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La fiesta ha empezado sin mí.

Desciendo lentamente la escalera principal de nuestro apartamento, que se curva de manera exagerada hasta el salón de recepción, ahora repleto de invitados importantes. Flanquean la habitación unos grandes jarrones de cerámica rebosantes de rosas de todas las variedades: albas blancas procedentes de África, centifolias rosas de los Países Bajos, rosas de té chinas de un amarillo pálido y rosas modificadas con tinte místico aquí mismo, en Manhattan, para producir colores tan eléctricos que casi resultan irreales. Allá donde mire hay rosas, rosas, rosas…, más rosas que personas.

Alargo la mano por detrás de mí en busca de aliento. Mi amiga Kiki me la estrecha y nos adentramos juntas en la multitud. Recorro la estancia con la mirada buscando a Thomas. ¿Dónde está?

—Espero que tu madre no se dé cuenta de que llegamos tarde —dice Kiki, con cuidado de no pisarse el vestido. Este, dorado pero sin estridencias, cae hasta el suelo en ondas majestuosas. Los rizos negros de su cabello se mecen por debajo de sus hombros en bucles oscuros y delicados; lleva los párpados maquillados con un rosa brillante que resalta sus ojos castaños.

—Está demasiado ocupada cotilleando para que le importe —contesto—. Por cierto, estás genial.

—¡Tú también! Qué lástima que ya estés pillada. —Kiki pasa revista a la habitación—. Si no, me casaría contigo.

Están presentes prácticamente todos los miembros del Senado y la Asamblea del Estado de Nueva York, además de nuestros jueces más destacados. Por no mencionar a los hombres de negocios y miembros de la alta sociedad que deben su éxito a mi padre, Johnny Rose, o a su antiguo adversario político, George Foster. Pero esta noche no se trata de ellos. Esta noche el centro de atención soy yo.

—¡Aria!

Enseguida encuentro a quien me llama.

—Hola, juez Dismond —saludo, al tiempo que asiento hacia una mujer corpulenta cuyo cabello rubio parece haberse visto absorbido por un tornado.

Ella me sonríe.

—¡Enhorabuena!

—Gracias —respondo.

La ciudad entera lleva celebrando el fin de la guerra entre la familia de Thomas y la mía desde el anuncio de nuestro compromiso. El Times tiene pensado publicar un perfil sobre mí como una niña mimada de la política y defensora de la unidad bipartidista. Kiki ha estado burlándose de mí desde que se lo conté. «Mi mejor amiga, la niña mimada», se mofa con su mejor voz de presentador de informativos. Tengo que bizquear y darle un manotazo solo para conseguir que pare.

Con Kiki a mi lado, continúo atendiendo mis obligaciones como anfitriona, voy vagando por la fiesta como si llevase puesto el piloto automático.

—Gracias por venir —les digo al alcalde Greenlorn y a nuestros senadores, Trick Jellyton y Marishka Reynolds, y a sus familias.

—No es una fiesta de compromiso cualquiera —celebra el senador Jellyton, que levanta su vaso—. Pero, claro, ¡tú no eres una chica cualquiera!

—Me halaga —contesto.

—A todos nos sorprendió lo tuyo con Thomas Foster —añade Greenlorn.

—¡Soy una caja de sorpresas! —Me río, como si hubiese dicho algo gracioso, y todos se ven obligados a reír conmigo.

Llevo preparándome para esto desde que nací: practicar el arte del parloteo sin trascendencia, recordar nombres, invitar gentilmente a las hijas de los senadores a fiestas de pijamas y cumpleaños, y sonreír incluso cuando sus horribles hermanos llenos de granos fingen tropezarse conmigo con tal de rozarme. Suspiro. Esta es la vida de una niña mimada de la política, me recordaría Kiki.

Nos abrimos camino lejos del centro de la fiesta, esquivando a invitados y a camareros de blanco que zigzaguean por la estancia con bandejas de aperitivos y champán sin límites. Busco a Thomas, pero no lo veo.

—¿Estás nerviosa? —me pregunta Kiki, que atrapa una hamburguesa de cordero en miniatura de una de las bandejas y se la mete en la boca en el acto—. ¿Por ver a Thomas?

—Si por «nerviosa» te refieres a «a punto de vomitar», entonces…, bueno, sí.

