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L

os cymbrogi se alegraron de poder saludar el regreso de su rey sano y salvo, pero se sintieron decepcionados de que el combate hubiera dejado la cuestión sin decidir. Por su parte, Arturo estaba agotado, como es natural, hambriento y desesperadamente sediento. No deseaba otra cosa que un poco de tranquilidad para recuperarse. Sin embargo, los cymbrogi que aquel día habían padecido una interminable e implacable incertidumbre, precisaban ahora una confirmación de que su rey seguía fuerte y en forma para la lucha. Y Arturo se hizo cargo de sus necesidades.

—Diles que les hablaré cuando haya terminado de comer —me indicó cuando entramos en su tienda. Se quitó el yelmo con un suspiro, y se dejó caer pesadamente en su sillón de campaña—. ¡Rhys! ¿Dónde está esa copa?

—Diles que lo dejen en paz —ordenó Gwenhwyvar malhumorada. Se arrodilló junto a su esposo y empezó a desatar los cordones de cuero de su cota de mallas—. Ya ha soportado demasiadas cosas por un día.

—Dejádmelo a mí —repliqué—. Descansad todo lo que podáis.

Abandoné la tienda y tomé la palabra para dirigirme a los que se habían reunido allí.

—Vuestro señor se encuentra bien, pero está cansado y hambriento. Dejad que recupere fuerzas y celebrará consejo cuando haya comido y descansado. —Alcé las manos hacia ellos—. Marchaos ahora; regresad a vuestros deberes y dejad descansar a vuestro rey.

—¿Hay algo que podamos hacer? —preguntó Bedwyr, acercándose—. Nombradlo y se hará.

—Ocúpate de que nadie lo moleste —respondí—. Eso será para él una bendición tan grande como la comida y la bebida.

—Hecho —repuso Bedwyr, contemplando la muchedumbre. Al cabo de un rato, tras reclutar a Cador, Fergus y Llenlleawg, empezó a hacer circular a los guerreros hacia sus diferentes campamentos, recordándoles que la vigilancia seguía siendo necesaria pues los vándalos seguían cerca.

Llamé a Rhys a mi presencia y le encargué la tarea de traer comida y bebida.

—Ya me he ocupado de ello —contestó, ligeramente molesto de que se me hubiera ocurrido ordenarle algo tan evidente—. La comida estará lista enseguida y la traeré, lord Emyrs, no temáis.

Arturo pasó una noche tranquila. Comió bien y durmió profundamente, por lo que a la mañana siguiente se levantó con renovadas energías y ánimos… no menos ansioso de continuar la lucha que el día anterior. Saludó a sus nobles y guerreros con buen humor, y pasó la mañana ocupándose de sus armas y escogiendo una lanza nueva de entre las muchas que le ofrecían ansiosos cymbrogi. Justo antes del mediodía, desayunó pan duro y agua; luego, tras colocarse la cota de mallas y el yelmo, tomó sus armas y se encaminó de nuevo al combate.

Al igual que el día anterior, se encontraron en la llanura, los dos ejércitos dispuestos en largas filas detrás de cada contendiente. El Jabalí Negro ocupó su puesto flanqueado por sus caudillos, con expresión de satisfecha impasividad. A decir verdad, cuando contemplé la fría expresión de sus ojos me dio la impresión de que Amílcar parecía aún más seguro de sí mismo que antes. Tal vez el anterior encuentro había dado respuesta a cualquier ansiedad que pudiera haber sentido sobre su enfrentamiento con Arturo. O, lo que era más probable, se había armado con nuevos trucos y argucias que esperaba inclinarían la lucha a su favor.

Arturo no quiso permitir que Amílcar fuera el primero en hablar.

—¡Salve, Twrch Trwyth! —exclamó desde el lugar en que se encontraba—. Pareces más ansioso por morir. ¡Ven, pues, y complaceré tus deseos!

El caudillo bárbaro recibió la burla de Arturo a través de la traducción de Hergest. Por toda respuesta, escupió.

—Como siempre, tu ingenio resulta encantador —respondió Arturo con aspereza.

El combate se inició igual que el día anterior: con ambos contendientes girando el uno alrededor del otro, en busca de una oportunidad para asestar el primer golpe, quizá decisivo. Ocupé mi lugar con Cal y Bedwyr a mi lado, y los jefes vándalos ocuparon el suyo: nos encontrábamos unos enfrente de los otros, observando los esfuerzos de nuestros respectivos campeones.

