—. Me limitaré a fingir que no tengo sentido común y lloraré todo el rato sin motivo.
—A mí no me importa que venga —intervengo mientras me aliso la falda. Kyle y yo no hemos pasado mucho tiempo juntos últimamente: mi hermano tiene veinte años y vive en la universidad durante todo el curso, así que solo está en casa en verano.
Kiki alza los brazos.
—¿Es que a nadie le importa la inviolabilidad de la creación de lazos afectivos entre mujeres delante de ensaladas caras? —Da una patada al suelo—. ¡Me niego!
—Vale, vale. —Kyle se levanta del sofá y se pasa una mano por el cabello. A diferencia de mí, mi hermano es rubio, tiene los ojos verdes y la piel clara. Prácticamente todas las chicas de la Academia Florence han estado locas por él en algún momento—. Voy a llamar a Danny para preguntarle si quiere comer conmigo. Y cuando intentéis venir a pasar el rato con nosotros, no os dejaremos. Solo chicos. A ver qué os parece.
—Nos parecerá perfecto —replica Kiki, y se vuelve hacia mí—. Venga, vámonos. Si no salimos ya, vamos a llegar tarde. —Se acerca corriendo a Kyle y le da dos besos en las mejillas—. Es lo que hacen en Europa —explica—. Mi madre acaba de volver de Italia. Lo único que hacen allí es besarse en las mejillas y comer espaguetis. Bueno, ciao!
Salimos del edificio y cruzamos el puente abovedado que une nuestro rascacielos con el siguiente, y luego otro puente hasta la estación de tren ligero más cercana. Hay estaciones por todas las Atalayas. Todas son edificios rectangulares de dimensiones exageradas y cristal reflectante para ayudar a bloquear el calor del sol.
Kiki y yo entramos y, a diferencia del exterior, hace un frío tremendo.
—Vamos, Aria. ¡No te quedes atrás!
La entrada de la estación se abre a una amplia zona de espera, donde la gente da vueltas, se encuentra con amigos que llegan en los trenes o sencillamente busca una tregua en medio del calor. A cada lado de la estación están las terminales —a un lado, para los trenes que se dirigen a la zona alta y al otro, para los que van a la baja— y gente haciendo cola. Las colas pueden ser bastante largas, pero el tren ligero va tan rápido que nunca tienes que esperar más de unos minutos.
—Esperar —dice Kiki mientras hacemos cola y la luz que hay por encima de la Terminal Cuatro se enciende, lo que indica que está disponible— nunca es tan divertido como no esperar.
Una lanzadera llega prácticamente al instante.
Nos acercamos y Kiki apoya la mano contra el escáner.
se ilumina en una pantalla por encima de nuestras cabezas. Las puertas se abren automáticamente para franquearle el paso.
—Lo que me encanta es ver mi nombre iluminado —dice por encima del hombro.
Las puertas permanecen abiertas mientras completo mi escáner.
se ilumina por encima de mi cabeza cuando entro en el vagón.
—El Círculo —indica Kiki al piloto automático del tren.
Se deja caer en uno de los asientos mullidos, y yo me siento a su lado. Aunque el tren resulta increíblemente estable —apenas se percibe que estamos en movimiento—, a veces me han entrado náuseas al mirar por la ventanilla y ver pasar la ciudad emborronada a toda velocidad.
Las puertas se abren unos minutos más tarde en el Círculo, el complejo de tiendas y restaurantes de la calle Cincuenta y nueve, en el West Side, al que nos encanta ir. Un cristal enorme lo envuelve todo para impedir que entre el aire caliente del exterior, y los edificios están conectados por puentes diminutos con cintas místicas que se mueven bajo tus pies.
Cuando éramos pequeños, Kyle y yo veníamos al Círculo y nos quedábamos de pie, ahí quietos, dejando que la cinta nos llevara por el interior de toda la cúpula. Veíamos las tiendas y olíamos la comida, nos conformábamos con mirar. Últimamente lo único que hacemos es cruzarnos al entrar y salir de casa, si es que nos vemos. Apenas nos enviamos mensajes.
Ahora, Kiki y yo dejamos todas las tiendas atrás y vamos directas al American, el local perfecto para celebrar un derrumbamiento. El comedor circular, completamente de cristal, ofrece una vista panorámica de Manhattan y, si estás allí al anochecer, puedes ver todo el cielo oscurecido.
Justo cuando nos disponemos a entrar, me vuelvo hacia Kiki.
—¿No te fijarías por casualidad en si uno de los invitados de anoche llevaba un tatuaje de una supernova?
—¿Cómo? —contesta Kiki, que me escucha a medias mientras se arregla el pelo.
—Un chico… bueno, alguien de nuestra edad. Que podría tener un tatuaje en la muñeca. ¿Viste a alguien así?