Kiki se ríe, pero hablo en serio, estoy temblando. No he visto a mi prometido desde que hace dos semanas me desperté en el hospital con una pérdida parcial de memoria. Después del accidente.

Desde cierta distancia, los invitados parecen felices; los partidarios de la familia Rose se mezclan sin problemas con los adeptos a los Foster. Sin embargo, cuando observo con atención, veo que prácticamente todo el mundo lanza miradas furtivas, crispadas, en torno a la habitación, como si las exquisiteces sociales fueran a esfumarse de un momento a otro y las familias se dispusieran a tratarse de nuevo como siempre lo han hecho.

Como enemigas.

Mi familia ha despreciado a los Foster desde antes de que el padre del padre de mi padre naciera. Odiarlos, tanto a ellos como a sus partidarios, es parte de lo que significa ser un Rose.

O, bueno, de lo que significaba ser un Rose.

—¿Aria? —Una chiquilla viene a mi encuentro a toda velocidad. Tiene alrededor de trece años, el cabello pelirrojo y crespo, y la frente llena de pecas—. Solo quería decirte que lo tuyo con Thomas es lo más.

—Ah, hummm…, ¿gracias?

Se inclina hacia mí.

—¿Cómo has conseguido verte con él en secreto tantas veces? ¿Es verdad que se muda al West Side? ¿Has…?

—Baaasta —interviene Kiki, empujando a la chica hacia un lado de la habitación—. Tienes más preguntas que pecas, y ya es decir.

—¿Quién era? —le pregunto a Kiki una vez que la pequeña se ha marchado.

—No sé. —Resopla—. Pero qué pequeñas les salen hoy en día… Y redondas. Era como una patata pequeña. Definitivamente, una partidaria de los Foster.

Frunzo el entrecejo y cierro los puños con frustración. Hay gente a la que no he visto en mi vida que parece conocer todos los detalles de mi tórrida aventura con Thomas Foster, cuando yo ni siquiera recuerdo conocerle a él, y mucho menos haberme enamorado.

Me dijeron lo de nuestro compromiso cuando salí del hospital. Le pregunté a mi madre por qué Thomas no había ido a casa a recibirme, por qué no había ido a visitarme al hospital.

—Le verás pronto, en tu fiesta de compromiso —me contestó—. Los médicos dicen que todavía podrías recuperar la memoria… quizá cuando veas a Thomas los recuerdos te vengan de golpe.

Así que aquí estoy. Esperando. Buscando a Thomas con la mirada para poder recordar.

Kiki debe de darse cuenta de que lo estoy pasando mal.

—Solo dale tiempo, Aria. Querías a Thomas lo suficiente para desafiarlo todo por él… Por ahora, solo confía en eso.

Asiento ante su consejo. Pero tiempo es lo único que no tengo. La boda se celebrará a finales del verano. Y ya estamos prácticamente en julio.

Los invitados se mueven por todas partes a mi alrededor; las mujeres, envueltas en colores vivos, exhiben sus joyas, tatuajes y calcomanías místicas. Los hombres, en general altos y anchos de espalda, tienen rostros de aire tosco y llevan el cabello engominado hacia atrás.

Un caballero de aspecto distinguido al que no reconozco se me acerca y me tiende la mano. Tiene los dedos ásperos, encallecidos.

—Art Sackroni —se presenta.

Asiento, sonrío.

—Aria Rose.

Es mayor, de rostro curtido y atractivo, y por su cuello ascienden las líneas negras y sinuosas de un tatuaje. Lleva el emblema de la familia Foster —una estrella de cinco puntas— en azul marino por encima del ojo izquierdo.

—Espero que Thomas y tú seáis muy felices juntos, Aria.

—Yo también —contesto, sin acabar de creerlo.

Dos hombres increíblemente corpulentos —uno blanco y el otro negro— permanecen de pie tras él con el pecho inflado; las pajaritas parecen a punto de reventar en torno a sus cuellos. Ellos también llevan tatuajes que serpentean desde debajo del cuello de la camisa.

—Una princesa no encuentra a su príncipe todos los días —dice Sackroni.

Dicho de ese modo, suena cursi, pero espero que tenga razón, que una vez que vea a Thomas vuelva a recordarlo todo y esté encantada de casarme con él en lugar de aterrorizada.

