a lanza de Amílcar había perforado el grueso roble del escudo del Supremo Monarca y se había clavado en su brazo. La sangre descendía a borbotones por la parte interior del escudo del rey. Ensartado, con el antebrazo atravesado, Arturo no podía soltarse.
Desesperado por sacar el mayor partido posible de esta inesperada ventaja, Amílcar sujetó con fuerza la empuñadura de su espada y, saltando sobre Arturo, descargó una furiosa lluvia de golpes a diestro y siniestro sobre el brazo herido oculto bajo el escudo. La hoja ascendía y descendía una y otra vez, y cada golpe martilleaba sobre la punta rota de la lanza para hundirla aún más en la herida.
Arturo vaciló, el cuerpo contorsionado por el dolor cada vez que Amílcar conseguía dar en el blanco. Intentó rechazar los golpes, balanceando Caledvwlch en inútiles estocadas sin fuerza, pero el Jabalí Negro le asestó un terrible golpe e hizo caer la espada de su mano. El arma salió despedida y cayó a sus pies, sobre el polvo salpicado de sangre.
Gwenhwyvar volvió a gemir pero no desvió la mirada. Sin dejar de retroceder tambaleante, incapaz ya de responder a los ataques del Jabalí Negro, Arturo se balanceaba bajo los golpes, y Amílcar, vislumbrando su oportunidad de vencer, alzó la voz en un gutural grito de triunfo. Saltando, empujando, golpeando una y otra vez… y otra vez… y otra… y otra; violentos golpes salvajes y despiadados, cada uno descargado con un efecto demoledor.
Dios del cielo, ¿qué es lo que mantiene a Arturo en pie? Diminutos fragmentos de madera del escudo de Arturo salían despedidos por los aires. La sangre saltaba del partido reborde del escudo en una lluvia continua que se estrellaba contra el polvo.
Sentí un nudo en la garganta. No podía tragar. No podía ni mirar ni desviar la mirada.
El enorme escudo empezó a partirse bajo el arrollador ataque. Astillados pedazos de madera de roble cayeron al suelo.
Vi la punta de la lanza de Amílcar sobresaliendo de la cara interior del brazo de Arturo. La embotada hoja había pasado por entre los huesos, lo que impedía cualquier movimiento del brazo. Arturo estaba clavado al escudo.
Amílcar, terrible en su furia, levantó la pesada espada por encima de su cabeza y la descargó sobre el borde del roto escudo. Arturo echó la cabeza hacia atrás con una violenta sacudida, el rostro contraído por el dolor.
Alzando los hombros, el Jabalí Negro volvió a levantar el arma y la dejó caer con todas sus fuerzas. ¡Crac! El borde del escudo reventó y la madera se abrió de arriba abajo.
Otro golpe igual y el escudo se partiría por completo.
—¡Arturo! —chilló Gwenhwyvar—. ¡Arturo!
Twrch Trwyth cayó sobre él inmisericorde. Los vándalos inundaron el aire con gritos de ánimo a su soberano: un clamor pensando para aterrorizar a los desmoralizados adversarios.
Una vez más la negra espada corta se alzó en el aire y una vez más volvió a descender.
Arturo se desplomó en el suelo.
Las piernas cedieron bajo el peso de su cuerpo y cayó pesadamente. Aterrizó sobre la cadera y rodó, como si intentara arrastrarse fuera de allí. Pero Amílcar se abalanzó sobre él al momento, sin dejar de golpear con todas sus fuerzas. Del escudo de Arturo se desprendió otro enorme pedazo.
El bárbaro aulló de satisfacción. Descargaba golpe tras golpe contra su caído adversario con un regocijo salvaje y demente. Arturo, luchando por levantarse, mantenía el escudo roto alzado sobre él, pero todos los guerreros que lo contemplaban sabían que no hacía otra cosa que retrasar el terrible e inevitable golpe final.
El Supremo Monarca se incorporó con un terrible esfuerzo, pero el Jabalí Negro alzó un pie y le asestó una patada; Arturo volvió a rodar por el suelo.
