l cielo estaba casi negro cuando abandonamos el campamento. No fuimos muy lejos —unas colinas más allá— pero sí bien fuera de la vista de espectadores curiosos. Detuve a mi pequeño grupo junto al lecho seco de un río y, mientras Gwalchavad ataba los caballos, Llenlleawg me ayudó a descargar la carreta que Cador había conseguido.
—¿Por qué habéis traído todo esto? —quiso saber Llenlleawg, tomando un martillo—. Palas, picos, barrenas, sierras… ¿Por qué necesitáis todas estas herramientas?
—Ya lo verás —repuse—. Gwalchavad, date prisa.
Escuchad —proseguí, cuando se reunió con nosotros—, no hay mucho tiempo. Antes de mañana al amanecer debemos llevar a cabo dos tareas: debemos fabricar una cierta cantidad de cal…
—Eso no es difícil —aseguró Gwalchavad—. Hay piedra caliza en abundancia a lo largo de la orilla, y madera seca para hacer un fuego.
—Sí —asentí—, ya esperaba que alguno de vosotros se diera cuenta. Ésa será tu tarea.
—¿Y la otra? —inquirió Llenlleawg.
—Vamos a construir un carro.
—¡Un carro! —exclamó el irlandés con suavidad—. ¿En una noche?
—En una noche, sí.
Gwalchavad se echó a reír, pero Llenlleawg se limitó a asentir pensativo… como si fuera la más corriente de las tareas, construir un carro a medianoche.
—Cuando dijisteis que volvíamos al principio, no me di cuenta de que iríamos tan lejos —comentó—. De todos modos, podéis confiar en mí, Myrddin Emrys. Os ayudaré todo lo que pueda.
—Es por eso que te escogí —expliqué—. Y por otro motivo: vosotros dos sois únicos entre los cymbrogi, y esta noche necesito vuestros excepcionales atributos.
Se miraron con curiosidad, intentando decidir qué veía en ellos que los diferenciaba de los otros.
—No lo descubriréis en vuestros rostros —dije—. La diferencia es ésta: los dos sois isleños.
—Sabio Emrys —Gwalchavad volvió a reír—… ¿es que os habéis vuelto un poco chiflado? Quizás el estar todo el día bajo el ardiente sol os ha reblandecido el cerebro.
—Puede —concedí—, pero me parece a mí que vosotros habéis vivido más cerca de las antiguas costumbres que la mayoría de los hombres del sur.
—Cierto —manifestó el hijo de las Órcadas con orgullo—. Las Águilas no pudieron sojuzgar las islas salvajes. Los señores del norte jamás padecieron el yugo romano.
—Ni tampoco Irlanda —intervino Llenlleawg con rapidez.
—Precisamente. Sabía que comprenderíais. Ahora… —di una palmada— ¡a trabajar!
Se pusieron manos a la obra con decisión y sin preguntar el motivo. Como los celtas de la antigüedad, se limitaron a trabajar para su bardo haciendo lo que éste les pedía; si el gran bardo deseaba un carro, eso es lo que tendría. El corazón se me hinchó de orgullo al ver su inocente confianza. ¿Os parece esto, desde la elevada posición de vuestra ilustrada era, algo insignificante?
¡Pues os digo que no le es! La fe lo es todo.
Estos hombres llenos de fe trabajarían día y noche sin una queja porque creían en mí, en las antiguas costumbres, en la lealtad que los ligaba a su rey. Vivían con su fe y, si se les pedía, morirían de buen grado por ella. Decidme ahora, ¿quién en vuestra gloriosa era mantiene una creencia tan fuerte?
Así pues, pusimos manos a la obra, como ya he dicho.
La luz de la luna era más que adecuada para Gwalchavad, que empezó a cavar un hueco poco profundo en la orilla; esto se convertiría en el horno que llenaría de leña y trozos de piedra caliza extraídos de la ladera de la montaña. Por mi parte encendí un fuego para Llenlleawg y para mí, mientras éste empezaba a quitar a la carreta las ruedas delanteras y el eje.
Mientras los otros estaban ocupados en estas labores, me dediqué a buscar el glasto. Las plantas estaban atrofiadas y marchitas, debido a la larga sequía; pero, como no tenía que pintar más que un torso y no todo un ejército, no tardé en reunir todas las que precisaba. Corté en pedazos las hojas y tallos superiores y los introduje en un pequeño caldero que llené con agua y coloqué junto a las llamas para que hirviera. Luego me dediqué a ayudar a Llenlleawg.
No resulta tan difícil hacer un carro de una carreta… o al menos algo que se le parezca. Una vez retiradas las ruedas delanteras más pequeñas y el eje, separamos la lanza y la fijamos a la parte trasera, para luego montar la parte delantera más elevada en lo que había sido la parte posterior, de modo que el conductor tuviera algo a lo que sujetarse. Acto seguido nos ocupamos de añadir otro arnés a la lanza y la cadena del carro para un segundo caballo. Es posible tirar de un carro con un caballo, pero es más fácil con dos.