Pienso en cuando sufrí la sobredosis de Stic, una droga ilegal compuesta de energía mística destilada. La gente la toma para experimentar lo que siente un místico, para ser superveloz e increíblemente fuerte, y para estar en mayor armonía con el mundo durante unos momentos fugaces.

Me contaron que mis padres me habían encontrado inconsciente en el suelo de mi habitación, vibrando como si mi cuerpo contuviera un millón de abejas. No puedo imaginarme siquiera cómo conseguí las pastillas. Ninguno de mis amigos consume. Pero debí de encontrarlas de algún modo y metí la pata. Me da mucha vergüenza. La gente rica de las Atalayas toma Stic todo el tiempo. No puedo creer que fuera tan estúpida —y tuviera tan mala suerte— como para arruinarlo todo la primera vez que consumía.

Recuerdo casi todo lo demás, como por ejemplo lo que comí un día del mes pasado (ostras, que mi padre hizo traer de la Costa Este) y cómo me afectó a la mañana siguiente (dos horas aferrada al retrete para vomitarlas). Entonces, ¿por qué no puedo recordar nada de Thomas?

Por suerte, no hubo mala publicidad. Aparte de mi familia inmediata, los Foster, Kiki y un puñado de médicos y enfermeras, nadie se ha enterado de lo ocurrido. Al parecer, mientras estaba en el hospital, Thomas se presentó ante mis padres y les dijo que llevábamos meses viéndonos en secreto. Que queríamos casarnos.

Y aquí estoy. Debería estar contenta. Encantada. Pero, fundamentalmente, me siento perpleja, sobre todo por lo bien que se tomaron la noticia mis padres.

—Por fin te encuentro —dice mi padre, al tiempo que me guía hacia mi madre, que está hablando con Kiki.

—Claudia, querida —le está diciendo—, estás preciosa. Realmente deslumbrante.

—Gracias, señora Rose —contesta Kiki—. Usted está impresionante, como siempre.

Mi madre esboza una leve sonrisa tirante. Lleva el cabello recogido en un moño francés, y los rizos, normalmente rubios, bañados con un escarlata místico tan radiante que casi tengo que cerrar los ojos para mirarla. Lleva la cara saturada de maquillaje, con la intención de llamar la atención e impresionar a la gente.

Yo resulto insulsa comparada con ella: todo el maquillaje en tonos neutros, y el cabello castaño suelto y metido sencillamente detrás de las orejas.

—Tienes buen aspecto, Aria —me dice mi padre—. Respetable.

Echo una ojeada a mi vestido, la seda color crema y el escote adornado con diminutas rosas azules y rosas, que me deja la clavícula al descubierto y desciende por mi espalda hasta la cintura. «Por supuesto que parezco respetable —quiero replicar—. Soy una Rose». Pero nos están mirando, así que le doy las gracias educadamente. Él asiente, aunque no sonríe. Mi padre nunca sonríe.

Mi madre lanza una mirada rápida por la habitación, hacia el gran piano y la serie de picassos del período azul, y más allá de las ventanas, cuyas cortinas están recogidas y dejan a la vista una ciudad bañada por la luz de la luna. Entonces su rostro se ilumina y canturrea:

—¡Thomas! ¡Aquí!

Mi prometido.

Resulta que Thomas es guapísimo, tiene la piel ligeramente bronceada y lleva el pelo castaño corto con la raya a un lado. Sus ojos son oscuros, como los míos, y sus labios, carnosos e incitantes. Lo reconozco inmediatamente por los posts de las columnas electrónicas, pero resulta mucho más atractivo en persona que en ninguna pantalla de TouchMe. Posee una energía magnética. Cualquier chica de las Atalayas estaría encantada de casarse con él. Vale millones, y algún día es posible que dirija la ciudad.

Empiezo a notar un hormigueo en el estómago. Por un segundo se me pasa una imagen por la cabeza: mi mano unida a la de otra persona. Unos labios que rozan los míos. La sensación de… calidez.

Y entonces desaparece.

Thomas me guiña el ojo con confianza. Lo miro e imagino que pude sentirme atraída por él, que debería sentirme atraída por él todavía, pese a que mi memoria no me dice nada. Así que finjo: sonrío como sonríe mi madre, como lo hace Thomas, como lo hacen nuestros invitados. Porque este chico debe de ser lo que yo quería… después de todo, desafié a mi familia por él.