—¡Señor, ayúdalo! —sollozó Gwenhwyvar—. ¡Jesús bendito, sálvalo! —Me hice eco de su plegaria con una propia, no menos directa ni sentida.
El Jabalí Negro seguía atacando, asestando sonoros golpes con su espada de hierro sobre los destrozados restos del escudo del Supremo Monarca. Arturo volvió a rodar por el suelo y extendió el brazo sano. Parecía confuso, tanteando inútilmente el polvo con la mano.
¡Luz Omnipotente, salva a tu siervo!
Arturo se revolvió sobre su espalda en el mismo instante en que la espalda del Jabalí Negro hacía añicos el destrozado escudo. La maltrecha madera se rompió, desintegrándose por completo. Se había quedado sin su última defensa.
—¡Caledvwlch! —gritó Gwenhwyvar—. ¡Arturo! ¡Caledvwlch!
En ese mismo instante la mano de Arturo encontró la espada que había perdido. Vi cómo sus dedos se cerraban con fuerza sobre la hoja y la atraían hacia él.
—¡La tiene! —exclamé.
—¡Levántate, Oso! —chilló Gwenhwyvar—. ¡Ponte en pie!
Arturo dobló las piernas bajo el cuerpo y se alzó sobre una rodilla. Twrch le lanzó una patada que alcanzó a Arturo en el hombro herido y lo hizo caer.
—¡Arturo! —gritó Gwenhwyvar. Su mano empuñaba ya la espada e hizo intención de lanzarse a la lucha.
Amílcar, exultante, rugiendo su triunfo, alzó la espada por última vez.
Sujetando la hoja desnuda de Caledvwlch con la mano, Arturo realizó su última tentativa.
Y recordé aquella vez, hacía ya tanto tiempo, en que un muchachito se había encontrado solo en la ladera de una montaña frente a un ciervo que cargaba contra él. Ahora, como entonces, Arturo no hizo la menor intención de atacar; se limitó a alzar el arma para defenderse del ataque de Amílcar.
La espada del vándalo descendió mientras la de Arturo se alzaba para ir a su encuentro. Se escuchó el repicoteo del metal, un centelleo, y la hoja del Jabalí Negro se partió limpiamente en dos.
La salvaje expresión triunfal del rostro del caudillo vándalo se transformó en incredulidad mientras contemplaba el pedazo de espada que yacía a sus pies. Corta Acero había hecho un buen servicio a su dueño.
Con un heroico esfuerzo, Arturo consiguió ponerse de rodillas y levantarse. Se quedó de pie, inmóvil, el brazo herido colgando inerte a un lado, la punta de la lanza bien clavada. El brillante glasto azul de su cuerpo se había mezclado ahora con el sudor y el rojo profundo de la sangre. Con la cabeza inclinada al frente, contemplaba a su adversario sin parpadear.
Los vándalos, anonadados por el rápido giro de los acontecimientos, quedaron silenciosos, los gritos de triunfo ahogados en sus gargantas. El silencio se apoderó de toda la llanura. Arturo recuperó el equilibrio e irguió los hombros.
El Jabalí Negro, sin soltar la inútil empuñadura con su pedazo de hoja rota, lanzó una mirada furiosa al Supremo Monarca y, acto seguido, con un grito desafiante se arrojó sobre Arturo, blandiendo con ferocidad el fragmento de metal.
Incapaz de repeler los golpes, Arturo se hizo a un lado y bajó Ca1edvwlch. Pero el valor no lo había abandonado; al mismo tiempo que esquivaba a Amílcar preparó su última defensa. Mientras el otro caía sobre él, la mano de Arturo —firme, tranquila, pausada— se adelantó a hurtadillas para alzar la espada, y el impulso mismo de la embestida del Jabalí Negro hizo que éste fuera a parar sobre la hoja. El vándalo echó la cabeza hacia atrás y lanzó un rugido, un grito de sorpresa y desafió a la vez; luego bajó los ojos para contemplar la espada hundida por debajo de su caja torácica. Él mismo se había empalado en la espada de su oponente.
