15

C

haris salió de la habitación donde yacía Arturo con aspecto muy preocupado.

—Creo que por fin ha dejado de sangrar —anunció solemne.

—Gracias a Dios —suspiró Gwenhwyvar, su alivio casi algo tangible.

—Pero —continuó Charis, y su voz no resultaba muy reconfortante— se encuentra muy débil. —Calló, y deslizó la mirada de Gwenhwyvar a mí antes de añadir—: Lo cierto es que temo por su vida.

Gwenhwyvar sacudió la cabeza, negando las palabras de la Dama del Lago.

—La herida no es tan seria —objetó, aunque su voz no sonaba muy firme—. Una vez retirada la hoja, pensé que…, creí que él… —La voz se le quebró; se encontraba al borde de las lágrimas.

—Arturo ha perdido mucha sangre —dijo Charis, rodeándole los hombros con el brazo—. Sucede a veces que la pérdida de sangre es más dañina que la misma herida. Debemos rezar para que despierte pronto.

—¿Y si no lo hace? —preguntó la reina, horrorizada ante la idea, pero haciendo la pregunta de todos modos.

—Está en manos del Señor, Gwenhwyvar —respondió Charis—. No podemos hacer nada más.

Tras una extenuante carrera por el valle y un veloz viaje en el bote de Barinthus hasta el otro lado de Mor Hafren, habíamos llegado por fin al palacio el Rey Pescador. Charis y Elfodd se habían hecho cargo del cuidado de Arturo y, con una destreza perfeccionada a base de larga experiencia, habían extraído con sumo cuidado la punta de la rota lanza que el Supremo Monarca tenía clavada en el brazo, para luego darle a beber unas pócimas curativas.

Arturo había parecido recuperarse en un principio; se sentó en el lecho y charló con nosotros. Al poco rato se durmió, y pensamos que el descanso le resultaría beneficioso. Pero la herida de la parte superior del muslo se volvió a abrir durante la noche y por la mañana había caído en un sueño pesado y exánime. Durmió todo el día; y ahora, mientras la tarde caía sobre las silenciosas colinas, no había forma de despertar a Arturo.

Charis estaba claramente preocupada. Oprimió el hombro de la reina.

—Está en manos del Señor —musitó—. Tened fe y rezad.

Cwenhwyvar se aferró a mi brazo, y los dedos se hundieron en mi carne.

—Haced algo, Myrddin —instó—. ¡Por favor! Salvadlo. Salvad a mi esposo.

—Id con Charis y descansad un poco —repuse, tomando su mano y apretándola con fuerza—. Yo me quedaré con él ahora, y os enviaré a buscar si hay algún cambio.

Charis se llevó a la reina, y yo entré en la habitación donde Arturo yacía en la litera que el Rey Pescador utilizaba cuando era víctima de su vieja dolencia. El abad Elfodd alzó la cabeza cuando me detuve junto a él. Vio la pregunta que brillaba en mis ojos y negó con la cabeza.

—Yo lo vigilaré ahora —susurré.

—Lo vigilaremos juntos —contestó el buen abad, rehusando marcharse.

Permanecimos en silencio un buen rato escuchando la respiración lenta y superficial del herido.

—Dios no dejará que muera —dije, deseando que así fuera.

Elfodd me contempló con curiosidad.

—Recuerdo otra ocasión en que estuve aquí como ahora y otro pronunció estas mismas palabras. —Hizo una pausa y señaló la dormida figura de Arturo—. Pero eras tú, Myrddin, quien yacía aquí inmerso en el sueño de la muerte, y era Pelleas quien te contemplaba y se negaba a que siguieras ese destino.

Los recuerdos inundaron mi mente: habíamos estado en Armórica, Pelleas y yo, y allí Morgian había intentado matarme con un hechizo perverso. Pelleas me había traído a Ynys Avallach para que me curaran, de la misma forma en que yo había traído ahora a Arturo.

—Lo recuerdo —respondí, pensando en aquel período extraño y desdichado—. Gracias a vos, me salvé.

—No fue gracias a mí —protestó el abad—. Todo fue cosa de Avallach, no mía.

—¿Avallach? —Jamás había oído aquella parte del relato—. ¿Qué queréis decir?

Elfodd me observó con una expresión muy cercana a la desconfianza.

—Puede que haya dicho demasiado —dijo, apartando la mirada—. He hablado más de lo que debía.

