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M

ientras las últimas notas se perdían en la noche como chispas centelleantes de la hoguera que ardía a mi espalda, levanté la mirada hacia la ladera. La gente estaba como embelesada, reacia a romper el hechizo que se había apoderado de ella. Habían probado —¡habían devorado!— la comida de la vida y se sentían poco dispuestos a abandonar la mesa.

Oh, pero no fue mi voz lo que arrastró aquellas almas hambrientas a alimentarse; fue la Luz Omnipotente, alzándose como el sol de la mañana entre ellos, instándolos a romper el largo ayuno.

Percibí un movimiento no muy lejos y descubrí a Arturo junto a mí, alto y fuerte, con el rostro iluminado por la dorada luz de las llamas, y un campo de estrellas detrás de él. Desenvainó a Caledvwlch y esgrimió la hoja desnuda como si quisiera expulsar toda disensión. Me hice a un lado y él ocupó mi puesto.

—¡Cymbrogi! —gritó, alzando la espada—, habéis escuchado la canción de un auténtico bardo, y si sois como yo vuestro corazón estalla con la belleza de cosas que no sabe nombrar. Y sin embargo… y, sin embargo, os digo que tiene un nombre. Realmente se trata del Reino del Verano.

El Supremo Monarca hablaba con sencillez, pero con el celo de quien sabe que su mayor esperanza se encuentra al alcance de la mano. Despedía vitalidad, y todo su rostro aparecía iluminado con un fuego sagrado. Era el Señor del Verano y había vislumbrado su reino, aún lejano, pero más próximo ahora que nunca.

—El Reino del Verano —repitió con voz casi reverencial—. Myrddin Emrys dice que este reino maravilloso está cerca. Lo tenemos al alcance de la mano, amigos míos, esperando que decidamos establecerlo. ¿Quién de entre vosotros retrocedería ante la gloriosa tarea? Si está en nuestra mano fundar el Reino del Verano, ¿cómo podemos hacernos a un lado? No sé si tendremos éxito o fracasaremos —continuó—. La tarea puede resultar más difícil de lo que ningún ser vivo supone. Puede que lo demos todo y aun así fracasemos, pero ¿quién nos perdonaría en el futuro si no lo intentamos? Así pues, comprometamos nuestro corazón y nuestras manos en algo que es digno… no, más que digno, de todos nuestros esfuerzos. ¿Quién me acompañará en este juramento?

Ante esto todo el ejército lanzó un rugido capaz de hacer temblar el cielo y la tierra. Mi canción los había imbuido del ansia por el Reino del Verano, y la visión de su Supremo Monarca audaz y radiante ante ellos les había facilitado una fugaz imagen del señor de aquel reino. Todos realizaron el juramento libremente y con todo su corazón.

Pero Arturo no había finalizado. Cuando los gritos se apagaron, contempló a Caledvwlch en su mano.

—Esta espada es poderosa; mi brazo es fuerte —les dijo—. Cymbrogi, sabéis que quiero a Inglaterra más que a mi vida. Si poseyera diez vidas las consideraría inútiles si no pudiera pasarlas en la Isla de los Poderosos.

Esto provocó la aprobación incondicional de los reunidos, que Arturo aceptó humildemente.

—Creedme cuando os digo que jamás haría nada que deshonrara esta tierra, y aún menos le ocasionaría ningún daño. Creedme también cuando digo que esta guerra ruinosa debe cesar. —Hizo una pausa y todos los ojos se concentraron en él—. Por lo tanto, iré a encontrarme con el Jabalí Negro en la llanura mañana y lucharé contra él. —El supremo Monarca, sin soltar la espada, alzó los brazos al cielo—. ¡Cymbrogi! —vociferó—. Os pido que me apoyéis en este día de prueba. ¡Apoyadme, hermanos míos! Mañana, cuando entre en la llanura, quiero vuestros corazones y rezos fundidos con los míos en el combate. Desechad toda duda, hermanos. Abandonad todo temor. ¡Rezad, amigos míos! Rezad conmigo al Señor que nos ha creado a todos para que me conceda la victoria… no únicamente por mí, sino también por el bien del Reino del Verano.