—Señor y señora Rose. —Thomas le estrecha la mano a mi padre y besa suavemente la mejilla de mi madre.

Resulta desconcertante. Cuando era pequeña, si se me ocurría pronunciar siquiera el apellido Foster, me castigaban mandándome a mi habitación. Y ahora…

Exhalo un largo suspiro. Todo está ocurriendo muy deprisa.

—Aria —dice Thomas afectuosamente, y me da un beso leve en los labios—, ¿cómo te encuentras?

—Genial —contesto, apretando el bolso y moviendo las manos en la espalda. Me tiemblan, no quiero que las coja entre las suyas—. ¿Y tú?

Entrecierra los ojos.

—Bien. Pero no fui yo quien…

—Sufrió una sobredosis —replico—. Lo sé.

¿Y ya está? ¿Dónde están todos los recuerdos? Se suponía que recordaría haberle conocido, haberme enamorado y… Maldita sea, sigo completamente en blanco en lo que se refiere a Thomas.

Mis padres intercambian una mirada de curiosidad, sin duda se preguntan qué estoy pensando, pero entonces la situación se vuelve aún más extraña: aparecen los padres de Thomas.

—¡Erica! ¡George! —exclama mi padre, como si se tratase de sus mejores amigos. Atrae al padre de Thomas hacia sí en un masculino abrazo.

—Está todo precioso —le dice la madre de Thomas a la mía. El vestido de Erica Foster es de un verde esmeralda a juego con los cerca de doce círculos delicados que lleva tatuados en el cuello—. Absolutamente impresionante.

—Gracias —responde mi madre con una sonrisa forzada.

Mi padre coge una copa de champán de la bandeja de uno de los camareros y la levanta.

—¡Atención todos, por favor!

Cuando mi padre habla, la gente escucha. Los invitados dejan de conversar y se vuelven en nuestra dirección. El cuarteto de cuerda deja de tocar. Thomas desliza su brazo alrededor de mi cintura, lo que me recuerda que por muy raro que parezca estamos expuestos. Es un número para las personas más importantes de la ciudad, pero también —quizá especialmente— para mí.

—No es ningún secreto que George y yo hemos tenido nuestras diferencias, al igual que nuestras familias durante generaciones —dice mi padre—. Pero todo eso está a punto de cambiar. A mejor. —Se produce un aplauso rápido, la gente sabe lo que viene a continuación—. Melinda y yo estamos orgullosos de anunciar el compromiso de nuestra hija, Aria, con el joven Thomas Foster. Jamás ha habido una pareja más enamorada que ellos.

El aplauso que sigue es sonoro y sostenido, y dura justo lo suficiente para que mi padre tenga que silenciarlo con la mano. Esto también parece ensayado. Puedo sentir la mano de Thomas en mi brazo desnudo. Me frota el codo con el pulgar y se me dispara el pulso.

—Estoy seguro de que a la mayoría de vosotros os sorprendió la noticia del compromiso. Al principio, Aria y Thomas nos ocultaron su relación a todos. Pero reconocer la verdad ha tenido un efecto positivo: las dos familias nos hemos visto obligadas a… reconsiderar nuestra rivalidad.

»Hemos decidido enterrar el hacha de guerra. No seguiremos luchando entre nosotros. Aria y Thomas nos han unido a todos mediante la fuerza más antigua que existe: el amor verdadero. De modo que, Thomas, gracias. Y Aria, mi queridísima hija, gracias a ti también. —Mi padre me besa en la frente. Tanta atención me marea.

Esta vez el aplauso se prolonga aún más, y es tan fuerte que bate contra Thomas y contra mí como las olas al romper. Entrelazamos nuestras manos y las levantamos, lo que incita a la multitud a aplaudir todavía más fuerte. Thomas tiene la palma sudorosa.

El discurso de mi padre me ha sorprendido. Él es un estafador y un chantajista, un líder de mafiosos. El jefe de un partido político que controla medio Manhattan. Para él, el amor es algo que sirve para manipular a los débiles.

Y ahora, en cambio, está diciendo que el amor verdadero triunfa por encima de todo. Ja.