—¿Qué es, Elfodd? Decídmelo, os lo exijo. Aquí hay un misterio y quiero saberlo. —Guardó silencio—. ¡Elfodd! Decidme, ¿qué es?

—No puedo. No soy quién.

—Entonces decidme quién puede hablar.

—Pregunta a Avallach —dijo el abad—. Pregunta a tu abuelo. Él lo sabe.

El corazón empezó a latirme con fuerza. Dejé a Arturo al cuidado del abad y abandoné a toda prisa al aposento para ir en busca de Avallach. No tardé mucho en localizarlo. Lo encontré rezando en la pequeña capilla que había hecho construir en una de las habitaciones del ala oeste del palacio. Penetré en la capilla y me arrodillé a su lado. Cuando finalizó su oración, levantó la cabeza.

—Ah, Merlín, eres tú —me saludó, su voz un suave retumbo—. Ya pensé que tal vez vendrías aquí. ¿Cómo está Arturo?

—Débil y empeorando cada vez más —repuse, dando a conocer todos mis temores—. Puede que no pase de esta noche.

Las generosas facciones de Avallach adoptaron una expresión de terrible desconsuelo.

—Lo siento —manifestó.

—El Oso de Inglaterra aún no está muerto —contesté, y le dije lo que Elfodd había recordado.

—Lo recuerdo bien —asintió—. ¡Ah, estábamos tan preocupados por ti, Merlín! Casi te perdimos.

—Elfodd dijo que, de no haber sido por ti, yo habría muerto. ¿Es cierto?

—Fue un milagro de la bondad del Señor-dijo el Rey Pescador.

—Y, cuando le pregunté qué quería decir —proseguí—, Elfodd se limitó a responder que había hablado más de lo que debía, y se negó a decir nada más sobre ello. Dijo que debía preguntarte a ti. —Le dirigí una mirada penetrante—. Bien, abuelo, te lo pregunto: ¿a qué se refería?

Avallach me contempló en silencio durante un largo rato; luego inclinó la cabeza, cubierta de oscuros rizos.

—Se trata del Grial —respondió por fin en voz baja y sosegada—. Se refiere al Grial.

Lo recordaba: era la copa sagrada de Cristo. Había venido a Inglaterra con el hombre que había pagado aquella última cena, el mercader de estaño llamado José de Arimatea. La había visto en una ocasión, hacía años, cuando rezaba en el santuario.

—Siempre creí que se trataba de una visión —dije.

—Es más que eso —afirmó Avallach—. Mucho más.

El corazón me dio un salto de alegría.

—¡Entonces debes utilizarlo para curar a Arturo, igual que lo utilizaste para curarme a mí! —Me puse en pie de un salto e hice intención de salir corriendo.

—¡No!

La rotunda negativa de Avallach me detuvo antes de que hubiera dado dos pasos.

—¿Por qué? ¿Qué quieres decir? Arturo se muere. El Grial puede salvarlo. Si lo tienes, debes utilizarlo para curarlo.

El Rey Pescador se incorporó despacio; pude ver su tristeza como un peso inmenso sobre sus hombros.

—No puede ser —repuso con suavidad—. No soy yo quien debe decidir tales cosas. Está en la mano de Dios; El debe decidir.

—El Señor siempre se deleita en sanar a los enfermos —insistí—. ¿Cómo puedes negar esa curación si está en tus manos realizarla?

Se limitó a menear la cabeza.

—El Grial —dijo con dulzura—, el Grial, Merlin, no es así. No se puede utilizar de este modo. Debes comprender.

—No lo comprendo —declaré categórico—. Sólo sé que Arturo se muere y que, si muere, el Reino del Verano morirá con él. Si eso sucede, Inglaterra caerá y Occidente morirá. La luz de la esperanza se apagará y la oscuridad se abatirá finalmente sobre nosotros.

—Lo siento, Merlín —repitió Avallach—. Ojalá fuera de otro modo. —Hizo intención de regresar a sus oraciones.

Ahora había llegado mi turno de desafiar y negar.

—¡No! —grité—. No se te ocurra rezar por la curación de Arturo cuando esa curación está en tu mano y te niegas a darla.

—La muerte —respondió él con tristeza— está también en manos de Dios. ¿Crees que es fácil para mí? Me siento aquí cada día y veo morir a la gente. Vienen al santuario… ¡esta peste nos ha hecho mucho daño!… y hacemos lo que podemos por ellos, Algunos sobreviven, pero la mayoría mueren. Tal y como he dicho, es el Señor quien decide. Sólo Él puede decidir entre la vida y la muerte.