El Jabalí Negro levantó la cabeza y sonrió: los ojos vidriosos y la sonrisa glacial. Se abalanzó al frente en dirección a Arturo, lo que provocó que la espada se hundiera aún más en su cuerpo y la sangre saliera a borbotones de la herida en un repentino chorro rojo. Abrió la boca para hablar; su lengua hizo un gran esfuerzo para decir algo, pero las piernas se le doblaron y cayó al suelo, donde permaneció presa de terribles convulsiones.
Acercándose al cuerpo de Amílcar, Arturo extrajo a Caledvwlch del pecho de su enemigo. Apretando los dientes para poder soportar el dolor, alzó la espada hasta la altura del hombro y, dejándola caer a gran velocidad, decapitó al Jabalí Negro de un solo tajo. La cabeza rodó por el suelo y los espantosos estremecimientos cesaron.
Arturo se quedó allí inmóvil durante unos segundos; luego se dio la vuelta y avanzó vacilante hacia nosotros. En ese mismo instante, un alarido rasgó el silencio del campo de batalla. Uno de los jefes vándalos —se trataba de Ida— se precipitó al centro de la explanada, preparando su lanza mientras corría.
—¡Arturo! —chilló Gwenhwyvar—. ¡A tu espalda!
Él giró la cabeza, sin darse cuenta aún del peligro que lo acechaba por la espalda.
—¡Arturo! —volvió a chillar ella, corriendo ya a su lado. Llenlleawg se precipitó tras la reina.
El rey de Inglaterra se volvió a medias para enfrentarse a su nuevo atacante y las piernas se le doblaron; cayó de rodillas e intentó levantarse, pero el adversario se acercaba con celeridad. Un lanzazo, y el Supremo Monarca de Inglaterra estaría muerto.
El cuchillo de Gwenhwyvar centelleó como un disco en llamas bajo los rayos del sol mientras giraba en el aire. No consiguió detener al bárbaro, que siguió corriendo unos pasos más antes de que su mano perdiera la fuerza y la lanza resbalara de sus dedos. El hombre bajó la mirada y se encontró con la daga de la reina enterrada hasta la empuñadura en su antebrazo. Se inclinó para recoger la lanza, y la espada de Gwenhwyvar silbó en el aire describiendo un arco cerrado que lo alcanzó en la base del cráneo. El bárbaro cayó de bruces, muerto.
—¡Aquí estoy! —exclamó la reina, y su voz se elevó llena de desafío—. ¿Quién es el siguiente? —Permaneció junto al cadáver enarbolando la espada, roja con la sangre del traicionero atacante de Arturo, gritando y desafiando a los vándalos a atacar. Llenlleawg, con expresión amenazadora, ocupó su puesto junto a ella.
Otro de los caudillos vándalos pareció dispuesto a cogerle la palabra a Gwenhwyvar: desenvainó la espada y se adelantó, pero Mercia lo sujetó y lo obligó a retroceder. El hombre se irguió tambaleante y golpeó el rostro de Mercia con su lanza, a lo que éste respondió agarrando la empuñadura de la lanza y asestándole un violento golpe que alcanzó a su belicoso camarada en plena barbilla. El jefe guerrero se desplomó en el suelo hecho un ovillo.
Cai y Bedwyr corrieron junto a Gwenhwyvar. Los cuatro se colocaron frente a Arturo, las armas en la mano, retando al enemigo a atacar. Entretanto, yo me precipité a socorrer al herido monarca.
Mercia se separó valientemente de los demás y llamó a Hergest a su lado con un potente grito. Juntos avanzaron hasta donde nos encontrábamos nosotros.
—¡Ayúdame a ponerme en pie! —gimió Arturo apretando los dientes.
—Enseguida —le dije con suavidad—. Primero debo echar una mirada a la herida. —Había sangre por todas partes, y sudor, polvo y pintura de glasto.
—Ayúdame a ponerme en pie, Myrddin —me repitió.
Se desasió de mis manos y, apoyándose en Caledvwlch, logró ponerse de rodillas; el brazo herido colgaba inerte e inútil, mientras la sangre brotaba de la herida en un continuo chorro oscuro. Consiguió ponerse en pie con mi auxilio y se volvió en dirección a los vándalos que se aproximaban.