—Lo que me lleva al siguiente punto —continúa mi padre, y los aplausos se van apagando—. Ahí fuera hay enemigos mayores que ninguna de nuestras familias, y el único modo de enfrentarnos a ellos es seguir el ejemplo de estos dos amantes: ¡permanecer unidos! Una mística radical llamada Violet Brooks ha empezado a ganar poder. Las pobres familias no místicas de las Profundidades creen erróneamente que ella puede ofrecerles trabajos con salarios más altos, y los místicos registrados la apoyan por razones evidentes: es uno de los suyos. Esa mujer amenaza con acabar con todo lo que hemos construido aquí, en las Atalayas. Como sabéis, no ha habido ningún candidato a la alcaldía procedente de un tercer partido desde la Conflagración.

»Así que esta noche, además del compromiso, George Foster y yo anunciamos nuestra unión política. En tiempos de peligro y amenaza mística, debemos aunar esfuerzos. Ahora que el mandato del alcalde Greenlorn está llegando a su fin, George y yo vamos a respaldar a un candidato único para las inminentes elecciones: Garland Foster.

Garland, el hermano mayor de Thomas, aparece junto a nosotros y saluda con la mano con confianza. Parece una versión más madura de Thomas, aunque con el pelo claro y la cara más delgada y ligeramente más siniestra. Garland tiene veintiocho años, diez más que Thomas, pero aun así es bastante joven para la política. Su mujer, menuda, permanece ligeramente por detrás de él, con una mano posada de forma delicada en el hombro del candidato.

—Así que, por favor —concluye mi padre—, alzad vuestras copas y bebamos por el comienzo de una nueva era: ¡para mi familia, para los Foster y para esta maravillosa ciudad!

El cuarteto de cuerda empieza a tocar de nuevo, y mi padre guía a mi madre dando vueltas hasta el centro de la sala, cuyos muebles se han retirado con motivo de la fiesta. Les siguen George y Erica Foster.

Las palabras de mi padre reverberan en mi cabeza: «amenaza mística».

Los místicos, tiempo atrás elogiados por ayudar a mejorar y fortalecer nuestra ciudad, ahora han pasado a causar temor. Sin control, el contacto con un místico poderoso puede matar a un humano corriente.

Personalmente, no entiendo a qué viene tanto alboroto. En la actualidad, casi dos décadas después de la Conflagración del Día de la Madre —la explosión orquestada por místicos que acabó con muchísimas vidas inocentes—, la ley obliga a todos los místicos a drenar sus poderes dos veces al año, lo que los convierte en seres inofensivos. La mayoría vive lejos de nosotros, entre los pobres, en el nivel más bajo de la ciudad, conocido como las Profundidades, un lugar demasiado terrible y peligroso para que nadie de las Atalayas lo visite siquiera. Los místicos que habitan en las Atalayas son criados o camareros, o trabajadores del gobierno a los cuales no les importa la revolución o el poder. Lo único que les importa es ganar lo suficiente para sobrevivir.

Pero no todos los místicos son inofensivos, lo sé. Están aquellos que pasaron a la clandestinidad, que se negaron a inscribirse en el registro del gobierno y a verse despojados de su magia. Que merodean en las Profundidades. A la espera. Ocultos. Conspirando.

Thomas deja caer su brazo de mi cintura.

—Aún no he visto a Kyle —dice.

—Yo tampoco. —Mi hermano, Kyle, detesta ser el centro de atención. Las fiestas no son lo suyo. Probablemente se haya escondido en alguna parte con su novia, Bennie.

—¿Te apetece bailar? —pregunta Thomas.

Parece querer bailar de verdad, y nos mira demasiada gente como para negarme. Le tiendo mi bolso a Kiki y me dirijo al centro del salón.

Las manos de Thomas resultan ligeramente torpes, como si no estuviesen acostumbradas a mi cuerpo. De repente me pregunto si nos hemos visto desnudos el uno al otro y noto que me ruborizo.

