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C

ai y Bedwyr, con expresión severa y decidida, ocuparon sus puestos junto a mí.

—Mantén las manos sobre tu espada, hermano, y vigila cada uno de sus movimientos —siseó Bedwyr a Cai—. Amílcar es un mentiroso y no se puede confiar en él.

Twrch Trwyth, con una sonrisa salvaje, alzó la gruesa lanza y, tras apoyar la corta hoja contra su pecho desnudo, deslizó la bien afilada arma sobre su carne. Un hilillo de sangre brotó de la superficial herida y resbaló por el torso cubierto de negra grasa.

Yo ya había visto esto antes. Los bárbaros creen que el primero que hace correr la sangre asegura la victoria porque, de ese modo, el espíritu del arma despierta. Mientras el vándalo permanecía así ocupado, Arturo desenvainó Caledvwlch e hincó una rodilla en tierra. Tras sujetar la hoja con ambas manos, alzó la empuñadura ante él para formar el signo de la cruz, tras lo cual ofreció una plegaria a nuestro Redentor.

Amílcar lo contempló con suma atención. Mientras el Supremo Monarca se arrodillaba para rezar, el rey bárbaro avanzó hasta colocarse frente a él y lo observó con una expresión de profundo aborrecimiento. Aspiró con fuerza y escupió en el rostro alzado de Arturo.

—¡Ese animal! —gruñó Cal—. Lo voy a…

—Tranquilo —advirtió Bedwyr, posando una mano sobre el brazo de Cai que sujetaba la espada.

Arturo abrió los ojos y contempló a Amílcar con glacial indiferencia. No movió ni un solo músculo. Volvió a cerrar los ojos, terminó su oración y luego se alzó despacio. Nariz contra nariz, ni un palmo de distancia entre ellos, iniciaron la lucha. Casi podía sentir el ardor de su cólera.

—Di a Twrch Trwyth que le perdono el insulto —dijo Arturo al sacerdote en voz baja—. Y que, cuando esté muerto, rezaré a Jesucristo para que perdone el insulto a Nuestro Señor y tenga piedad de su alma.

Hergest repitió las palabras de Arturo, después de lo cual el bárbaro se volvió y golpeó al sacerdote esclavo con el dorso de la mano. La cabeza del monje cayó hacia atrás, y la señal blanca de una mano apareció en su mejilla.

—El bárbaro lamentará eso amargamente —masculló Cai a mi lado.

Mientras Amílcar se colocaba en posición a unos pasos de distancia, Arturo hizo un gesto a su espalda. Rhys, alerta a la señal, hizo sonar el cuerno con un potente toque, que sobresaltó a la hueste vándala. Twrch lanzó una rápida mirada a las filas inglesas.

Aprovechando el momento, Arturo se lanzó al ataque.

—¡Muere, Twrch Trwyth!

Bedwyr, Cai y yo retrocedimos unos pasos; Mercia, Hergest y los otros jefes bárbaros también se retiraron a una posición situada al otro extremo, lo que situó a los combatientes entre nosotros. Arturo y Amílcar empezaron a dar vueltas en círculo observándose mutuamente con desconfianza. Es lo que hacen aquellos que desean averiguar de qué es capaz el otro. Los dos utilizaban la lanza, sujetando el arma por el centro del asta. Amílcar tanteaba con su lanza, balanceándose continuamente adelante y atrás en busca de una oportunidad, un lapso momentáneo que poder aprovechar. Arturo, en cambio, mantenía su arma inmóvil, lista para el lanzamiento o la arremetida.

Los observé girar uno alrededor del otro y sopesé a ambos mentalmente: los dos eran de una altura parecida. Arturo era más ancho de espaldas, pero Amílcar era más fornido. Lo que el monarca tenía de seguridad y estabilidad, el otro lo compensaba con su agilidad. Arturo, con su poderosa osamenta, fuerte y robusto, poseía una fuerza nacida de las salvajes montañas del norte; el caudillo vándalo, por su parte, tenía la considerable estatura y resistencia de los de su raza. Ambos hombres, decidí, eran aproximadamente iguales en fuerza y aguante, aunque el bárbaro, acostumbrado a combatir a pie, podría quizá tener una cierta ventaja sobre Arturo, que combatía siempre a caballo.