Mercia, con Hergest a su lado, se presentó ante el Supremo Monarca.
—Lord Mercia dice que reconoce a Arturo como vencedor —explicó Hergest—. Acatará los términos de la paz. Haced con nosotros lo que queráis.
Tras estas palabras, Mercia arrojó al suelo, a los pies de Cai, la lanza arrebatada al otro caudillo. Acto seguido sacó la espada corta del cinto, colocó la hoja sobre las palmas de las manos e, inclinando la cabeza en gesto de sumisión, la ofreció a Arturo.
—Soy vuestro esclavo, gran rey-dijo.
El Supremo Monarca hizo una señal a Gwenhwyvar, quien tomó la espada.
—Acepto vuestra rendición —respondió con voz cavernosa, apretando los dientes. A Cai y Bedwyr, les murmuró—: Ocupaos de ello.
Hizo intención de volverse, dio un traspié, y habría caído de no ser por la rápida reacción de Llenlleawg. El campeón irlandés pasó un brazo por los hombros del monarca y lo sostuvo en pie.
—Por el amor de Dios, Arturo —protesté—, siéntate y deja que me ocupe de ti.
Pero Arturo no quiso escucharme.
—Acompáñame hasta el carro —indicó a Gwenhwyvar.
—Deja que te vende el brazo al menos —objeté.
—Abandonaré el campo tal y como llegué —gruñó con voz quejumbrosa. Su piel se había vuelto cenicienta y cerosa; estaba a punto de desmayarse—. Ven a verme cuando todo haya concluido aquí. —Me agarró con fuerza del brazo—. No antes.
Arturo anduvo con lenta y dolorosa dignidad hasta el carro que lo aguardaba, con Llenlleawg a un lado y Gwenhwyvar al otro. Al llegar junto al vehículo, el irlandés casi alzó en volandas al herido monarca hasta la plataforma, mientras que la reina ocupaba su lugar junto a él para sostenerlo y mantenerlo erguido. Abandonaron el campo de batalla bajo los alborozados vítores de los ingleses. Los cymbrogi saludaron su paso con potentes gritos, pero Arturo mantuvo la vista fija en la línea del horizonte.
Indiqué a Mercia que hiciera venir a los restantes caudillos vándalos y allí, sobre el cadáver de su jefe, recibí su rendición.
Mercia, tomando el mando, se permitió responder por todos y, por medio del sacerdote cautivo, anunció.
—El combate ha sido limpio. Nuestro rey está muerto. Aceptamos vuestros términos y estamos dispuestos a entregar el botín que exijáis, tanto si son rehenes como víctimas para sacrificios.
Aquello no gustó nada a Cai.
—No confíes en ellos, Myrddin. No son más que bárbaros embusteros.
—Se os desarmará —dije a Mercia—; luego sacaremos a vuestra gente de aquí y la conduciremos de vuelta a vuestro campamento, donde esperarán la decisión del Pendragon.
Hergest repitió mis palabras en su lengua, tras lo cual, bajo la autoritaria mirada de Mercia, los jefes vándalos arrojaron las armas al suelo. Cuando estuvieron desarmados, el joven caudillo volvió a hablar, y Hergest tradujo.
—Llamasteis al rey de Inglaterra por un nombre extraño: Pendragon. ¿No es así?
—Lo hice —respondí.
Mercia se dirigió entonces directamente a mí.
—¿Qué significa esta palabra?
—Pendragon… significa Gran Dragón —expliqué—. Es el título que los cymbrogi utilizan para el supremo gobernante y defensor de la Isla de los Poderosos.
Hergest tradujo mi respuesta y Mercia posó una mano sobre su corazón y luego se la llevó a la cabeza. Era un gesto de sumisión y honor.
—Deposito mi vida en las manos del Pendragon de Inglaterra.
Tras dejar a Bedwyr, Cai, Cador y el resto de los nobles a cargo de los vándalos, regresé a nuestras filas, monté el caballo que encontré más a mano y cabalgué de vuelta al campamento todo lo deprisa que el animal podía llevarme.