—Estaba muy preocupado por ti —dice, mientras nos balanceamos adelante y atrás. Lleva una colonia con olor a cedro y un levísimo toque de vainilla. El cuarteto está tocando algo bonito y lento de Górecki—. Te hiciste tanto daño…

—Aparte de algún que otro dolor de cabeza, me encuentro perfectamente. —«Salvo por el hecho de que eres prácticamente un extraño para mí». Aparto ese pensamiento de mi mente, y dejo que la música me lleve. Quizá si bailo lo suficiente recuerde qué sentí al bailar con Thomas por primera vez. Porque seguro que hemos bailado juntos antes, ¿no? Siento un cosquilleo en la piel que solo puedo calificar como expectación. Thomas reúne todos los requisitos, es atractivo y sin duda se siente atraído por mí. Si estoy tan enamorada de él como todo el mundo dice, entonces tengo bastante suerte.

—¿Cómo nos conocimos? —susurro, para que no pueda oírlo nadie más.

Él se aparta ligeramente.

—¿De verdad no recuerdas nada?

Niego con la cabeza.

Llevo deseando encontrar el amor desde que era pequeña. El amor que ves en la televisión o sobre el cual lees en los libros, ese en el que descubres a tu otra mitad —la persona con la que estás destinada a pasar el resto de tu vida— y de repente te sientes completa. Ese es el tipo de amor que mis padres dicen que comparto con Thomas. ¿Por qué, entonces, cuando me toca, solo siento que me toca?

Siempre he pensado que el amor verdadero me abrasaría.

Aparece mi madre y desliza una mano entre nosotros.

—Aria, necesito que me prestes a tu prometido un momento. El gobernador Boch quiere hablar con él.

Thomas me da un casto beso en la frente.

—Ahora vuelvo.

Los observo marcharse. ¿Es este el futuro que me espera con Thomas: negocios, reuniones y nuestros padres? De repente noto el pecho oprimido, como si el vestido me apretase demasiado.

Necesito salir de aquí.

Me escapo siguiendo la pared del otro extremo y presiono el panel que hay al lado del balcón. Este lee mis rasgos biométricos, la puerta desaparece y luego vuelve a aparecer detrás de mí. Fuera hace un calor abrasador. Al instante tengo los brazos, el cuello y las piernas cubiertos de sudor.

El calor, dicen, se debe a la crisis climática global, al derretimiento de la nieve y el hielo en todo el mundo y al crecimiento del nivel del mar, que se ha tragado la Antártida y toda Oceanía. El calentamiento global también es el causante de los canales que se extienden por las Profundidades y que llenan de agua de mar lo que solían ser calles y avenidas al nivel del suelo. Pronto, dicen los científicos, el agua rebasará toda la isla.

Nadie sabe exactamente cómo de pronto.

Camino hasta el borde del balcón. Ante mí se extienden las Atalayas, tan por encima del agua que nos rodea que a veces parecen una ciudad flotante, sin ninguna sujeción a la tierra. Cerca de media docena de pisos por debajo pasan los trenes ligeros, vagones blancos y de líneas elegantes que parpadean al entrar y salir de las estaciones, borrones brillantes entre las sombras de los rascacielos. La línea del horizonte es abrupta y espectacular, y se ve iluminada por los postes de luz mística de la ciudad: agujas de cristal altísimas que contienen la energía mística que abastece a todo Manhattan; lo único útil de esos bichos raros, suele decir mi padre.

Las agujas palpitan y brillan; el modo en que la luz gana y pierde intensidad parece mantener un ritmo, como una especie de música visual. Casi parecen vivas; en cualquier caso, más vivas que los invitados de esta noche.

Con cuidado, me recojo el dobladillo del vestido, me subo a la barandilla de hierro y me siento con las piernas colgando. Lo he hecho antes, hace años, una decena de veces. Me relaja. El viento me alborota el cabello y apenas puedo ver; mantengo las manos aferradas a la barandilla detrás de mí. Lentamente, me inclino hacia delante; los canales son finos jirones de plata en la oscuridad a mis pies y el aire caliente me azota hasta que me viene a la cabeza: luché por el amor verdadero, y gané.

Ahora solo tengo que recordarlo.

Me imagino a Thomas dándome la mano, a Thomas cogiéndome cuando corro a sus brazos, a Thomas besándome en rincones oscuros o en terrazas repletas de luz, pero no me acaba de encajar. Echo un vistazo atrás, a la fiesta. Desde aquí, no es más que una confusión de trajes oscuros y vestidos de colores vivos, apenas visible a través del vaho de las puertas de cristal.