Calló, contemplando el silencioso mar de rostros.

—Marchaos ahora —continuó—, retiraos a vuestras plegarias y sueños. Levantémonos todos mañana con la energía que proviene de corazones y almas unidos en auténtica armonía.

De este modo nos fuimos a dormir. Y, cuando la noche se desvaneció por el este y el Supremo Monarca y su reina salieron de su descanso nocturno, Gwenhwyvar se mantuvo decidida junto a Arturo, el rostro impasible ante los avatares de aquel día.

Arturo desayunó y celebró consejo con sus jefes.

—Habéis dado vuestra palabra de apoyarme en todo —dijo, recordándoles sus votos de lealtad—. Alabo vuestra disposición a entrar en combate, pero ahora os pido vuestra buena voluntad para la paz. Hoy lucharé contra Amílcar y os pido vuestra tolerancia. Oídme bien: nadie debe ofrecer a los vándalos motivos para dudar de que me atendré de buena fe a los términos de la prueba. Si alguno de entre vosotros no puede aceptar esta vía, que se marche ahora, pues ya no es amigo de Arturo. Pero, si os quedáis, entonces tendréis que acatar mi voluntad en esto.

Muchos de entre ellos seguían sin confiar en las intenciones del bárbaro, y yo no podía culparlos por no estar seguros. Un hombre puede dudar, puede alimentar grandes recelos, y a pesar de ello mantener su palabra aunque su corazón no esté ya puesto en ella.

Esto, en mi opinión, es la mayor consumación del espíritu: mantenerse firme en la fe sólo mediante la fuerza de voluntad cuando el fuego de la certeza se ha enfriado. Pues, cuando el llameante viento del ardor sopla con fuerza, incluso el espíritu más débil es capaz de volar; pero, cuando el fuego se apaga y el viento no sopla, empieza la auténtica prueba para el espíritu. Aquellos que perseveran por encima de todo obtienen más fuerza y disfrutan de mayor favor con el Señor.

Arturo no los engañó, sino que hizo saber a los nobles de Inglaterra qué era lo que exigía de ellos y lo que su apoyo les costaría. Hay que reconocer en su favor que los jefes se mantuvieron firmes; ninguno, a pesar de sus recelos, abandonó al Supremo Monarca ni murmuró en su contra.

Por consiguiente, en cuanto el sol empezó a abrirse paso en el horizonte, el Supremo Monarca se armó, se vistió con su cota de malla y su yelmo de guerra, y se echó al hombro su escudo ribeteado de hierro; con Corta Acero colgando de la cadera, introdujo una daga en su cinturón y seleccionó una lanza nueva. Cai y Bedwyr hicieron todo lo que pudieron para ayudarlo, inspeccionando sus armas, apretando correas y lazos, y ofreciendo consejo y ánimo. Cuando estuvo listo, montó en su caballo y cabalgó hasta el lugar acordado en la llanura para el encuentro, acompañado por todo el ejército de Inglaterra.

El lugar no estaba lejos, y, cuando nos detuvimos al poco rato, Arturo ordenó a sus jefes que ocuparan sus puestos, al tiempo que indicaba a Rhys que permaneciera alerta a su señal, y a sus jefes guerreros que vigilaran y mantuvieran el orden entre sus hombres, sucediera lo que sucediera.

Se inclinó desde su silla hasta Gwenhwyvar, estoica y solemne a su lado, le pasó una mano por la nuca y acercó su rostro al de él.

—Has cabalgado junto a mí en la batalla —dijo él con suavidad—. Cada vez que empuñaba la espada podrían haberme matado. Lo cierto es que podrían haberme matado mil veces. El día de hoy no es diferente; ¿por qué tienes miedo, entonces?

—Una esposa siempre está dispuesta a compartir el destino de su esposo —respondió Gwenhwyvar, los ojos repentinamente llenos de lágrimas—. He combatido a tu lado, sí, arrostrando la muerte de buen grado junto a ti. Pero ahora no tengo parte en lo que piensas hacer, y eso me resulta más amargo que cualquier cosa que haya conocido.