Como se esperaba, el Jabalí Negro se había equipado con más artimañas. Tales artimañas habrían engañado a un guerrero menos cauto y experimentado, pero Arturo se desembarazó de ellas sin problemas. Así pues el día transcurrió entre el sonido de las lanzas al chocar contra los escudos. Ambos guerreros se esforzaron al máximo, golpeándose mutuamente, cada uno intentando vencer la resistencia del oponente, pero sin que ninguno obtuviera una ventaja decisiva. El día fue transcurriendo ante mis ojos, junto con una creciente sensación de frustración e impotencia.

En un momento dado, durante el calor del día, Hergest se aproximó para ofrecer a los guerreros un trago de agua. Lo contemplé allí de pie entre ambos combatientes y volví en mí con un sobresalto; me había dejado llevar por la ensoñación, sin prestar atención a la lucha que se desarrollaba delante de mí. Pero entonces vi al sacerdote sosteniendo una jarra de agua, ofreciendo una bebida reconfortante a los dos luchadores, y las palabras regresaron a mi mente: «Debes regresar por donde viniste».

Ya he hecho eso, pensé. ¿Qué más puedo hacer?

Pero las palabras se transformaron en una voz —la mía, pero que sin embargo no era la mía— y la voz se tornó insistente; persistió severa, acusadora, ahogando todo otro pensamiento hasta que no pude oír otra cosa. «¡Regresa! ¡Regresa por donde viniste! ¡Si quieres triunfar, debes regresar por donde viniste!».

Me quedé inmóvil guiñando los ojos al sol, observando cómo Arturo se apoyaba en su lanza y bebía. Al terminar, alzó el cuenco y vertió agua sobre su cabeza; y yo contemplé al Supremo Monarca de Inglaterra, con la cabeza echada hacia atrás y la fuerte luz solar azotando su sudoroso rostro, sosteniendo el cuenco sobre él mientras el agua le corría por el cuerpo.

Fue una visión tan antigua como Inglaterra: un guerrero agotado refrescándose antes de regresar a la batalla.

La voz de mi cabeza dejó de repetir su insistente estribillo, como silenciada por la visión. Pero no estuvo callada mucho tiempo. Pues, mientras yo contemplaba la imagen de Arturo rociándose con agua, otra voz hizo su aparición: «En este día yo soy Inglaterra».

Eran las palabras de Arturo, las palabras del rey a su reina, dichas para recordarle su rango y su responsabilidad. Palabras verídicas, cierto; pero, en tanto el agua fresca le bañaba el rostro, escuché en ellas el eco de una verdad largo tiempo olvidada…, olvidada durante demasiado tiempo, o pasada por alto en nuestra impetuosa ofensiva en pos de la victoria.

—¡Luz Omnipotente, perdóname! Soy un hombre estúpido e ignorante. Matadme, señor; sería un acto de misericordia.

La lucha se reanudó y continuó hasta que el pálido crepúsculo descendió sobre el terreno. Había transcurrido todo el día y ningún guerrero había conseguido obtener ventaja sobre el otro. Al igual que el día anterior, hice una señal a Mercia y nos aproximamos a los combatientes con la oferta de interrumpir el combate y reanudarlo al día siguiente. Los dos, agotados en extremo, aceptaron de inmediato y se separaron bajando las armas.

Me volví para indicar a Cai y Bedwyr que se acercaran a ayudar a Arturo, y los jefes guerreros de Amílcar avanzaron hacia su rey. Mientras yo tenía la cabeza girada, la lanza del Jabalí Negro salió disparada como un rayo, pero vislumbré el movimiento de su brazo y grité:

—¡Arturo!

La punta de la lanza lo alcanzó en la parte superior del hombro y la fuerza del golpe lo hizo caer hacia adelante, y el escudo se estrelló contra el suelo. La jabalina rebotó y cayó a tierra. Cai dio un salto al frente, agarró el escudo y se colocó entre Arturo y Amílcar.

Mercia, gritando como un poseso, se precipitó al frente, y tras agarrar a Amílcar lo apartó de allí antes de que pudiera volver a atacar. Bedwyr y yo, ya junto a Arturo, nos inclinamos para examinar la herida.

—No es nada —dijo Arturo, apretando los dientes—. Ayudadme a incorporarme. No es nada. Vamos, no dejéis que los cymbrogi me vean así.

—Sí, sí, en un momento —repliqué—. Quiero ver la herida. —Estiré una mano hacia ella, pero él se apartó.

—¡Myrddin! ¡Ayúdame a ponerme en pie! ¡No quiero que me vean aquí caído!

Bedwyr, pálido por el sobresalto y la rabia, sujetó a Arturo por el brazo sano y lo ayudó a incorporarse.