Detrás de mí, la corriente ascendente me tira de la falda, y me río cuando la tela se hincha a mi alrededor. Ya es suficiente. Tengo que volver a la seguridad del balcón.

Y es en ese momento cuando lo veo, un rostro en el rincón, y me sobresalto.

No distingo quién es; la luz procedente de los candelabros de la pared apenas le alcanza.

—¿Hola? —digo—. ¿Quién anda ahí?

He empezado a pasar la pierna izquierda por encima de la barandilla cuando me patina el otro pie.

Y así de simple, caigo.

Siento un dolor lacerante cuando me golpeo la rodilla contra la cornisa, doy con la barbilla en la barandilla y mi cuerpo resbala pesadamente hacia atrás. En el último momento atrapo uno de los barrotes con una mano y me agarro a él con fuerza.

Me estampo contra el lateral del edificio y estoy a punto de soltarme, pero no, me quedo suspendida por encima de la ciudad. Me aferro todavía más fuerte. Cinco dedos cerrados en torno a un barrote de hierro son lo único que impide que me precipite cientos de metros hacia mi muerte.

Tengo las palmas de las manos resbaladizas por el sudor, y los dedos se me aflojan. El corazón me palpita con violencia y ruego en silencio: «Por favor, no me dejes morir. Por favor, no me dejes morir».

Entonces aparece el chico. Estoy llorando y veo borroso, y es como si estuviera ahí pero al mismo tiempo no estuviera, como un fantasma.

—Cógeme la mano —dice, al tiempo que baja el brazo.

—¡No puedo! Me caeré.

—No dejaré que te caigas —me asegura. Parpadeo para deshacerme de las lágrimas, pero sigo sin poder ver su cara. Percibo el sonido de su respiración, su exasperación, su miedo—. Tienes que confiar en mí.

Con una mano aún en torno al barrote, alzo la otra hacia el misterioso chico. Él la atrapa y tira de mí, pero todavía me cuelgan las piernas por debajo de la cornisa. Resulta increíblemente cálido al tacto, como si las yemas de sus dedos fueran a quemarme la piel.

—Bien —dice—. Ahora la otra.

—No creo que pueda —replico. Me duele todo el cuerpo.

—Eres más fuerte de lo que crees —insiste.

Me obligo a mí misma a no mirar abajo. Inspiro hondo, retiro la mano derecha del barrote y cojo la suya. Veo el tatuaje de una supernova en la parte interna de su muñeca. Entonces subo y subo, y paso al otro lado.

Mis pies tocan el suelo del balcón y me echo a llorar; las lágrimas llevan toda la noche pugnando por salir.

—Chissst, estás a salvo. Estás bien —me dice, y pese al millón de grados del exterior y a que probablemente he destrozado mi mejor vestido, le creo.

Finalmente, siento que la presión de su mano se afloja, y le oigo alejarse. ¿Quién es este chico que acaba de salvarme la vida?

Vuelvo la cabeza alrededor, buscándole, pero ha desaparecido, como por arte de magia. No tengo ni idea de qué aspecto tiene. Ni siquiera me ha dicho su nombre.

Justo entonces, me llama una voz familiar.

—¿Aria? ¿Eres tú? —Es Kiki—. ¿Qué estás haciendo aquí fuera? —Se me acerca—. Me estoy abrasando.

Decido guardarme lo que ha pasado por el momento.

—Solo estaba pensando —contesto.

—¡Bueno, deja de pensar y ponte a bailar! Thomas te está buscando. Dice que están tocando vuestra canción.

—¿Tenemos una canción? —pregunto con aire estúpido.

—Eso parece. Vamos. —Kiki me tiende mi bolso.

Estoy casi en la puerta cuando oigo una especie de repiqueteo y me doy cuenta de que dentro del bolso hay algo desconocido. Lo abro y miro en su interior: se trata de un guardapelo que no había visto nunca. Es plateado y reluciente, aunque tiene cierto aire antiguo. Lo saco y una sacudida de energía me recorre el cuerpo. Un recuerdo, una sensación, surge en mi cabeza como un fogonazo: este guardapelo es mío.

Dentro del bolso encuentro también un trocito minúsculo de papel. Lo desdoblo. En una letra que no reconozco, aparece una palabra:

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