—No —responde Kiki, negando con la cabeza—. Pero ojalá lo hubiera visto. Suena sexy.
Dentro, enseguida nos reciben con deferencia.
—Ah, señorita Rose —dice el maître, un chico joven con el pelo negro y de punta—. Me alegro mucho de verla.
—Lo mismo digo, Robert.
—Tiene que venir más a menudo. Enhorabuena por el compromiso. —Me sonríe—. ¿Puedo verlo?
—¿Ver qué? —pregunta Kiki.
—El anillo, por supuesto —explica Robert.
Bajo la vista a mis manos, que están completamente desnudas. Anillo de compromiso. No recuerdo tener uno, y aun así… parece un detalle importante. Me sorprende que mi madre no me haya reprochado que no lo llevara anoche.
Afortunadamente, Kiki cambia de tema.
—¿Está lista nuestra mesa?
—Síganme. —Robert se inclina ante nosotras—. Su acompañante les está esperando.
Oigo a Bennie antes de verla.
—¡Chicas! ¡Estáis guapísimas!
Bennie es una chica alta de piernas interminables. Lleva el cabello negro hasta los hombros, y su piel es del color de los caramelos que me gustaba comer de pequeña. Es tres años mayor que yo —como Kyle— y, pese a que no es guapa de un modo convencional, posee cierta chispa que atrae a la gente. Hay una seguridad descarada en ella, una sensación de aventura. Además, compartimos gustos musicales: bandas de chicos que cantan acerca de corazones rotos. De todas las chicas con las que ha salido mi hermano, es la que más me gusta.
—Gracias, cariño —dice Kiki. Intercambiamos besos y nos sentamos—. Me siento como una gallina desplumada —continúa—. Esta mañana he ido al dermatólogo y me han hecho una abrasión de poros.
Dos camareros —empleados de las Profundidades— nos llenan los vasos de agua enseguida. Las normas de etiqueta dictan que no debemos hablar con ellos. Cuando era pequeña, solía sentirme culpable por dejar que los habitantes de las Profundidades nos sirvieran. Recuerdo que una vez, cuando tenía diez años, le di las gracias a un camarero: como resultado mi madre nos abofeteó a los dos. Desde entonces no he vuelto a arriesgarme.
—¿Una «abrasión de poros»? —pregunta Bennie con aire escéptico—. No lo había oído nunca.
—Yo tampoco.
—No me extraña. —Kiki mira alrededor como si sospechase que alguien nos escucha a hurtadillas—. Están en proceso de experimentación. Podría haberme muerto allí mismo. —Golpea la mesa—. ¡Es el precio que hay que pagar por la belleza, chicas!
—Pero ¿qué es? —pregunta Bennie al tiempo que se inclina hacia delante.
Kiki niega con la cabeza.
—Lo siento, Bennie. Te quiero, pero tienes la lengua muy larga. No eres capaz de guardar un secreto. Una vez te cuente qué es una abrasión de poros, se sabrá en todas las Atalayas, y todo el mundo estará tan guapo como yo, y no tendré ninguna posibilidad de encontrar novio, lo cual es precisamente lo contrario de lo que pretendía al hacerme una abrasión de poros para empezar.
—¡Eh! —replica Bennie—. Eso me ofende. Yo no tengo… la lengua larga.
—La tienes tan larga que podría hacerme una bufanda con ella y darle dos vueltas —responde Kiki.
Bennie da un grito ahogado.
—Eres una…
—Señoritas —intervengo—, ¿qué vais a comer? —Bajo la vista; cada mesa tiene una pantalla táctil con la carta para que hagas tu pedido. Escojo rápidamente una ensalada de pollo y cambio de tema, preguntándole a Kiki qué demonios ha pasado con mi anillo mientras Bennie estudia el menú.
—Lo han llevado a grabar —contesta—. Thomas lo mencionó anoche. ¿No te lo ha contado nadie?
—Ah. No, pero tiene sentido. —Me siento aliviada. Una respuesta simple.
—Si hubiese sabido que salíais siquiera, podría habértelo dicho yo misma hace tiempo —dice Kiki—. Pero eres la mujer de los secretos. —Su voz tiene un dejo de decepción. Está enfadada conmigo por no haberle contado lo de mi relación con Thomas, y entiendo su frustración.
—Lo siento, Kiki. Si pudiera recordar por qué no te lo conté… bueno, te lo diría. Pero no me acuerdo. No te enfades, por favor.
Ella suspira mientras avanza por la pantalla para pedir su comida.
—Vale, lo que tú digas. Tengo hambre. ¿Pido calamares? ¿Están buenos los calamares? —Pulsa con el pulgar—. ¡Supongo que voy a averiguarlo!