—¡Te ha dado a ti el Grial! —argumenté—. ¿Por qué lo ha hecho si no quiere que lo utilices?

—Es una de las cargas más pesadas que he conocido —gimió Avallach.

—Sin embargo, lo utilizaste en una ocasión para curarme —persistí—. En esa ocasión decidiste tú. Me salvaste la vida. ¿Dónde está el mal?

—Eso era diferente.

—¿En qué? —exigí—. Yo no veo diferencia.

Desvió la mirada, suspirando pesadamente.

—Eres el único hijo de mi hija; el único hijo de tu padre. Eres de mi propia sangre, Merlín, y yo soy débil. No pude evitarlo. Lo hice para salvarte.

—¡Efectivamente! —exclamé, y mi voz resonó en la pétrea celda—. Se salvó mi vida para que el Reino del Verano no muriera. A lo mejor se me salvó para que pudiera presentarme ante ti esta noche y abogar por la vida de Arturo.

—¿Quién puede decirlo? —El Rey Pescador me contempló pensativo.

—Tú me protegiste, y de este modo protegiste la visión del Reino del Verano. Escúchame, Avallach: el Reino del Verano está cerca…, más cerca de lo que ha estado nunca. ¿Cómo podemos dejar morir al Señor del Verano?

No respondió, aunque me di cuenta de que vacilaba.

—Si eres el guardián de este Grial —dije solemne—, entonces debes ejercer el poder de tu posición para el bien de todos. Te aseguro que no existe otra vida tan importante como la de Arturo, y en estos instantes se nos está escapando. Salvar esa vida conducirá a la salvación de generaciones que aún no han nacido.

Avallach se llevó una mano a la frente con expresión cansada.

—¿No sabes que he estado suplicando al Trono Celestial por él? No he dejado de hacerlo ni un segundo desde que llegó.

—El Señor recibirá a Arturo cuando llegue el momento —afirmé—; pero ese momento no ha llegado aún. Eso lo sé. Si se precisa una vida, estoy dispuesto a entregar la mía. —Alcé las manos hacia Avallach en actitud suplicante—. Sálvalo. Por favor, sálvalo.

—Muy bien —cedió—. Haré lo que pueda. Aunque no puedo dar órdenes al Grial, como pareces pensar. Sólo puedo pedir, y el Grial responde a su modo.

No sabía qué forma tomaría la ayuda del Rey Pescador; pero, mientras atravesábamos el patio a toda prisa para regresar a la habitación de Arturo, ofrecí ayudar en lo que pudiera.

—Dime qué hay que hacer, abuelo, y se hará.

Avallach se detuvo bajo el techo del porche.

—Nadie puede ayudarme, Merlín. Lo que haré, debo hacerlo solo.

—Como desees.

—Hay que sacar de aquí a toda criatura mortal —continuó Avallach—. Hombres, mujeres, todo lo que sea de carne mortal, tanto humana como animal, debe ser trasladado fuera de los muros del palacio. Sólo Arturo puede quedarse.

No pude menos que asombrarme ante aquello, pero acepté sus instrucciones.

—Será como dices.

Mientras Elfodd y yo recorríamos el palacio del Rey Pescador, sacando a todo el mundo de la cama, Llenlleawg despertó a los mozos de los establos y empezaron a sacar a los animales de cuadras y corrales. Luego, a la luz de las antorchas, descendieron todos por el estrecho sendero sinuoso que conducía al lago. Algunos llevaban perros sujetos con correas, otros caballos; muchos conducían ganado: ovejas, vacas y cabras; dos o tres transportaban jaulas de pájaros, y un chiquillo incluso llevaba en brazos toda una camada de gatos. En poco rato, todos los que vivían en el palacio —mortales, Seres Fantásticos, aves y animales— estuvieron reunidos a la orilla del lago a los pies de la abadía, cosa que caballos y ganado aprovecharon para pastar tranquilamente.

Charis y Gwenhwyvar fueron las últimas en abandonar a Arturo.

—Vamos, señora, no podemos hacer nada más por él —dijo Charis, tomando a la reina de la mano—. Es hora de entregarlo al cuidado de otro.

—Me cuesta mucho abandonarlo, lady Charis —respondió Gwenhwyvar con los ojos llenos de lágrimas. Inclinó el rostro sobre el de Arturo y lo besó. Una lágrima cayó sobre la mejilla del monarca, que ella secó con otro beso.