Me abrí paso por entre la preocupada muchedumbre reunida ante la tienda de Arturo. Las pocas mujeres y guerreros inválidos que no habían asistido al combate —pero habían presenciado el regreso de su rey— se agolpaban a la entrada de su tienda, ansiosos y preocupados. Al penetrar en el interior encontré a Gwenhwyvar acunando a Arturo contra ella mientras lo sostenía, medio sentado, medio tumbado sobre su jergón. Las ropas de la reina estaban manchadas de glasto azul y roja sangre.
—Ya se ha acabado, mi amor —lo tranquilizaba mientras le limpiaba el brazo con un pedazo de tela—. Terminó.
—Gwenhwyvar, yo… es… —empezó Arturo; luego hizo una mueca y una expresión de dolor le contorsionó las facciones. Calló lo que iba a decir y sus párpados se agitaron y cerraron.
—Tranquilo, Oso —dijo ella, besándole la frente. Levantó la cabeza y dirigió una furiosa mirada a su alrededor—. ¡Llenlleawg! —llamó; entonces me vio a mí, y rogó—: Myrddin, ayudadme. No hace más que desmayarse.
—Aquí estoy. —Me arrodillé a su lado, tomé el pedazo de tela y, suavemente, muy suavemente, con inmenso cuidado, levanté el brazo de Arturo; éste lanzó un gemido, y Gwenhwyvar ahogó una exclamación ante lo que contemplaban sus ojos.
La punta de la lanza había sido empujada a través del brazo y pasaba por entre dos de sus huesos. El asta rota sobresalía por un lado —una masa de astillas allí donde Amílcar la había golpeado— y la punta de hierro asomaba por el otro. Pero había más. La fuerza del golpe había hecho que la punta atravesara el brazo y penetrara en el blando pliegue situado por encima del muslo, donde había más acumulación de venas. Una de éstas había resultado partida y la sangre corría por el interior del abdomen. Apreté la tela contra la herida, y me senté a pensar.
—¿Dónde está Llenlleawg?
—Lo envié en busca de agua para lavar la herida.
—Sujetadlo bien —le dije, indicando el brazo de Arturo.
—¿Qué vais a hacer?
Tras colocar el brazo en posición vertical con sumo cuidado, agarré la lanza rota del Jabalí Negro, sujeté con todas mis fuerzas el pedazo astillado y di un fuerte tirón.
—¡Ahhh! —gimió Arturo, presa de dolor.
—¡Deteneos! —gritó Gwenhwyvar—. ¡Myrddin, deteneos!
—Tiene que hacerse —repliqué—. Otra vez.
Cerré con más fuerza las manos alrededor del fragmento, resbaladizo a causa de la sangre, y Gwenhwyvar, con los labios apretados en una fina línea, sostuvo el brazo del herido entre los suyos, sujetándolo contra su pecho. La sangre manaba a borbotones de la herida e iba a caer sobre sus manos.
—¡Ahora! —grité, y di un tremendo tirón.
Arturo dejó escapar un grito ahogado, y su cabeza cayó hacia atrás. El madero se soltó de la punta, pero la hoja no salió. Todo lo que había conseguido era que la herida sangrara aún más.
Llenlleawg entró en la tienda con una jofaina de agua. Me la acercó y se arrodilló sin soltarla. Tomé el pedazo de ropa que me ofrecía, lo mojé en el agua y empecé a limpiar la herida, quitando la sangre y el polvo.
—¿Está roto el brazo? —preguntó Llenlleawg.
—No —respondí, tanteando la herida con la punta de los dedos—, pero esto no es lo peor. —Les expliqué todo lo relativo a la herida en la ingle—. La verdad es que eso me asusta mucho más que el brazo.
Tomando una rápida decisión, me puse en pie y me volví hacia Llenlleawg.
—En el carro hay espacio para tres. Tú conducirás; Arturo y Gwenhwyvar irán contigo. Yo me adelantaré a caballo para alertar a Barinthus y preparar un bote. —Me di la vuelta y empecé a alejarme—. Haced que esté lo más cómodo posible, y reuníos conmigo enseguida.
—¿Adónde vamos? —inquirió Gwenhwyvar.
—A Ynys Avallach —contesté por encima del hombro.