Pero un guerrero no se demuestra sólo en la fuerza con que empuña el arma. Si la fuerza bruta fuera todo lo que importara, una reina guerrera como Boadicea o Gwenhwyvar jamás habría tenido la menor oportunidad. Las mujeres no poseen la fuerza del hombre en hombros y brazos; pero son mucho más listas y astutas. Como luchadoras sus cerebros son más agudos, más rápidos y más hábiles; en la batalla, la astucia derrota fácilmente al brazo más fuerte. Realmente, el cerebro de un guerrero es lo principal entre sus atributos; el corazón ocupan el segundo puesto.

Y, en esto, Arturo no tenía rival. Aunque no poseyera como Llenlleawg el curioso don del awen de la batalla, disfrutaba de una clara ventaja: era intrépido. Nada lo intimidaba. Tanto si se enfrentaba a una sola lanza como a un millar, era lo mismo para él. Luchara Amílcar solo o con toda la hueste vándala a su lado, no creo que eso hubiera desanimado en absoluto al Oso de Inglaterra. Quizá no habría sobrevivido al enfrentamiento, pero el miedo no habría tenido parte en su muerte.

Cuando los hombres piensan en Arturo, lo imaginan como una criatura de potente musculatura que se lleva todo por delante merced a la fuerza bruta, y lo cierto es que jamás hubo guerrero más valiente o astuto que empuñara la lanza o llevara espada al cinto. Era fuerte, desde luego, pero también era inteligente: un auténtico druida de la batalla.

De esta manera el Jabalí Negro de los vándalos y el Oso de Inglaterra describían círculos uno alrededor del otro, la mirada penetrante, las manos listas para aprovechar el menor desliz. Ocurrió casi de improviso. Mientras giraba, paso a paso y con sumo cuidado, Amílcar dio un traspié…, un pequeño resbalón en el accidentado terreno, pero Arturo lo aprovechó al instante. Se lanzó al frente, y la lanza se clavó bajo el borde interior del escudo de su oponente.

Todos vieron el tropezón y se asombraron ante la rapidez de Arturo en utilizarlo. Pero Amílcar giró rápidamente a un lado para evitar el ataque, al tiempo que alzaba la lanza ante él. Las aclamaciones de los ingleses se apagaron antes de poder ser expresadas, pues si Arturo hubiera seguido adelante para hundir con más fuerza el arma —como a menudo hacen los guerreros— lo habrían degollado.

Amílcar se recuperó con tal aplomo, que me pregunté si el tropezón no habría sido una estratagema; una maniobra sutil diseñada para coger desprevenido a un oponente codicioso. Por muy efectivo que hubiera sido en el pasado, Arturo no estaba demasiado ansioso por obtener una victoria inmediata; ya tenía suficiente por el momento con dejar que su lanza tanteara un poco sin comprometerse a la primera oportunidad que surgiera.

El blanco sol resplandecía sobre las afiladas hojas, y en los ojos entrecerrados de los luchadores. Poco a poco, muy despacio, moviéndose de lado, los dos guerreros siguieron girando en busca de la oportunidad para atacar. Arturo parecía dispuesto a dejar que tal ejercicio continuara indefinidamente; no quería precipitarse y cometer una equivocación. Tampoco el Jabalí Negro parecía ansioso por conceder a su oponente otra oportunidad, falsa o no.

Así que permanecimos bajo el ardiente sol —el ejército bárbaro, silencioso y dispuesto en filas frente a la poderosa caballería enemiga situada a poco más de un tiro de lanza—, todos los ojos fijos en la espantosa danza que se desarrollaba ante nosotros, paso a paso. Giraban incesantemente, sin ni un traspié. Daban una vuelta, y otra vuelta, vigilantes, sin apenas parpadear, dibujando un gran círculo en el suelo con los pies. El primero en perder la paciencia atacaría, y el otro estaría esperando. Pero ninguno de los dos perdía el control; ninguno perdía la concentración.

Pero alguien sí perdió la paciencia, y del otro extremo del campo de batalla, de las filas vándalas, surgió un grito, que no pude saber si se trataba de ánimo para Amílcar o de desprecio hacia nuestro rey. El grito rompió violentamente el silencio, y la cabeza del bárbaro giró hacia el sonido. Arturo vio que su adversario desviaba la mirada y atacó al punto, la lanza horizontal y la hoja dispuesta para hundirse.

