os ejércitos adversarios estaban formados en el campo de batalla igual que la ocasión anterior: en filas detrás de sus jefes y contemplándose con ferocidad el uno al otro. Se acercaba el mediodía y esperaban la llegada de Arturo, a quien no se veía por ninguna parte.
Estalló un prematuro grito en nuestras filas cuando yo aparecí, pero se apagó bruscamente cuando vieron que venía solo. Los hombres intercambiaron miradas de perplejidad y reanudaron la espera no sin cierta inquietud.
No eran los ingleses los únicos que aguardaban ansiosos la llegada de Arturo. También los vándalos estiraban el cuello esperando verlo, y aún con más expectación que los nuestros; pues, si el rey inglés no aparecía, se consideraría vencedor a Amílcar y, con cada minuto de retraso de Arturo, la seguridad del triunfo aumentaba.
No sabía cuánto tiempo estaría dispuesto a aguardar el rey vándalo mientras Arturo demoraba su aparición. Había supuesto que utilizaría la oportunidad para rebajar a su adversario, pero el retraso parecía no importarle; y, cuanto más esperaba, más menguaba mi esperanza y empecé a temer que todo mi trabajo no sirviera para nada. ¿Habría adivinado el Jabalí Negro lo que Arturo planeaba?
No. Imposible.
Entonces, ¿por qué esperaba con tanta tranqujlidad? ¿Por qué no denunciaba a Arturo y exigía a los ingleses que presentaran a su rey o lo declararan a él vencedor?
El sol ascendió aún más en un cielo informe, y sus ardientes rayos crearon negras sombras sobre el reseco suelo. Paseé la mirada por las filas de hombres, allí de pie inquietos, sudorosos, con los ojos convertidos en estrechas ranuras para protegerse de la potente y deslumbrante luz. Al otro lado de la explanada, los bárbaros se removían inquietos en sus puestos. La expectación resultaba demasiado grande para poder contenerla más tiempo. Sin embargo, Amílcar aguardaba paciente.
Cuando los tambores vándalos sonaron finalmente, pensé: «¡Por fin! Es el momento que hemos estado esperando, Arturo. ¡Aprovéchalo!».
Amílcar avanzó con su escolta y el sacerdote hasta el lugar acostumbrado. Permaneció allí unos instantes escudriñando las filas de hombres; luego se irguió en toda su estatura y gritó algo con voz potente, que Hergest repitió en nuestra lengua:
—¿Dónde está vuestro campeón? ¿Dónde se encuentra vuestro gran rey? ¿Tiene miedo de enfrentarse a mí?
Las palabras fueron recibidas con un silencio sepulcral.
—¿Por qué no me responde nadie? ¿Se ha apoderado el miedo de vuestras lenguas? ¡Salid y luchad! ¡Demostradme que no tenéis miedo!
Al no recibir respuesta, sus gritos se convirtieron en burlas.
—¡Perros! ¡Cobardes! ¡Ahora os mostráis tal y como sois! Reyes de los cobardes, ¿dónde está vuestro cobarde monarca?
Esto continuó durante un rato. Nuestros hombres se tornaron hoscos e inquietos ante los insultos, y pude darme cuenta de que las semillas de la duda y la preocupación empezaban a echar raíces. Esto me convenía; mi plan funcionaría mejor si cogía por sorpresa incluso a los propios cymbrogi de Arturo. Y los insultos de Amílcar empezaban a molestar a los hombres.
Bedwyr se acercó a mí a toda prisa con la frente arrugada en una expresión de profunda preocupación.
—Creía que habíais dicho que vos lo traeríais.
—Lo dije, y lo he hecho.
—Entonces ¿dónde está? Amílcar no esperará eternamente. Sea lo que sea lo que estéis planeando…
—Calla, Bedwyr —respondí conciliador—. Regresa a tu puesto. Todo es como debe ser.
—Con vos, Myrddin, nada es nunca como debe ser —replicó. Se retiró unos pasos detrás de mí y dijo a Cai—: No sirve de nada, hermano. No quiere decirnos nada.
—¿Dónde está Arturo? —exigió Cai.
—Calma —contesté—; está cerca.