La mención de mi anillo de compromiso me lleva a pensar en otra joya: el guardapelo. Quizá Kiki también sepa algo de eso. La descubro mirándome.
—¿Alguna vez me ha regalado Thomas un guardapelo?
—¿A qué vienen tantas preguntas? No lo sé. Tal vez.
—Pensad —insisto—. Bennie, ¿recuerdas haberme visto con un guardapelo? ¿Una cosa de aspecto antiguo con forma de corazón? ¿Algo vintage?
Bennie niega con la cabeza.
—Thomas te ha hecho cientos de regalos, estoy segura —dice Kiki—. ¿Qué más te da un viejo guardapelo?
No sé qué decir sin revelar demasiado. El guardapelo misterioso, la nota críptica: sin duda son piezas de un mismo rompecabezas, pero no tengo ni idea de cómo unirlas.
—No importa —contesto—. Era solo por saberlo.
La comida llega rápidamente, y las tres hacemos lo que mejor sabemos hacer: comer y cotillear. Bennie quiere saber más acerca de la fiesta, puesto que pasó la mayor parte del tiempo arriba, en los brazos de Kyle. Los dos están en tercero en la West, la universidad a la que van todos los partidarios de los Rose. Kiki y yo también hemos sido aceptadas en ella. Lo normal es que, al acabar el instituto, la gente de las Atalayas se tome un año sabático para viajar y ver mundo antes de entrar en la universidad.
Yo voy a ser esposa.
A pesar de que acabo de asimilarlo, encuentro la conversación cómoda, familiar, exactamente como solía ser antes de la sobredosis, y me siento agradecida por ello.
Y entonces es la hora.
Apartamos nuestros platos, nos levantamos con todos los demás y luego nos guían hasta el lado opuesto del comedor, que está acordonado. Los camareros sirven el champán a medida que la gente ocupa sus puestos delante de las ventanas.
El derrumbamiento está a punto de empezar.
A causa del calentamiento global y del agua del mar que cubre la parte más baja de Manhattan, los cimientos de la ciudad se están desmoronando. Cada año se declaran peligrosos varios edificios debido a los daños subterráneos producidos por el agua en el cemento, en la tierra, en lo que quiera que descansen los rascacielos. Los edificios declarados ruinosos se abandonan, y un equipo de expertos en demolición supervisa el derribo de los escombros para que nadie salga herido. Al principio, en las Atalayas temían este tipo de acciones; ahora, sin embargo, las celebran.
La verdad es que contemplarlo resulta casi hermoso: la cima de un rascacielos se hunde de repente, el edificio se contrae con un chirrido grave de metal, y las ventanas se hacen añicos cuando la presión da nueva forma a las paredes y los suelos. Luego los pisos superiores se pliegan como un acordeón hasta las aguas que transcurren por debajo.
Para cuando empieza el derrumbamiento, todos los ocupantes del edificio se han puesto a salvo…, pero no siempre. A veces el hundimiento se produce de repente, y entonces los trabajadores entran a toda prisa para afianzar el edificio mientras los equipos de rescate desalojan las plantas.
No siempre llegan a tiempo.
El edificio que vamos a perder hoy, un rascacielos alto y negro con fachada de espejo, fue construido hace más de un siglo.
—¿Qué crees que ocurre cuando el edificio se hunde del todo? —pregunto.
Kiki pone los ojos en blanco.
—Pues que acaba en el océano, tonta.
—No me refiero a eso.
Miro alrededor del restaurante. La gente charla ociosamente mientras espera que empiece la fiesta. ¿Cómo debe de ser presenciar un derrumbamiento desde abajo, vivir en un mundo en el que llueve granito y cristal?
—Bueno, entonces, ¿qué? —pregunta Bennie.
Pienso un segundo.
—Desde aquí arriba todo ocurre sin ningún problema. Me pregunto cómo será en las Profundidades. Si las cosas… se complican.
—¿A quién le importa? —dice Kiki, que se encoge de hombros al tiempo que tres chicas pasan por delante de nosotras—. Eh, ¿esa no es Gretchen Monasty?
—¿Qué está haciendo aquí? —susurra Bennie—. Debería quedarse en su lado.
Parpadeo. Gretchen Monasty: su familia es una gran simpatizante de los Foster. Es guapa, supongo, tiene el pelo castaño, lacio y brillante, los ojos almendrados y la nariz respingona. He visto su foto en cientos de blogs de cotilleo; es un personaje conocido de la alta sociedad. Me sorprende que esté aquí, pero, dado que Thomas y yo vamos a casarnos, imagino que las fronteras que han dividido Manhattan durante décadas entre East y West Side ya no importan.
—Tranquilizaos —digo—. No pasa nada.
Aunque, en cierto modo, sí pasa.