Trabajamos de buen humor, conversando en voz baja, mientras el humo del horno de Gwalchavad se alzaba a nuestro alrededor para perderse en lo alto. En una o dos ocasiones observé al joven guerrero apoyado sobre el palo que utilizaba para remover el fuego, el rostro enrojecido bajo el resplandor de las llamas. Y contemplé también a Llenlleawg, desnudo hasta la cintura y la espalda brillante bajo la luz de la hoguera, mientras trabajaba con las piezas de madera e hierro.
Un celta de épocas pasadas que se hubiera tropezado con nosotros habría saludado el espectáculo como algo familiar para él y a nosotros como camaradas. Si existe algún hechizo en un grupo de hombres honrados trabajando juntos en buena armonía, nosotros fabricamos una magia poderosa aquella noche.
La luna se deslizó un poco más allá en el horizonte antes de desaparecer Finalmente en una blanca neblina. Después de que la luna se hubo puesto, reforcé el fuego y lo alimenté más a menudo para mantener la luz constante. Pasamos la noche en medio del frío golpear del martillo y el crepitar de las llamas. La luz del día alboreaba ya por el este antes de que hubiéramos finalizado.
Gwalchavad desatascó el horno y repartió con la pala la suave cal blanca sobre las rocas planas para que se enfriara; luego se acercó a contemplar el resultado de nuestra labor.
—¡Traed las huestes vándalas! —exclamó, saltando sobre la plataforma—. Las derrotaré a todas desde aquí. Esto es una belleza.
—¿Te lo parece? —se asombró Llenlleawg, contemplando el vehículo dubitativo—. Sigue teniendo más aspecto de carreta que de carro de guerra, en mi opinión.
Un genuino carro de guerra habría sido mucho más ligero, las ruedas más grandes y la parte delantera habría estado hecha de resistente mimbre. La lanza también habría sido más larga, para evitar que los cascos de los caballos chocaran contra la plataforma mientras galopaban a toda velocidad por el campo de batalla. De todos modos, nuestra tosca imitación cumpliría más que con creces mis propósitos.
—Si yo tuviera un carro así —respondió Gwalchavad muy satisfecho—, el enemigo aprendería muy pronto a temer el tronar de mis ruedas.
—Por fortuna —repuse—, un ligero tronar es todo lo que se precisa. No creo que Arturo sepa siquiera cómo se lucha desde un carro. Sólo espero que sepa conducirlo.
—No temáis, sabio Emrys —dijo Llenlleawg—. Yo conduciré el carro para él. Es así como los reyes de la antigüedad entraban en combate. No toleraría que Arturo se conformara con menos.
—Habéis trabajado bien —los elogié, y eché una ojeada al sol que empezaba a alzarse en el horizonte—. Y ahora debemos regresar a toda prisa. El campamento no tardará en ponerse en movimiento, y quiero estar allí cuando Arturo despierte.
Mientras Llenlleawg y Gwalchavad enganchaban el caballo al carro, metí la cal en una bolsa y recogí el caldero de glasto.
—Dejad las herramientas —les dije mientras montaba. Y a Llenlleawg indiqué—: Recuerda lo que te he dicho.
—Escucho y obedezco, Emrys —respondió el campeón irlandés.
—Muy bien. —Haciendo chasquear las riendas, obligué al caballo a girar y cabalgué a toda velocidad de regreso al campamento.
Como esperaba, los guerreros había empezado a levantarse, y algunas fogatas enviaban ya finos penachos de humo hacia el límpido cielo sin nubes. Los primeros rayos del sol se alzaban por encima de la línea de montañas y pude sentir el calor en la espalda mientras Gwalchavad y yo entrábamos en el campamento. Como no deseaba cruzarme ni hablar con nadie, cabalgué directamente hasta la tienda de Arturo.
—Ve en busca de Bedwyr, Cai y Cador —ordené mientras desmontábamos—. Transmíteles mis instrucciones.
Gwalchavad me entregó la bolsa de la cal y se alejó corriendo. Tras echar una rápida ojeada a mi alrededor, aparté el faldón y penetré en la tienda del rey. La escena que contemplaron mis ojos hizo que el corazón se me encogiera: Gwenhwyvar, con los brazos alrededor de Arturo, sosteniéndolo, y el rey profundamente dormido, con la cabeza apoyada en su hombro. A excepción de la cota de malla, el monarca aún llevaba puestas las ropas del día anterior.
La reina alzó la cabeza cuando me detuve ante ella.
—Estaba demasiado cansado para desnudarse —susurró, acariciando la frente de él con sus labios.
—¿Lo habéis sostenido así toda la noche? —inquirí, arrodillándome junto a ella.