—Bueno, pues si Arturo no viene pronto —me informó Cai—, di a Twrch que yo lucharé con él. Eso acallará sus desvaríos.
Amílcar sacaba fuerzas de la negativa de los ingleses a responder a sus pullas. Se pavoneaba y se daba tono, sin dejar de contonearse adelante y atrás, lanzando sus insultos a los intimidados y cada vez más indecisos ingleses. En aquella ostentación percibí la seguridad de quien se considera un conquistador y con su adversario ya derrotado…
«Sí —pensé—, está a punto. Ven, Arturo, ha llegado el momento».
Pero Arturo no apareció. Y entonces me llegó a mí el turno de estar preocupado. ¿Dónde estaba? ¿Por qué esperaba? ¿Y sí le había sucedido algo?
Soporté aquella incertidumbre durante un tiempo, preguntándome qué hacer, y estaba a punto de enviar a Cador y Bedwyr en su busca, cuando lo oí: un ruido sordo, como un trueno lejano. El sonido aumentó rápidamente de volumen y fue creciendo sin pausa como el viento que anuncia la inminente tormenta.
Nuestros hombres lo oyeron y miraron hacia el oeste. Los vándalos también lo oyeron, y se volvieron hacia el lugar del que provenía el sonido. A causa de sus gritos, el Jabalí Negro fue el último en oír el extraño trueno; la voz se le quebró y giró la mirada hacia el oeste, donde había aparecido una columna de polvo.
El sonido se convirtió en un tronar constante y Arturo hizo su aparición, como surgido de una tempestad. Pero era un Arturo que nadie antes había visto: de pie sobre la plataforma de un carro lanzado a la carrera, esgrimiendo una lanza. Llenlleawg, también pintado con glasto azul, sostenía las riendas, conduciendo dos de los veloces garañones irlandeses de Fergus. El carro —porque realmente parecía un auténtico carro de guerra— estaba adornado con una piel de oso y llevaba lanzas atadas a los montantes, lo que le proporcionaba un aspecto aún más amenazador. Esto era algo que Llenlleawg había hecho por su cuenta; con las prisas para terminar el vehículo, yo no había pensado en ello.
No obstante lo asombrosa que fue la repentina e inesperada aparición del carro, creo que apenas nadie se dio cuenta de ella, ya que todos los ojos estaban fijos en Arturo, y él los mantenía extasiados. Sus cabellos eran una salvaje maraña erizada, blanqueada y endurecida con la cal, y, lo que resultaba aún más sorprendente, no llevaba encima ni una sola vestidura de piel ni tampoco la cota de mallas. Lo cierto es que no llevaba nada encima excepto su torc real de oro; los campeones de la antigüedad a menudo combatían desnudos, desdeñando las armaduras, confiando únicamente en su propia habilidad para protegerse. Mostraba rostro y cuerpo recién afeitados y la piel embadurnada de azul con pintura de glasto —espirales, rayas, manos, rayos— por todos sus brazos y pecho, y descendiendo por muslos y piernas; símbolos y dibujos ahora olvidados, pero que una vez poseyeron gran poder.
El impacto de su inesperada aparición no podía haber sido mayor. Era como si un héroe de tiempos pasados hubiera vuelto a la vida… Morvran Puño de Hierro en persona, alzándose del polvo a sus pies, no los habría sorprendido más. Algunos no reconocieron a Arturo al principio, e incluso aquellos que sí lo hicieron lo contemplaron estupefactos.
—¡Mirad! —exclamé—. El Pendragon de Ynys Prydein, cabalgando en defensa de su reino.
—¿Cuánto hace que un monarca de Inglaterra no aparecía así ante su gente? —Sentí una mano sobre mi brazo y vi a Gwenhwyvar, que se había colocado junto a mí. Su rostro estaba iluminado por la alegría ante el efecto de la sorpresa—. Ah, es un hombre espléndido.
—Desde luego.
—Y no se os ocurra enviarme de vuelta a la fila —siguió—. Tras lo sucedido ayer, no pienso ir.
—Muy bien —respondí—. Quedaos.