—Vamos —insté con suavidad—, pues, a menos que nos marchemos, no podrán curarlo.

Charis y yo nos llevamos a la reina del lecho de muerte de Arturo. En el umbral, me detuve y volví la cabeza para contemplar su cuerpo hundido en los almohadones de la litera, tan inmóvil, tan silencioso, como si se hundiera ya en la disolución y el deterioro. Gwenhwyvar vaciló y se dio la vuelta; regresó corriendo junto a la litera y, soltando el broche que llevaba al hombro, se quitó la capa y la extendió sobre él.

Mientras Gwenhwyvar cubría a Arturo con una capa, yo elevé una plegaria: Luz Omnipotente, destierra la sombra de la muerte del rostro de tu siervo. Arturo. Protégelo en esta noche del odio, de todo daño, de todo mal, le suceda lo que le suceda. ¡Qué así sea!

La reina volvió a besarlo y murmuró algo en su oído; luego se reunió con nosotros, resuelta y con los ojos secos ahora, y nos apresuramos a abandonar el palacio ya casi desierto. Busqué a Avallach con la mirada, pero no vi ni rastro de él mientras cruzábamos a toda prisa la sala y el porche vacíos, para finalmente atravesar como una exhalación el patio desierto y salir al exterior por las abiertas puertas del castillo.

Totalmente a oscuras, descendimos por el estrecho sendero para reunirnos con los demás, que esperaban junto al lago. Elfodd y Llenlleawg se encontraban allí, sosteniendo antorchas; el resto de los habitantes del palacio estaban desperdigados a lo largo de la orilla, sentados en pequeños grupos, o de pie, algunos en la ladera, otros junto al lago. Parecíamos una banda de exiliados, expulsados de nuestra tierra en plena noche. El ambiente era cálido y tranquilo y, aunque la luna ya se había puesto, el cielo estaba lleno de estrellas que proyectaban una luz plateada sobre todo lo que se extendía a sus pies.

—¿Estáis seguros de que se han sacado todos los animales? —pregunté.

—Todos los perros hasta el cachorro más pequeño —respondió Llenlleawg—. Todos los caballos y potros, ovejas, corderos y vacas. No ha quedado nada que se mueva sobre cuatro o dos patas.

Elfodd pasó revista al pequeño grupo que nos rodeaba, agitando el dedo en el aire como si contara motas de polvo.

—Me parece… Sí —anunció al terminar—, todo el mundo está aquí.

—Bien —dije.

Conversamos durante unos instantes, pero nuestros ojos no dejaban de dirigirse hacia el palacio del Rey Pescador, que se alzaba sobre nuestras cabezas; la conversación no tardó en cesar y permanecimos en silencio y expectantes, aguardando, preguntándonos qué veríamos, si es que había algo que ver. Un grupo de hermanos procedentes de la abadía bajaron para ver qué sucedía y se quedaron junto a nosotros, los ojos levantados hacia el oscuro edificio que se erguía sobre la Torre.

Una joven —una de las doncellas de Charis, creo— empezó a entonar un himno con una voz tan suave y dulce como la de un ruiseñor. Las palabras me eran desconocidas, pero conocía la melodía. Uno a uno, otros se unieron al cántico y muy pronto las notas de la canción llenaron la noche: la esperanza convertida en algo audible en medio de las tinieblas.

Cuando finalizó la primera canción, empezó otra al momento, y otra cuando ésta terminó. De este modo pasamos la noche: cantando, todos los ojos fijos en el palacio del Rey Pescador, a la espera de un milagro. Sentí que la mano de Gwenhwyvar se deslizaba en la mía; la sujetó con fuerza y yo oprimí la suya, tras lo cual ella se llevó mi mano a los labios y la besó.

No había palabras para describir lo que sentíamos, de modo que nos limitamos a permanecer allí inmóviles, cogidos de la mano y escuchando las voces de la noche. Las canciones continuaron y las estrellas siguieron su curso, recorriendo la bóveda celeste. Me pareció como si las canciones se convirtieran en una plegaria que se elevaba hacia el cielo. «Que así sea —pensé—. Que el Supremo Monarca del cielo honre a su Supremo Monarca en la tierra de la misma forma en que nosotros lo honramos con nuestro sacrificio y nuestros cánticos».