—Se durmió en mis brazos —respondió—, y no quise molestarlo.
—Pero ¡vos no habéis dormido!
—Arturo tiene que combatir hoy —replicó, levantando una mano para acariciar los cabellos del durmiente—. Deseaba pasar la noche a su lado así. —No añadió que temía que pudiera ser su última noche, pero era eso lo que quería decir.
Aunque hablábamos en susurros, el sonido de nuestras voces despertó a Arturo. Se sentó, apartándose de su esposa. Ella lo soltó, pero mantuvo un brazo sobre sus hombros.
—Oh, mi señora… —empezó—. Me dormí. Lo siento…
—Chisst —lo acalló ella, posando la punta de un dedo sobre sus labios—. Estoy contenta. Estabas exhausto; necesitabas dormir. —Apoyó sus labios contra los de él y lo besó. Él la atrajo hacia sí en un fuerte, casi aplastante abrazo; entonces se dio cuenta de mi presencia.
—Myrddin —dijo—, ¿está todo el campamento despierto tan temprano?
—No todo el campamento, quizá —respondí—, pero quería verte antes que nadie. Deja que eche una mirada a tu hombro, Arturo.
Gwenhwyvar retiró con cuidado la venda y vi un corte rojo y de mal aspecto, hinchado y caliente al tacto. No era un corte largo —la longitud de un pulgar tan sólo— pero, cuando oprimí los extremos de la herida, brotó de ella un poco de líquido transparente.
—¿Cómo te sientes? —pregunté.
—Bien —mintió Arturo—. El aguijonazo de una abeja es mucho peor.
—Mueve el brazo para que lo vea.
Arturo movió a regañadientes el brazo e hizo girar el hombro.
—¿Satisfecho? —gruñó—. Ya te dije que no es nada. Una noche de sueño ha obrado maravillas.
—Es posible —concedí—. Pero creo que sería mejor dar a tu hombro un día más de descanso.
—¿Qué? ¿Y dejar que ese bárbaro crea que me lleva ventaja? ¡No pienso hacerlo!
—Que Amílcar piense lo que quiera. Debes considerar tu hombro. ¿De qué le servirá a Inglaterra si te matan hoy por culpa de tu orgullo?
—Twrch Trwyth y los vándalos no tardarán en reunirse en la llanura. ¿Qué harán si no estoy allí?
—Amílcar violó la ley que juró cumplir —indiqué—; no creo que lleve las cosas más allá. Que espere, opino yo…, hasta mañana si es necesario.
—¿Me lo prohíbes, bardo? —inquirió él, cada vez más enojado.
Vacilé un momento antes de contestar.
—No digo que no puedas; digo que no deberías. Te dejo a ti la decisión. Haz lo que quieras.
—En ese caso lucharé contra él hoy —declaró Arturo—. Y, con la ayuda de Dios, lo venceré.
—A lo mejor Dios ya ha enviado su ayuda —sugerí.
—¿Por qué? —preguntó, pasando su mirada de mí a Gwenhwyvar y luego otra vez a mí—. ¿Qué has hecho?
—He preparado una sorpresa para Amílcar.
—Un engaño —me regañó la reina con fingida desaprobación—. ¡Y proviniendo de vos, Myrddin Emrys! Me alarmáis.
—No es un engaño —repuse, y rápidamente les relaté el modo en que Llenlleawg, Gwalchavad y yo habíamos pasado la noche.
—¿Qué —exclamó Arturo cuando finalicé—, es que no ha dormido nadie esta noche excepto yo?
—¿Un carro? —Gwenhwyvar estaba asombrada—. Pero eso es maravilloso…
—Debo ver esa maravilla enseguida —dijo Arturo, poniéndose en pie.
—Pronto, pero no aún —repliqué—. Preferiría que no te viera nadie antes del combate.
—¿Voy a ser prisionero en mi propia tienda?
—Sólo hasta que los otros se hayan marchado al campo de batalla. —Y expliqué a ambos lo que pensaba hacer. Lo escucharon todo con expresiones perplejas.
—Ningún rey ha tenido jamás bardo mejor —declaró Gwenhwyvar cuando finalicé mi explicación; alzándose, sonrió y me besó en la mejilla—. Es espléndido, sabio Emrys. Alabo vuestro plan, y rezaré para que tenga éxito.
Arturo se desperezó con un bostezo y, volviendo a sentarse en la cama, se frotó la rasposa barbilla pensativo.
—Bueno, un afeitado resultará agradable al menos.
—Traeré una jofaina y una navaja —anunció Gwenhwyvar, encaminándose hacia la entrada de la tienda. Me satisfizo que hubiera aprobado de tan buena gana mi plan.
—Y algo de comer —añadió Arturo entre bostezos—. Estoy hambriento. —Volvió a tumbarse en la cama y no tardó en dormir profundamente otra vez.