Permanecimos el uno junto al otro, la reina y yo, gozando de un espectáculo que no se había contemplado en la Isla de los Poderosos desde hacía diez generaciones o más. ¡Qué espectáculo! Tan audaz y orgulloso, de pie en el carro, el toro centelleando al sol, deslumbrante con el azul de una época anterior… Ciertamente que eran héroes.
Arturo y Llenlleawg recorrieron por completo la línea formada por sus hombres, arrancando salvajes alaridos y vítores a los cymbrogi allí congregados: ¡un sonido capaz de tomar al asalto el cielo! Cuando hubieron lanzado a los ingleses a un extático frenesí, Llenlleawg hizo girar los caballos y condujo el carro al centro del campo de batalla, donde se detuvo. Arturo alzó su lanza y la clavó en el suelo unos pocos pasos más allá; luego descendió. Llenlleawg volvió a hacer girar los caballos y se llevó el carro de allí.
Tras empuñar su escudo y espada, ambos pintados con cal blanca, el Supremo Monarca de Inglaterra gritó al caudillo vándalo:
—¡Twrch Trwyth, he oído tus necios alardes! Coge tus armas y acabemos con esta contienda. Te aseguro que el mundo está harto de tu presencia, e incluso yo empiezo a cansarme de ella. ¡Acércate, la muerte te espera!
Amílcar, muy impresionado por el aspecto de Arturo, tardó un poco en responder.
—Desde luego, uno de nosotros abandonará el terreno, el otro se quedará. —El monarca bárbaro hablaba ahora con menos seguridad.
—Que así sea. Que los dioses a los que reces se hagan cargo de tu alma.
De este modo volvió a iniciarse la mortífera danza: los dos guerreros empezaron a moverse en círculos, dando vueltas uno alrededor del otro, acercándose con cautela, buscando una oportunidad. Gwenhwyvar se mordía los labios sin apartar la vista del combate. Observé que una de sus manos había encontrado la empuñadura de la espada, la otra la daga, y se mantenía allí, preparada, ansiosa de que Arturo se lanzara al ataque.
—Ve por él, Oso —murmuraba—. Puedes hacerlo. ¡Ataca!
Y, como en respuesta a su insinuación, su esposo dio un rápido paso atrás, y Amílcar, sospechando una estratagema, vaciló. Ese momentáneo titubeo fue todo lo que Arturo necesitaba; a decir verdad, me di cuenta ahora de que lo había planeado, utilizando la naturaleza tortuosa del vándalo contra él. Un hombre que utiliza el engaño siempre lo busca en los otros, y Amílcar creyó descubrirlo ahora.
Pero Arturo no utilizó ningún truco. El rápido paso atrás no era más que la preparación para un honrado ataque directo y, al igual que el aspecto diferente del monarca, cogió a Amílcar por sorpresa.
Arturo retrocedió, a la vez que soltaba la espada y la dejaba caer al suelo; luego extendió el brazo y su mano se cerró alrededor de la lanza que había plantado. El brazo salió disparado hacia adelante. El Jabalí Negro, patoso en su decisión, intentó echarse a un lado. Pero era demasiado tarde; la lanza se clavó en el centro de su escudo.
Fue un lanzamiento perfecto, pero tuve mis dudas sobre su prudencia; no había herido al Jabalí Negro y ahora a Arturo le faltaba una lanza.
—No, no, no —gimió Gwenhwyvar.
Pero nos equivocábamos. La estratagema de Arturo era genial: la punta de la lanza estaba profundamente clavada en el centro del escudo de Amílcar, allí donde él no podía alcanzarla con facilidad. Para deshacerse de aquella molestia, Trwch tenía o bien que bajar el escudo o de alguna forma golpear la lanza con la suya e intentar hacer que cayera al suelo. No podía dejar la jabalina donde estaba; un escudo desequilibrado resultaba demasiado incómodo y el brazo no tardaría en cansarse de tanto intentar mantener en posición aquel objeto tan poco manejable.
El Jabalí Negro tenía problemas, y la expresión de incrédula rabia que le arrugaba el rostro demostraba que era muy consciente de ello. Realizó un inútil golpe contra la exasperante lanza con el extremo de su propia arma. Arturo estaba preparado; recogió a Caledvwlch y se abalanzó al frente al tiempo que hacía describir a la enorme hoja un cerrado arco como si quisiera seccionar la mano de su adversario que empuñaba la lanza.