—No me preocupo por mí —respondió Arturo—. Lo que hago hoy, lo hago por Inglaterra. En este combate, soy Inglaterra. Nadie puede ocupar mi lugar o compartir mi sino, ya que esta lucha pertenece sólo al rey.

Planteó la situación sucintamente. Si se había de conseguir la paz para toda Inglaterra, era él quien debía obtenerla ya que era él quien tenía a Inglaterra en su mano. De esta manera, debía ser Arturo o nadie más. El sacrificio sería suyo, o lo sería la gloria. Pero tanto si se trataba de sacrificio o gloria, era una acción soberana, y él el único que podía tomarla.

La noble Gwenhwyvar lo comprendió y, aunque no le gustaba, lo aceptó por él.

—Estoy de acuerdo. Solamente desearía poder creer que este bárbaro vaya a cumplir su palabra.

—Amor mío —dijo Arturo, tomando la mano de ella en la suya y apretándola con fuerza—. No estamos en las manos de Amílcar. La verdad es que estamos en las manos de Dios. Y, si el Supremo Monarca de los Cielos nos da su apoyo, ¿quién puede enfrentarse a nosotros?

Gwenhwyvar esbozó una débil sonrisa; luego alzó la cabeza e irguió los hombros, una vez más la reina guerrera. En todo lo que siguió se mantuvo siempre firme. Aunque muchos hombres valientes se acobardaron, Gwenhwyvar no dejó escapar la menor palabra de_duda o temor. Fueran cuales fueran las dudas que albergara sobre la cuestión, jamás dijo una palabra a nadie. Ni tampoco mostró indicación alguna —ni en su estado de ánimo ni en su comportamiento— de que desconfiara de la empresa. Cuando por fin comprendió que no había forma de disuadir a Arturo, Gwenhwyvar ocupó su puesto junto a él tan decidida y leal como cualquiera de sus jefes guerreros. Y, si Arturo lo hubiera deseado, habría ocupado el lugar del monarca en la llanura sin un murmullo… tal era su nobleza.

Arturo besó a su esposa; acto seguido desmontó e, irguiendo los hombros, avanzó solo hacia el campo de batalla. Los ingleses permanecieron formados en filas detrás de sus jefes, y todos tenían ardientes rezos en los labios.

—¡Luz Omnipotente, guarda a nuestro rey! ¡Rodea a Arturo de ángeles guardianes! ¡Protégelo con tu Veloz Mano Firme!

Desde el otro extremo de la planicie, el ejército vándalo empezó a avanzar sin mostrar señal de ir a detenerse hasta quedar lo bastante cerca para que contemplásemos sus negros ojos centelleando bajo la despiadada luz. Lucían expresiones serias, que no dejaban traslucir nada. Siguieron acercándose, más y más cerca, y creí que aún caerían sobre nosotros mientras los observábamos. Pero, cuando sólo una distancia de dos tiros de lanza separaba a ambos ejércitos, los vándalos se detuvieron. Amílcar, acompañado de dos jefes y de Hergest, se adelantó.

Al ver que Amílcar se presentaba con porteadores, indiqué a Cai y a Bedwyr que vinieran conmigo, y corrimos a reunirnos con Arturo en la explanada. Éste nos dirigió una rápida mirada por encima del hombro cuando nos acercamos a toda velocidad.

—Puede que sea cierto que debes luchar contra Amílcar solo —le dije—, pero no tienes por qué confiár ciegamente en el sentido del honor de este bárbaro. Cay, Bedwyr y yo te acompañaremos y nos ocuparemos de que el Jabalí Negro mantenga su palabra.

Arturo echó una ojeada a las resueltas expresiones de los rostros de sus amigos.

—Muy bien, que así sea. Iremos juntos.