La luz del sol centelleó sobre el acero; parpadeé. Cuando volví a mirar, el escudo de Amílcar había apartado a un lado el arma de Arturo al tiempo que blandía su propia lanza al frente. Sucedió tan rápido que pensé que la punta se habría clavado en las costillas de Arturo. Éste intentó golpear con su escudo el rostro de Amílcar, para obligarlo a dar un paso atrás. Busqué sangre, pero no vi ningún rastro de ella; la cota de mallas había evitado al Supremo Monarca una terrible herida.

El Jabalí Negro se permitió una perversa sonrisa maliciosa, lo que me dio a entender que el grito y su aparente lapso había sido otra estratagema. Evidentemente, era un hombre taimado y se había tomado la molestia de armarse con varios de tales engaños. Arturo había evitado el primero, y escapado por los pelos del segundo; me pregunté qué intentaría ahora Amílcar… y si Arturo lo advertiría a tiempo de salvar la vida.

Volvió a iniciarse el cauteloso girar de los combatientes, y pareció como si fuera a continuar durante bastante tiempo; lo cierto es que había adoptado un ritmo regular incluso monótono, cuando Arturo tropezó de improviso. Cayó sobre una rodilla y la lanza chocó plana contra el suelo.

Amílcar saltó sobre él. La gruesa lanza negra se precipitó hacia adelante. Arturo se estiró al frente, agarró el arma que se abalanzaba contra él con la mano libre, y tiró de ella hacia él. El otro, perdido el equilibrio por el inesperado tirón en el extremo de su jabalina, cayó al frente con un gruñido de sorpresa.

Arturo se levantó de un salto y recuperó su lanza en un mismo movimiento veloz. Amílcar, recobrado el equilibrio, se apartó describiendo un giro a la vez que colocaba el escudo ante él a modo de protección. Pero la punta del arma de Arturo había rozado su cadera y un hilillo de sangre corría ahora por el reluciente costado del Jabalí Negro. Los cymbrogi lanzaron un tremendo grito para indicar su aprobación ante la osada maniobra.

El monarca inglés había hecho correr sangre, y —puede que más importante aún— había transmitido al caudillo bárbaro la advertencia de que el Oso de Inglaterra también tenía sus propios turcos. Yo jamás había visto que Arturo realizara aquella caída fingida y supuse que la acababa de improvisar como represalia para compensar los ardides de su adversario. A la hueste enemiga no le gustó la estratagema y aullaron su desaprobación desde el otro extremo de la explanada.

El implacable sol siguió elevándose en el cielo, y el combate se convirtió en una cautelosa prueba de energía y fuerza de voluntad. De vez en cuando uno de los contendientes aventuraba un ataque, que era rápidamente devuelto; pero ninguno de ellos era tan irreflexivo o inexperto como para permitir verse arrastrado a un impulsivo intercambio de golpes.

Siguieron girando, sin que ninguno de ellos mostrara un punto flaco, ni encontrara uno en su oponente. Describieron círculos, y el ardiente sol llegó a su cénit, permaneció un tiempo allí y empezó su largo y lento descenso hacia el horizonte occidental. Los hombres de Arturo se protegieron los ojos del sol con las manos y siguieron contemplando el combate, con los sentidos embotados por la luz y el calor. Y así, sin interrupción, siguió el interminable girar, y el día se fue apagando.

Finalmente, la luz empezó a escasear antes de que ninguno de los dos hombres diera paso a la fatiga o al error. Decidí detener la lucha cuando el sol se puso y las sombras empezaron a invadir el campo de batalla. Hice una señal a Hergest para indicar mi deseo de conferenciar, y éste condujo a Mercia hasta mí.

—No tardará en ser de noche —dije—. Podemos dejar que esto siga toda la noche, o podemos acordar detenerlo ahora y volver a encontrarnos mañana.

El sacerdote transmitió mis palabras a Mercia, que vaciló, contemplando el combate dubitativo. Percibí en él reluctancia a interferir, de modo que añadí:

—No hará daño a ninguno de los dos descansar durante la noche y empezar otra vez mañana al mediodía.

—Así se hará —respondió el bárbaro a través del sacerdote, y los dos se acercaron a los combatientes, gritándoles que depusieran las armas y se retiraran hasta el día siguiente, cosa que ambos hicieron aunque no sin cierta mala gana.

De este modo el día finalizó sin victoria.