Suena una campana. Todo el mundo guarda silencio, y Kiki y Bennie y el resto de la multitud observan por la ventana el edificio que está a punto de caer. Yo, sin embargo, no puedo apartar la vista de Gretchen. Recuerdo las palabras de mi madre esta mañana y sé qué debería hacer una hija de los Rose.
—Perdona —me inclino por delante de Kiki y extiendo la mano—, no nos conocemos, pero he pensado que podía saludarte. Estas son mis amigas, Bennie Badino y Kiki Shoby. —Sonrío con tanta naturalidad como puedo—. Soy Aria Rose.
Una de las chicas que acompañan a Gretchen, de pelo grasiento y ojos apagados, se inclina hacia delante.
—Sabemos quién eres —dice.
Y la otra amiga de Gretchen acaba la frase:
—Y, francamente, no nos impresiona. ¿No crees que algunas cosas deberían seguir como estaban: separadas? A mis padres no les gustan los tuyos por alguna razón.
La campana vuelve a sonar y la parte superior del edificio se dobla sobre sí misma como si fuese de papel mojado. Incluso desde el interior del restaurante, el ruido resulta tremendo: un estrépito discordante de metal y piedra que se retuerce y chirría, el bramido vibrante de las plantas al caer una sobre otra como rocas pesadas que chocan por debajo del agua.
Se me borra la sonrisa.
—¿Perdona?
Ante nosotras, en el lugar en el que antes se encontraba el edificio, se extiende una nube de escombros atomizados, una masa de polvo. Una vez se disipa el humo, no queda nada. Solo un vacío en el contorno de la ciudad, como el hueco de un diente que se ha caído.
Espero que Gretchen se disculpe por el intolerable comportamiento de su amiga. En lugar de eso, me mira con cara de asco.
—Thomas tenía razón sobre ti.
Gretchen me ha dado justo donde más duele: el prometido al que no logro recordar.
Kiki, con la cara como un tomate, interviene:
—No he visto —dice marcando las palabras de forma exagerada— semejante grosería en los diecisiete años que llevo en este planeta rodante. Hay que tener cara. —Hace un gesto admonitorio con el dedo a Gretchen y añade—: Cara. —Luego se vuelve hacia mí—. Vámonos, Aria.
Bennie, que ha guardado silencio todo el tiempo, sigue a Kiki cuando esta se abre paso entre las filas de gente. Yo me arrastro tras ellas, concentrada en la boca de Gretchen, que se ha quedado completamente abierta. Entretanto, el edificio ya no está. Todo el mundo a mi alrededor aplaude como loco, encantado con lo rápido que puede desaparecer algo. ¿Soy la única que desea que las cosas vuelvan a su sitio?
Esa misma noche observo el paisaje por una de las ventanas de mi habitación. Está oscuro, y las luces de la ciudad resplandecen como joyas. El cielo es de un azul oscuro veteado con volutas de vapor de nube. La insinuación de una luna se refleja en las redes plateadas de los puentes y estaciones cercanos.
Sé que no voy a poder dormir. No consigo quitarme a Gretchen Monasty de la cabeza, el tono de superioridad de su voz: «Thomas tenía razón sobre ti».
¿Razón sobre qué? ¿Estaba hablando de la sobredosis o de otra cosa?
El guardapelo. La nota. Quizá Thomas sepa algo que pueda ayudarme, algo que no haya sido capaz de decirme delante de mis padres, o de los suyos.
Debería preguntarle. Cojo mi TouchMe y estoy a punto de llamarle cuando me doy cuenta de que no tengo su número. Es extraño. A menos que me preocupara que lo encontrasen mis padres, de modo que no lo guardara nunca. Pienso un momento. Ninguno de mis amigos debe de tener su número. Además, como mis padres y yo misma, estoy segura de que no aparece en la guía.
Siento tal frustración que me dan ganas de gritar o tirarme de los pelos. Pero ninguna de las dos cosas va a solucionar mis problemas o devolverme la memoria.
A primera vista, mi historia es simple. Tomé una droga, tuve una mala reacción y como resultado sufro una amnesia temporal.
Pero si lo pienso bien… hay tantas cosas que no tienen sentido, preguntas que pugnan por ser formuladas y respondidas… la mayoría de las cuales implican a Thomas.
Presto atención, y no se oye nada en casa. Son poco más de las diez y media; mis padres deben de estar dormidos; los criados también se habrán acostado. Vuelvo a mirar afuera, al cielo sin estrellas. En el East Side, al otro lado de la ciudad, mi prometido probablemente se encuentre en su habitación, y es posible que tenga una pista que me ayude a desentrañar mi pasado.
La respuesta, caigo en la cuenta, es simple: tengo que ir a verle.