Los tres acompañamos a Arturo a encontrarse con el Jabalí Negro y decidí hacer todo lo que estuviera en mi mano para asegurar la limpieza de la prueba. Nos reunimos con el jefe vándalo en el centro de la planicie y nos detuvimos a unos pocos pasos de distancia.

El Jabalí Negro era aún más grande y fornido de lo que recordaba. Desprovisto de sus ropas para poder combatir mejor, presentaba un aspecto feroz y terriblemente salvaje: rostro y extremidades embadurnados con manteca de cerdo, ennegrecida con hollín. Desnudo hasta la cintura, su torso era una masa de cicatrices de viejas heridas, mientras que por debajo de su taparrabos de cuero sobresalían unos potentes muslos. Iba descalzo, y empuñaba el pesado escudo, la corta espada de hoja ancha y la lanza de grueso mango que eran las armas preferidas por los de su raza. Alrededor del poderoso cuello llevaba una cinta triple ensartada de dientes y huesos de nudillos humanos. También le habían engrasado los cabellos, que colgaban de su cabeza en gruesas y pesadas ristras.

No podía negarse que había algo del jabalí salvaje en su aspecto. Permanecía tranquilo, contemplando a Arturo con ligero desdén, sin un ápice de temor en sus insondables ojos negros. El bárbaro parecía ansioso por enfrentarse por fin a su adversario cara a cara. En conjunto, daba la impresión de ser un guerrero sumamente seguro de sí mismo y de su habilidad.

El caudillo vándalo gruñó un torrente de palabras en su lengua gutural, que el sacerdote prisionero nos transmitió de modo inteligible.

—Amílcar dice que está muy contento de que Arturo no haya huido de este combate. Quiere que sepáis que considera un supremo honor matar al rey inglés. La cabeza de tan gran monarca le proporcionará gran renombre.

—Di a Twrch —respondió Arturo con una carcajada— que a lo mejor no le resulta tan fácil como cree separarme de mi cabeza. Muchos lo han intentado pero todos han fracasado.

Hergest repitió con mucho gusto las palabras de Arturo a Amílcar, quien dio una rápida respuesta al tiempo que levantaba su collar y hacía tintinear los huesos.

—Twrch Trwyth dice que lo mismo sucede con él. No obstante, se sentirá muy feliz de añadir los dientes y huesos de los dedos de los pies de un rey inglés a su uniforme de batalla.

Amílcar volvió a hablar, y Hergest repitió:

—Twrch está listo. Ya se ha hablado suficiente; es hora de luchar.

—Aún no —intervine, alzando la mano—. Antes de que se inicie el combate, quisiera escuchar los votos de los combatientes.

—¿Qué votos son ésos? —inquirió Amílcar a través de su erudito esclavo.

—Que se acatará la triple ley.

Hergest transmitió la respuesta, y el jefe vándalo preguntó:

—¿Cuál es esta ley?

—La ley dice así: ningún hombre de ninguno de los dos campamentos intervendrá ni impedirá la contienda; se concederá la solicitud de clemencia; el combate seguirá adelante mientras se tengan fuerzas para alzar las armas.

Amílcar me contempló enfurecido mientras Hergest le traducía mis palabras, y devolvió una respuesta burlona.

—Twrch dice que vuestras leyes son como el balido de ovejas en sus oídos. No quiere saber nada de ellas.

—En ese caso el combate no se celebrará —respondí con firmeza; Cai y Bedwyr se pusieron en guardia, las manos sobre las empuñaduras de sus espadas, dispuestos a todo—. Pues, a menos que acepte cumplir esta ley —continué—, la guerra seguirá adelante y los señores de Inglaterra os perseguirán de un extremo a otro de esta isla. Se os acorralará y pulverizará.

Amílcar escuchó aquello con una mueca de desprecio y luego escupió su respuesta.

—De acuerdo —me dijo Hergest—. Amílcar hace el juramento.

Me volví hacia Arturo.

—De acuerdo —contestó éste, con una violenta sacudida de su barbilla—. Me atendré a ella.

—¡Qué así sea! —Me aparté de los dos combatientes—. ¡Que se inicie el combate!