El pensamiento apenas acababa de cruzar por mi mente cuando una voz exclamó: «¡Escuchad!». Un joven monje, que había estado sentado en la ladera a pocos pasos de distancia, se puso en pie de un salto. Agitando el brazo y señalando hacia el cielo oriental, dijo:

—¡Mirad! ¡Ya vienen!

Miré en la dirección que señalaba, pero no vi nada excepto las estrellas que brillaban. El silencio invadió la colina y la orilla del lago. Todos clavamos los ojos en el refulgente cielo.

—¡Ya vienen! —gritó otro, y escuché un sonido parecido al que emite el arpa cuando el viento hace temblar sus cuerdas…, una música a la vez conmovedora y misteriosa. Podría haber sido el viento, pero era más profunda y más resonante: el mismo cielo estallaba en cánticos.

Sopló una suave brisa, como el leve aleteo de unas alas. Sentí un contacto sedoso como un fresco aliento sobre el rostro, y noté un sabor a miel en la lengua. Aspiré una fragancia que sobrepasaba en dulzura cualquier cosa que yo conociera: flores de manzano y madreselva combinadas con otras muchas flores.

Una presencia invisible había pasado entre nosotros, dejando tras de sí una música perfumada. Mi espíritu se estimuló a modo de respuesta. Sentí un hormigueo por todo el cuerpo y el corazón pareció a punto de saltar de mi pecho.

Distinguí, como por el rabillo del ojo, una tenue imagen fantasmal, figuras pálidas, semicubiertas de velos, que descendían del cielo y describían círculos alrededor del palacio del Rey Pescador. Luces extrañas empezaron a danzar en las oscuras ventanas.

Me volví hacia Gwenhwyvar y vi su rostro baftado en una luz dorada. Tenía las manos unidas bajo la barbilla, el rostro alzado hacia la luz de las estrellas y los labios le temblaban.

—Jesús bendito —le oí decir—. Jesús bendito.

La luz dorada brillaba en todas las ventanas del palacio y la música milagrosa aumentaba en intensidad, resonando en las inmensas salas del cielo. Las revoloteantes, ondulantes, cambiantes figuras visibles y a la vez invisibles parecían haberse multiplicado hasta el punto de que el cielo ya no podía contenerlas. ¡Estaban por todas partes!

—Ángeles… —musitó el abad Elfodd en un susurro lleno de temor—. Los campeones celestiales han venido en busca de Arturo.

Clavé la mirada en la luz dorada que ahora resplandecía con fuerza desde el palacio situado sobre la Torre, haciendo que todo lo que se extendía a sus pies se destacara con total nitidez: las sombras de hombres y animales se recortaban claramente contra el suelo. La luz era un ser vivo; deslumbrador, brillante, palpitaba con una fuerza ígnea, más refulgente y poderosa que el rayo.

Y entonces, con la misma rapidez con que se había iniciado, todo terminó.

La luz menguó y la música se acalló hasta convertirse en una resonancia que se apagaba veloz. Todo desapareció tan deprisa, que me pregunté si realmente había visto u oído algo. Quizá tan sólo lo había imaginado. Quizá se había tratado de un sueño.

Pero la presencia invisible regresó y retrocedió por entre la expectante multitud para marcharse por donde había venido. Sentí que rni espíritu se elevaba en mi interior, y mi corazón respondió a la serfisación; me estremecí de pies a cabeza. Y luego también esto se desvaneció, sin dejar más que una persistente fragancia y un sabor dulzón en el aire.

Volvíamos a estar solos en la noche, y era una noche realmente oscura.

No hubo más música; no hubo más luces. Todo estaba en silencio y tranquilo, como si jamás —desde un eón al siguiente— sucediera nada. Pero nosotros seguíamos mirando a lo alto, al palacio y al cielo lleno de estrellas situado más allá, en busca de las maravillas que habíamos presenciado.

Así es como lo vimos: Arturo, destacándose claramente en la puerta de acceso al palacio del Rey Pescador, sano y salvo, ataviado con sus mejores ropas y con el torc de oro centelleando alrededor de su garganta. El Señor del Verano alzó una mano hacia nosotros: una señal de que estaba curado y bien. Acto seguido empezó a descender por el sendero.

Vi cómo Gwenhwyvar corría, remontando el sendero a toda velocidad. Vi cómo Arturo descendía para ir a su encuentro, cómo la abrazaba y la levantaba del suelo. Presencié su fervoroso abrazo… Pero luego ya no vi nada porque las lágrimas llenaban mis ojos.