—Tranquilo, hermano —repuso Arturo con voz tranquila y pausada—. No es nada. No quiero que pienses que me ha tomado ventaja con esto. Que crea que sólo caí por el impacto de la lanza.

Dirigí la mirada hacia los cymbrogi que aguardaban. Todos los ojos estaban puestos en su rey; muchos de ellos habían desenvainado las armas y estaban listos para atacar.

Gwenhwyvar venía corriendo a nuestro encuentro, su expresión una mezcla de preocupación y furia. Arturo levantó una mano para detenerla y le indicó con un gesto que retrocediera.

—Cai, Bedwyr…, no miréis atrás —ordenó—. Seguid andando.

—Ojalá su alma bárbara arda eternamente en el infierno —masculló Cai—. Toma mi brazo Oso; marchémonos de aquí.

Abandonamos el terreno con exagerada dignidad. Gwenhwyvar, Llenlleawg y Cador trajeron los caballos y ayudaron a Arturo a montar.

—¡Cymbrogi! —gritó en voz alta—. No temáis por mí. Estoy agotado por la pelea y el lanzazo de Twrch me cogió desprevenido. Mi buena cota de mallas me ha sido de utilidad, no obstante, y estoy ileso.

Al decir esto, alzó la mano hacia ellos, mostrando que su brazo no estaba herido, tiró de las riendas y cabalgó de regreso al campamento con Gwenhwyvar a su lado. Cai, Bedwyr y yo los seguimos, mientras el ejército inglés vigilaba a los bárbaros y aguardaba a que se hubieran ido.

Era tal y como Arturo había dicho: su cota de mallas le había hecho un buen servicio y la herida no era grave.

—¿Bien? —preguntó, una vez que la hube examinado adecuadamente.

—No es, como tú dices, nada —respondí—. Fue un buen tiro de lanza, aunque con mala puntería. La hoja te atravesó la camisa y tienes un feo corte.

—Pero podría haber sido peor —añadió Gwenhwyvar—. Mucho peor.

—Aun así, no me gusta su aspecto —dije a ambos sin ambages—. Creo que lo mejor es dejar que la herida sangre todo lo que quiera, y luego limpiarla con agua caliente. Poned un poco de sal en el agua para que ayude a desinfectar la herida, y luego vendadla —indiqué a Gwenhwyvar—. Mantened el hombro caliente durante toda la noche y volveré a examinarlo por la mañana.

Ambos captaron lo que se ocultaba tras mis instrucciones.

—¿Por qué, Myrddin? ¿No estarás aquí?

—No; hay algo que debo hacer —repuse—. Gwenhwyvar, ocupaos de esto —añadí—. Regresaré antes del amanecer.

Gwenhwyvar elevó los ojos al techo con exasperación, pero no hizo más preguntas.

—Id pues —dijo, y dedicó su atención a su esposo.

Dejé a Arturo bajo la capaz atención de la reina y abandoné la tienda. Mi mente estaba ya puesta en todo lo que debía hacer antes del amanecer. Cai y Bedwyr, con aspecto preocupado, aguardaban justo afuera.

—La herida no es grave —los tranquilicé—. Quiero que ayudéis a Gwenhwyvar y que protejáis el descanso del rey. Yo me voy, pero regresaré antes del alba… Gwalchavad me acompañará, y también Llenlleawg.

Percibí las preguntas que empezaban a formarse en sus labios, y las rechacé, diciendo:

—No os inquietéis. Confiad en mí.

—¿Y qué diremos a los nobles cuando pregunten por el rey? —me gritó Bedwyr mientras me alejaba.

—¡Decidles que respeten su descanso y todo saldrá bien aún! —Me di la vuelta y me marché a toda prisa—. ¡Cador! ¡Fergus! —llamé, dirigiéndome a los guerreros reunidos alrededor de la tienda. Se acercaron inmediatamente a mí y les pedí que reunieran las herramientas que precisaba para mi tarea nocturna. Ambos se alejaron rápidamente y ordenaron a otros guerreros que los ayudaran—. ¡Gwalchavad! —llamé entretanto—. ¡Llenlleawg, venid aquí!

Aparecieron junto a mí casi al instante.

—Preparad vuestros caballos y coged algo de comer si tenéis hambre. Abandonamos el campamento y no regresaremos antes del amanecer.

—¿Adónde vamos? —inquirió Gwalchavad.

—De vuelta por donde vinimos; de regreso al principio —le contesté.

Pensó que bromeaba.

—¿Tan lejos? —replicó con una sonrisa—. ¿Y sólo en una noche?

—Si Dios quiere —respondí—, puede que no esté tan lejos como pensamos.