Esto provocó un aullido de exasperación en el Jabalí, un rugido de aprobación por parte de los ingleses y un gritito de alegría en Gwernhwyvar.
—¡Bien! —chilló—. ¡Bien hecho, Oso!
Amílcar esquivó el golpe con un rápido movimiento a un lado, pero Arturo aprovechó su ligera ventaja. Acercándose más, hendió el aire con la espada por encima del borde superior del escudo de su adversario, y acometió al Jabalí Negro obligándolo a seguir retrocediendo.
Amílcar, desesperado, con el rostro convulsionado en una mueca de cólera, intentó utilizar la molesta lanza contra Arturo y alzó el escudo ante él en un intento de golpear el rostro de su oponente con el pedazo de asta que sobresalía.
Arturo, libre del peso de sus ropas de cuero y de la cota de mallas, se agachó con facilidad bajo el mango y cargó contra su oponente en cuanto el escudo se balanceó a un lado. El pecho y estómago del Jabalí Negro quedaron momentáneamente al descubierto, y la punta de la espada de Arturo dio en el blanco.
Amílcar realizó un inútil golpe con su lanza mientras caía y rodaba sobre su espalda. Arturo cayó sobre él para asestar el golpe definitivo.
Pero Amílcar soltó el escudo que de nada le servía y lo lanzó contra el rostro de su oponente. La lanza que sobresalía desvió el golpe de Arturo, lo que permitió al otro echarse a un lado mientras la hoja penetraba en su cadera. Se incorporó al instante y retrocedió. Había escapado a una tremenda herida, pero ahora se enfrentaba a Arturo sin escudo y sangrando por dos heridas. Ninguna de ellas era mortal, pero la pérdida de sangre lo cansaría y debilitaría.
La balanza de la batalla se inclinaba hacia Arturo; éste había colocado a su oponente en una posición crítica, aunque no grave. ¿Qué haría Amílcar? El movimiento siguiente sin duda pronosticaría el final.
Gwenhwyvar también se dio cuenta de ello. De repente sentí su mano sobre mi brazo, y sus uñas se hundieron en mi carne.
—Acaba con él, Arturo —instó, los ojos brillantes, la mirada baja para protegerla de la luz del sol—. ¡Vamos, acaba con él deprisa!
Consciente de que se encontraba en muy mala situación, la reacción de Amílcar fue inmediata y decisiva. Atacó. Como el jabalí acorralado por el perro que le persigue, lanzó un alarido ensordecedor, bajó la cabeza y cargó. No pude menos que maravillarme ante su osadía.
—Desde luego —murmuré—, es un auténtico jabalí de combate. Veo que tiene bien merecido el nombre.
A Gwenbwyvar no le importaba mi aprobación. Sus labios se curvaron hacia abajo; lanzó un gruñido despectivo y retiró la mano de mi brazo.
Al ataque del Jabalí Negro contra Arturo no le faltó nada: fue un acto de furia concentrada cuya ferocidad quitaba el aliento. Una piedra arrojada desde una honda no resulta más implacable e inmutable. Ni menos veloz.
Amílcar atacó con su lanza, la fornida espalda y los hombros contraídos para descargar toda su fuerza en el golpe. Se lanzó directo y al centro, arriesgándolo todo en este ataque.
Arturo detuvo el golpe con el escudo, y oí un sonoro crujido al partirse la gruesa lanza vándala. El monarca se tambaleó, y a punto estuvo de caer al suelo. Amílcar arrojó el mango partido contra el rostro de Arturo, sacó su espada corta, y, antes de que su adversario pudiera moverse, volvió a atacar, arrojándose al frente con un ensordecedor alarido de rabia y desesperación.
Pero Arturo no respondió a este ataque; en el último momento, se hizo a un lado y dejó que el Jabalí Negro pasara junto a él sin sufrir daño. No era normal en el Supremo Monarca dejar escapar la más ligera oportunidad, pero…
Parecía tener dificultades con el escudo… El brazo cayó a un lado…
—¡No! —gimió de improviso Gwenhwyvar—. ¡Por favor, Señor, no!
Entonces yo lo vi, también. Y se me encogió el corazón.